19

EN LA TIERRA SILENCIOSA

La mujer Oscurecida tenía la piel pálida y una larga melena cobriza, que debía de haber sido hermosa, pero que ahora estaba llena de suciedad y de briznas de paja. A ella no parecía importarle, solo colocó las bandejas de comida en el suelo y se alejó de los prisioneros. Había dejado unas gachas caldosas y grises para Magnus y Luke, y una botella de sangre para Raphael.

Ni Luke ni Magnus se acercaron a la comida. Magnus se encontraba demasiado enfermo para tener apetito. Además, tenía la vaga sospecha de que Sebastian había envenenado o drogado, o ambas cosas, las gachas. Pero Raphael cogió la botella y bebió con ganas; tragó sin detenerse hasta que la sangre le corrió por las comisuras de los labios.

—Va, va, Raphael —dijo una voz desde las sombras, y Sebastian Morgenstern apareció en el marco de la puerta. La mujer Oscurecida inclinó la cabeza y se apresuró a salir, cerrando la puerta a su espalda.

Sebastian tenía un parecido asombroso con su padre a esa edad, pensó Magnus. Esos extraños ojos negros, totalmente negros, sin la más leve traza de castaño o avellana, el tipo de rasgo que resultaba hermoso por ser poco común. La misma expresión fanática en la sonrisa. Jace nunca había tenido eso. Había sido temerario y había disfrutado de la alegría anárquica de la autoaniquilación imaginaria, pero no era ningún fanático. Y justamente por eso, pensó Magnus, era por lo que Valentine se lo había sacado de encima. Para aplastar a la oposición se necesitaba un martillo, y Jace era un arma más delicada que todo eso.

—¿Dónde está Jocelyn? —preguntó Luke, con un leve rugido, los puños apretados a los costados. Magnus se preguntó cómo sería para Luke mirar a Sebastian, si el parecido con Valentine, que en un tiempo había sido su parabatai, le resultaría doloroso, o si esa pérdida había dejado de dolerle hacía tiempo—. ¿Dónde está?

Sebastian se rio, y en eso era algo diferente a él. Valentine nunca había sido un hombre que riera con facilidad. El humor sarcástico de Jace debía de haberle llegado por la sangre, una característica claramente Herondale.

—Está bien —respondió—, muy bien, con lo que quiero decir que sigue viva. Que es lo mejor que puedes esperar, la verdad.

—Quiero verla —exigió Luke.

—Hmmm —murmuró Sebastian, como si se lo estuviera pensando—. No, no veo qué ventaja me puede reportar.

—Es tu madre —dijo Luke—, podrías ser amable con ella.

—Eso no es de tu incumbencia, perro. —Por primera vez había una sombra de juventud en la voz de Sebastian, un tonillo de petulancia—. Tú, tocando a mi madre por todas partes, haciéndole creer a Clary que eres de su familia…

—Soy más familia de ella que tú —replicó Luke, y Magnus le lanzó una mirada de advertencia mientras Sebastian palidecía y los dedos casi se le iban hacia el cinturón, donde era visible la empuñadura de la espada Morgenstern.

—No —dijo Magnus en voz baja, y luego subió el tono—: Sabes que si tocas a Luke, Clary te odiará, y Jocelyn también.

Sebastian apartó la mano de la espada con un esfuerzo visible.

—Y he dicho que nunca he intentado hacerle daño.

—No, solo tenerla como rehén —repuso Magnus—. Quieres algo, algo de la Clave o algo de Clary y Jace. Supongo que esto último. La Clave nunca te ha interesado demasiado, pero sí que te importa lo que piensa tu hermana. Ella y yo estamos muy unidos, por cierto.

—No tan unidos. —El tono de Sebastian era fulminante—. No voy a perdonar la vida a todos los que la hayan conocido. No estoy tan loco.

—Pues pareces muy loco —soltó Raphael, que había guardado silencio hasta ese momento.

—Raphael —dijo Magnus en tono de advertencia, pero Sebastian no parecía haberse molestado. Miraba a Raphael como sopesándolo.

—Raphael Santiago —dijo—. Jefe del clan de Nueva York, ¿o no lo eres? No, era Camille la que ostentaba esa posición, y ahora es esa niña loca. Debe de ser muy frustrante para ti. Me parece que los cazadores de sombras de Manhattan deberían haber intervenido antes de ahora. Ni Camille ni la pobre Maureen Brown eran adecuadas como líderes. Rompieron los Acuerdos; no les importaba la Ley en absoluto. Pero a ti sí. Me parece que de todas las razas de subterráneos, los vampiros son los que peor trato han recibido de los cazadores de sombras. Solo hace falta ver tu situación.

—Raphael —repitió Magnus, y trató de inclinarse hacia adelante para mirar al vampiro a los ojos, pero las cadenas lo retenían con fuerza, tintineando. Hizo una mueca ante el dolor en las muñecas.

Raphael estaba acuclillado, con las mejillas sonrojadas producto de su última comida. Tenía el cabello alborotado y parecía tan joven como cuando Magnus lo había conocido.

—No sé por qué me estás diciendo todo esto —repuso.

—No puedes decir que yo te haya maltratado más que tus jefes vampiro —continuó Sebastian—. Te he alimentado. No te he puesto en una jaula. Sabes que ganaré; todos lo sabéis. Y cuando llegue ese día, me aseguraré con gusto de que tú, Raphael, gobiernes sobre todos los vampiros de Nueva York. De hecho, sobre todos los vampiros de Norteamérica. Te los cedo. Todo lo que necesito es que traigas a los otros Hijos de la Noche a mi lado. Los seres mágicos ya se han unido a mí. La corte siempre elige el bando del vencedor. ¿No deberías hacer lo mismo?

Raphael se puso en pie. Tenía sangre en las manos. Se las miró con el ceño fruncido. Raphael era de lo más escrupuloso.

—Eso parece razonable —afirmó—. Me uniré a ti.

Luke hundió el rostro entre las manos.

—Raphael —gruñó Magnus con los dientes apretados—, de verdad que has conseguido llegar a lo más bajo.

—Magnus, no importa —intervino Luke. Estaba siendo protector, y Magnus lo sabía. Raphael ya se había puesto junto a Sebastian—. Que se vaya. No será ninguna pérdida.

Raphael resopló.

—Ninguna pérdida, dices —replicó—. Estoy harto de vosotros, idiotas, tirados en esta celda, gimiendo por vuestros amigos y amantes. Sois débiles y siempre lo habéis sido…

—Debería haberte dejado salir a la luz del día —repuso Magnus, y su voz era de hielo.

Raphael hizo una mueca de dolor. Fue un breve instante, pero Magnus lo vio. Aunque tampoco le proporcionó una gran satisfacción.

Sebastian también lo vio, y la mirada de sus oscuros ojos se intensificó. Sacó un puñal del cinturón, fino, con una hoja muy estrecha. Una misericordia, el tipo de cuchillo hecho para meterse por las juntas de una armadura y propinar el golpe mortal.

Raphael, al ver el destello del metal, se echó rápidamente atrás, pero Sebastian sonrió y le dio la vuelta al puñal en la mano. Se lo ofreció a Raphael, con el mango por delante.

—Cógelo.

Raphael extendió la mano con una mirada de sospecha. Cogió el puñal y lo sujetó, dejándolo balancearse… A los vampiros no les gustaban demasiado las armas. Ellos eran sus propias armas.

—Muy bien —dijo Sebastian—. Ahora, sella nuestro acuerdo con sangre. Mata al brujo.

El puñal cayó de la mano de Raphael y golpeó el suelo. Con una mirada de irritación, Sebastian se agachó, lo recogió y volvió a ponérselo en la mano al vampiro.

—Nosotros no matamos con cuchillos —repuso Raphael, y pasó la mirada de la hoja a la fría expresión de Sebastian.

—Ahora sí —replicó Sebastian—. No voy a dejarte que le abras el cuello; demasiado sucio, demasiado fácil equivocarse. Haz lo que te digo. Ve al brujo y apuñálalo hasta matarlo. Córtale el cuello, agujeréale el corazón, lo que quieras.

Raphael se volvió hacia Magnus. Luke avanzó. Magnus alzó una mano en advertencia.

—Luke —dijo—. No.

—Raphael, si lo haces, no habrá paz entre la manada y los Hijos de la Noche, ni ahora ni nunca —lo amenazó Luke. Los ojos le brillaban con un frío tono azul.

Sebastian soltó una carcajada.

—No estarás pensando en que volverás a tener el mando de esa manada, ¿verdad, Lucian Graymark? Cuando gane esta guerra, y la ganaré, gobernaré con mi hermana a mi lado, y te meteré en una jaula para que ella te tire los huesos, si eso la divierte.

Raphael dio otro paso hacia Magnus. Sus ojos eran enormes. Tantas veces el crucifijo que llevaba en el cuello le había hecho daño que la cicatriz ya era permanente. El cuchillo relució en su mano.

—Si crees que Clary toleraría… —comenzó Luke, y luego se apartó. Fue hacia Raphael, pero Sebastian se puso frente a él, cortándole el paso con la espada Morgenstern.

Con un extraño desapego, Magnus observó a Raphael acercársele. El corazón le golpeaba dentro del pecho, de eso sí era consciente, pero no tenía miedo. Había estado muchas veces a las puertas de la muerte; tantas que la idea ya no lo asustaba. A veces pensaba que, en parte, la ansiaba, ansiaba ese país desconocido, ese lugar en el que nunca había estado, esa experiencia que aún no había vivido.

La punta del puñal le tocó el cuello. A Raphael le temblaba la mano. Magnus notó el pinchazo cuando la hoja le arañó el centro del cuello.

—Así —dijo Sebastian con una sonrisa salvaje—. Córtale el cuello. Deja que su sangre caiga al suelo. Ha vivido demasiados años.

Entonces, Magnus pensó en Alec, en sus ojos azules y su serena sonrisa. Pensó en cuando se alejó de Alec en los túneles de Nueva York. Pensó en por qué lo había hecho. Sí, que Alec fuera a ver a Camille había hecho que se enfadara, pero había sido más que eso.

Recordó a Tessa llorando en sus brazos en París, y haber pensado que él nunca había experimentado una pérdida como la que ella sentía, porque él nunca había amado como ella, y que temía que algún día le pasara, y como Tessa, perdiera a su amor mortal. Y que era mejor ser el que moría que el que seguía viviendo.

Más tarde había guardado eso en un rincón de su memoria, como una fantasía mórbida, y no había vuelto a recordarlo hasta que ocurrió lo de Alec. Le había roto el corazón alejarse de él. Pero que un inmortal amara a un mortal… Esa había sido la destrucción de muchos dioses, y si había destruido a dioses, Magnus no podía esperar nada mejor. Miró a Raphael a través de las pestañas.

—Recuerda —dijo en voz baja, tan baja que dudaba de que Sebastian lo oyera—. Sabes que estás en deuda conmigo.

—Me salvaste la vida —repuso Raphael, pero su voz era hueca—. Una vida que nunca quise.

—Muéstrame que hablas en serio, Santiago —insistió Sebastian—. Mata al brujo.

La mano de Raphael se cerró con fuerza alrededor del mango del puñal. Los nudillos se le pusieron blancos.

—No tengo alma —le dijo a Magnus—. Pero te hice una promesa ante la puerta de mi madre, y ella era sagrada para mí.

—Santiago… —comenzó Sebastian.

—Entonces era un niño. Ahora no lo soy. —El puñal cayó al suelo. Raphael se volvió y miró a Sebastian con sus grandes ojos claros—. No puedo —dijo—. No lo haré. Tengo una deuda con él desde hace muchos años.

Sebastian estaba muy quieto.

—Me decepcionas, Raphael —dijo, y enfundó la espada Morgenstern. Dio un paso y recogió el puñal, que estaba a los pies de Raphael, y le dio la vuelta en la mano. Un rayo de luz destelló en la hoja, una lágrima de fuego—. Me decepcionas mucho —repitió, y entonces, con demasiada rapidez como para que el ojo pudiera seguirlo, hundió la hoja en el corazón de Raphael.

Hacía mucho frío en la morgue del hospital. Maia no temblaba, pero lo notaba como puntas de aguja contra la piel.

Catarina estaba apoyada en el armario de compartimentos de acero donde se guardaban los cadáveres, que cubría toda una pared. La fosforescencia amarillenta de la luz la mostraba como desvaída, una mancha azul pálido en bata verde. Mascullaba para sí en un idioma extraño que a Maia le producía escalofríos.

—¿Dónde está? —preguntó Bat. Empuñaba un cuchillo de caza en una mano y en la otra llevaba una jaula para perros grandes. Dejó caer la jaula con un clanc metálico, y recorrió la sala con la mirada.

Había dos mesas de acero en el centro de la morgue. Mientras Maia miraba, una de ellas comenzó a avanzar lentamente. Las ruedas giraban sobre las losetas del suelo.

Catarina señaló.

—Ahí —dijo. Su mirada se posó sobre la jaula; hizo un gesto con los dedos, y esta pareció vibrar y chispear—. Bajo la mesa.

—No me digas —repuso Lily, arrastrando las palabras, y avanzó taconeando. Se inclinó para mirar bajo la mesa, y saltó hacia atrás soltando un grito. Voló por el aire y aterrizó en una de las encimeras, donde se colgó como un murciélago, con parte del cabello saliéndosele de la cola en que lo llevaba recogido—. Es horroroso —exclamó.

—Es un demonio —indicó Catarina. La mesa dejó de moverse—. Seguramente un dantalion o algún otro tipo de necrófago. Se alimentan de los muertos.

—¡Oh, por el amor de la luna! —exclamó Maia, y dio un paso adelante. Antes de que llegara a donde se escondía el demonio, Bat le dio una patada a la mesa con la bota. Esta se fue de lado con un fuerte estruendo y dejó ver a la criatura que había debajo.

Lily tenía razón: era horroroso. Del tamaño de un perro grande, pero parecía una bola de palpitantes intestinos grises tachonada de riñones malformados y nódulos de pus y sangre. Un único ojo amarillento y lloroso los miraba entre el revoltijo de órganos.

—¡Puaj! —exclamó Bat.

—Te lo he dicho —soltó Lily, justo cuando un largo tramo de intestino salió disparado del demonio y se le enrolló a Bat en el tobillo. Bat cayó al suelo con un gesto de dolor.

—¡Bat! —gritó Maia, pero antes de que pudiera moverse, él se retorció y dio un tajo con el cuchillo a la materia pulsante que lo aprisionaba. Se echó corriendo hacia atrás mientras el icor del demonio regaba el suelo.

—¡Qué asco! —exclamó Lily. Estaba sentada en la encimera, sujetando un objeto rectangular de metal, su móvil, como si pudiera alejar al demonio con él.

Bat se puso en pie mientras el demonio correteaba hacia Maia. Ella le pegó una patada, y la cosa rodó hacia atrás con un ruido de enfadado chapoteo. Bat miró su cuchillo. El metal se estaba deshaciendo a causa del icor. Lo soltó con un gruñido de asco.

—Armas —dijo, mirando alrededor—. Necesito un arma…

Maia agarró un escalpelo de una mesa y lo lanzó. Se clavó en la criatura con un sonido pringoso. El demonio chilló. Al cabo de un instante, el escalpelo salió disparado como lanzado por una tostadora especialmente potente. Resbaló por el suelo, derritiéndose y burbujeando.

—¡Las armas ordinarias no les hacen nada! —Catarina avanzó, alzando la mano derecha, rodeada de una llama azul—. Solo las hojas con runas…

—¡Entonces consigamos una de esas! —gritó Bat mientras retrocedía apartándose de la criatura pulsante que corría hacia él.

—¡Solo los cazadores de sombras las usan! —replicó Catarina, y un rayo de fuego azul le salió de la mano. Alcanzó de pleno a la criatura y la envió rodando. Bat agarró la jaula, la colocó frente al demonio y la cerró cuando este rodó a su interior.

Maia puso el seguro y encerró al demonio. Todos se echaron atrás, y miraron horrorizados cómo este siseaba y se lanzaba contra los barrotes de su prisión reforzada por la magia. Todos excepto Lily, que seguía apuntándolo con el móvil.

—¿Estás filmando esto? —preguntó Maia.

—Quizá —contestó Lily.

Catarina se pasó la manga por la frente.

—Gracias por la ayuda —dijo—. Ni siquiera la magia de un brujo puede contener a los dantalions, son muy resistentes.

—¿Por qué lo estás filmando? —le preguntó Maia a Lily.

La chica vampiro se encogió de hombros.

—Cuando el gato no está, lo ratones bailan… Siempre está bien recordar a los ratones que, en ese caso, cuando el gato no está, a los ratones se los comerán los demonios. Voy a enviar este vídeo a todos nuestros contactos subterráneos por el mundo. Solo para recordarles que hay demonios que necesitamos que destruyan los cazadores de sombras. Que por eso existen.

—No existirán mucho tiempo más —siseó el demonio dantalion. Bat soltó un grito y saltó otro metro hacia atrás. Maia no lo culpó. La cosa había abierto la boca. Parecía como un escurridizo túnel negro lleno de dientes—. Mañana por la noche será el ataque. Mañana por la noche empezará la guerra.

—¿Qué guerra? —preguntó Catarina—. Dinos, criatura, o cuando te lleve a casa, te torturaré de todos los modos que se me ocurran…

—Sebastian Morgenstern —contestó el demonio—. Mañana por la noche atacará Alacante. Mañana por la noche, los cazadores de sombras dejarán de existir.

Un fuego ardía en medio de la cueva. El humo se arremolinaba hacia el alto techo abovedado, perdido entre las sombras. Simon notaba el calor de la hoguera, una tensión chispeante contra la piel más que la sensación real de calor. Supuso que hacía frío, ya que Alec se había puesto un grueso jersey y había envuelto cuidadosamente en una manta a Isabelle, que dormía estirada en el suelo, con la cabeza en el regazo de su hermano. Pero Simon no lo podía notar.

Clary y Jace se habían ido a revisar los túneles y a asegurarse de que seguían libres de demonios y otros posibles visitantes desagradables. Alec no había querido separarse de Isabelle, y Simon se sentía excesivamente débil y mareado para pensar en moverse demasiado. Aunque no iba a dejar que los otros lo supieran. Técnicamente, estaba de vigilancia, escuchando por si algo se acercaba a ellos desde la oscuridad.

Alec miraba las llamas. La luz amarilla lo hacía parecer más cansado, más viejo.

—Gracias —dijo de repente.

Simon casi pegó un brinco. Alec no le había dicho ni una palabra desde: «¿Qué estás haciendo?».

—¿Por qué?

—Por salvar a mi hermana —contestó. Pasó la mano por la oscura melena de Isabelle—. Sé… —comenzó un poco a trompicones—, quiero decir, sabía, cuando vinimos aquí, que esta podía ser una misión suicida. Sabía que era peligroso. Sé que no puedo esperar que sobrevivamos todos. Pero pensé que sería yo, no Izzy…

—¿Por qué? —preguntó Simon. La cabeza le dolía, y tenía la boca seca.

—Porque preferiría ser yo —respondió Alec—. Ella es… Isabelle. Es lista y dura y una gran guerrera. Mejor que yo. Se merece estar bien, ser feliz. —Miró a Simon a través del fuego—. Tú también tienes una hermana, ¿verdad?

Simon se sorprendió ante esa pregunta. Nueva York parecía un mundo aparte, una vida distinta.

—Rebecca —contestó—. Así se llama.

—¿Y qué le harías a alguien que la hiciera infeliz?

Simon miró a Alec con recelo.

—Razonaría con él —contestó—. Lo convencería de que cambiara. Quizá un abrazo comprensivo.

Alec resopló y pareció a punto de replicarle; luego volvió la cabeza de golpe, como si hubiera oído algo. Simon alzó una ceja. No era corriente que un humano oyera algo antes que un vampiro. Un momento después, reconoció el sonido y lo comprendió: era la voz de Jace. Se vio luz bailando al final del túnel más lejano, y Clary y Jace aparecieron. Ella sujetaba una luz mágica en la mano.

Incluso con botas, Clary apenas le llegaba a Jace al hombro. No se tocaban, pero avanzaron juntos hacia el fuego. Simon pensó que aunque se los veía como pareja desde la primera vez que regresaron de Idris, ahora parecían algo más. Parecían un equipo.

—¿Algo interesante? —preguntó Alec cuando Jace se sentó junto al fuego.

—Clary ha puesto unas runas de glamour en las entradas de la cueva. Nadie debería ser capaz de ver que hay un camino hacia aquí.

—¿Cuánto tiempo durarán?

—Esta noche, quizá hasta mañana —respondió Clary mirando a Izzy—. Como las runas se desvanecen antes en este lugar, tendré que ir a comprobarlas más tarde.

—Y yo tengo una mejor idea de dónde estamos situados con relación a Alacante. Estoy bastante seguro de que el páramo rocoso donde estuvimos anoche —Jace señaló el túnel situado más a la derecha— queda por encima de lo que solía ser el bosque de Brocelind.

Alec entrecerró los ojos.

—Es deprimente. Ese bosque era… hermoso.

—Ya no. —Jace negó con la cabeza—. Solo tierra muerta hasta donde alcanza la vista. —Se inclinó y le acarició el cabello a Isabelle, lo que hizo que Simon sintiera una llamita de estúpidos celos… que él pudiera tocarla así, mostrar su afecto sin pensar—. ¿Cómo está?

—Bien. Durmiendo.

—¿Crees que mañana estará lo suficientemente recuperada como para moverse? —La voz de Jace mostraba su ansiedad—. No podemos quedarnos aquí. Ya hemos enviado suficientes señales de que estamos presentes. Si no encontramos a Sebastian, él nos encontrará antes. Y nos estamos quedando sin comida.

Simon no oyó el murmullo de respuesta de Alec. Una repentina punzada de dolor lo atravesó y se dobló en dos. Sintió que se quedaba sin aliento, aunque él no respiraba. Aun así, le dolía el pecho, como si le hubieran arrancado algo de su interior.

—¡Simon, Simon! —exclamó Clary, mientras le ponía la mano en el hombro, y él la miró. Sus ojos derramaban lágrimas teñidas de sangre—. Simon, ¿qué te pasa? —preguntó ella, frenética.

Él se incorporó lentamente. El dolor estaba comenzando a disminuir.

—No lo sé. Ha sido como si alguien me atravesara el corazón con un puñal.

Al instante, Jace se arrodilló frente a él, con los dedos bajo la barbilla de Simon. Su mirada dorada le escrutó el rostro.

—Raphael —dijo Jace finalmente, con voz carente de expresión—. Es tu hacedor, fue su sangre la que te hizo vampiro.

Simon asintió.

—¿Y?

Jace negó con la cabeza.

—Nada —masculló—. ¿Cuándo fue la última vez que te alimentaste?

—Estoy bien —respondió Simon, pero Clary ya le había cogido la mano derecha y se la alzaba: el anillo de oro de las hadas le destellaba en el dedo. Tenía la mano de un blanco cadavérico, las venas se veían negras por debajo de la piel, como una red de grietas en el mármol—. No estás bien. ¿No has comido todavía? ¡Has perdido toda esa sangre…!

—Clary…

—¿Dónde están las botellas que trajiste? —Miró alrededor, buscando la mochila de Simon, y la encontró apoyada contra la pared. Tiró de ella—. Simon, si no empiezas cuidarte mejor…

—No. —Simon le quitó la mochila de la mano; ella lo miró con cara de enfado—. Se rompieron —explicó—. Las botellas se rompieron cuando estábamos luchando contra los demonios en la Sala de los Acuerdos. No queda sangre.

Clary se puso en pie.

—Simon Lewis —soltó furiosa—. ¿Y por qué no has dicho nada?

—¿Decir algo sobre qué? —Jace se apartó de Isabelle.

—Simon está muriéndose de hambre —explicó Clary—. Ha perdido mucha sangre para curar a Izzy, y sus suministros se rompieron en la Sala…

—¿Por qué no has dicho nada? —preguntó Jace, mientras se levantaba y se echaba hacia atrás un rizo de cabello rubio.

—Porque no es que haya muchos animales con los que pueda alimentarme —contestó Simon.

—Estamos nosotros —repuso Jace.

—No quiero alimentarme con la sangre de mis amigos.

—¿Por qué no? —Jace rodeó la hoguera y miró a Simon desde arriba; su expresión era de sincera curiosidad—. Ya hemos pasado por esto antes, ¿no? La última vez que estabas muriéndote de hambre te di mi sangre. Quizá fuera un poco homoerótico, pero no tengo ninguna duda sobre mi sexualidad.

Simon suspiró interiormente. Se daba cuenta de que bajo esa frivolidad, Jace le hacía una oferta totalmente sincera. Probablemente menos porque fuera algo sensual que porque Jace tenía un impulso suicida del tamaño de Brooklyn.

—No voy a morder a alguien con las venas llenas de fuego celestial —replicó Simon—. No tengo ningunas ganas de tostarme de dentro afuera.

Clary se echó a un lado el cabello para dejar el cuello despejado.

—Ven aquí, bebe mi sangre. Siempre te he dicho que cuando quisieras…

—No —saltó Jace al instante, y Simon lo vio recordando la bodega del barco de Valentine, el modo en que Simon le dijo: «Te habría matado» y Jace le contestó, sorprendentemente: «Te habría dejado».

—Oh, por el amor de Dios. Acabemos de una vez. —Alec se puso en pie y dejó a Izzy con cuidado sobre la manta. Le remetió el extremo y se incorporó.

Simon dejó caer la cabeza contra la pared de la cueva.

—Si ni siquiera te caigo bien —apuntó—. ¿Y ahora me estás ofreciendo tu sangre?

—Has salvado a mi hermana. Estoy en deuda contigo. —Alec se encogió de hombros. Su sombra se dibujó larga y oscura bajo la luz de las llamas.

—Bien. —Simon puso una expresión de incomodidad—. De acuerdo.

Clary bajó la mano. Un momento después, Simon se la cogió y lo dejó que la ayudara a ponerse en pie. No podía evitar mirar a Isabelle, dormida, medio envuelta en la manta azul de Alec. Respiraba, lenta y firmemente. Izzy aún respiraba, gracias a él.

Simon dio un paso hacia Alec y trastabilló. Alec lo agarró y lo ayudó a recuperar el equilibrio. Cogía el hombro de Simon con fuerza. Este notó la tensión de Alec, y de repente se dio cuenta de lo extravagante que resultaba esa situación: Jace y Clary mirándolos directamente, y Alec como si se estuviera preparando para que le echaran un cubo de agua helada por la cabeza.

Volvió la cabeza un poco hacia la izquierda para dejar el cuello al descubierto. Miraba fijamente la pared opuesta. Simon decidió que no parecía tanto alguien a punto de recibir un chorro de agua helada por la cabeza como alguien a punto de soportar un incómodo examen en la consulta del médico.

—No voy a hacerlo delante de todos —anunció Simon.

—No es el juego de la botella, Simon —dijo Clary—. Solo es comida. No quiero decir que tú seas comida, Alec —añadió cuando este le lanzó una mirada asesina. Clary alzó las manos—. Dejémoslo.

—Oh, por el Ángel… —comenzó Alec, y cerró la mano alrededor del brazo de Simon—. Vamos —dijo, y lo arrastró por el túnel que llevaba hacia la verja, justo lo suficiente para que los otros no los vieran.

Aunque Simon sí que oyó lo último que Jace comentó antes de dejar de oírlos.

—¿Qué? Necesitan intimidad. Es un momento muy privado.

—Creo que deberías dejarme morir —soltó Simon.

—Cierra el pico —replicó Alec, y lo empujó contra la pared de la caverna. Miró a Simon, pensativo—. ¿Tiene que ser en el cuello?

—No —respondió Simon, que se sentía como si estuviera en medio de un sueño disparatado—. La muñeca también va bien.

Alec comenzó a subirse la manga del jersey. Tenía el brazo despejado y pálido excepto por las Marcas, y Simon le veía las venas bajo la piel. A pesar de sí mismo, notó el pinchazo del hambre, que lo sacaría del agotamiento. Oía correr la sangre, suave y salada, sabrosa con el gusto de la luz del sol. Sangre de cazador de sombras, como la de Izzy. Se pasó la lengua por los dientes superiores, y se sorprendió levemente al notar que los caninos se le endurecían y se le alargaban.

—Quiero que sepas —dijo Alec mientras le tendía la muñeca—, que soy consciente de que para vosotros, los vampiros, esto de alimentaros tiene a veces una connotación sexual.

Simon lo miró con los ojos muy abiertos.

—Puede ser que mi hermana me haya explicado más de lo que yo quería saber —admitió Alec—. De todas formas, lo que digo es que no me atraes en absoluto.

—Bien —asintió Simon, y le cogió la mano. Intentó agarrársela de un modo fraternal, pero no le acabó de salir bien, teniendo en cuenta que debía doblar la mano de Alec hacia atrás para alcanzar la parte vulnerable de la muñeca—. Bueno, tampoco es que tú me hagas mucho tilín, así que supongo que estamos a la par. Aunque, podrías haberlo fingido durante cinco…

—No, no podría —replicó Alec—. Odio que los tíos hetero piensen que todos los tíos gays se sienten atraídos por ellos. No me atraen todos los tíos, del mismo modo que a ti no te atraen todas las chicas.

Simon respiró hondo. Siempre era una sensación extraña, eso de respirar cuando en realidad no lo necesitaba, pero resultaba calmante.

—Alec, relájate. No creo que estés enamorado de mí. Lo cierto es que la mayor parte del tiempo creo que me odias.

Alec se sorprendió al oír esto.

—No te odio. ¿Por qué iba a odiarte?

—¿Porque soy un subterráneo? ¿Porque soy un vampiro enamorado de tu hermana y tú estás convencido de que ella es demasiado buena para mí?

—¿Y no es cierto? —soltó Alec, pero lo dijo sin rencor. Sonrió un poco, esa sonrisa Lightwood que le iluminaba el rostro e hizo que Simon pensara en Izzy—. Es mi hermana pequeña. Creo que es demasiado buena para todos. Pero tú… tú eres una buena persona, Simon. Y no importa que seas un vampiro. Eres leal y listo, y haces… haces feliz a Isabelle. No sé por qué, pero así es. Sé que no me caíste bien cuando te conocí. Pero eso ha cambiado. ¿Y cómo voy a juzgar a mi hermana por salir con un subterráneo?

Simon permaneció muy quieto. Alec no tenía problemas con los brujos, pensó. Eso era más que evidente. Pero los brujos nacían así. Alec era el más conservador de los hijos Lightwood, no amaba el caos ni correr riesgos como Jace e Isabelle, y a Simon siempre le había dado la impresión de que él pensaba que un vampiro era un humano transformado en algo malo.

—Tú no aceptarías ser vampiro —repuso Simon—. Ni siquiera para estar con Magnus para siempre. ¿Me equivoco? No querías vivir para siempre, y quisiste quitarle su inmortalidad. Por eso rompió contigo.

Alec se encogió de hombros.

—No —contestó—. No, no querría ser vampiro.

—Entonces, crees que soy inferior a ti —concluyó Simon.

A Alec se le quebró la voz.

—Lo estoy intentando —aseguró, y Simon lo sintió, sintió lo mucho que Alec quería que eso fuera cierto, que quizá era hasta un poco cierto. Y después de todo, si Simon no hubiera sido un vampiro, aún seguiría siendo un mundano, todavía inferior. Notó el pulso de Alec acelerarse en la muñeca—. Adelante —dijo, sufriendo por la espera—. Hazlo de una vez.

—Prepárate —le advirtió Simon, y se llevó la muñeca de Alec a la boca. A pesar de la tirantez que había entre ambos, su cuerpo, hambriento y necesitado, respondió. Se le tensaron los músculos, y los colmillos emergieron ansiosos. Vio cómo se le oscurecían los ojos a Alec, por la sorpresa y el temor. A Simon, el hambre le recorrió el cuerpo como fuego, y habló desde las asfixiantes profundidades de ese fuego, tratando de decirle algo humano a Alec. Esperó ser lo suficientemente inteligible a pesar de los colmillos—. Siento lo de Magnus.

—Yo también. Ahora, muerde —insistió Alec, y Simon lo hizo. Los colmillos atravesaron la piel de Alec, rápida y limpiamente, y la sangre le llenó la boca. Oyó a Alec ahogar un grito, y sin darse cuenta, Simon lo cogió con más fuerza, como para impedir que Alec se apartara. Pero Alec ni siquiera lo intentó. Simon podía oír los latidos de su corazón resonándole en las venas como el repicar de una campana. Con la sangre de Alec, Simon notó el sabor metálico del miedo, la chispa de dolor y la intensa llama de algo más, algo que ya había saboreado la vez que bebió la sangre de Jace en el sucio suelo de metal del barco de Valentine. Quizá, a fin de cuentas, todos los cazadores de sombras tuvieran impulsos suicidas.