18

POR LAS AGUAS DE BABILONIA

Las runas de energía estaban muy bien, pensó Clary, agotada, mientras alcanzaba la cima de otra duna más, pero ni se podían comparar a una buena taza de café. Estaba segura de que podría enfrentarse a otro día de ardua marcha, con los pies a veces hundiéndosele hasta los tobillos en montones de cenizas, si solo pudiera tener un poco de la dulce cafeína circulándole por las venas.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —le preguntó Simon, mientras se ponía a su lado. Se lo veía demacrado y cansado, con los pulgares enganchados a las correas de la mochila. Todos estaban bastante desmejorados. Alec e Isabelle habían hecho guardias después del incidente del fuego celestial, y no habían visto ni demonios ni cazadores oscuros cerca de su escondite. Aun así, todos estaban inquietos, y ninguno había dormido más de unas pocas horas. Jace parecía mantenerse a base de nervios y adrenalina, mientras seguía el rastro del hechizo localizador con el brazalete que llevaba en la muñeca, a veces olvidándose de detenerse y esperar a los otros en su enloquecida carrera hacia Sebastian, hasta que ellos le gritaban o corrían para alcanzarlo.

—¿A que un enorme café con leche de Mud Truck haría que todo pareciera mejor en este momento?

—Hay un lugar de vampiros no lejos de Union Square donde mezclan justo la cantidad exacta de sangre en el café —comentó Simon—. No demasiado dulce, no demasiado salado.

Clary se detuvo. Una rama muerta, que salía en curva desde el suelo, se le había enredado en los cordones de las botas.

—¿Recuerdas cuando hablamos de no contarnos según qué cosas?

—Isabelle me escucha cuando hablo de cosas de vampiros.

Clary desenfundó a Heosphoros. La espada, con la nueva runa tallada en la hoja, parecía relucir en su mano. Con la punta se libró de la rama dura y espinosa.

—Isabelle es tu novia —repuso Clary—. Tiene que escucharte.

—¿Lo es? —Simon parecía sorprendido.

Clary alzó las manos y comenzó a bajar la colina. El terreno descendía, marcado aquí y allí por hoyos resquebrajados, todo cubierto con el infinito color apagado del polvo. El aire seguía siendo amargo, el cielo de un verde plano. Clary vio a Alec y a Isabelle junto a Jace al pie de la colina; este se tocaba el brazalete de la muñeca y fruncía el ceño mirando a lo lejos.

Algo destelló en el borde del campo de visión de Clary, y esta se detuvo de golpe. Entornó los párpados para ver qué había sido. El brillo de algo plateado en la distancia, más allá de las piedras y los montones de escombros del desierto. Sacó la estela y se dibujó una rápida runa de agudeza visual en el brazo; el escozor de la punta roma de la estela atravesó la niebla del agotamiento de su mente y le aguzó la visión.

—¡Simon! —dijo cuando lo alcanzó—. ¿Ves aquello?

Él le siguió la mirada.

—Anoche me pareció verlo también. ¿Recuerdas cuando Isabelle dijo que yo había creído ver una ciudad?

—¡Clary! —Era Jace, mirándolos, su rostro un pálido vacío en el viento cargado de ceniza. Ella hizo un gesto para llamarlo—. ¿Qué pasa?

Ella señaló de nuevo hacia lo que ya podía distinguir con seguridad como un resplandor, un conjunto de formas en la distancia.

—Hay algo allí —dijo—. Simon cree que es una ciudad…

Se calló, porque Jace ya había comenzado a correr en la dirección que ella había señalado. Isabelle y Alec se miraron sorprendidos antes de salir tras él. Clary dejó escapar un suspiro exasperado y, con Simon detrás, los siguió.

Comenzaron a bajar la pendiente cubierta de derrubios, medio corriendo, medio resbalando, y dejaron que las piedras sueltas los llevaran. No por primera vez, Clary agradeció llevar el traje de combate: la gravilla habría destrozado cualquier zapato y pantalón normales.

Llegó al final de la cuesta a toda velocidad. Jace estaba algo por delante, con Alec e Isabelle detrás de él, avanzando deprisa, subiendo sobre pilas de rocas, saltando pequeños riachuelos de hollín fundido. Mientras Clary se acercaba a ellos, vio que se dirigían hacia un lugar del desierto que parecía caer en picado… ¿El extremo de la meseta? ¿Un barranco?

Clary aceleró, pasó por encima de los últimos montones de rocas y casi se cayó en el último. Aterrizó de pie. Simon, mucho más grácil, lo hizo justo delante de ella. Vio que Jace estaba en el borde de un enorme despeñadero que caía ante él como una de las paredes del Gran Cañón. Alec e Isabelle se habían puesto uno a cada lado. Los tres mantenían un tétrico silencio mientras miraban hacia adelante bajo la tenue luz marchita.

Por la postura de Jace, por la manera de estar parado, Clary supo que algo no iba bien. Luego vio la expresión de su rostro y corrigió mentalmente «no iba bien» por «iba realmente muy mal».

Jace miraba hacia el valle que se abría abajo como si contemplara la tumba de algún ser querido. En el valle se veían las ruinas de una ciudad. Una ciudad muy, muy vieja que había sido construida, en otro tiempo, alrededor de la falda de una colina. La cima de la colina estaba rodeada de nubes grises y niebla. Montones de piedras eran todo lo que quedaba de las casas, y la ceniza se había posado sobre las calles y las ruinas de los edificios. Caídas entre las ruinas, como cerillas gastadas, había columnas rotas hechas de una brillante piedra pálida, incongruentemente hermosas en medio de esa tierra arrasada.

—Torres de demonios —susurró Clary.

Jace asintió torvamente.

—No sé cómo —dijo—, pero de algún modo… esto es Alacante.

—Es una terrible carga imponer tal responsabilidad a alguien tan joven —dijo Zachariah mientras la puerta de la Cámara del Consejo se cerraba tras Emma Carstairs y Julian Blackthorn. Aline y Helen se habían ido con ellos, para escoltarlos de vuelta a la casa donde estaban residiendo. Ambos niños casi se habían caído de agotamiento después del interrogatorio del Consejo, y se les habían ido formando pesadas sombras negras bajo los ojos.

Sólo quedaban unos cuantos miembros del Consejo en la sala: Jia y Patrick, Maryse y Robert Lightwood, Kadir Safar, Diana Wrayburn, Tomas Rosales y un grupo de Hermanos Silenciosos y directores de Instituto. La mayoría charlaban entre ellos, pero Zachariah se colocó ante el atril de Jia y la miró con una gran pena en los ojos.

—Han soportado grandes pérdidas —repuso Jia—. Pero somos cazadores de sombras; muchos de nosotros soportamos grandes pérdida a una edad temprana.

—Tienen a Helen, y a su tío —añadió Patrick, que no se hallaba lejos de Maryse y Robert, ambos con un aspecto tenso y demacrado—. Ellos cuidarán de los chicos, y también de Emma Carstairs, que es evidente que considera a los Blackthorn como su familia.

—A menudo los que nos cuidan, nuestros guardianes, no son de nuestra sangre —repuso Zachariah. Jia pensó que le había visto una gentileza especial cuando había mirado a Emma, casi un pesar. Pero quizá se lo hubiera imaginado—. Los que nos aman y aquellos a los que amamos. Así me ocurrió a mí. Mientras no la aparten de los Blackthorn, o del chico, Julian. Eso es lo más importante.

Jia oyó vagamente a su esposo tranquilizar al antiguo Hermano Silencioso, pero ella pensaba en Helen. En lo más profundo de su corazón, Jia estaba preocupada por su hija, que había entregado su corazón tan completamente a una chica que tenía parte de hada, una raza conocida por ser poco de fiar. Sabía que a Patrick no le acababa de gustar que Aline hubiera escogido a una chica en vez de a un chico; que se lamentaba, de un modo egoísta, según Jia, por lo que él veía como el final de su rama de los Penhallow. Pero a ella le preocupaba más que Helen Blackthorn le rompiera el corazón a su hija.

—¿Cuánta verdad le otorgas a esa supuesta traición de las hadas? —preguntó Kadir.

—Toda —contestó Jia—. Explica muchas cosas. Que las hadas pudieran entrar en Alacante y raptar a los prisioneros de la casa que se le había cedido al representante de los seres mágicos; cómo Sebastian pudo ocultarnos sus tropas en la Ciudadela; por qué no le hizo nada a Mark Blackthorn por respeto a su alianza. Mañana hablaré con la Reina de las Hadas y…

—Con el debido respeto —intervino Zachariah con su suave voz—. No creo que debas hacer eso.

—¿Por qué no? —preguntó Patrick.

«Porque ahora posees información que la Reina de las Hadas no sabe que posees —explicó el hermano Enoch—. Es raro que esto ocurra. En la guerra, hay ventajas de poder, pero también ventajas de información. No malgastes esta».

Jia vaciló.

—Las cosas pueden estar peor de lo que crees —repuso, y sacó algo del bolsillo de la chaqueta. Era un mensaje de fuego, dirigido a ella y procedente del Laberinto Espiral. Se lo entregó a Zachariah.

Este pareció quedarse helado. Por un momento solo pudo mirarlo; luego pasó un dedo sobre el papel, y Jia se dio cuenta de que no lo estaba leyendo, sino recorriendo la firma de quien había escrito la carta, una firma que, para él, había sido como una flecha en el corazón.

Theresa Gray.

—Tessa dice… —explicó finalmente, y carraspeó para aclararse la garganta, porque la voz le había salido quebrada y temblorosa—. Dice que los brujos del Laberinto Espiral han examinado el cuerpo de Amalric Kriegsmesser. Que tenía el corazón marchito y los órganos secos. Dice que lo lamenta, pero que no se puede hacer nada para curar a los Oscurecidos. La necromancia podría conseguir que sus cuerpos volvieran a moverse, pero sus almas se han perdido para siempre.

—Solo el poder de la Copa Infernal los mantiene vivos —repuso Jia, con voz temblorosa de pesar—. Están muertos por dentro.

—Si se pudiera destruir la propia Copa Infernal… —caviló Diana.

—Entonces podrían morir todos, sí —repuso Jia—. Pero nosotros no tenemos la Copa Infernal, la tiene Sebastian.

—Matarlos a todos de golpe no parece lo correcto —replicó Tomas, que parecía horrorizado—. Son cazadores de sombras.

—No lo son —afirmó Zachariah, en un tono mucho menos amable del que Jia se había acostumbrado a oírle. Lo miró sorprendida—. Sebastian cuenta con que nosotros los veamos como cazadores de sombras. Cuenta con nuestra vacilación, con nuestra incapacidad para matar monstruos con rostro humano.

—Con nuestra clemencia —añadió Kadir.

—Si me transformara, preferiría que acabaran conmigo —afirmó Zachariah—. Eso es clemencia. Eso es lo que Edward Longford tuvo con su parabatai antes de volver su espada hacia sí mismo. Por eso fui a presentarle mis respetos. —Se tocó la difuminada runa del cuello.

—¿Pedimos al Laberinto Espiral que se rindan? —preguntó Diana—. ¿Que cejen en su búsqueda de una cura?

—Ya se han rendido. ¿No has oído lo que ha escrito Tessa? —preguntó Zachariah—. No siempre hay una cura. Al menos, no a tiempo. Sé, es decir, he aprendido, que no se puede depender de eso. No puede ser nuestra única esperanza. Debemos llorar a los Oscurecidos como a muertos, y confiar en lo que somos: cazadores de sombras, guerreros. Debemos hacer aquello para lo que fuimos creados: luchar.

—Pero ¿cómo podemos defendernos de Sebastian? Ya era malo cuando solo tenía a los Oscurecidos; ¡ahora también debemos luchar contra las hadas! —soltó Tomas—. Y tú eres solo un niño…

—Tengo ciento cuarenta y seis años —dijo Zachariah—. Y esta no es mi primera guerra imposible de ganar. Creo que podemos hacer que la traición de las hadas se convierta en una ventaja para nosotros. Requeriremos la ayuda del Laberinto Espiral para hacerlo. Si estáis dispuestos a ayudarme, os explicaré cómo.

Clary, Simon, Jace, Alec e Isabelle fueron trazando su camino en silencio entre las inquietantes ruinas de Alacante. Porque Jace no se había equivocado: era Alacante, indudablemente. Habían pasado ante demasiados puntos que reconocían como para que pudiera ser otra cosa. Los muros que rodeaban la ciudad, desmoronados; las verjas, corroídas con las cicatrices de la lluvia ácida. La plaza de la Cisterna. Los canales vacíos, llenos de un musgo negro y esponjoso.

La colina estaba arrasada, un desnudo pico de piedra. Las marcas de donde antes habían estado las calles se veían claramente como cicatrices en la ladera. Clary sabía que el Gard debería estar en lo alto, pero si permanecía allí, era del todo invisible, oculto por una niebla gris.

Finalmente ascendieron por un alto montón de escombros y se hallaron en la plaza del Ángel. Clary exhaló, sorprendida Aunque la mayoría de los edificios que la rodeaban habían caído, la plaza estaba sorprendentemente intacta, con los adoquines recubriendo el suelo bajo la luz amarillenta. La Sala de los Acuerdos seguía en pie.

Pero ya no era de piedra blanca. En la dimensión humana, parecía un templo griego, pero en este mundo era de metal lacado. Un alto edificio cuadrado, si algo que parecía como oro derretido vertido desde el cielo podía describirse como un edificio. Enormes grabados recorrían la estructura, como una cinta atando una caja. Todo el conjunto relucía de un modo apagado bajo la luz naranja.

—La Sala de los Acuerdos. —Isabelle estaba parada con el látigo enrollado en la cintura, contemplándola—. Increíble.

Comenzaron a subir los escalones, que eran de oro manchado con el negro de la ceniza y la corrosión. En lo alto de la escalera se detuvieron para contemplar la enorme puerta doble. Ambas jambas estaban cubiertas de cuadrados de metal batido. Cada uno era un panel grabado que mostraba una imagen.

—Es una historia —dijo Jace. Se acercó más y tocó los grabados con un dedo enguantado. Un escrito en una lengua desconocida aparecía bajo cada grabado. Miró a Alec—. ¿Puedes leerlo?

—¿Soy la única persona que prestó atención en las clases de idiomas? —preguntó Alec en un tono de voz cansado, pero se acercó a observar más de cerca las letras—. Bueno, primero los paneles. Forman una historia. —Señaló el primero, que mostraba a un grupo de gente, descalza y con hábito, que se encogía mientras las nubes en lo alto se abrían y una mano con garras bajaba hacia ellos—. Aquí vivieron humanos, o algo parecido a los humanos —explicó Alec, señalando las figuras—. Vivían en paz, y entonces llegaron los demonios. Y luego… —Se quedó callado, con la mano sobre un panel cuya imagen le resultaba tan conocida a Clary como su propio rostro. El ángel Raziel emergiendo del lago Lyn con los Instrumentos Mortales en la mano—. ¡Por el Ángel!

—Literalmente —afirmó Isabelle—. ¿Cómo…? ¿Es ese nuestro Ángel? ¿Nuestro lago?

—No lo sé. Dice que los demonios vinieron, y que se crearon a los cazadores de sombras para luchar contra ellos —continuó Alec, que iba moviéndose a lo largo de la pared siguiendo la progresión de los paneles. Clavó el dedo en el escrito—. Esta palabra de aquí significa «nefilim». Pero los cazadores de sombras rechazaron la ayuda de los subterráneos. Los brujos y los seres mágicos se unieron a sus progenitores infernales. Se aliaron con los demonios. Los nefilim fueron derrotados y masacrados. En los últimos días crearon un arma con la que se suponía que podrían detener a los demonios. —Indicó un panel en el que se veía a una mujer sujetando una especie de barra de hierro con una piedra ardiente colocada en el centro—. No tenían cuchillos serafines, aún no los habían inventado. Tampoco parece que hubiera Hermanas de Hierro o Hermanos Silenciosos. Tenían herreros, y estos desarrollaron algún tipo de arma, algo que pensaron que podría ayudarlos. La palabra aquí es skeptron, pero no sé qué quiere decir. De todas formas, el skeptron no fue suficiente. —Pasó al siguiente panel, que mostraba destrucción: los nefilim muertos, la mujer con la barra de hierro caída en el suelo con la barra al lado—. Los demonios, aquí los llaman asmodei, quemaron el sol y llenaron el cielo de ceniza y nubes. Arrancaron fuego de la tierra y arrasaron las ciudades. Mataron todo lo que se movía y respiraba aire. Secaron los mares hasta que todo en el agua también murió.

Asmodei —repitió Clary—. He oído eso antes. Algo que dijo Lilith sobre Sebastian antes de que este naciera: «El niño nacido con esta sangre en sí excederá en poder a los Grandes Demonios de los abismos entre los mundos. Será más poderoso que los asmodei».

—Asmodeus es uno de los Grandes Demonios de los abismos entre los mundos —explicó Jace, mirando a Clary a los ojos. Ella sabía que Jace recordaba el discurso de Lilith tan bien como ella. Habían compartido la misma visión, que les había mostrado el ángel Ithuriel.

—¿Como Abbadon? —preguntó Simon—. Era un Gran Demonio.

—Mucho más poderoso que Abbadon. Asmodeus es un Príncipe del Infierno. Hay nueve príncipes: los fati. Los cazadores de sombras no pueden esperar derrotarlos. Pueden destruir a los ángeles en combate. Pueden rehacer mundos —explicó Jace.

—Los asmodei son los hijos de Asmodeus. Demonios muy poderosos. Secaron este mundo y lo dejaron para que otros demonios inferiores rebuscaran en él. —Alec parecía asqueado—. Esto ya no es la Sala de los Acuerdos. Es una tumba. La tumba de la vida de este mundo.

—Pero ¿es nuestro mundo? —Isabelle alzó la voz—. ¿Hemos ido adelante en el tiempo? Si la reina nos engañó…

—No lo hizo. Al menos, no acerca de dónde estamos —contestó Jace—. No hemos ido adelante en el tiempo, hemos ido como de lado. Esta es una dimensión paralela a nuestro mundo. Un lugar donde la historia se desarrolló de un modo ligeramente diferente. —Se colgó los pulgares del cinturón y miró alrededor—. Un mundo sin cazadores de sombras.

—Es como El planeta de los simios —comentó Simon—. Excepto que eso era el futuro.

—Sí, bueno, esto podría ser nuestro futuro si Sebastian se sale con la suya —repuso Jace. Tocó el panel con la mujer sujetando el ardiente skeptron y frunció el ceño; luego empujó con fuerza la puerta.

Esta se abrió con un chirrido de los goznes que cortó el aire como un cuchillo. Clary se encogió. Jace sacó la espada y miró cautelosamente por la rendija mientras hacía un gesto a los otros para que esperaran.

Isabelle, Alec, Clary y Simon intercambiaron miradas y, sin decir nada, fueron tras él. Alec primero, con el arco tenso; luego Isabelle con el látigo, Clary con su espada y Simon con los ojos brillándole como los de un gato en la penumbra.

El interior de la Sala de los Acuerdos les resultaba tanto conocido como desconocido. El suelo era de mármol, resquebrajado y roto. En muchos lugares había grandes manchas negras, los restos de antiguas manchas de sangre. El techo, que en su Alacante era de cristal, había desaparecido, y solo quedaban algunos restos, como cuchillos contra el cielo.

La sala estaba vacía, excepto por una estatua en el centro. Estaba iluminada por una desagradable luz amarilla grisácea. Jace, frente a la estatua, se volvió cuando los otros llegaron a su lado.

—Os he dicho que esperarais —riñó a Alec—. ¿Alguna vez hacéis lo que os digo?

—En realidad, no has dicho nada —remarcó Clary—. Has hecho un gesto.

—Los gestos cuentan —replicó Jace—. Hago unos gestos muy expresivos.

—No estás al mando —le recordó Alec mientras bajaba el arco. Algo de tensión había desaparecido en él. Era evidente que no había demonios ocultos entre las sombras. Nada tapaba la vista de las corroídas paredes; nada, excepto la estatua, seguía en pie en la sala—. No necesitas protegernos.

Isabelle puso los ojos en blanco mirándolos a los dos y se acercó a la estatua con la cabeza echada hacia atrás. Era la estatua de un hombre con armadura; los pies, calzados con botas de malla, descansaban sobre un pedestal dorado. Llevaba una intrincada cota de pequeños círculos de piedra decorada con un motivo de alas de ángel sobre el pecho. En la mano sostenía una réplica del skeptron, coronado por un ornamento circular de metal en el que se había encastado una piedra roja.

Quien hubiera tallado la estatua había sido muy hábil. El rostro era atractivo, de mentón cuadrado, con una mirada distante y clara. Pero había reflejado algo más que una buena apariencia física. Había cierta dureza en la forma de los ojos y el mentón, un rictus en la boca que hablaba de egoísmo y crueldad.

Había palabras escritas en el pedestal, y aunque no estaban en inglés, Clary pudo leerlas.

JONATHAN CAZADOR DE SOMBRAS, EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO DE LOS NEFILIM.

—El primero y el último —susurró Isabelle—. Este lugar es una tumba.

Alec se acuclilló. Había más palabras escritas en el pedestal bajo el nombre de Jonathan Cazador de Sombras. Las leyó en voz alta:

—«Y el que domina, y el que mantiene mis actos hasta el final, a él le daré autoridad sobre las naciones; gobernará con una vara de hierro y le daré la Estrella Matutina».

—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Simon.

—Creo que a Jonathan Cazador de Sombras se le subieron los humos —contestó Alec—. Me parece que pensó que su skeptron no solo los salvaría, sino que le permitiría gobernar el mundo.

—«Y le daré la Estrella Matutina» —repitió Clary—. Eso es de la Biblia. Nuestra Biblia. Y Morgenstern significa «estrella matutina».

—La estrella matutina significa muchas cosas —repuso Alec—. Puede significar «la estrella más brillante del cielo» o puede querer decir «fuego celestial», o también, «el fuego que cae con los ángeles cuando son expulsados del Cielo». También es el nombre de Lucifer, el portador de la luz, el demonio del orgullo. —Se incorporó.

—De un modo u otro, significa que esa cosa que la estatua sujeta es un arma real —concluyó Jace—. Como en los grabados de la puerta. Dices que el skeptron es lo que desarrollaron aquí, en vez de los cuchillos serafines, para rechazar a los demonios. Mira las marcas del mango. Ha estado en la batalla.

Isabelle se tocó el colgante que llevaba al cuello.

—Y la piedra roja. Parece estar hecha de lo mismo que mi collar.

Jace asintió.

—Creo que es la misma piedra. —Clary sabía lo que Jace iba a decir después—. Esa arma. La quiero.

—Bueno, pues no puedes tenerla —replicó Alec—. Está unida a la estatua.

—No lo está —lo rebatió Jace—. Mira, la estatua la coge, pero son dos piezas separadas. Tallaron la estatua y luego le pusieron el cetro en las manos. Se supone que puede extraerse.

—No estoy segura de que eso sea del todo cierto… —comenzó Clary, pero Jace ya estaba con un pie en el pedestal, preparado para subirse. Tenía el brillo en los ojos que ella tanto amaba como temía; el brillo que decía: «Hago lo que quiero y a la porra con las consecuencias».

—¡Espera! —Simon corrió a impedir que Jace siguiera subiendo—. Lo siento, pero ¿es que nadie ve lo que está pasando aquí?

—Nooo —respondió Jace arrastrando la palabra como con aburrimiento—. ¿Por qué no nos lo dices? Quiero decir, si algo tenemos es tiempo.

Simon cruzó los brazos sobre el pecho.

—He estado en un montón de campañas…

—¿Campañas? —repitió Isabelle, perpleja.

—Se refiere a partidas de Dragones y Mazmorras —explicó Clary.

—¿Partidas? —repitió Alec, incrédulo—. Por si no lo habías notado, esto no es un juego.

—Eso no importa —replicó Simon—. Lo que importa es que cuando estás jugando a D&M, y tu grupo se encuentra con un enorme tesoro, o una gran gema resplandeciente, o un cráneo dorado mágico, nunca lo coges. Siempre es una trampa. —Descruzó los brazos y los agitó con frenesí—. Esto es una trampa.

Jace guardó silencio. Miraba pensativo a Simon, como si nunca antes lo hubiera visto, o al menos nunca hubiera pensado tanto en él.

—Ven aquí —dijo.

Simon fue hacia él enarcando las cejas con desconfianza.

—¿Qué…? ¡Uff!

Jace había dejado caer su espada en las manos de Simon.

—Sujétame esto mientras subo —dijo, y saltó al pedestal. Las protestas de Simon quedaron apagadas por el sonido de las botas de Jace golpeando la piedra mientras se encaramaba a la estatua a fuerza de brazos. Llegó a la mitad, donde la cota tallada le ofrecía puntos de apoyo para los pies, y se aseguró antes de extender la mano sobre la piedra y cerrarla alrededor de la empuñadura del skeptron.

Debió de ser una ilusión, pero Clary creyó ver la sonrisa de la estatua retorcerse en un rictus todavía más cruel. De repente, la piedra roja se encendió. Jace se echó hacia atrás, pero la sala ya estaba llena de un sonido ensordecedor, la terrible combinación de una alarma con un grito humano, que seguía y seguía.

—¡Jace! —Clary corrió hacia la estatua. Jace ya había saltado al suelo y hacía una mueca de dolor ante el horrible sonido. La luz de la piedra roja aumentaba de intensidad e inundaba la sala con una iluminación sangrienta.

—¡Maldita sea! —gritó Jace por encima del ruido—. Odio cuando Simon tiene razón.

Con una mirada de enfado, Simon le lanzó la espada de vuelta; Jace la cogió mientras miraba a todos lados, inquieto. Alec había alzado el arco de nuevo e Isabelle tenía el látigo preparado. Clary sacó una daga del cinturón.

—¡Será mejor que salgamos de aquí! —gritó Alec—. Podría no ser nada, pero…

Isabelle soltó un chillido y se llevó la mano al pecho. El colgante había comenzado a destellar, lentos latidos, brillantes y constantes, como un corazón.

—¡Demonios! —gritó, justo cuando el cielo comenzó a llenarse de cosas voladoras. Tenían pesados cuerpos redondos, como enormes gusanos blanquecinos recubiertos de filas de ventosas. No tenían rostro: ambos extremos acababan en enormes bocas circulares de color rosa rodeadas de dientes de tiburón. Una larga serie de alas cortas les cubrían el cuerpo, cada una acabada en una garra afilada como una daga. Y las había a montones.

Hasta Jace palideció.

—¡Por el Ángel… corred!

Corrieron, pero las criaturas, a pesar de su tamaño, eran más rápidas. Estaban posándose a su alrededor con un desagradable sonido húmedo. Clary pensó que sonaban como enormes escupitajos cayendo del cielo. La luz que manaba del skeptron se desvaneció en cuanto los bichos empezaron a aparecer, y la sala quedó otra vez bañada en el feo brillo amarillento del cielo.

—¡Clary! —gritó Jace cuando una de las criaturas fue a por ella, con la boca circular abierta y columnas de baba amarilla colgando.

Zum. Una flecha se hundió en el interior de la boca del demonio. La criatura se echó atrás escupiendo sangre negra. Clary vio a Alec coger otra flecha, colocarla y disparar. Otro demonio retrocedió, y luego Isabelle se puso en marcha, con el látigo restallando de un lado al otro, haciendo pedazos al demonio. Simon había agarrado a otro de aquellos seres y lo sujetaba, las manos hundiéndosele en el cuerpo gris y blando, para que Jace le clavara la espada. El demonio se desplomó y arrastró a Simon al suelo. Este aterrizó sobre la mochila. Clary creyó oír ruido de cristal al romperse, pero un momento después Simon volvía a estar en pie, y Jace lo estabilizaba poniéndole una mano en el hombro antes de volver ambos a la lucha.

Clary notó como si se cubriera de hielo: la silenciosa frialdad de la batalla. El demonio al que Alec había alcanzado se debatía en el suelo, intentando escupir la flecha que tenía en la boca. Clary se puso ante él y le hundió la daga en el cuerpo. De la herida manó un chorro de sangre negra que le empapó el traje de combate. La sala estaba llena del hedor a basura podrida de los demonios, mezclada con el penetrante olor ácido del icor. Clary sintió náuseas mientras el demonio se convulsionaba por última vez y se desplomaba.

Alec iba retrocediendo al tiempo que disparaba flecha tras flecha hiriendo a los demonios. Mientras se tambaleaban al resultar alcanzados, Jace e Isabelle caían sobre ellos y los hacían pedazos con la espada y el látigo. Clary siguió su ejemplo: saltó sobre un demonio herido y apuñaló una y otra vez la viscosa cinta de carne bajo la boca del monstruo. La mano, cubierta con la aceitosa sangre de demonio, le resbalaba en la empuñadura de la daga. El demonio se hundió en sí mismo con un siseo y la hizo caer al suelo. La hoja se le resbaló de la mano, y ella se lanzó para cogerla, la empuñó y rodó hacia el lado justo cuando otro demonio saltaba empleando su poderoso cuerpo como resorte.

Chocó contra el punto del que Clary acababa de apartarse, y se enrolló sobre sí mismo, siseando, de forma que Clary se encontró ante dos grandes bocas. Preparó la daga para lanzarla, pero vio un destello de plata y oro, y el látigo de Isabelle restalló y cortó la cosa en dos.

De cada uno de los trozos se derramó un amasijo de humeantes órganos internos. Incluso en el helor de la batalla, Clary casi vomitó. Los demonios solían morir y desaparecer antes de que se pudiera ver mucho de su interior. Ese seguía agitándose. Incluso partido en dos se sacudía de adelante atrás. Isabelle hizo una mueca de asco y alzó el látigo de nuevo…, y el estertor del demonio se convirtió en un repentino y violento salto, y la mitad del monstruo se retorció y hundió los dientes en la pierna de Isabelle.

Izzy gritó mientras la golpeaba con el látigo, y la cosa la soltó. Isabelle cayó de espaldas al fallarle la pierna. Clary saltó hacia adelante y atravesó con la daga la otra parte del demonio, acuchillándola hasta que se deshizo bajo ella. Y Clary se encontró arrodillada en un charco de sangre de demonio, con la daga empapada en la mano, jadeando.

Se hizo el silencio. La alarma se había parado y los demonios estaban muertos. Los habían matado a todos, pero no había alegría en esa victoria. Isabelle estaba tendida en el suelo, el látigo enrollado en la muñeca, y la sangre manaba de un corte en forma de media luna en la pierna izquierda. Jadeaba y los párpados se le cerraban.

—¡Izzy! —Alec dejó caer el arco y corrió por el suelo cubierto de sangre hasta su hermana. Cayó de rodillas y la colocó sobre su regazo. Sacó la estela del cinturón—. Iz. Izzy, aguanta…

Jace, que había recogido del suelo el arco de Alec, parecía estar a punto de vomitar o de desplomarse. Clary vio con sorpresa que Simon rodeaba con la mano el brazo de Jace, clavándole los dedos como si estuviera sujetándolo.

Alec tiró del tejido roto del pantalón de Isabelle y lo rajó hasta la rodilla. Clary contuvo un grito. La piel le colgaba de la pierna a tiras: parecía como las fotos de mordiscos de tiburón que Clary había visto: sangre y tejido desgarrado rodeando unas profundas hendiduras.

Alec le aplicó la estela sobre la piel de la rodilla y dibujo un iratze, y luego otro unos centímetros más abajo. Le temblaban los hombros, pero su mano era firme. Clary rodeó la mano de Jace con la suya y se la apretó. La tenía fría como el hielo.

—Izzy —susurró Alec cuando los iratzes de desvanecieron y se le hundieron en la piel dejando unas marcas blancas. Clary se acordó de Hodge, de cómo le habían dibujado una runa de curación tras otra, pero sus heridas eran demasiado graves: las runas se desvanecieron y él se desangró hasta morir a pesar del poder de las runas.

Alec alzó la mirada. La forma de su rostro era extraña, retorcida, tenía sangre en la mejilla. La de Isabelle, pensó Clary.

—Clary —le pidió Alec—. Quizá si lo probaras tú…

Simon se tensó de repente.

—Tenemos que salir de aquí —dijo—. Oigo alas. Van a venir más.

Isabelle ya no jadeaba. La sangre manaba más lentamente, pero Clary vio, con el corazón en un puño, que las heridas seguían ahí, de un rojo hinchado y furioso.

Alec se levantó con el cuerpo de su hermana en brazos, la negra melena colgando como una bandera.

—¿Ir adónde? —preguntó con brusquedad—. Si corremos, caerán sobre nosotros…

Jace miró alrededor.

—Clary…

Tenía una súplica en los ojos que le partió el corazón. Jace, que nunca rogaba por nada, lo hacía por Isabelle, la más valiente de todos ellos.

Alec pasó la mirada de la estatua a Jace y después a su inconsciente hermana.

—Que alguien haga algo… —pidió con voz rota.

Clary se volvió en redondo y corrió a la pared. Casi se tiró contra ella, mientras se sacaba la estela de la bota y la aplicaba contra la piedra. El contacto de la punta del instrumento con el mármol le envió una onda por todo el brazo, pero siguió presionando, con los dedos vibrándole mientras dibujaba. Unas líneas negras fisuraron la piedra, que se resquebrajó formando una puerta. Los bordes de las líneas comenzaron a refulgir. A su espalda, Clary oía a los demonios: el berrido de sus voces, el aleteo de sus alas con garras, el siseo sobrecogedor elevándose cada vez más mientras la puerta se encendía.

Era un rectángulo plateado enmarcado por runas ardientes; tan carente de fondo como el agua, pero no era agua. Un Portal. Clary extendió la mano y tocó la superficie. Toda su mente se concentró para visualizar un único lugar.

—¡Venid! —gritó, con los ojos fijos en el Portal, sin moverse cuando Alec, cargando a su hermana, pasó ante ella y desapareció en su interior. Simon lo siguió, y luego Jace, que le agarró la mano libre al pasar. Clary solo tuvo un instante para mirar a su espalda: una gran ala negra le cubrió la visión de unas fauces terroríficas goteando veneno; luego, la tormenta del Portal se la llevó y la hizo rodar hacia el caos.

Clary se estrelló con fuerza contra el suelo y se golpeó la rodilla. El Portal la había separado de Jace. Se puso en pie rápidamente y miró alrededor, jadeante… ¿Y si el Portal no había funcionado? ¿Y si los había llevado al lugar equivocado?

Pero el techo cóncavo se alzaba en lo alto, familiar y majestuoso, marcado con runas. Ahí estaba el hueco de la hoguera, las marcas en el suelo donde habían dormido la noche anterior. Jace se estaba poniendo en pie. El arco de Alec se le cayó de las manos. Simon…

Y Alec, arrodillado junto a Isabelle. Cualquier satisfacción que Clary hubiera sentido por su éxito con el Portal se desinfló como un globo. Isabelle yacía inmóvil y demacrada, con la respiración entrecortada. Jace se dejó caer junto a Alec y le pasó suavemente la mano por el cabello a Isabelle.

Clary notó que Simon la agarraba por la muñeca.

—Si puedes hacer algo… —le dijo con voz quebrada.

Clary se acercó a ellos como en un sueño y se arrodilló al otro lado de Isabelle, frente a Jace, con la estela que le resbalaba entre los dedos ensangrentados. Puso la punta en la muñeca de Izzy y recordó lo que había hecho fuera de la Ciudadela Infracta, cómo se había centrado totalmente en sanar a Jace.

«Sana, sana, sana», rogó, y finalmente la estela cobró vida y las líneas negras comenzaron a formar lentas espirales alrededor del antebrazo de Izzy. Esta gimió y se estremeció en los brazos de Alec, que tenía la cabeza gacha y el rostro oculto en la melena de su hermana.

—Izzy, por favor —susurraba—. No después de lo de Max. Izzy, por favor, quédate conmigo.

Isabelle inspiró entrecortadamente y las pestañas le aletearon. Se arqueó hacia arriba y luego se dejó caer mientras el iratze se le borraba de la piel. Un lento pálpito de sangre rezumaba lentamente de la herida de la pierna: la sangre parecía teñida de negro. Clary apretó con fuerza la estela, y notó que se doblaba en su mano.

—No puedo hacerlo —susurró—. No puedo hacer una lo suficientemente fuerte.

—No eres tú, es el veneno —repuso Jace—. El veneno del demonio. En su sangre. A veces las runas no pueden ayudarnos.

—Inténtalo de nuevo —le pidió Alec. Tenía los ojos secos, pero le brillaban intensamente—. Con el iratze. O con una runa nueva. Podrías crear una runa…

Clary tenía la boca seca. Nunca antes había deseado más crear una runa nueva, pero ya no notaba la estela como una extensión de su brazo; era como algo muerto en su mano. Nunca se había sentido más impotente.

La respiración de Isabelle era cada vez más entrecortada.

—¡Algo tiene que funcionar! —gritó Simon de repente, y el eco de su voz resonó en las paredes—. Sois cazadores de sombras, lucháis contra demonios todo el tiempo. Debe de haber algo que podáis hacer…

—¡Y también morimos todo el tiempo! —le gritó Jace, y luego se derrumbó sobre el cuerpo de Isabelle, doblado en dos, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago—. Isabelle. Dios mío, lo siento. Lo siento mucho…

—Aparta —le ordenó Simon, y de repente estaba arrodillado junto a Isabelle, todos agrupados a su alrededor. A Clary le recordó la horrible escena en la Sala de los Acuerdos, cuando los Lightwood se habían reunido alrededor del cadáver de Max, y eso no podía volver a ocurrir, no podía…

—Déjala en paz —gruñó Alec—. No eres de su familia, vampiro…

—No —replicó Simon—. No lo soy. —Los colmillos le aparecieron de golpe en la boca, blancos y afilados. Clary contuvo un gemido al ver a Simon llevarse su propia muñeca a la boca y mordérsela para abrirse las venas, y la sangre cayéndole en hilillos por el brazo.

Jace abrió mucho los ojos. Se puso en pie y se apartó. Apretaba los puños, pero no intentó detener a Simon, que puso la muñeca sobre la herida de la pierna de Isabelle y dejó que su sangre le cayera por los dedos hasta cubrirle la herida.

—¿Qué… estás… haciendo? —le espetó Alec con los dientes apretados, pero Jace alzó una mano sin apartar los ojos de Simon.

—Déjalo —dijo casi en un susurro—. Podría funcionar, he oído de ocasiones en que ha funcionado…

Isabelle, aún inconsciente, arqueó la espalda en los brazos de su hermano. Sufría convulsiones en la pierna. El talón de su bota se clavó en el suelo mientras la piel comenzaba a unirse de nuevo. La sangre de Simon caía en un torrente continuo, cubriendo la herida, pero incluso bajo la sangre, Clary pudo ver que piel nueva y rosada estaba reemplazando la desgarrada masa de carne.

Isabelle abrió los ojos. Grandes y oscuros. Hacía un instante tenía los labios casi blancos, pero estaban recuperando el color. Miró a Simon sin comprender, y luego se miró la pierna.

La piel que había sido desgarrada y arrancada estaba limpia y pálida, solo quedaba una leve media luna de cicatrices blancas regularmente espaciadas para mostrar dónde habían penetrado los dientes del demonio. La sangre de Simon seguía goteándole lentamente por los dedos, aunque la herida de la muñeca estaba casi cerrada. Se lo veía pálido. Clary se dio cuenta, preocupada, de que estaba mucho más pálido de lo normal, y que las venas le sobresalían negras contra la piel. Simon se volvió a llevar la muñeca a la boca, con los colmillos preparados…

—¡Simon, no! —exclamó Isabelle, mientras trataba de sentarse apoyándose en Alec, que la miraba con ojos sorprendidos.

Clary cogió a Simon por la muñeca.

—Ya está bien —le dijo. Simon tenía la manga manchada de sangre, al igual que la camisa y las comisuras de la boca. Su piel era fría al tacto y su muñeca no tenía pulso—. Está bien… Isabelle está bien —insistió, y lo hizo ponerse en pie—. Démosles un segundo —dijo suavemente, y lo acompañó para que se apoyase en la pared. Jace y Alec estaban inclinados sobre Isabelle y murmuraban en voz baja. Clary sujetó a Simon por la muñeca mientras este se dejaba caer contra la piedra y se le cerraban los ojos de debilidad.