17

OFRENDAS QUEMADAS

Clary soñó con fuego, un pilar de fuego barriendo el desierto paisaje, abrasando todo lo que tocaba: árboles, matojos, gente gritando. Los cuerpos se volvían negros antes de deshacerse ante la fuerza de las llamas, y sobre todos ellos colgaba una runa, flotando como un ángel, una forma como dos alas unidas por una única barra…

Un grito atravesó el humo y las sombras y arrancó a Clary de su pesadilla. Abrió los ojos y vio el fuego ante ella, brillante y ardiente, y se arrastró buscando a Heosphoros.

Con la espada en la mano, el corazón se le fue ralentizando. El fuego no ardía descontrolado. Estaba contenido, y el humo ascendía hacia el enorme techo de la caverna. Iluminaba todo el espacio alrededor. Clary pudo ver a Simon y a Isabelle. Izzy, que se alzaba del regazo de Simon y parpadeaba, confusa.

—¿Qué…?

Clary ya estaba en pie.

—Alguien ha gritado —contestó—. Quedaos aquí, iré a ver qué ha pasado.

—No… no. —Isabelle se levantó justo cuando Alec entraba en la cámara, jadeando con fuerza.

—Jace —dijo—. Ha pasado algo… Clary, coge la estela y ven. —Se volvió y salió corriendo de vuelta al túnel. Clary se colgó a Heosphoros del cinturón y corrió tras él. Se lanzó por el pasillo, las botas resbalando sobre las irregulares rocas, y salió a la noche, con la estela en la mano.

La noche ardía. La meseta de rocas grises se inclinaba hacia el desierto, donde las rocas se juntaban con la arena. Había fuego… fuego que se alzaba en el aire, teñía de oro el cielo, abrasaba el suelo. Clary miró a Alec.

—¿Dónde está Jace? —gritó por encima del crepitar de las llamas.

Él apartó la vista de Clary y la dirigió al centro del fuego.

—Ahí —contestó—. Dentro. Lo vi salir de él y tragárselo.

Clary sintió que se le detenía el corazón. Se tambaleó hacia atrás, apartándose de Alec como si este le hubiera pegado, y él fue a sujetarla.

—Clary —decía—. No está muerto. Si lo estuviera, yo lo sabría. Lo sabría…

Isabelle y Simon salieron por la abertura de la cueva a su espalda. Clary los vio reaccionar ante el fuego celestial, Isabelle con los ojos muy abiertos y Simon retrocediendo con un rictus de horror, porque el fuego y los vampiros no hacían buena mezcla, incluso siendo un vampiro diurno. Isabelle lo cogió del brazo como para protegerlo. Clary la oía gritar, pero sus palabras se perdían en el rugido de las llamas. Clary notó que el brazo le quemaba y le picaba. Miró hacia abajo y se dio cuenta de que había comenzado a dibujarse en la piel del brazo: el reflejo dominando la mente consciente. Observó mientras una runa pyr, para protegerse del fuego, le aparecía en la muñeca, gruesa y negra contra su piel. Era una runa potente, podía notar su fuerza radiando hacia el exterior.

Comenzó a descender la pendiente, y se volvió cuando notó que Alec la seguía.

—¡Quédate aquí! —le gritó, y alzó la muñeca para mostrarle la runa—. No sé si funcionará —dijo—. Quédate aquí. Protege a Simon y a Izzy. El fuego celestial debería mantener alejados a los demonios, pero nunca se sabe. —Y luego se volvió, corriendo con ligereza sobre las rocas, y fue acortando la distancia que la separaba del fuego, mientras Alec se quedaba en el camino, apretando los puños a los costados.

De cerca, el fuego era una pared de oro, moviéndose y cambiando los colores parpadeantes en su corazón: rojo ardiente, lenguas de color naranja y verde. Clary solo podía ver llamas. El calor que irradiaba la hoguera hizo que le picara la piel y le lagrimearan los ojos. Respiró hondo, con el aire quemándole la garganta, y penetró en el fuego.

La envolvió como un abrazo. El mundo se volvió rojo, dorado, naranja, y se tambaleó ante sus ojos. El cabello se le levantó, empujado por el viento caliente, y no pudo distinguir sus rojos mechones de lo que era fuego. Avanzó con cuidado, tambaleándose como si caminara en medio de un gran vendaval. Notaba la runa ignífuga palpitándole en la muñeca a cada paso mientras las llamas bailoteaban alrededor y por encima de ella.

Cogió aire ardiente de nuevo y siguió adelante, con los hombros encorvados como si estuviera cargando con un gran peso. Alrededor solo había fuego. Podría morir allí, pensó, arder como una pluma, sin dejar tan siquiera una huella en la tierra de ese mundo ajeno para señalar que alguna vez había estado allí.

«Jace», pensó, y dio un último paso. Las llamas se separaron como una cortina y Clary ahogó un grito. Cayó hacia adelante de rodillas, con fuerza. La runa ignífuga se le estaba borrando del brazo, se volvía blanca y se llevaba su energía junto con su poder. Levantó la cabeza y miró.

El fuego se alzaba en un círculo a su alrededor, las llamas buscando el quemado cielo demoníaco. En el centro del círculo de llamas estaba Jace, de rodillas, con la dorada cabeza hacia atrás y los ojos medio cerrados. El fuego no lo había tocado. Tenía las manos apoyadas sobre el suelo, y de las palmas surgía un río de lo que parecía oro derretido. Se deslizaba por la tierra como pequeños torrentes de lava. Estaba cristalizando la tierra, la convertía en un material duro y dorado que brillaba como…

Como adamas. Clary se arrastró hacia Jace mientras el suelo bajo ella se transformaba de tierra irregular en una sustancia resbaladiza y vidriosa, como adamas, pero de color dorado en vez de blanco. Jace no se movió: como el ángel Raziel al emerger del lago Lyn chorreando agua, permaneció quieto mientras el fuego salía de él, y a su alrededor el suelo se endureció y se volvió de oro.

Adamas. Su poder atravesó a Clary e hizo que se estremeciera hasta los huesos. Las imágenes florecieron en su mente: runas alzándose y luego desvaneciéndose como fuegos artificiales, y ella lloró su pérdida. Tantas runas de las que nunca sabría el significado, el uso. Pero ya estaba a unos centímetros de Jace, y la primera runa que había imaginado, la runa con la que había estado soñando los últimos días, se mostró en su mente.

«Alas conectadas por una única barra. No, no alas… la empuñadura de una espada… Siempre ha sido la empuñadura de una espada…».

—¡Jace! —gritó, y él abrió los ojos. Eran más dorados incluso que el fuego. La miró con total incredulidad, y ella se dio cuenta al instante de lo que él creía estar haciendo: esperar arrodillado que le llegara la muerte, esperar a ser consumido por el fuego como un santo medieval.

Clary quiso abofetearlo.

—Clary, ¿cómo…?

Fue a cogerle la muñeca, pero Jace era más rápido que ella y esquivó su mano.

—¡No! No me toques. Es peligroso…

—Jace, basta. —Le mostró el brazo, con la runa pyr en él, brillando dorada con un fulgor sobrenatural—. He caminado a través del fuego para venir a buscarte —dijo por encima del rugido de las llamas—. Estamos aquí. Estamos los dos aquí, ¿lo entiendes?

Los ojos de Jace parecían enloquecidos, desesperados.

—Clary, sal…

—¡No! —Lo agarró por los hombros, y esta vez él no se apartó. Lo sujetó por el traje—. ¡Sé cómo arreglar esto! —gritó, y apretó los labios contra los de él.

La boca de Jace estaba caliente y seca, la piel le ardía cuando ella le pasó las manos por el cuello y fue a cogerle el rostro. Notó sabor a fuego, a quemado y a sangre en su boca, y se preguntó si él notaría el mismo sabor en ella.

—Confía en mí —le susurró contra los labios, y aunque las palabras se perdieron en el caos que los rodeaba, Clary notó que Jace se relajaba un poco y asentía. Se apretó contra su cuerpo y dejó que el fuego pasara entre ellos mientras respiraban el aliento del otro, saboreaban las chispas de los labios del otro.

—Confía en mí —susurró ella de nuevo, y cogió su espada.

Isabelle rodeaba a Simon con los brazos, reteniéndolo. Sabía que si lo soltaba, él bajaría corriendo la pendiente hacia el fuego, donde Clary había desaparecido, y se lanzaría dentro de cabeza.

Y prendería como yesca, como yesca empapada en gasolina. Era un vampiro. Isabelle lo sujetaba con las manos entrelazadas sobre su pecho, y le pareció que podía notar el vacío bajo las costillas, el lugar donde el corazón de Simon no latía. El suyo estaba disparado. El viento cálido que levantaba el fuego al pie de la meseta le empujaba el cabello hacia atrás. Alec estaba a medio camino de la pendiente, esperando. Era una silueta negra contra las llamas.

Y las llamas… las llamas se alzaban hacia el cielo y borraban las lunas rotas. Se agitaban y cambiaban: una muralla de oro, hermosa y letal. Mientras las llamas oscilaban, Isabelle pudo distinguir dos sombras en su interior: la sombra de alguien arrodillado y otra más pequeña, inclinada y avanzando. «Clary», pensó, gateando hacia Jace en medio del calor del incendio. Sabía que Clary se había dibujado una runa pyr en el brazo, pero Isabelle nunca había oído hablar de una runa ignífuga que resistiera un fuego de esa intensidad.

—Iz —susurró Simon—. No voy…

—Shhh. —Lo agarró con más fuerza, lo agarró como si de ese modo fuera a impedirle deshacerse en pedazos. Jace estaba allí, en el corazón del fuego, y no podría soportar perder a otro hermano, no podría…—. Están bien —dijo—. Si Jace estuviera herido, Alec lo sabría. Y si él está bien, Clary también lo está.

—Arderán hasta consumirse —repuso Simon con voz desesperada.

Isabelle gritó cuando, de repente, las llamas subieron aún más alto. Alec dio un vacilante paso adelante y cayó de rodillas con las manos en el suelo. La curva de su espalda era un arco de dolor. El cielo se cubrió de espirales de fuego, girando mareantes.

Isabelle soltó a Simon y corrió por la pendiente hacia su hermano. Se inclinó sobre él, le puso las manos en la espalda y lo hizo levantar.

—Alec, Alec…

Este se puso en pie como pudo. Su rostro estaba blanco excepto donde el hollín lo había tiznado. Se volvió para darle la espalda a Isabelle y se desabrochó la chaqueta.

—Mi runa de parabatai… ¿Puedes verla?

A Isabelle se le cayó el estómago a los pies, y por un momento pensó que iba a desmayarse. Agarró el cuello de la chaqueta, lo bajó y soltó un profundo suspiro de alivio.

—Sigue ahí.

Alec volvió a cerrarse la chaqueta.

—He notado que algo cambiaba; era como si algo en mí se retorciera… —Alzó la voz—. Voy a bajar.

—¡No! —Isabelle lo cogió del brazo.

—Mirad —dijo Simon a su lado.

Señalaba hacia el fuego. Isabelle lo miró durante un momento sin comprender qué quería decirles. Las llamas comenzaban a apagarse. Sacudió la cabeza como para aclarársela, la mano aún sujetando a Alec. Pero no era una ilusión. El fuego se estaba apagando. La llamas dejaron de ser enormes pilares naranja, pasaron al amarillo y se curvaron hacia dentro como dedos. Isabelle soltó a Alec, y los tres permanecieron uno junto a otro, hombro contra hombro, mientras el fuego iba muriendo y dejaba ver un círculo de tierra un poco más oscurecida allí donde las llamas habían ardido, y en el centro de ese círculo, dos siluetas: Clary y Jace.

Resultaba difícil verlos a través del humo y del brillo rojo de las ascuas aún encendidas, pero era evidente que estaban vivos e ilesos. Clary estaba de pie, y Jace arrodillado ante ella, con las manos entrelazadas, casi como si lo estuviera nombrando caballero. Había algo ritual en su posición, algo que hablaba de magia, vieja y extraña. Mientras el humo se aclaraba, Isabelle vio el brillante destello del cabello de Jace cuando este se puso en pie. Ambos comenzaron a subir la pendiente.

Isabelle, Simon y Alec rompieron su formación y corrieron hacia ellos. Isabelle se tiró a los brazos de Jace, que la cogió y la abrazó, mientras chocaba la mano con Alec. Isabelle notó la piel de Jace fresca contra la suya, casi fría. Su traje de combate no tenía ni una quemadura ni ninguna marca, igual que la tierra del desierto a sus espaldas no mostraba ningún rastro de que, hacía unos momentos, una enorme deflagración había tenido lugar allí.

Isabelle apoyó la cabeza en el pecho de Jace y vio a Simon abrazando a Clary. La agarraba con fuerza, negando con la cabeza, y cuando Clary lo miró con una sonrisa radiante, Isabelle se dio cuenta de que no sentía ni una chispa de celos. No había nada diferente en la forma en que Simon estaba abrazando a Clary de la forma en que ella abrazaba a Jace. Había amor, claro y meridiano, pero era un amor fraternal.

Se apartó de Jace y sonrió a Clary, que le devolvió una tímida sonrisa. Alec abrazó a Clary, y Simon y Jace se miraron con recelo. De repente, Simon sonrió, esa repentina e inesperada sonrisa que destellaba incluso en las peores circunstancias y que a Isabelle tanto le gustaba, y le tendió los brazos a Jace.

Jace negó con la cabeza.

—No me importa si acabo de arder —dijo—. No voy a abrazarte.

Simon suspiró y dejó caer los brazos.

—Tú te lo pierdes —replicó—. Si te hubieras acercado, te habría dejado, pero la verdad, solo habría sido un abrazo por pena.

Jace se volvió hacia Clary, que ya no abrazaba a Alec, sino que los miraba a todos muy divertida, con la mano en la empuñadura de Heosphoros. Esta parecía brillar, como si hubiera absorbido la luz del fuego.

—¿Lo has oído? —exclamó Jace—. ¿Un abrazo por pena?

Alec alzó la mano. Sorprendentemente, Jace se calló.

—Reconozco que estamos todos disfrutando de la tonta alegría de la supervivencia, lo cual explica vuestro estúpido comportamiento del momento —comentó Alec—. Pero primero —alzó un dedo—, creo que nosotros tres nos merecemos una explicación. ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo has perdido el control del fuego? ¿Te han atacado?

—Ha sido un demonio —contestó Jace al cabo de un momento—. Ha tomado la forma de una mujer que yo… De alguien a quien hice daño cuando Sebastian me poseía. Me ha ido provocando hasta que he perdido el control del fuego celestial. Clary me ha ayudado a controlarlo de nuevo.

—¿Y eso es todo? ¿Estáis bien los dos? —preguntó Isabelle, sin acabar de creérselo—. He pensado…, al ver lo que estaba sucediendo, que era Sebastian. Que de algún modo había venido a por nosotros. Que habías intentado quemarlo y que en vez de eso te habías quemado a ti…

—Eso no va a pasar. —Jace le acarició el rostro a Izzy—. Ahora tengo el fuego bajo control. Sé cómo usarlo, y cómo no usarlo. Cómo dirigirlo.

—¿Cómo? —preguntó Alex, sorprendido.

Jace vaciló un instante. Los ojos se le fueron hacia Clary y parecieron oscurecerse, como si los cubriera una cortina.

—Tendrás que fiarte de mí en eso.

—¿Eso es todo? —exclamó Simon sin creérselo—. ¿Solo que confiemos en ti?

—¿Acaso no confías en mí? —preguntó Jace.

—Yo… —Simon miró a Isabelle, que miraba a su hermano.

Pasado un momento, Alec asintió.

—Hemos confiado en ti lo suficiente para venir hasta aquí —dijo—. Confiaremos en ti hasta el final.

—Aunque sería realmente espléndido si nos explicaras tu plan, ¿sabes?, con un poco de anticipación —dijo Isabelle—. Antes del final, quiero decir.

Alec la miró alzando una ceja. Ella se encogió de hombros.

—Solo un poco antes —añadió ella—. Me gustaría estar preparada.

Los ojos de su hermano se clavaron en los suyos, y entonces, un poco ronco, como si casi hubiera olvidado como hacerlo, se echó a reír.

Para la Cónsul:

Los seres mágicos no son vuestros aliados. Son vuestros enemigos. Odian a los nefilim y planean traicionarlos y derrocarlos. Han cooperado con Sebastian Morgenstern en el asalto y destrucción de los Institutos. No confíes en Meliorn ni en ningún otro consejero de ninguna corte. La reina seelie es vuestra enemiga. No intentes responder a este mensaje. Cabalgo con la Cacería Salvaje, y me matarían si pensaran que te he explicado algo.

MARK BLACKTHORN

Jia Penhallow miró por encima de sus gafas de lectura a Emma y a Julian, que se hallaban frente al escritorio de la biblioteca de la gran casa. Un gran ventanal se abría detrás de la Cónsul, y Emma pudo ver el panorama de Alacante extendiéndose más allá: casas que bajaban por las colinas, canales que corrían hacia la Sala de los Acuerdos, la colina del Gard recortada contra el cielo.

Jia miró el papel que le habían llevado. Lo habían doblado casi con inteligencia diabólica para colocarlo dentro de la bellota, y había sido necesario mucho rato y los hábiles dedos de Ty para sacarlo.

—¿Tu hermano ha escrito algo más aparte de esto? ¿Un mensaje privado para vosotros?

—No —contestó Julian, y debía de haber algo en la tristeza de su voz que hizo que Jia lo creyera, porque no siguió insistiendo.

—¿Os dais cuenta de lo que esto significa? —preguntó—. El Consejo no querrá creerlo. Dirán que es un truco.

—Es la letra de Mark —afirmó Julian—. Y la forma como está firmada… —Indicó la marca al final de la página: un dibujo de espinos hecho con lo que parecía tinta marrón—. Ha mojado el anillo de la familia en sangre y lo ha usado para hacer esto —explicó Julian con el rostro enrojecido—. Una vez me enseñó a hacerlo. Nadie más tendría el anillo de la familia Blackthorn, ni sabría cómo hacer eso con él.

Jia pasó la mirada de los puños apretados de Julian al rostro inmóvil de Emma y asintió.

—¿Estáis bien? —preguntó con amabilidad—. ¿Sabéis qué es la Cacería Salvaje?

Ty les había dado una extensa lección sobre el tema, pero en ese momento, con la compasiva mirada de la Cónsul sobre ella, Emma no encontraba las palabras. Respondió Jules.

—Hadas que son cazadores —dijo—. Cabalgan por el cielo. La gente cree que si los sigues, te llevan a la tierra de los muertos o de las hadas.

—Gwyn ap Nudd los dirige —explicó Jia—. No debe lealtad a nadie; es parte de una magia más salvaje. Lo llaman el Recolector de los Muertos. Aunque es hada, él y sus cazadores no están ligados por los Acuerdos. No tienen ningún acuerdo con los cazadores de sombras y no reconocen nuestra jurisdicción, y no se rigen por leyes, por ninguna ley. ¿Lo entendéis?

La miraron sin comprender. Jia suspiró.

—Si Gwyn ha cogido a vuestro hermano para ser uno de los cazadores, podría ser imposible…

—Estás diciendo que no podrás hacer que vuelva —concluyó Emma, y vio algo romperse en los ojos de Julian. Eso hizo que le entraran ganas de saltar sobre el escritorio y darle a la Cónsul con la pila de dossiers pulcramente etiquetados, cada uno con un nombre diferente.

Uno le saltó a los ojos como un anuncio de neón. CARSTAIRS: FALLECIDOS. Intentó no mostrar en el rostro que había reconocido el nombre de su familia.

—Lo que estoy diciendo es que no lo sé. —La Cónsul apoyó las manos sobre la superficie del escritorio—. Hay mucho que aún no sabemos —dijo, y su voz sonaba sin fuerza y casi quebrada—. Perder como aliados a los seres mágicos es un golpe muy fuerte. De todos los subterráneos, son los enemigos más sutiles y los más peligrosos. —Se puso en pie—. Esperad aquí un momento.

Dejó la sala a través de una puerta disimulada en la pared, y después de unos momentos de silencio, Emma oyó el ruido de pasos y el murmullo de la voz de Patrick. Captó palabras sueltas… «juicio», «mortal» y «traición».

Notó a Julian tan tenso como una ballesta cargada. Ella fue a tocarle la espalda con la mano y le dibujó con el dedo entre los omoplatos:

¿E-S-T-Á-S-B-I-E-N?

Él negó con la cabeza, sin mirarla. Emma echó una mirada hacia la pila de dossiers, luego hacia la puerta, después a Julian, callado y sin expresión, y decidió. Se lanzó hacia el escritorio, metió la mano en la pila de dossiers y sacó el que estaba etiquetado como CARSTAIRS.

Era un dossier encuadernado, poco pesado, y Emma le levantó la camisa a Julian de un tirón. Acalló su grito de sorpresa poniéndole la mano sobre la boca, y con la otra le metió el dossier en la parte trasera de los vaqueros. Le bajó la camisa justo cuando la puerta se abría y Jia entraba de nuevo.

—¿Estáis dispuestos a testificar ante el Consejo una última vez? —preguntó ella, mirando a Emma, quien supuso que probablemente estaba sonrojada, y luego a Julian, que parecía como si hubiera sido electrocutado. Se le endureció la mirada y Emma se maravilló. Julian era tan amable que a veces se olvidaba de que esos ojos color de mar se podían volver tan fríos como las olas en la costa en invierno—. Nada de la Espada Mortal —los tranquilizó la Cónsul—. Solo quiero que les digáis lo que sabéis.

—Si me prometes que intentarás traer a Mark de vuelta —dijo Julian—. Y que no solo lo dirás, sino que lo harás de verdad.

Jia lo miró solemnemente.

—Prometo que los nefilim no abandonarán a Mark Blackthorn, no mientras él viva.

Julian relajó ligeramente los hombros.

—Entonces, de acuerdo.

Se abrió como una flor contra el cielo cargado de nubes negras: una explosión repentina y silenciosa de llamas. Luke, ante la ventana, se echó para atrás, sorprendido, antes de apretarse contra la estrecha abertura para tratar de identificar el origen de ese resplandor.

—¿Qué pasa? —Raphael alzó la mirada de donde estaba arrodillado junto a Magnus. Este parecía estar dormido, con los ojos como oscuras lunas crecientes sobre la piel. Se había acurrucado alrededor de las cadenas que lo sujetaban, y parecía enfermo, o al menos, agotado.

—No estoy seguro —contestó Luke, y se quedó inmóvil cuando el chico vampiro se reunió con él en la ventana. Nunca se había sentido del todo cómodo cerca de Raphael. Este le recordaba a Loki o a algún otro dios embaucador, a veces trabajando para el bien y a veces para el mal, pero siempre por su propio interés.

Raphael masculló algo en español y apartó a Luke para mirar. Las llamas se reflejaban rojo dorado en las pupilas de sus oscuros ojos.

—¿Crees que es obra de Sebastian? —preguntó Luke.

—No. —La mirada de Raphael se perdía a lo lejos, y Luke recordó que el chico que tenía ante él, aunque parecía tener unos angélicos catorce años, era mucho más viejo que él, más viejo de lo que habrían sido los padres de Luke si hubieran vivido (o en el caso de su madre, si hubiera seguido siendo mortal)—. Hay algo bendito en ese fuego. Las obras de Sebastian son obras del demonio. Esto es como la forma en que Dios se aparecía a los que vagaban por el desierto. «Durante el día, el Señor iba ante ellos en forma de una columna de humo para guiarlos en su camino, y por la noche como una columna de fuego para darles luz, para que pudieran viajar de día y de noche».

Luke alzó una ceja mirándolo.

Raphael se encogió de hombros.

—Me criaron como católico. —Inclinó la cabeza hacia un lado—. Creo que a nuestro amigo Sebastian no le gustará mucho esto, sea lo que sea.

—¿Puedes ver algo más? —preguntó Luke. La visión de los vampiros era mucho mejor que la de un hombre lobo.

—Algo… Ruinas, quizá, como una ciudad muerta… —Raphael negó con la cabeza, frustrado—. Mira cuando se extinga el fuego. Ya está muriendo.

Se oyó un suave murmullo en el suelo, y Luke miró hacia allí. Magnus se había dado la vuelta. Las cadenas eran largas, y le daban la suficiente libertad de movimientos para juntar las manos sobre el estómago, como si le doliera. Tenía los ojos abiertos.

—Hablando de morir…

Raphael regresó junto a Magnus.

—Tienes que decirnos, brujo, si podemos hacer algo por ti. Nunca te había visto tan enfermo.

—Raphael… —Magnus se pasó una mano por el sudado cabello. Las cadenas tintinearon—. Es mi padre —dijo de repente—. Este es su reino. Bueno, uno de ellos.

—¿Tu padre?

—Es un demonio —respondió Magnus secamente—. Lo que no debería ser una gran sorpresa. No esperéis más información que esta.

—Muy bien, pero ¿por qué estar en el reino de tu padre hace que te pongas enfermo?

—Está tratando de que lo llame —contestó Magnus, mientras se apoyaba en los codos—. Aquí puede acceder a mí con facilidad. En este reino no puedo hacer magia, así que no puedo protegerme. Puede hacerme enfermar o sanarme. Me está haciendo enfermar porque cree que si estoy muy desesperado lo llamaré pidiéndole ayuda.

—¿Y lo harás? —preguntó Luke.

Magnus negó con la cabeza e hizo una mueca de dolor.

—No. El precio no valdría la pena. Con mi padre siempre hay un precio.

Luke se notó tenso. Magnus y él no eran íntimos, pero el brujo siempre le había caído bien, y lo respetaba. Respetaba a Magnus y a brujos como Catarina Loss y Ragnor Fell y los demás, que habían trabajado junto a los cazadores de sombras durante generaciones. No le gustaba el tono de desesperación en la voz de Magnus o aquella mirada en sus ojos.

—¿No lo pagarías? ¿Si es tu vida lo que está en juego?

Magnus miró a Luke con gesto cansado, y se dejó caer de nuevo sobre el suelo de piedra.

—Podría no ser yo quien tuviera que pagarlo —dijo, y cerró los ojos.

—Pero… —iba a intervenir Luke, pero Raphael lo miró negando con la cabeza, como regañándolo. Se había acuclillado a la altura del hombro de Magnus, con las manos sobre las rodillas. Se le veían oscuras venas en las sienes y el cuello, señales de que hacía demasiado tiempo que no se había alimentado. Luke se imaginó el extraño cuadro que formaban: el vampiro hambriento, el brujo agonizante y el licántropo vigilante, pegado a la ventana.

—No sabes nada de su padre —dijo Raphael en voz baja. Magnus estaba inmóvil, de nuevo dormido, respirando trabajosamente.

—¿Y se supone que debo saber quién es el padre de Magnus?

—Yo pagué un montón de dinero para averiguarlo.

—¿Por qué? ¿De qué te servía saberlo?

—Me gusta saber cosas —contestó Raphael—. Pueden ser útiles. Él conoció a mi madre. Me parecía justo que yo conociera a su padre. Magnus me salvó la vida una vez —añadió Raphael con una voz exenta de emoción—. Cuando me convertí en vampiro, quería morir. Pensaba que era algo maldito. Él me impidió que me pusiera bajo la luz del sol, me enseñó a caminar por tierra sagrada, cómo decir el nombre de Dios, cómo llevar una cruz. No me dio magia, solo paciencia, pero de todas formas, me salvó la vida.

—Así que estás en deuda con él —repuso Luke.

Raphael se sacó la chaqueta y en un único ágil movimiento se la puso a Magnus bajo la cabeza. Magnus se movió pero sin despertar.

—Piensa lo que quieras —dijo Raphael—. No voy a revelar sus secretos.

—Respóndeme a una cosa —insistió Luke, con el muro de fría piedra a la espalda—. ¿El padre de Magnus es alguien que podría ayudarnos?

Raphael se rio; una carcajada seca y aguda carente de ningún tipo de diversión.

—Eres muy gracioso, licántropo —respondió—. Vuelve a mirar por la ventana, y si eres de los que rezan, entonces deberías rezar para que el padre de Magnus no decida ayudarnos. Aunque no confíes en mí, hazlo aunque solo sea en esto.

—¿Te acabas de comer tres pizzas? —Lily miraba a Bat con una mezcla de desagrado y sorpresa.

—Cuatro —contestó Bat, mientras dejaba una caja vacía de pizza sobre la pila y sonreía, sereno. Maia notó una oleada de cariño hacia él. No lo había hecho partícipe de su plan para el encuentro con Maureen, y él no se había quejado, solo la había felicitado por su magnífica actuación. Había aceptado sentarse con ella y con Lily para discutir los términos de su alianza, aunque Maia sabía que no le gustaban mucho los vampiros.

Y Bat le había reservado la pizza solo con queso, ya que sabía que a Maia no le gustaban los tropezones. Ella ya iba por su cuarto trozo. Lily, apoyada delicadamente sobre el borde de la mesa en el vestíbulo de la comisaría de policía, fumaba un largo cigarrillo (Maia supuso que el cáncer de pulmón no era un gran problema entre los que ya estaban muertos) y miraba la pizza con suspicacia. A Maia no le importaba cuánto comiera Bat (algo tenía que dar energía a todos esos músculos) mientras estuviera dispuesto a acompañarla durante la reunión. Lily había cumplido su acuerdo en lo referente a Maureen, pero a Maia seguía dándole escalofríos.

—¿Sabes? —dijo Lily mientras balanceaba un pie—, debo decir que me esperaba algo más… excitante. No tan como una centralita de venta por correo. —Arrugó la nariz.

Maia suspiró y miró alrededor. El vestíbulo de la comisaría de policía estaba lleno de licántropos y vampiros, seguramente por primera vez desde su construcción. Había pilas de listados en papel con la información de contacto de subterráneos importantes, que habían conseguido rogando, tomando prestada, robando y averiguando (resultó que los vampiros tenían unos registros bastante impresionantes sobre quién estaba a cargo de qué y dónde), y todos estaban pegados a móviles u ordenadores, llamando, enviando mensajes de texto y correos electrónicos a los jefes de los diferentes clanes y manadas, y a todo brujo al que pudieran localizar.

—Por suerte las hadas están centralizadas —comentó Bat—. Una corte seelie, una corte noseelie.

Lily sonrió burlona.

—La tierra bajo la colina se extiende a lo largo y a lo ancho —dijo—. Las cortes es todo lo que podemos alcanzar en este mundo.

—Bueno, en este momento lo que nos concierne es este mundo —replicó Maia mientras se estiraba y se frotaba la nuca. Llevaba todo el día llamando y escribiendo textos y correos, y estaba agotada. Los vampiros se habían unido a ellos al caer la noche, e iban a trabajar hasta la mañana mientras los licántropos dormían.

—Sabes lo que nos hará Sebastian Morgenstern si gana —apuntó Lily, mientras pasaba una pensativa mirada por la sala—. Dudo que tenga mucha clemencia con nadie que trabaje en contra de él.

—Quizá nos mate antes —repuso Maia—. Pero nos mataría de todos modos. Sé que a vosotros los vampiros os encantan la razón y la lógica, y las alianzas inteligentes y cuidadosas, pero él no funciona así. Quiere quemar el mundo hasta arrasarlo. Eso es lo único que quiere.

Lily soltó una bocanada de humo.

—Bueno —repuso—. Eso sería un inconveniente, teniendo en cuenta lo poco que nos gusta el fuego.

—No te lo estarás repensando, ¿verdad? —preguntó Maia, e intentó que no se le notara la preocupación en la voz.

—Estamos sobre una cuerda floja muy peligrosa —respondió Lily—. ¿Alguna vez has oído la expresión: «Cuando el gato no está, los ratones bailan»?

—Claro —contestó Maia y miró a Bat, que masculló algo turbio en español.

—Durante cientos de años los nefilim han seguido sus reglas y se han asegurado de que nosotros también la siguiéramos —explicó Lily—. Por eso, muchos están resentidos. Ahora, se han tenido que refugiar en Idris, y no podemos fingir que los subterráneos no gozan de ciertas… ventajas mientras ellos no están.

—¿Poder comerse a la gente? —preguntó Bat, mientras doblaba en dos un trozo de pizza.

—No son solo los vampiros —replicó Lily con frialdad—. A las hadas les encanta burlarse de los humanos y torturarlos; solo los cazadores de sombras se lo impiden. Comenzarán de nuevo a robar bebés humanos. Los brujos venderán su magia al mejor postor, como…

—¿Prostitutas mágicas? —Todos alzaron la vista sorprendidos. Malcolm Fade había aparecido en la puerta y se sacudía blancos copos de nieve de su cabello ya blanco—. Eso era lo que ibas a decir, ¿no?

—No, eso no —contestó Lily, claramente pillada por sorpresa.

—Oh, di lo que quieras. No me importa —dijo Malcolm muy animado—. No tengo nada contra la prostitución. Hace que la civilización siga adelante. —Se sacudió la nieve de encima. Llevaba un sencillo traje negro y una gastada gabardina. No se parecía en nada al rutilante eclecticismo de Magnus—. ¿Cómo soportáis la nieve, chicos? —preguntó.

—¿Chicos? —Bat se puso nervioso—. ¿Te refieres a los licántropos?

—Me refiero a los de la costa Este —respondió Malcolm—. ¿Quién querría tener este clima si lo pudiera evitar? Nieve, granizo, lluvia… Me trasladaría a Los Ángeles en un santiamén. Aunque «santiamén» no es realmente una unidad de tiempo. No se puede hacer nada en un santiamén.

—¿Sabes? —comentó Maia—. Catarina dijo que eras deliciosamente inocente…

Malcolm pareció complacido.

—¿Catarina dijo eso?

—¿Podemos no desviarnos de la cuestión? —preguntó Maia—. Lily, si lo que te preocupa es que los cazadores de sombras vayan a cebarse sobre todos los subterráneos porque algunos de nosotros nos hayamos desmandado mientras ellos están en Idris, bueno, pues por eso estamos haciendo lo que estamos haciendo. Asegurar a los subterráneos que los Acuerdos siguen en pie, que los cazadores de sombras están tratando de liberar a nuestros representantes, que Sebastian es nuestro auténtico enemigo, minimizará las posibilidades de que el caos fuera de Idris afecte a lo que ocurra en caso de una batalla, o cuando todo esto acabe…

—¡Catarina! —exclamó Malcolm de repente, como si recordara algo agradable—. Casi me olvido de por qué he pasado por aquí. Catarina me ha pedido que hable con vosotros. Está en la morgue del hospital Beth Israel, y quiere que vayáis lo antes posible. Oh, y dice que llevéis una jaula.

Uno de los ladrillos de la pared cerca de la ventana estaba suelto. Jocelyn había pasado el rato usando el clip de metal de su brazalete para soltarlo. No era tan tonta como para pensar que podría abrir un agujero por el que escapar, pero esperaba que tener un ladrillo sería como tener un arma. Algo con lo que poder golpear a Sebastian en la cabeza.

Si conseguía tener el corazón para hacerlo. Si conseguía no vacilar.

Había vacilado cuando él era un bebé. Lo cogió en brazos y supo que algo no era normal en él, que había algo irreparablemente dañado, pero no fue capaz de actuar en consecuencia. En algún rincón de su corazón pensó que aún podía ser salvado.

La puerta rechinó, y ella se volvió en redondo mientras ocultaba de nuevo el pasador en el cabello. Era el pasador de Clary, algo que había cogido de la mesa de su hija cuando necesitó recogerse el cabello para no manchárselo de pintura. No se lo había devuelto porque le recordaba a ella, pero le parecía mal incluso pensar en Clary allí, delante de su otro hijo, aunque la echara de menos, la echara tanto de menos que casi le dolía.

La puerta se abrió y entró Sebastian.

Llevaba una camisa blanca, y de nuevo le recordó a su padre. A Valentine le gustaba ir de blanco. Lo había hecho parecer más pálido, con el cabello más blanco, justo ese poquito más inhumano, y lo mismo hacía Sebastian. Sus ojos parecían dos manchas de pintura negra sobre un lienzo blanco. Él le sonrió.

—Madre —dijo.

Ella cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Qué estás haciendo aquí, Jonathan?

Él negó con la cabeza, aún con la misma sonrisa en el rostro, y sacó una daga del cinturón. Era estrecha, con un hoja tan fina como un punzón.

—Si vuelves a llamarme así —la amenazó él—, te sacaré los ojos con esto.

Jocelyn tragó saliva. «Oh, mi bebé». Recordaba cogerlo, frío y quieto en sus brazos, no como un niño normal en absoluto. No había llorado. Ni una sola vez.

—¿Es eso lo que has venido a decirme?

Sebastian se encogió de hombros.

—He venido a hacerte una pregunta. —Miró alrededor con expresión aburrida—. Y a enseñarte algo. Ven. Acompáñame.

Sebastian salió de la habitación y ella fue tras él, con una mezcla de reticencia y alivio. Odiaba su celda, y sin duda sería bueno conocer mejor el lugar donde la tenían encerrada, ¿no? Su tamaño, las salidas…

El pasillo fuera de la celda era de piedra, grandes bloques de piedra caliza unidos con hormigón. El suelo era liso, gastado por el uso. Sin embargo, había algo polvoriento en el lugar, como si no hubiera habido nadie durante décadas, siglos incluso.

De vez en cuando se veía alguna puerta. Jocelyn notó que el corazón se le aceleraba. Luke podría estar detrás de cualquiera de esas puertas. Quiso correr hacia ellas, abrirlas de golpe, pero la daga seguía en la mano de Sebastian, y Jocelyn no dudaba de que él era consciente de eso incluso mejor que ella.

El pasillo comenzó a curvarse.

—¿Qué pasaría si te dijera que te quiero? —preguntó Sebastian.

Jocelyn se cogió las manos por delante.

—Supongo —contestó con precaución— que diría que no me puedes querer más de lo que yo te puedo querer a ti.

Llegaron ante una puerta de doble hoja, y se pararon delante.

—Al menos, ¿no deberías fingir?

—¿Y tú podrías? —contestó Jocelyn—. Parte de ti soy yo, lo sabes. La sangre de demonio te cambió, pero ¿de verdad crees que todo lo demás que hay en ti viene de Valentine?

Sin responder, Sebastian empujó la puerta con el hombro, la abrió y entró. Al cabo de un instante, Jocelyn lo siguió… y se quedó clavada en el suelo.

La sala era enorme y semicircular. El suelo de mármol se extendía hasta una plataforma hecha de piedra y madera que se alzaba contra el muro del oeste. En el centro de la plataforma había dos tronos. No había otra palabra para describirlos: enormes sillas de marfil encastadas en oro; cada una con un respaldo redondeado y seis escalones para acceder a ella. Había una enorme ventana detrás de cada trono, en cuyos vidrios no había nada excepto oscuridad. Algo en la sala le resultaba extrañamente familiar, pero Jocelyn no podría haber dicho el qué.

Sebastian saltó sobre la plataforma y le hizo un gesto para que lo siguiera. Jocelyn subió lentamente los escalones para unirse a su hijo, que se había detenido delante de los dos tronos con una expresión de presuntuoso triunfo en el rostro. Jocelyn había visto la misma mirada en Valentine al contemplar la Copa Mortal.

—«Su hijo será fabuloso —recitó Sebastian—, y será llamado el Hijo del Altísimo, y el Demonio le dará el trono de su padre. Y reinará por siempre en el Infierno, y de su reino allí no habrá final».

—No lo entiendo —dijo Jocelyn, y la voz le salió triste y muerta incluso a sus propios oídos—. ¿Quieres gobernar este mundo? ¿Un mundo muerto de demonios y destrucción? ¿Quieres dar órdenes a cadáveres?

Sebastian rio. Tenía la risa de Valentine: seca y musical.

—Oh, no —contestó—. Me has malinterpretado completamente. —Hizo un rápido gesto con los dedos, algo que ella había visto hacer a Valentine cuando aprendió magia, y de repente, las dos ventanas tras los tronos ya no eran negras.

Una mostraba un paisaje arrasado: árboles marchitos y tierra requemada, odiosas criaturas aladas volando en círculos ante una luna rota. Una meseta baldía de roca se extendía ante la ventana. Estaba poblada de oscuras formas, cada una muy cerca de la siguiente. Jocelyn se dio cuenta de que eran los Oscurecidos, vigilantes.

La otra ventana mostraba Alacante, durmiendo tranquilamente bajo la luz de la luna. Una uña de luna, un cielo lleno de estrellas, el suave resplandor del agua de los canales. Jocelyn ya había contemplado esa vista antes, y entonces se sobresaltó al darse cuenta de por qué esa sala le había resultado tan familiar.

Era la Cámara del Consejo del Gard, transformada de anfiteatro en sala del trono, pero con el mismo techo arqueado, el mismo tamaño, la misma vista sobre la Ciudad de Cristal desde lo que habían sido dos grandes ventanales. Solo que una de las ventanas daba a un mundo que ella conocía, el Idris del que provenía. Y la otra daba al mundo en el que se hallaba.

—Esta fortaleza mía tiene puertas a ambos mundos —explicó Sebastian en tono petulante—. Este mundo está seco, sí. Un cadáver desangrado. Oh, pero tu mundo está maduro para ser gobernado. Sueño con ello durante los días además de las noches. ¿Hago arder el mundo lentamente, con plagas y hambrunas, o debo masacrarlo rápida e indoloramente? Toda esa vida extinguida tan deprisa. ¡Imagina cómo ardería! —Tenía los ojos enfebrecidos—. ¡Imagina las alturas a las que podría elevarme, por encima de los gritos de millones de personas, alzándose con el humo de millones de corazones ardiendo! —Se volvió hacia ella—. Ahora, dime que eso lo he heredado de ti. Dime que algo de esto proviene de ti.

A Jocelyn le zumbaban los oídos.

—Hay dos tronos —dijo.

Una pequeña arruga apareció en la frente de Sebastian.

—¿Qué?

—Dos tronos —repitió Jocelyn—. Y no soy tonta; sé a quién pretendes sentar a tu lado. La necesitas aquí, quieres que esté aquí. Tu triunfo no significa nada si ella no está aquí para contemplarlo. Y eso, esa necesidad de que alguien te ame, eso sí viene de mí.

Él la miró fijamente. Se estaba mordiendo el labio con tal fuerza que Jocelyn pensó que se iba a hacer sangre.

—Debilidad —exclamó Sebastian, medio para sí—. Esto es una debilidad.

—Es humano —repuso ella—. Pero ¿de verdad crees que Clary se sentaría junto a ti aquí voluntaria o alegremente?

Por un momento, Jocelyn pensó que veía brillar algo en los ojos de Sebastian, pero al instante siguiente volvían a ser de hielo negro.

—Preferiría tenerla aquí voluntaria y alegremente, pero me conformo con el aquí —replicó él—. No me importa demasiado lo de voluntariamente.

Algo pareció estallar en el cerebro de Jocelyn. Se lanzó hacia adelante, tratando de arrebatarle la daga que tenía en la mano. Él dio un paso atrás y la esquivó, luego giró con un movimiento rápido y grácil y la golpeó en las piernas. Jocelyn se fue al suelo, rodó y se quedó acuclillada, pero antes de poder alzarse, una mano la agarró por la chaqueta y la hizo ponerse en pie.

—Estúpida zorra —le gruñó Sebastian a centímetros de la cara mientras le clavaba los dedos de la mano izquierda bajo la clavícula—. ¿Crees que podrías dañarme? Los hechizos de mi auténtica madre me protegen.

Jocelyn se debatió.

—¡Suéltame!

La ventana izquierda estalló de luz. Sebastian se fue hacia atrás, con la sorpresa floreciendo en el rostro mientras lo contemplaba. El paisaje destrozado del mundo muerto se había iluminado de repente con fuego, un intenso fuego dorado, que se alzaba en una columna hacia el cielo resquebrajado. Los cazadores oscuros corrían de un lado para otro como hormigas. Las estrellas chispeaban reflejando el fuego, rojo y dorado, azul y naranja. Era hermoso y terrible como un ángel.

Jocelyn sintió que esbozaba una leve sonrisa. Su corazón cobró nuevos ánimos con la primera esperanza que había sentido desde el momento en que despertó en ese mundo.

—Fuego celestial —susurró.

—Sin duda. —Una sonrisa jugueteó en los labios de Sebastian. Jocelyn lo miró desanimada. Había esperado verlo horrorizado, pero en vez de eso parecía exaltado—. Como el Buen Libro dice: «Esta es la ley del holocausto. Es holocausto porque se quema sobre el altar toda la noche hasta la mañana, y el fuego del altar arderá en él» —recitó, y alzó los brazos, como si pretendiera abrazar el fuego que ardía alto y brillante tras la ventana—. ¡Desperdicia tu fuego en el aire del desierto, hermano mío! —exclamó—. Déjalo caer sobre la arena como sangre o agua, y no dejes de venir, no dejes de venir hasta que nos hallemos cara a cara.