16

LOS TERRORES DE LA TIERRA

La noche había caído sobre Alacante, y las estrellas brillaban como resplandecientes centinelas, haciendo que las torres de los demonios y el agua de los canales, medio helada, relucieran.

Emma siempre había pensado que su primera visita a Alacante sería con sus padres, que su madre le enseñaría los lugares que había frecuentado de pequeña: la Academia, ya cerrada, donde su madre había ido a la escuela, y la casa de sus abuelos. Que su padre le mostraría el monumento a la familia Carstairs del que siempre hablaba con tanto orgullo. Nunca se había imaginado que vería por primera vez las torres de los demonios de Alacante con el corazón tan lleno de dolor que a veces pensaba que se iba a ahogar.

La luz de la luna entraba por las ventanas del desván e iluminaba a los mellizos. Tiberius había pasado el día con una rabieta, pateando las barras de la cuna del bebé cuando le dijeron que no podía salir de la casa, llamando a gritos a Mark cuando Julian intentó calmarlo, y finalmente atravesando con el puño un joyero de cristal. Era demasiado joven para aplicarle runas curativas, así que Livvy lo había rodeado con los brazos para mantenerlo quieto mientras Julian le sacaba con unas pinzas los trozos de vidrio de la mano ensangrentada y luego se la vendaba con cuidado.

Finalmente, Ty se había echado en la cama, aunque no se durmió hasta que Livvy, tan tranquila como siempre, se tumbó junto a él y le puso la mano sobre la herida vendada. En ese momento estaba dormido, con la cabeza sobre la almohada, vuelto hacia su hermana. Solo cuando Ty dormía se podía notar lo extraordinariamente bello que era, con su melena de oscuros rizos a lo Boticcelli y sus delicadas facciones, la rabia y la desesperación suavizadas por el agotamiento.

«Desesperación», pensó Emma. Esa era la palabra correcta, para la soledad que había en los gritos de Tavvy, para el vacío en el centro de la furia de Ty y la extraña calma de Livvy. Nadie con solo diez años debería sentir desesperación, pero suponía que no había otra manera de describir las palabras que palpitaban en su sangre cuando pensaban en sus padres, cuando cada latido se convertía en una letanía de tristeza: muertos, muertos, muertos.

—Hey. —Emma alzó la mirada al oír una silenciosa voz en la puerta, y vio a Julian en la entrada de la habitación. Sus oscuros rizos, varios tonos más claros que los muy negros de Ty, estaban alborotados, y su rostro se veía pálido y cansado bajo la luz de la luna. Estaba muy delgado. Unas escuálidas muñecas le sobresalían de los puños del jersey. Tenía algo peludo en la mano—. ¿Están…?

Emma asintió.

—Dormidos. Sí.

Julian miró hacia la cama de los mellizos. De cerca, Emma podía ver las manchas de la sangre de Ty en la camisa de Jules, que no había tenido tiempo de cambiarse de ropa. Sujetaba una gran abeja de peluche que Helen había recuperado en el Instituto cuando la Clave había vuelto allí para registrar el lugar. La abeja había sido de Tiberius desde que Emma podía recordar. Ty había estado pidiéndola a gritos antes de quedarse dormido. Julian cruzó la habitación y se inclinó para ponerla junto a su hermanito; luego se detuvo para desenredar uno de los rizos de Ty antes de apartarse.

Emma le cogió la mano y él no la apartó. Tenía la piel fría, como si hubiera estado apoyado en una ventana en el aire de la noche. Emma le volvió la mano y con el dedo le dibujó algo en la piel del antebrazo. Era algo que hacían desde que eran pequeños y no querían que los pillaran hablando durante las clases. Con los años, lo habían aprendido a hacer tan bien que podían mandarse detallados mensajes escritos sobre las manos, los brazos e incluso en los hombros bajo las camisetas.

¿H-A-S-C-O-M-I-D-O?, le deletreó ella.

Julian negó con la cabeza, sin dejar de mirar a Livvy y a Ty. Tenía los rizos alborotados, como si se hubiera estado pasando las manos por el pelo. Emma notó sus dedos en el brazo.

N-O-T-E-N-G-O-H-A-M-B-R-E.

—Una pena. —Emma bajó del alféizar—. Ven.

Lo hizo salir del cuarto y fueron hasta el descansillo del pasillo. Era un espacio pequeño, con una empinada escalera que bajaba a la casa. Los Penhallow habían dejado claro que los niños podían coger comida cuando quisieran, pero que no había horas de comer, y evidentemente tampoco comidas en familia. Todo se comía de forma apresurada en mesas en el desván, con Tavvy e incluso Dru poniéndose perdidos de comida, y solo Jules como responsable de limpiar, de lavarles la ropa y de asegurarse de que se lo comían todo.

En cuanto la puerta se cerró tras ellos, Julian se dejó caer contra una pared, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. El delgado pecho le subía y le bajaba rápidamente bajo la camiseta. Emma vaciló, sin saber qué hacer.

—¿Jules? —preguntó.

Él la miró. Los ojos se le veían muy oscuros bajo la tenue luz, enmarcados por gruesas pestañas. Emma vio que estaba tratando de no llorar.

Julian era parte de los primeros recuerdos de Emma. Ya de bebés, sus padres los habían puesto juntos en la cuna. Al parecer, ella se escapó gateando y se mordió el labio al caer al suelo. No había llorado, pero Julian se puso a gritar al verla sangrando, hasta que sus padres llegaron a toda prisa. Habían dado los primeros pasos juntos: Emma primero, como siempre; Julian después, colgado decidido de la mano de ella. Comenzaron a entrenarse al mismo tiempo, recibieron juntos sus primera runas: la de la visión en la mano derecha él y en la izquierda ella. Julian no quería mentir, pero si Emma estaba en algún lío, Julian mentía por ella.

Y ahora habían perdido juntos a sus padres. La madre de Julian había muerto dos años atrás, y ver a los Blackthorn sufrir esa pérdida había sido terrible, pero lo que les acababa de ocurrir era una experiencia totalmente diferente. Era devastador, y Emma notaba el destrozo, los notaba separándose en trozos y pegándose de nuevo de una forma totalmente diferente. Julian y ella se estaban convirtiendo en algo diferente, en algo que era más que mejores amigos pero tampoco era familia.

—Jules —dijo ella de nuevo, y le cogió la mano. Durante un momento, la tuvo, inmóvil y fría, entre las suyas; luego él la cogió por la muñeca con fuerza.

—No sé qué hacer —le confesó Julian—. No puedo cuidarlos. Tavvy solo es un bebé, y Ty me odia.

—Es tu hermano, y solo tiene diez años. No te odia.

Julian suspiró con un estremecimiento.

—Quizá.

—Ya se les ocurrirá algo —dijo Emma—. Tu tío sobrevivió al ataque a Londres. Cuando todo esto acabe, te irás a vivir con él, y él os cuidará a ti y a los otros. No serán tu responsabilidad.

Julian se encogió de hombros.

—Casi ni me acuerdo del tío Arthur. Nos envía libros en latín y a veces viene de Londres por Navidad. El único de nosotros que sabe leer en latín es Ty, y solo lo ha aprendido para fastidiarnos a todos.

—Bueno, pues quizá no sabe hacer regalos. Aunque se acordó de ti por Navidad. Pero os quiere lo suficiente como para hacerse cargo de vosotros. No os tendrán que enviar a un Instituto cualquiera, o a Idris…

Julian se volvió para mirarla a la cara.

—Eso no es lo que crees que te va a pasar a ti, ¿verdad? —preguntó—. Porque no va a ser así. Te quedarás con nosotros.

—No necesariamente —repuso Emma. Se sentía como si le estuvieran estrujando el corazón. La idea de dejar a Jules, a Livvy, a Dru, a Tavvy, e incluso a Ty, la hacían sentirse mareada y perdida, como si se la estuviera llevando el océano—. Depende de tu tío, ¿no? De si me quiere en el Instituto, de si está dispuesto a acogerme.

La voz de Julian sonó feroz. Julian pocas veces se ponía furioso, pero cuando le pasaba, los ojos se le ponían casi negros y temblaba todo él, como si se estuviera helando.

—No lo decide él. Te vas a quedar con nosotros.

—Jules —comenzó Emma, y se calló al oír voces que subían del piso inferior. Jia y Patrick Penhallow estaban pasando por el pasillo de abajo. Emma no sabía muy bien por qué estaba nerviosa. Tampoco era como si no les dejaran hacer lo que quisieran en la casa, pero la idea de que la pillara la Cónsul vagando tan tarde por la noche la hacía sentirse incómoda.

—… ese cabrón sonriente tenía razón, claro —estaba diciendo Jia. La voz le sonaba crispada—. No solo Jace y Clary se han ido, también Isabelle y Alec se han marchado con ellos. Los Lightwood están absolutamente frenéticos.

La profunda voz de Patrick respondió.

—Bueno, Alec es adulto, técnicamente. Esperemos que esté cuidando del resto.

Jia hizo un ruidito de impaciencia. Emma se inclinó hacia adelante, tratando de oírla.

—… al menos, podrían haber dejado una nota —decía—. Era evidente que estaban furiosos cuando se marcharon.

—Seguramente creyeron que los íbamos a entregar a Sebastian.

Jia suspiró.

—Irónico, considerando lo duro que hemos peleado contra eso. Suponemos que Clary abrió un Portal para sacarlos de aquí, pero no tenemos ni idea de lo que han hecho para impedir que los rastreemos. No están en ningún punto del mapa. Es como si hubieran desaparecido de la faz de la Tierra.

—Igual que Sebastian —observó Patrick—. ¿No deberíamos suponer que están donde esté él? ¿Que ese lugar los mantiene ilocalizables, no con runas ni con otro tipo de magia?

Emma se inclinó aún más, pero el resto de las palabras se perdieron en la distancia. Pensó haber oído una mención del Laberinto Espiral, pero no estaba segura. Cuando se incorporó, vio que Julian la miraba.

—Sabes dónde están —dijo él—, ¿no?

Emma se llevó un dedo a los labios y negó con la cabeza. «No me preguntes».

Julian soltó una carcajada apagada.

—Solo tú. ¿Cómo has…? No, no me lo digas, no quiero saberlo. —La miró escrutándola, del modo que lo hacía a veces cuando trataba de decidir si ella le estaba mintiendo o no—. ¿Sabes? —continuó—, hay un modo de que no te aparten de nuestro Instituto. Tendrán que dejar que te quedes.

Emma alzó una ceja.

—Cuéntame, genio.

—Podríamos… —comenzó Jules. Se detuvo, tragó saliva y comenzó de nuevo—: Podríamos hacernos parabatai.

Lo dijo con timidez, mientras apartaba un poco el rostro de ella, para que las sombras le ocultaran la expresión.

—Entonces no nos podrían separar —añadió—. Nunca.

Emma sintió que el corazón le daba un vuelco.

—Jules, ser parabatai es algo muy serio —contestó—. Es… es para siempre.

Él la miró con un rostro franco y carente de picardía. No había trucos en Jules, no había oscuridad.

—¿Y tú y yo no somos para siempre?

Emma se lo pensó. No podía imaginarse la vida sin Julian. Era como una especie de agujero negro de terrible soledad: sin que nadie la entendiera como lo hacía él, le pillara las bromas como lo hacía él, la protegiera del modo que lo hacía él, sin protegerla físicamente, sino protegiendo sus sentimientos, su corazón. Sin nadie con quien alegrarse o enfadarse o comentar ridículas ideas. Nadie que le acabara las frases o le sacara el pepino de la ensalada porque ella no lo soportaba, o se comiera la corteza de sus tostadas, o le encontrara las llaves cuando las perdía.

—Yo… —comenzó a responder Emma, y entonces se oyó un súbito estruendo procedente del dormitorio. Emma intercambió una mirada de pánico con Julian y corrieron juntos a la habitación de Ty y Livvy. Encontraron a Livvy sentada en la cama, medio dormida y confusa. Ty se hallaba junto a la ventana, con el atizador en la mano. La ventana tenía un agujero en el centro y había trozos de vidrio por todo el suelo.

—¡Ty! —exclamó Julian, aterrado al ver las esquirlas alrededor de los pies descalzos de su hermanito—. No te muevas. Voy a buscar una escoba para recoger los vidrios…

Ty lo miró furioso por debajo de su alborotado flequillo. Tenía algo en la mano derecha. Emma entornó los ojos hacia la luz de la luna… ¿Era una bellota?

—Es un mensaje —dijo Ty, y dejó caer el atizador—. Las hadas a menudo eligen objetos de la naturaleza para enviar mensajes: bellotas, hojas, flores.

—¿Estás diciendo que es un mensaje de las hadas? —preguntó Julian sin acabar de creérselo.

—No seas estúpido —replicó Tiberius—. Claro que no es un mensaje de las hadas. Es un mensaje de Mark. Y está dirigido a la Cónsul.

«Debe de ser de día aquí», pensó Luke, porque Raphael estaba acurrucado en un rincón de la celda de piedra, el cuerpo tenso incluso durmiendo, los oscuros rizos sobre el brazo que utilizaba como almohada. Era difícil de decir, ya que poco se veía por la ventana excepto una espesa niebla.

—Necesita alimentarse —dijo Magnus. Miraba a Raphael con una tensa amabilidad que sorprendió a Luke. Este no creía que hubiera demasiado cariño entre el brujo y el vampiro. Desde que los conocía habían mantenido distancias, educados, ocupando sus diferentes esferas de poder entre los subterráneos de la ciudad de Nueva York.

—Os conocéis —dijo Luke al darse cuenta. Aún estaba apoyado contra la pared junto a la estrecha ventana de piedra, como si la vista de fuera, nubes y veneno amarillento, le pudiera decir algo.

Magnus alzó una ceja, como solía hacer cuando alguien le formulaba una pregunta claramente estúpida.

—Quiero decir —clarificó Luke— que os conocíais. De antes.

—¿De antes de qué? ¿De antes de que tú nacieras? Déjame que te aclare una cosa, licántropo, casi todo en mi vida ocurrió antes de que tú nacieras. —Magnus posó la mirada en el durmiente Raphael. A pesar de la aspereza de su tono, su expresión era casi tierna—. Hace cincuenta años —explicó—, en Nueva York, una mujer me visitó y me pidió que salvara a su hijo de un vampiro.

—¿Y el vampiro era Raphael?

—No —respondió Magnus—. Su hijo era Raphael. No pude salvarlo. Era demasiado tarde. Ya estaba convertido. —Suspiró, y en sus ojos, Luke vio de repente su avanzadísima edad, la sabiduría y la tristeza de siglos—. El vampiro había matado a todos sus amigos. No sé por qué a Raphael lo convirtió. Vio algo en él. Voluntad, fuerza, belleza. No lo sé. Era un niño cuando lo encontré, un ángel de Caravaggio pintado en sangre.

—Aún parece un niño —repuso Luke. Raphael siempre le había recordado a un niño de coro que se había vuelto malvado, con su dulce carita y sus ojos negros, más viejos que la luna.

—Para mí no —suspiró Magnus—. Espero que sobreviva a esto. Los vampiros de Nueva York necesitan a alguien con sentido común para dirigir su clan, y Maureen no lo tiene en absoluto.

—¿Esperas que Raphael sobreviva a esto? —exclamó Luke—. Vamos… ¿A cuánta gente habrá matado?

Magnus lo miró con ojos fríos.

—¿Quién entre nosotros no tiene sangre en las manos? ¿Qué hiciste, Lucian Graymark, para ganarte una manada, dos manadas, de licántropos?

—Eso fue diferente. Era necesario.

—¿Y qué hiciste cuando estabas en el Círculo? —le preguntó Magnus.

Luke permaneció en silencio. Odiaba pensar en aquellos días. Días de sangre y plata. Días con Valentine a su lado, diciéndole que todo estaba bien, acallando su conciencia.

—Ahora me preocupa mi familia —dijo—. Me preocupan Clary y Jocelyn y Amatis. No puedo preocuparme también por Raphael. Y tú… pensaba que estarías preocupado por Alec.

Magnus tragó aire con los dientes apretados.

—No quiero hablar de Alec.

—Muy bien. —Luke no dijo nada más. Se quedó apoyado en la fría pared de piedra y contempló a Magnus manosear sus cadenas.

Un momento después, Magnus volvió a hablar.

—Cazadores de sombras —dijo—. Se te meten en la sangre, en el alma. He estado con vampiros, licántropos, hadas, brujos como yo y humanos, muchos frágiles humanos. Pero siempre me había dicho que no le daría mi corazón a un cazador de sombras. He estado tan a punto de amarlos, de ser atrapado en su encanto… a veces generaciones enteras: Edmund y Will y James y Lucie… los que he salvado y los que no pude salvar. —Su voz se ahogó un instante, y Luke, mirándolo asombrado, se dio cuenta de que eso era lo más que había visto de las auténticas emociones de Magnus Bane—. Y Clary también. La quise, porque la he visto crecer. Pero nunca me había enamorado de un cazador de sombras, no hasta Alec. Porque tiene sangre de ángeles en su interior, y el amor de los ángeles es algo supremo y santo.

—¿Y eso es malo? —preguntó Luke.

Magnus se encogió de hombros.

—A vece se reduce a una elección —respondió—. Entre salvar a una persona o salvar al mundo entero. Lo he visto, y soy lo suficientemente egoísta como para querer que la persona que me ama me escoja a mí. Pero los nefilim siempre elegirán salvar al mundo. Miro a Alec y me siento como Lucifer en El paraíso perdido. «Avergonzado se halló el Diablo. Y sintió cuán sobrecogedora es la bondad». Lo decía en el sentido clásico. «Sobrecoger»: que inspira temor por su grandeza. Y ese temor está bien, pero en el amor es un veneno. El amor tiene que darse entre iguales.

—Solo es un niño —dijo Luke—. Alec… no es perfecto. Y tú no has caído.

—Todos hemos caído —replicó Magnus. Se envolvió en sus cadenas y guardó silencio.

—Tienes que estar de broma —dijo Maia—. ¿Aquí? ¿En serio?

Bat se pasó los dedos por la nuca y se alborotó aún más el corto cabello.

—¿Eso es una noria?

Maia se fue moviendo lentamente en círculo. Se hallaban a oscuras en el interior del enorme Toys’R’Us de la calle Cuarenta y dos. El brillo del neón de Times Square iluminaba la noche de azul, rojo y verde. La tienda seguía hacia arriba, piso tras piso de juguetes: brillantes superhéroes de plástico, blandos ositos de peluche, Barbies rosa y destellantes. La noria se alzaba sobre ellos, cada montante de metal con un coche de plástico colgando decorado con calcomanías. Maia recordaba vagamente que su madre los había llevado a ella y a su hermano a montarse en la noria cuando tenían diez años. Daniel había intentado tirar a Maia por el borde y la había hecho llorar.

—Esto es… una locura —susurró.

—Maia. —Era una de los lobeznos, delgada y nerviosa, con rastas en el pelo. Maia había intentado sacarles a todos la costumbre de llamarla «señora» o lo que fuera excepto Maia, incluso siendo la jefa de la manada temporalmente—. Lo hemos registrado todo. Si había guardias de seguridad, alguien ya se ha encargado de ellos.

—Muy bien. Gracias. —Maia miró a Bat, que se encogió de hombros. Había unos quince lobos más de la manada con ellos; resultaban de lo más incongruente entre las muñecas princesas de Disney y los renos de peluche—. ¿Podrías…?

De repente, la noria comenzó a moverse con un chirrido. Maia pegó un bote hacia atrás y casi tiró a Bat, que la agarró por los hombros. Ambos se quedaron mirando cómo la noria comenzaba a girar y la música a sonar. Se trataba de It’s a Small World, Maia estaba bastante segura, aunque no era cantada, solo era instrumental.

—¡Lobos! ¡Uuuu! ¡Lobos! —cantó una voz, y Maureen, como una princesa de Disney, con un vestido rosa y una tiara de arco iris, avanzó descalza frente a un mostrador donde se amontonaban los bastones de caramelo. La seguía un grupo de unos veinte vampiros, tan pálidos como muñecas o maniquís bajo la luz enfermiza. Lily iba justo detrás de ella, la negra melena recogida perfectamente hacia atrás y los tacones resonando en el suelo. Miró a Maia de arriba abajo como si nunca la hubiera visto.

—¡Hola, hola! —farfulló Maureen—. Me alegro mucho de conocerte.

—Yo también me alegro —repuso Maia, tensa. Extendió la mano para que Maureen se la estrechara, pero esta simplemente soltó una risita y cogió una brillante varita de una caja cercana. La agitó en el aire.

—Lamento mucho lo que he oído sobre Sebastian matando a todos tus amigos lupinos —dijo Maureen—. Es un niño muy malo.

Maia se encogió al recordar el rostro de Jordan, el recuerdo de su inerte peso entre sus brazos.

Se hizo fuerte.

—De eso quería hablarte —replicó—. De Sebastian. Intenta amenazar a los subterráneos… —Se calló cuando Maureen, tarareando, comenzó a subir a lo alto de la pila de cajas de Barbie Navidad, cada una vestida con un faldita mini de Santa Claus, roja y blanca—. Intenta que nos volvamos contra los cazadores de sombras —prosiguió Maia, un poco desconcertada. ¿Le estaba prestando atención Maureen?—. Si nos unimos…

—Oh, sí —la interrumpió Maureen mientras se sentaba en la caja más alta—. Deberíamos unirnos contra los cazadores de sombras. Sin duda.

—No, he dicho…

—He oído lo que has dicho. —Los ojos de Maureen destellaron—. Era una tontería. Pero los licántropos siempre tenéis ideas tontas. Sebastian no es muy agradable, pero los cazadores de sombras son peores. Crean estúpidas reglas y nos hacen seguirlas. Nos roban.

—¿Roban? —Maia echó la cabeza hacia atrás para mirar a Maureen en lo alto de la pila.

—Me han robado a Simon. Lo tenía, y ahora se ha ido. Sé quién se lo llevó: los cazadores se sombras.

Maia miró a Bat. Este observaba desconcertado. Se dio cuenta de que había olvidado explicarle que Maureen estaba colgada de Simon. Tendría que ponerlo al corriente después, si es que había un después. Los vampiros detrás de Maureen parecían tener bastante hambre.

—Te he pedido que vinieras para poder formar una alianza —prosiguió Maia, con tanta amabilidad en la voz como si estuviera tratando de no espantar a un animal.

—Me encantan las alianzas —replicó Maureen, y saltó desde lo alto de las cajas. En alguna parte se había hecho con una enorme piruleta, de las que tenían remolinos de colores. Comenzó a sacarle el envoltorio—. Si formamos una alianza, podremos participar en la invasión.

—¿La invasión? —Maia enarcó las cejas.

—Sebastian va a invadir Idris —explicó Maureen, y tiró el envoltorio de plástico—. Va a luchar contra ellos y vencerá, y luego nos dividiremos el mundo, todos nosotros, y nos dará toda la gente que queramos para comer… —Mordió la piruleta e hizo una mueca de asco—. Puag. Qué mala. —Escupió el caramelo, pero ya le había dejado los labios pintados de rojo y azul.

—Ya veo —repuso Maia—. En ese caso… pues claro, aliémonos contra los cazadores de sombras.

Notó que Bat se tensaba a su lado.

—Maia…

Maia no le prestó atención y dio un paso adelante. Le ofreció la muñeca.

—La sangre forja alianzas —afirmó—. Eso dicen las viejas leyes. Bebe mi sangre para sellar nuestra unión.

—Maia, no —exclamó Bat, y ella le lanzó una mirada para acallarlo.

—Así es como debe hacerse —repuso.

Maureen sonreía burlona. Tiró el caramelo, que se hizo añicos contra el suelo.

—Oh, qué divertido —exclamó—. Como hermanas de sangre.

—Exactamente igual —repuso Maia, y se preparó mientras la niña le cogía el brazo. Maureen entrelazó sus pequeños dedos con los de Maia. Los tenía fríos y pegajosos del azúcar. Se oyó un clic cuando sacó los colmillos—. Justo como…

Maureen hundió los dientes en la muñeca de Maia. No hacía ningún esfuerzo para ser cuidadosa. Maia notó que el dolor le subía por el brazo, y ahogó un grito. Los lobos que la acompañaban se removieron inquietos. Podía oír a Bat. Respiraba agitadamente por el esfuerzo de no abalanzarse sobre Maureen y lanzarla por los aires.

Maureen tragó, sonriente, con los dientes apoyados con firmeza en el brazo de Maia. Las venas le palpitaban de dolor. Maia encontró los ojos de Lily por encima de la cabeza de Maureen. Le sonrió fríamente.

Maureen se atragantó de repente y se apartó. Se llevó una mano a la boca, como alguien que hubiera tenido una reacción alérgica a la picadura de una abeja.

—Duele —dijo, y enseguida se le abrieron fisuras desde la boca a lo largo y ancho del rostro. Su cuerpo se sacudió—. Mamá —susurró con un hilillo de voz, y comenzó a deshacerse. El cabello se le convirtió en ceniza, y luego la piel, que se desprendía y mostraba los huesos de debajo. Maia dio un paso atrás, con la muñeca palpitante, mientras el vestido de Maureen caía sobre el suelo, rosa, reluciente y… vacío.

—¡Santa…! ¿Qué ha pasado? —preguntó Bat, y cogió a Maia, que se tambaleaba. La muñeca estaba comenzando a curársele, pero se sentía un poco mareada. La manada murmuraba a su alrededor. Y algo más inquietante: los vampiros se habían reunido, susurrando, sus pálidos rostros letales cargados de odio.

—¿Qué has hecho? —preguntó uno de ellos, un chico rubio con voz chillona—. ¿Qué le has hecho a nuestra jefa?

Maia miró a Lily. La expresión de la otra chica era fría e impasible. Por primera vez, Maia sintió un hilo de auténtico pánico desenrollarse bajo su caja torácica. Lily…

—Agua bendita —contestó Lily—. En las venas. Se la ha inyectado antes con una jeringuilla para que Maureen se envenenara con ella.

El vampiro rubio mostró los colmillos.

—La traición tiene consecuencias —dijo—. Licántropos…

—Calla —ordenó Lily—. Lo ha hecho porque yo se lo pedí.

Maia dejó escapar el aire, casi sorprendida del alivio que sentía. Lily miraba a los otros vampiros, que la contemplaban confusos.

—Sebastian Morgenstern es nuestro enemigo, igual que es el enemigo de todos los subterráneos —afirmó Lily—. Si acaba con los cazadores de sombras, su siguiente paso será fijarse en nosotros. Su ejército de guerreros Oscurecidos matará a Raphael y luego aniquilará a los Hijos de la Noche. Maureen nunca lo habría visto. Nos habría conducido a nuestra destrucción.

Maia levantó la muñeca y se volvió hacia la manada.

—Lily y yo estamos de acuerdo —explicó—. Esta era la única manera. La alianza entre nosotros, eso sí es sincero. Ahora es nuestra oportunidad, cuando los ejércitos de Sebastian son aún pequeños y los cazadores de sombras todavía tienen poder; ahora es el momento en que podemos marcar la diferencia. Ahora es el momento en que podemos vengar a todos los que murieron en el Praetor.

—¿Quién nos va a dirigir? —gruñó el vampiro rubio—. Quien mata al antiguo líder toma el mando, pero no puede mandarnos una licántropo. —Miró a Maia—. Sin ánimo de ofender.

—No hay problema —masculló esta.

—Yo soy quien ha matado a Maureen —afirmó Lily—. Maia ha sido el arma que he empleado, pero era mi plan, mi mano estaba detrás. Yo dirigiré. A no ser que alguien tenga alguna objeción.

Los vampiros se fueron mirando entre ellos, confusos. Bat hizo crujir los nudillos en alto en medio del silencio, para sorpresa y diversión de Maia.

Los rojos labios de Lily se curvaron en una sonrisa.

—Eso pensaba. —Dio un paso hacia Maia, evitando cuidadosamente el vestido de tul y el montón de cenizas que era todo lo que quedaba de Maureen—. Bien —dijo—. ¿Por qué no hablamos de esa alianza?

—No he hecho una tarta —anunció Alec cuando Jace y Clary regresaron a la gran cámara central de la cueva. Estaba tumbado de espaldas, sobre una manta desenrollada, y tenía la cabeza apoyada en una chaqueta doblada. Un fuego humeaba en el agujero, y las llamas proyectaban largas sombras sobre los muros.

Había colocado las provisiones: pan y chocolate, frutos secos y barritas de muesli, agua y manzanas con algunos golpes a causa del viaje. Clary notó que se le tensaba el estómago, y solo entonces se dio cuenta de la mucha hambre que tenía. Había tres botellas de plástico junto a la comida: dos de agua y una más oscura con vino.

—No he hecho una tarta —repitió Alec, gesticulando expresivamente con una mano—, por tres razones: una, porque no tengo ningún ingrediente para hacer una tarta. Dos, porque no sé cómo hacer una tarta.

Calló un momento, esperando.

Jace se quitó la espada y la apoyó contra la pared de la caverna.

—¿Y tres? —preguntó.

—Porque no soy tu esclava —respondió Alec, claramente complacido consigo mismo.

Clary no pudo evitar una sonrisa. Se desabrochó el cinturón de armas y lo dejó con cuidado junto a la pared. Jace, mientras se quitaba el suyo, puso los ojos en blanco.

—Ya sabes que se supone que el vino es para utilizarlo como antiséptico —dijo Jace mientras se sentaba elegantemente en el suelo junto a Alec. Clary lo hizo a su lado. Todos los músculos de su cuerpo protestaron; ni siquiera todos esos meses de entrenamiento la habían preparado para la agotadora marcha de aquel día sobre la ardiente arena.

—No hay suficiente alcohol en el vino para usarlo como antiséptico —afirmó Alec—. Además, no estoy borracho. Solo contemplativo.

—Muy bien. —Jace cogió una manzana, la partió en dos y le ofreció la mitad a Clary. Ella mordió la fruta. Recordó que su primer beso había sabido a manzana.

—¿Y qué estás contemplando? —le preguntó ella.

—Lo que está ocurriendo en casa —contestó Alec—. Ahora que seguramente ya se han dado cuenta de que nos hemos ido y todo eso. Lo lamento por Aline y Helen. Me habría gustado avisarlas.

—¿No lo lamentas por tus padres? —preguntó Clary.

—No —respondió Alec después de un silencio—. Ellos ya han tenido su oportunidad de hacer lo que debían. —Se volvió de lado y los miró. Bajo la luz de la hoguera, sus ojos se veían muy azules—. Siempre he pensado que ser un cazador de sombras significaba que tenía que estar de acuerdo con lo que hacía la Clave. Pensaba que de otro modo no era leal. Buscaba excusas para justificarlos. Siempre lo he hecho. Pero tengo la sensación de que siempre que tenemos que luchar, debemos hacerlo en dos frentes: luchamos contra el enemigo y luchamos también contra la Clave. No… ya no sé cómo me siento.

Jace le sonrió con cariño desde el otro lado del fuego.

—Rebelde —bromeó.

Alec hizo una mueca y apoyó otra vez los hombros en el suelo.

—No te burles de mí —soltó con suficiente énfasis como para sorprender a Jace. La expresión de este era inescrutable para la mayoría de la gente, pero Clary lo conocía lo suficiente para reconocer el rápido destello de dolor en su rostro, y la ansiedad con la que se inclinó hacia adelante para replicar a Alec… Y justo en ese momento Isabelle y Simon entraron en la caverna. Isabelle estaba roja, pero de la manera de alguien que ha estado corriendo más que en la de alguien que ha sucumbido a la pasión. Pobre Simon, pensó Clary, divertida; una diversión que desapareció al instante cuando se fijó en la expresión de sus rostros.

—El corredor este acaba en un puerta —los informó Isabelle sin ningún preámbulo—. Una verja igual a la que cruzamos para entrar, pero está rota. Hay demonios, de los que vuelan. No vienen hacia aquí, pero no andan lejos. Seguramente alguien debería montar guardia, solo para estar seguros.

—Yo lo haré —se ofreció Alec mientras se ponía en pie—. De todas formas no voy a poder dormir.

—Yo tampoco. —Jace también se puso en pie—. Además, alguien debería hacerte compañía. —Miró a Clary, que le ofreció una sonrisa de ánimo. Clary sabía que Jace odiaba que Alec se enfadara con él. No estaba segura de si él podía notar el desacuerdo a través del lazo de parabatai o si solo era empatía corriente, o un poco de ambos.

—Hay tres lunas —explicó Isabelle. Se sentó junto a la comida y cogió una barra de muesli—. Y a Simon le ha parecido ver una ciudad. Una ciudad de demonios.

—No estoy seguro —se apresuró a añadir Simon.

—En los libros decía que en Edom había una capital, llamada Idumea —explicó Alec—. Puede que haya algo. Tendremos que estar atentos. —Se inclinó para coger el arco y se dirigió hacia el corredor este. Jace recuperó el cuchillo serafín, besó rápidamente a Clary y fue tras él. Clary se quedó sentada, mirando el fuego, y dejó que el suave murmullo de la conversación entre Isabelle y Simon la acunara hasta dormirse.

Jace notó que los tendones de la espalda y el cuello le crujían por el agotamiento cuando se agachó entre las rocas y se fue dejando caer hasta quedar sentado con la espalda contra una de las más grandes, mientras trataba de no respirar demasiado profundamente el desagradable aire. Oyó a Alec colocarse a su lado, el áspero material de su traje de combate rascando el suelo. La luz de las lunas relució en el arco cuando se lo puso en el regazo y miró hacia fuera.

Las tres lunas estaban bajas en el cielo; cada fragmento parecía hinchado y enorme, del color del vino, y teñían el paisaje de un brillo sangriento.

—¿Vas a hablar? —preguntó Jace—. ¿O es una de esas veces en las que estás cabreado conmigo y no dices nada?

—No estoy cabreado contigo —contestó Alec. Pasó un guantelete de cuero por encima del arco, y tamborileó los dedos contra la madera.

—He pensado que igual lo estabas —repuso Jace—. Si hubiera aceptado buscar refugio, no nos habrían atacado. Os he puesto a todos en peligro…

Alec inspiró hondo y dejó salir el aire lentamente. Las lunas habían subido un poco más en el cielo y proyectaban su oscuro brillo sobre su rostro. Parecía joven, con el cabello sucio y enredado, la camisa rota.

—Conocíamos los riesgos que íbamos a correr al venir aquí contigo. Nos hemos apuntado para morir. Quiero decir que, evidentemente, prefiero sobrevivir. Pero todos lo elegimos.

—La primera vez que me viste —comentó Jace, mirándose las manos, con las que se rodeaba las rodillas—. Apuesto a que no pensaste: «Algún día va a hacer que me maten».

—La primera vez que te vi, deseé que volvieras a Idris —replicó Alec. Jace lo miró incrédulo y Alec se encogió de hombros—. Ya sabes que no me gustan los cambios.

—Te fuiste acostumbrando a mí —afirmó Jace con confianza.

—Finalmente —aceptó Alec—. Como a la lepra.

—Me quieres. —Jace apoyó la cabeza en la roca y miró el muerto paisaje con ojos cansados—. ¿Crees que deberíamos haber dejado una nota para Maryse y Robert?

Alec rio secamente.

—Creo que al final se imaginarán adónde hemos ido. —Alec echó la cabeza atrás y suspiró—. Oh, Dios, soy un cliché —soltó desesperado—. ¿Por qué me molesto? Si papá decide que me odia porque no soy hetero, no vale la pena, ¿verdad?

—No me mires a mí —repuso Jace—. Mi padre adoptivo era un asesino múltiple. E incluso así me preocupaba lo que pensara de mí. Es lo que estamos programados para hacer. En comparación, tu padre siempre me ha parecido estupendo.

—Claro, le caes bien —dijo Alec—. Eres heterosexual y esperas muy poco de las figuras paternas.

—Creo que seguramente pondrán eso en mi lápida: «Era heterosexual y esperaba muy poco…».

Alec sonrió. Un breve y forzado destello de sonrisa. Jace lo miró fijamente.

—¿Estás seguro de que no estás cabreado? Pareces estarlo.

Alec miró al cielo. No se veían estrellas a través de la cubierta de nubes, solo una mancha de un negro amarillento.

—No eres el centro del mundo.

—Si algo no te va bien, deberías decírmelo —repuso Jace—. Estamos todos bajo mucha presión, pero tenemos que soportarlo lo mejor que…

Alec se volvió hacia él como un rayo. Sus ojos mostraban incredulidad.

—¿Irme bien? ¿Y cómo te iría a ti? —preguntó—. ¿Cómo te iría si fuera a Clary a quien Sebastian hubiera raptado? ¿Si fuera a ella a quien vamos a rescatar, sin saber si está viva o muerta? ¿Cómo te iría?

Jace se sintió como si Alec lo hubiera abofeteado. También se sintió como si se lo mereciera. Tuvo que hacer varias intentonas antes de poder hablar de nuevo.

—Es… estaría hecho polvo.

Alec se puso en pie. Se recortó contra el cielo color hematoma, el brillo de las lunas rojas se reflejaba en el suelo. Jace pudo ver todos los aspectos de su expresión, todo lo que su amigo había estado conteniendo. Pensó en Alec matando al caballero hada en la corte seelie, frío, rápido y despiadado. Nada de eso era Alec. Y sin embargo, Jace no se había parado a pensarlo, pensar de dónde procedía esa frialdad: del dolor, la rabia, el miedo.

—Eso —dijo Alec, haciendo un gesto hacia sí—. Así estoy yo, hecho polvo.

—Alec…

—No soy como tú —repuso Alec—. No… no soy capaz de mostrar una fachada perfecta todo el tiempo. Puedo hacer chistes, puedo intentarlo, pero hay límites. No puedo…

Jace se puso en pie.

—Pero no tienes que crear una fachada —dijo perplejo—. No tienes que fingir. Puedes…

—¿Puedo hundirme? Ambos sabemos que eso no es cierto. Necesitamos aguantar, y todos esos años te he estado observando, te he observado aguantar, te observé cuando pensabas que Clary era tu hermana, te observé, y así es como tú sobreviviste, por eso, si yo tengo que sobrevivir, tendré que hacer lo mismo.

—Pero tú no eres como yo —replicó Jace. Se sentía como si el suelo se estuviera abriendo bajo sus pies. Cuando tenía diez años, se había creado una vida con los Lightwood como cimientos, sobre todo Alec. Siempre había pensado que, como parabatai, se ayudarían el uno al otro, que estaría ahí para Alec con su corazón roto tanto como Alec había estado ahí cuando era él quien lo tenía roto, pero en ese momento se daba cuenta, horrorizado, de que había pensado muy poco en Alec desde que se habían llevado a los prisioneros, que no había pensado cómo debía de ser para él cada hora, cada minuto, sin saber si Magnus estaba vivo o muerto—. Eres mejor.

Alec se lo quedó mirando. El pecho le subía y bajaba acelerado.

—¿Qué te imaginaste —preguntó de repente— cuando llegamos a este mundo? Vi tu expresión cuando te encontramos. No te imaginaste «nada». «Nada» no te habría hecho poner esa cara.

Jace negó con la cabeza.

—¿Y qué viste tú?

—Vi la Sala de los Acuerdos. Había un gran banquete de la victoria, y todo el mundo estaba allí. Max… estaba allí. Y tú, y Magnus, y todos, y papá estaba dando un discurso diciendo que yo era el mejor guerrero que había conocido… —Su voz se fue apagando—. Nunca había pensado que quería ser el mejor guerrero. Siempre había creído que ya era feliz siendo la estrella negra de tu supernova. Quiero decir, tú tienes el don del ángel. Yo podría entrenar y entrenar… y nunca sería como tú.

—Nunca querrías serlo —repuso Jace—. Tú no eres así.

Alec respiraba más lentamente.

—Lo sé —contestó—. No soy celoso. Siempre he sabido, desde el principio, que todo el mundo pensaba que eras mejor que yo. Mi padre lo pensaba. La Clave lo pensaba. Izzy y Max te admiraban como el gran guerrero al que querrían emular. Pero el día que me pediste que fuera tu parabatai, supe que confiabas lo suficiente en mí como para pedirme ayuda. Me estabas diciendo que no eras el guerrero solitario y autosuficiente que podía hacerlo todo solo. Me necesitabas. Así que me di cuenta de que había una persona que no consideraba que eras mejor que yo. Tú.

—Hay muchas maneras de ser mejor —dijo Jace—. Eso lo sabía incluso entonces. Puede que yo sea más fuerte físicamente, pero tú tienes el corazón más franco que he conocido, y mucha más fe en la gente, y en ese sentido eres mucho mejor de lo que yo puedo esperar llegar a ser.

Alec lo miró con ojos sorprendidos.

—Lo mejor que Valentine hizo por mí fue enviarme contigo —añadió Jace—. También con tus padres, pero sobre todo contigo. Tú, Izzy y Max. De no haber sido por vosotros yo habría sido… como Sebastian. Anhelando esto. —Hizo un gesto hacia el páramo baldío que se extendía ante ellos—. Anhelaría ser rey de un mundo sin nada más que cráneos y cadáveres. —Jace se interrumpió y miró a lo lejos entrecerrando los ojos—. ¿Has visto eso?

Alec negó con la cabeza.

—No veo nada.

—Luces, reluciendo sobre algo. —Jace buscó entre las sombras del desierto. Sacó el cuchillo serafín del cinturón. Bajo la luz de las lunas, incluso sin estar activado, el claro adamas brillaba como un rubí—. Espérame aquí —dijo—. Vigila la entrada. Voy a echar un vistazo.

—Jace… —comenzó Alec, pero aquel ya corría por la pendiente, saltando de roca en roca. Al acercarse al final de la pendiente, el color de las rocas se fue haciendo más pálido y empezaron a deshacerse bajo sus pies cuando caía sobre ellas. Finalmente, dieron paso a una arena muy fina salpicada de enormes peñas arqueadas. Había unas cuantas cosas que crecían en ese paisaje: árboles que parecían haberse quedado fosilizados por alguna súbita explosión, una tormenta solar.

Tras él, se hallaban Alec y la entrada a los túneles. Por delante, la desolación. Jace comenzó a vigilar dónde ponía los pies entre las rocas y los árboles muertos. Al avanzar, lo volvió a ver, una veloz chispa, algo vivo en medio de la muerte. Se volvió hacia allí y avanzó colocando los pies con mucho cuidado, uno delante del otro.

—¿Quién anda ahí? —gritó, y luego frunció el ceño—. Claro —añadió, dirigiéndose a la oscuridad que lo rodeaba—, incluso yo, como cazador de sombras, he visto suficientes películas para saber que a cualquiera que grita: «¿Quién anda ahí?» lo matan al instante.

Un ruido resonó en el aire: una respiración entrecortada y superficial. Jace se tensó y avanzó con rapidez. Ahí estaba: una sombra que fue convirtiéndose en una figura humana. Una mujer, agazapada y de rodillas, con un hábito claro manchado de sangre y polvo. Parecía estar llorando.

Jace agarró con fuerza el cuchillo que llevaba en la mano. A lo largo de su vida se había acercado a demasiados demonios que fingían estar indefensos, o que de una u otra manera habían disfrazado su auténtica naturaleza, como para sentir menos compasión que suspicacia.

—Dumah —susurró, y el cuchillo se encendió. Ya podía ver claramente a la mujer. Tenía un cabello largo que le rozaba el suelo y se mezclaba con la tierra requemada, y también un círculo de hierro sobre las cejas. En las sombras, su cabello parecía ser rojizo, del color de la sangre. Y por un momento, antes de que se levantara y se volviera hacia él, Jace pensó en la reina seelie…

Pero no era ella. La mujer era una cazadora de sombras. Más que eso: llevaba la túnica blanca de una Hermana de Hierro atada bajo el pecho, y sus ojos eran del color naranja de las llamas. Unas runas le desfiguraban las mejillas y la frente. Tenía las manos cogidas sobre el pecho. Las separó y las dejó caer a los costados, y Jace sintió que el aire de los pulmones se le enfriaba al ver la enorme herida de la mujer, la sangre que le manchaba la tela blanca de la túnica.

—Me conoces, ¿no es cierto, cazador de sombras? —dijo—. Soy la hermana Magdalena de las Hermanas de Hierro, a la que tú asesinaste.

Jace tragó saliva. De repente sentía la garganta seca.

—No eres ella. Eres un demonio.

La mujer negó con la cabeza.

—Se me maldijo por mi traición a la Clave. Cuando me mataste, vine aquí. Este es mi Infierno, y vago por él. Sin sanar nunca, siempre sangrando. —Señaló hacia atrás, y él vio las huellas de los pasos que la habían llevado a ese lugar, las marcas de pies desnudos dibujadas en sangre—. Esto es lo que me hiciste.

—No era yo —replicó él con voz ronca.

Ella inclinó la cabeza hacia un lado.

—¿No? ¿No lo recuerdas?

Y él lo recordó, el pequeño estudio de artista en París, la Copa de adamas, Magdalena que no se esperaba el ataque cuando él desenfundó su cuchillo y se lo clavó; la mirada en su rostro cuando se desplomó sobre el banco de trabajo…

Sangre en el cuchillo, en las manos, en la ropa. No sangre o icor demoníaco. No la sangre de un enemigo. La sangre de una cazadora de sombras.

—Lo recuerdas —dijo Magdalena, e inclinó la cabeza hacia el otro lado con una pequeña sonrisa—. ¿Cómo iba a saber un demonio lo que yo sé, Jace Herondale?

—No… mi nombre —susurró Jace. Notó la sangre caliente en las venas, cerrándole la garganta, atragantándole las palabras. Pensó en la caja de plata con pájaros, elegantes garzas en vuelo, la historia de una de las grandes familias de cazadores de sombras escrita en libros, en cartas, en herencias, y cómo había sentido que no se merecía tocar su contenido.

Ella hizo una mueca, como si no acabara de entender lo que Jace había dicho, pero continuó, mientras avanzaba hacia él por el abrupto terreno.

—Entonces ¿qué eres tú? No tienes un verdadero derecho al nombre de Lightwood. ¿Acaso eres un Morgenstern? ¿Igual que Jonathan?

Jace inspiró un aire que le requemó la garganta como fuego. Tenía el cuerpo cubierto de sudor, las manos le temblaban. Todo en él gritaba que debía lanzarse hacia adelante, que debía atravesar a esa criatura, Magdalena, con su cuchillo serafín, pero siguió viéndola caer, morir, en París, y él sobre ella, al darse cuenta de lo que había hecho, que era un asesino y cómo se podía asesinar dos veces a la misma persona…

—Te gustó, ¿verdad? —susurró ella—. Estar ligado a Jonathan, ser uno con él. Yo te liberé. Ahora puedes decir que todo lo que hiciste fue porque estabas obligado, que no eras tú el que actuaba, que no hundiste aquella hoja en mí, pero los dos sabemos la verdad. El vínculo de Lilith solo fue una excusa para que hicieras lo que deseabas hacer de todas formas.

«Clary», pensó Jace, angustiado. Si ella estuviera allí, él habría tenido su inexplicable convicción para aferrarse a ella, su creencia de que él era intrínsecamente bueno, una creencia que le había servido como una fortaleza que ninguna duda podía atravesar. Pero ella no estaba allí, y él se hallaba solo en una tierra quemada y muerta, la misma tierra muerta…

—La viste, ¿verdad? —siseó Magdalena, y ya casi estaba sobre él, con los ojos ardientes, destellando naranja y rojo—. Esta tierra quemada, toda la destrucción, y tú reinando sobre ella. ¿Fue esta tu visión? ¿El deseo de tu corazón? —Le cogió la muñeca y su voz se alzó, exultante, ya no del todo humana—. Crees que tu oscuro secreto es que quieres ser como Jonathan, pero te diré el verdadero secreto, tu secreto más oculto: ya lo eres.

—¡No! —gritó Jace, y alzó el cuchillo, un arco de fuego cortando el cielo. Ella se fue hacia atrás, y por un momento Jace pensó que el fuego del cuchillo había encendido el borde de su túnica, porque solo vio llamas. Notó el ardor, y el movimiento de las venas y los músculos del brazo, y oyó el grito de Magdalena volverse gutural e inhumano. Retrocedió tambaleándose…

Y se dio cuenta de que el fuego manaba de él, que le había salido por las manos y la yema de los dedos en olas que atravesaban el desierto, haciendo estallar todo lo que había ante su paso. Vio a Magdalena retorcerse y transformarse en algo horrible, repulsivo y con tentáculos, antes de convertirse en cenizas con un grito. Vio la tierra ennegrecerse y bullir mientras él caía de rodillas y el cuchillo serafín se derretía en las llamas que se alzaban para rodearlo. «Voy a morir abrasado», pensó mientras el fuego rugía por la llanura, tapando el cielo.

Jace no tenía miedo.