AZUFRE Y SAL
—Por favor, no me arranques la mano —dijo Magnus—. Me gusta esa mano. Necesito esa mano.
—Mmm —bufó Raphael, que estaba arrodillado a su lado, agarrando la cadena que iba entre el grillete que sujetaba la mano derecha de Magnus y el aro de adamas hundido en el suelo—. Solo trato de ayudar. —Tiró con fuerza de la cadena, y Magnus soltó un gruñido de dolor y lo miró furioso. Raphael tenía manos de adolescente, pero eso engañaba: su fuerza era la de un vampiro, y en ese momento estaba empleando todo su poder para liberar la cadena de Magnus de su anclaje.
La celda en la que se hallaban era circular. El suelo estaba hecho de losas de granito sobrepuestas. Unos bancos de piedra estaban adosados a la parte interior de las paredes. No había ninguna puerta visible, aunque sí unas ventanas estrechas, tan estrechas como troneras. No tenían vidrio, y por su profundidad se podía ver que los muros tenían treinta centímetros de grosor como mínimo.
Magnus se había despertado en ese lugar, con un círculo de cazadores oscuros vestidos de rojo rodeándolo para fijar las cadenas en el suelo. Antes de que la puerta se cerrara tras ellos, había visto a Sebastian en el pasillo, sonriéndole como una calavera.
En ese momento, Luke se hallaba en una de las ventanas, mirando al norte. A ninguno de ellos le habían dado una muda de ropa, y aún llevaba el traje y la camisa que vestía en la cena en Alacante. La pechera de la camisa estaba salpicada de manchas de óxido. Magnus tenía que recordarse constantemente que era vino. Luke parecía agotado, con el cabello alborotado y uno de los cristales de las gafas rajado.
—¿Ves algo? —le preguntó Magnus, mientras Raphael iba al otro lado para ver si la cadena de la mano izquierda era más fácil de arrancar. Magnus era el único encadenado. Cuando se despertó, Luke y Raphael ya estaban despiertos; Raphael estaba tumbado en uno de los bancos mientras Luke llamaba a Jocelyn hasta quedarse afónico.
—No —contestó Luke con sequedad. Raphael alzó una ceja mirando a Magnus. Se lo veía despeinado y joven, clavándose los dientes en el labio inferior mientras los nudillos se le quedaban blancos alrededor de los eslabones de la cadena. Estas eran lo suficientemente largas para permitir que Magnus se sentara, pero no que se pusiera en pie—. Solo niebla. Niebla gris amarillenta. Quizá montañas en la distancia. Es difícil de decir.
—¿Crees que seguimos en Idris? —preguntó Raphael.
—No —contestó Magnus—. No estamos en Idris. Lo noto en la sangre.
Luke lo miró.
—¿Dónde estamos?
Magnus notaba el ardor en la sangre, el inicio de la fiebre. Le cosquilleaban los nervios, la boca se le secaba y hacía que le doliera la garganta.
—Estamos en Edom —contestó—. Una dimensión demoníaca.
Raphael dejó caer la cadena y soltó un taco en español.
—No puedo soltarte —dijo, claramente frustrado—. ¿Por qué los siervos de Sebastian te han encadenado a ti y no a nosotros?
—Porque Magnus necesita las manos para hacer magia —contestó Luke.
Raphael miró a Magnus, sorprendido. Magnus enarcó las cejas.
—¿No lo sabías, vampiro? —preguntó irónico—. Suponía que ya se te habría ocurrido; llevas viviendo el tiempo suficiente.
—Quizá. —Raphael se acuclilló—. Pero nunca he tenido mucha relación con brujos.
Magnus le lanzó una mirada acusadora, una mirada que decía: «Ambos sabemos que eso no es cierto». Raphael miró hacia otro lado.
—Es una pena —dijo Magnus—. Si Sebastian hubiera hecho los deberes, sabría que no puedo hacer magia en este reino. Esto no hace ninguna falta. —Hizo tintinear las cadenas como el fantasma de Marley.
—Así que es aquí donde Sebastian se ha estado ocultando todo este tiempo —repuso Luke—. Por eso no podíamos localizarlo. Esta es su base de operaciones.
—O este es un lugar perdido donde nos han abandonado para que nos pudramos —replicó Raphael.
—No se tomaría esa molestia —indicó Luke—. Si nos quisiera muertos, ya lo estaríamos, los tres. Tiene algún plan más importante. Siempre lo hace. Aunque no sé qué… —Se calló. Se miraba las manos, y Magnus de repente lo recordó mucho más joven, con el cabello al aire, aspecto preocupado y corazón sensible.
—No le hará daño —dijo Magnus—. Me refiero a Jocelyn.
—Podría —aventuró Raphael—. Está muy loco.
—¿Por qué no le hará daño? —Luke parecía como si estuviera conteniendo un miedo que amenazaba con estallar—. ¿Porque es su madre? Eso no funciona así. Sebastian no funciona así.
—No es porque sea su madre —repuso Magnus—. Sino porque es la madre de Clary. Ella le proporciona una ventaja. Y Sebastian no renunciará a eso fácilmente.
Ya llevaban andando lo que parecían horas, y Clary estaba agotada.
El terreno irregular hacía que fuera más difícil caminar. Ninguna de las colinas era muy alta, pero no tenían senderos y estaban cubiertas de pizarra y rocas quebradas. A veces había que cruzar planicies de pegajoso alquitrán, y se les hundían los pies hasta el tobillo.
Se detuvieron para dibujarse runas de seguridad al andar y de fuerza, y para beber agua. Era un lugar seco, todo humo y ceniza; de vez en cuando se encontraban con un brillante río de roca derretida que avanzaba lentamente por la tierra quemada. Tenían el rostro y los trajes cubiertos de polvo y ceniza.
—Racionad el agua —les advirtió Alec, mientras ponía el tapón a la botella de plástico. Se habían detenido bajo la sombra de una pequeña montaña. Su dentada cumbre se dividía en picos y almenas que la hacían parecer una corona—. No sabemos cuánto tiempo estaremos de camino.
Jace tocó el brazalete que llevaba en la muñeca y luego su runa de localización. Frunció el ceño mientras se trazaba el dibujo en el dorso de la mano.
—La runas que acabamos de dibujarnos —dijo—. Que alguien me enseñe una.
Isabelle hizo un ruidito de impaciencia y luego mostró la muñeca donde Alec le había dibujado una runa de velocidad hacía un rato. Parpadeó al mirarla.
—Se está borrando —anunció a continuación, y había una súbita duda en su voz.
—Mi runa de localización también, así como las otras —repuso Jace mientras se miraba la piel—. Creo que las runas se borran más rápidamente aquí. Tendremos que usarlas con cuidado. Comprobadlas para asegurarnos de cuándo las tenemos que dibujar de nuevo.
—Las runas de velocidad también se están borrando —añadió Isabelle, frustrada—. Eso puede ser la diferencia entre dos días caminando o tres. Sebastian puede estar haciendo lo que sea con los prisioneros.
Alec hizo una mueca de dolor.
—No hará nada —les aseguró Jace—. Son su seguro de que la Clave nos entregue a él. No les hará nada a no ser que esté convencido de que eso no va a pasar.
—Podríamos andar toda la noche —sugirió Isabelle—. Podríamos usar una runa de vigilia. Aplicarlas una y otra vez.
Jace miró alrededor. El polvo se le había pegado bajo los ojos, por las mejillas y en la frente, allí donde se había pasado la palma de la mano. El cielo había cambiado de amarillo a naranja, manchado con gruesas nubes negras. Clary supuso que eso significaba que se acercaba la noche. Se preguntó si los días y las noches eran igual en ese lugar, o si las horas eran diferentes, si la rotación de ese planeta estaba levemente desalineada.
—Cuando las runas de vigilia se borran, caes en picado —dijo Jace—. Entonces nos enfrentaríamos a Sebastian como si tuviéramos resaca. No es una buena idea.
Alex siguió la mirada de Jace por el letal paisaje.
—Tendremos que buscar un lugar donde descansar. Dormir. ¿No?
Clary no oyó lo que Jace dijo después. Ya se había apartado de la conversación y subía por la ladera de un saliente rocoso. El esfuerzo la hizo toser; el aire era nocivo, cargado de humo y ceniza, pero no tenía ganas de quedarse a discutir. Estaba agotada, le palpitaba la cabeza, y no paraba de ver a su madre, una y otra vez, en su cabeza. A su madre y a Luke, juntos en el balcón, cogidos de la mano, mirándola con cariño.
Se obligó a subir hasta la cima y se detuvo allí. Al otro lado, la bajada era muy pronunciada y acababa en una meseta de roca gris que se extendía hasta el horizonte, salpicada aquí y allí por montones de escoria y esquisto. El sol había bajado en el cielo, aunque aún era del mismo color naranja quemado.
—¿Qué estás mirando? —dijo una voz a su espalda. Clary se sobresaltó y se volvió. Simon estaba allí, no tan sucio como el resto, porque la suciedad nunca parecía pegarse a los vampiros, pero sí con el cabello lleno de polvo.
Clary señaló los agujeros como de bala que punteaban la ladera de una colina cercana.
—Creo que eso son entradas de cavernas —aventuró.
—Parece como algo sacado de World of Warcraft, ¿verdad? —comentó él, con un gesto que abarcaba todo el agujereado paisaje y el cielo cargado de ceniza—. Solo que no puedes apagarlo para salir.
—Hace mucho tiempo que no he podido apagarlo. —Clary observaba a Jace y a los Lightwood a cierta distancia, aún discutiendo.
—¿Estás bien? —preguntó Simon—. No he tenido la oportunidad de hablar contigo desde que pasó lo de tu madre y Luke…
—No —contestó Clary—. No estoy bien. Pero tengo que seguir adelante. Si sigo, no puedo pensar en eso.
—Lo siento. —Simon metió las manos en los bolsillos e inclinó la cabeza. El cabello castaño le cayó sobre la frente, sobre el lugar donde había estado la Marca de Caín.
—¿Estás de broma? Soy yo quien lo siente. Todo esto. El que te hayan convertido en vampiro, la Marca de Caín…
—Eso me protegía —protestó Simon—. Eso fue un milagro. Algo que solo tú podías hacer.
—Eso es lo que me da miedo —susurró Clary.
—¿Qué?
—Que ya no me queden más milagros —contestó ella, y apretó los labios mientras los otros los alcanzaban. Jace miró con curiosidad a Simon y Clary, como si se preguntara de qué habrían estado hablando.
Isabelle contempló la llanura, las hectáreas de desolación que se extendían por delante, el panorama cargado de polvo.
—¿Has visto algo?
—¿Qué hay de esas cuevas? —preguntó Simon, e hizo un gesto hacia las oscuras entradas que horadaban la ladera de la montaña—. Son un refugio…
—Buena idea —dijo Jace con sarcasmo—. Estamos en una dimensión demoníaca; Dios sabe quién vivirá aquí, y tú quieres meterte en un agujero oscuro y estrecho…
—Vala, vale… —lo interrumpió Simon—. Solo era una sugerencia. No hace falta que te cabrees…
Jace, con evidente mal humor, le lanzó una fría mirada.
—Eso no era estar cabreado, vampiro…
Un trozo de nube negra se soltó del cielo y se lanzó repentinamente hacia abajo, más deprisa de lo que podían seguirla. Clary captó un horrible atisbo de alas, dientes y docenas de ojos rojos, y al cabo de un momento Jace se alzaba en el aire, capturado por las garras de un demonio volador.
Isabelle gritó. Clary se llevó la mano al cinto, pero el demonio ya había vuelto al cielo en un torbellino de alas correosas y lanzaba un agudo chillido de victoria. Jace no hizo ningún ruido. Clary vio colgar sus botas, inmóviles. ¿Estaría muerto?
Lo vio todo blanco. Clary se volvió hacia Alec, que ya apuntaba con el arco.
—¡Dispara! —gritó.
Se movió como un bailarín, recorriendo el cielo con la mirada.
—No tengo un tiro limpio, podría darle a Jace…
El látigo de Isabelle se desenrolló en su mano, un cable luminoso alzándose hasta una altura imposible. Su reluciente luz iluminó el cielo sin nubes, y Clary oyó chillar de nuevo al demonio, esta vez con un agudo grito de dolor. La criatura daba vueltas en el aire una y otra vez sin soltar a Jace. Le había hundido las garras en la espalda, ¿o se estaba aferrando a él?
Clary creyó ver el destello de un cuchillo serafín, o tal vez solo había sido el resplandor del látigo de Izzy.
Alec soltó una maldición y dejó volar la flecha. Esta fue hacia arriba, atravesando la oscuridad. Un segundo después una palpitante masa cayó en picado a tierra, golpeó el suelo con fuerza y levantó una nube de polvorienta ceniza.
Todos se lo quedaron mirando. Con las alas abiertas, el demonio era grande, casi del tamaño de un caballo, con un cuerpo de tortuga de color negro oscuro y verde, alas correosas, seis apéndices con garras y un largo y estrecho cuello que acababa en un círculo de ojos y dientes aserrados e irregulares. El ástil de la flecha de Alec le sobresalía por el costado.
Jace estaba arrodillado a su espalda con su cuchillo serafín en la mano. Se lo clavó en el cuello con saña, una y otra vez. Se alzaron pequeños chorros de icor negro que le mancharon la ropa y el rostro. El demonio soltó un grito borboteante y se quedó sin fuerzas, y los múltiples ojos rojos perdieron la vida y la luz.
Jace bajó jadeando de la espalda del demonio. El cuchillo serafín había comenzado a retorcerse a causa del icor. Jace lo tiró a un lado y miró a su grupito de amigos, que también lo miraban con expresión atónita.
—Eso —dijo— era yo cabreado.
Alec dijo algo entre un gruñido y un taco, y bajó el arco. El sudor le pegaba el negro cabello a la frente.
—No hace falta que estéis tan preocupados —soltó Jace—. Me las estaba arreglando perfectamente.
Clary, casi mareada de alivio, ahogó un grito.
—¿Perfectamente? Si tu definición de «perfectamente» de repente incluye ser la merienda de una tortuga voladora, tendremos que tener unas palabras, Jace Lightwood…
—No ha desaparecido —la interrumpió Simon, que estaba tan anonadado como el resto—. El demonio. No ha desaparecido cuando lo has matado.
—Es cierto —confirmó Isabelle—. Lo que significa que esta es su dimensión de origen. —Echó la cabeza hacia atrás y escrutó el cielo—. Y al parecer, esos demonios pueden salir de día. Seguramente porque el sol de aquí casi está apagado. Tenemos que largarnos de esta zona.
Simon tosió ruidosamente.
—¿Qué decías de que refugiarse en las cuevas era una mala idea?
—Lo cierto es que ha sido Jace —repuso Alec—. A mí me parece una buena idea.
Jace los miró a los dos y se pasó una mano por la cara, con lo que solo consiguió esparcirse el negro icor por la mejilla.
—Examinemos las cuevas. Busquemos una pequeña y explorémosla bien antes de descansar. Me pido la primera guardia.
Alec asintió y comenzó a andar hacia la cueva más cercana. El resto lo siguió; Clary junto a Jace. Él caminaba en silencio, perdido en sus pensamientos. Bajo el manto de las pesadas nubes, el cabello le brillaba con un color dorado apagado, y Clary vio grandes arañazos en la espalda de su traje de combate, donde las garras del demonio lo habían sujetado. De repente, él esbozó un amago de sonrisa.
—¿Qué? —preguntó Clary—. ¿Qué te hace gracia?
—¿Una letal tortuga voladora? —repuso él—. Solo tú podías.
—¿Solo yo? ¿Eso es bueno o malo? —preguntó mientras llegaban a la entrada de la caverna, que se alzó ante ellos como una boca oscura y hambrienta.
Incluso en las sombras, la sonrisa de Jace era caprichosa.
—Es perfecto.
Sólo pudieron avanzar unos metros por el túnel antes de encontrar que el camino estaba cerrado por una verja de metal. Alec soltó una maldición y miró hacia atrás. La entrada de la cueva estaba justo a su espalda, y al otro lado Clary podía ver el cielo naranja y siluetas oscuras que daban vueltas.
—No… Esto es bueno —dijo Jace mientras se acercaba a la verja—. Mirad. Runas.
Había runas talladas en las curvas del metal; algunas eran comunes, otras le resultaron desconocidas a Clary. Sin embargo, le hablaban de protección, del rechazo de las fuerzas demoníacas, como un susurro en su interior.
—Son runas de protección —dijo—. Protección contra los demonios.
—Bien —repuso Simon, y lanzó otra mirada inquieta hacia atrás—. Porque los demonios se están acercando… deprisa.
Jace echó una mirada, luego cogió la verja y le dio un tirón. El cierre saltó junto con escamas de óxido. Tiró con más fuerza, y la verja se abrió. Las manos de Jace brillaban con luz contenida, y el metal quedó ennegrecido donde él lo había tocado.
Se internó en la oscuridad del otro lado, y los demás lo fueron siguiendo. Isabelle sacó su luz mágica. Simon fue tras ella, y Alec, el último, cerró la verja de un portazo. Clary se tomó un momento para añadir una runa de cerrado con el fin de asegurarse.
La luz mágica de Izzy se encendió e iluminó un túnel que serpenteaba perdiéndose en la oscuridad. Las paredes eran lisas, de gneis veteado, grabado por todas partes con runas de protección, santidad y defensa. El suelo era de piedra caliza, fácil de caminar. El aire se fue aclarando a medida que se iban adentrando en la montaña, el punzante olor de la niebla y de los demonios fue disminuyendo lentamente hasta que Clary se encontró respirando con más facilidad de lo que lo había hecho desde su llegada a ese reino.
Finalmente salieron a un gran espacio circular, sin duda tallado por manos humanas. Parecía el interior de la cúpula de una catedral: redondo y con un enorme techo arqueándose en lo alto. Había un hueco para el fuego en el medio, frío desde hacía mucho tiempo. El techo estaba salpicado de gemas blancas. Brillaban suavemente y llenaban el espacio de una tenue iluminación. Isabelle bajó la luz mágica y la dejó apagarse en su mano.
—Creo que era un lugar para esconderse —dijo Alec con voz apagada—. Algún tipo de última barricada donde quien fuera que viviera aquí podía estar a salvo de los demonios.
—Quien fuera que viviera aquí conocía la magia de las runas —repuso Clary—. No las reconozco todas, pero puedo sentir lo que significan. Son runas santas, como las de Raziel.
Jace se sacó la mochila de la espalda y la dejó en el suelo.
—Esta noche dormiremos aquí.
Alec parecía dudoso.
—¿Estás seguro de que estaremos a salvo?
—Recorreremos los túneles —contestó Jace—. Clary, ven conmigo. Isabelle y Simon, tomad el corredor del este. —Frunció el ceño—. Bueno, vamos a llamarlo el corredor del este. Eso suponiendo que los puntos cardinales sigan siendo los mismos en los reinos demoníacos. —Dio unos toquecitos con el dedo en la runa de brújula que tenía en el antebrazo, que era una de las primeras Marcas que todos los cazadores de sombras recibían.
Isabelle dejó la mochila, sacó dos cuchillos serafines y los metió en las vainas que llevaba a la espalda.
—Bien.
—Iré con vosotros —dijo Alec, mirando a Isabelle y a Simon con cierta suspicacia.
—Si tienes que hacerlo… —replicó Isabelle con exagerada indiferencia—. Pero te advierto de que nos vamos a enrollar en la oscuridad. Un rollo largo y chapucero.
Simon la miró sorprendido.
—Vamos a… —comenzó, pero Isabelle le dio un pisotón y él se calló.
Alec pareció encontrarse mal.
—Supongo que me podría quedar aquí.
Jace sonrió y le pasó una estela.
—Haz fuego —le dijo—. Cocina alguna cosa. Eso de cazar demonios abre el apetito.
Alec clavó la estela en la arena del hoyo y comenzó a dibujar la runa del fuego. Pareció mascullar algo sobre que a Jace no le gustaría nada despertarse por la mañana con todo el pelo afeitado.
Jace sonrió a Clary. Bajo el icor y la sangre, resultó solo una sombra de su vieja sonrisa descarada, pero lo suficientemente buena. Clary desenvainó a Heosphoros. Simon e Isabelle ya habían desaparecido por el túnel que daba al este; ella y Jace fueron hacia el otro lado, que descendía ligeramente. Mientras caminaba, Clary oyó a Alec gritar desde atrás.
—¡Y las cejas también!
Jace soltó una seca risita.
Maia no estaba segura de cómo había pensado que sería ser el jefe de la manada, pero seguro que no era esto.
Se hallaba sentada al gran escritorio del vestíbulo del edificio de la comisaría, con Bat en la silla giratoria que tenía detrás, desde donde le explicaba pacientemente los diferentes aspectos de la administración de la manada: cómo se comunicaban con los miembros que quedaban del Praetor Lupus en Inglaterra, cómo enviaban y recibían los mensajes de Idris, incluso cómo hacían los pedidos al restaurante El Lobo de Jade. Ambos alzaron la mirada cuando la puerta se abrió y una bruja de piel azul con uniforme de enfermera entró en el vestíbulo, seguida de un hombre alto enfundado en un elegante abrigo negro.
—Catarina Loss —exclamó Bat, como presentación—. Nuestra nueva jefe de la manada, Maia Roberts…
Catarina lo despidió con un gesto de la mano. Era muy azul, casi de color zafiro, y llevaba el cabello blanco y brillante recogido en un moño. Su uniforme tenía un estampado de camiones.
—Este es Malcolm Fade —dijo ella, señalando con un gesto al hombre alto que tenía al lado—. Brujo supremo de Los Ángeles.
Malcolm Fade inclinó la cabeza. Tenía rasgos angulosos, el cabello del color del papel y los ojos púrpura. Púrpura de verdad, de un color que los ojos humanos jamás tenían. Era atractivo, pensó Maia, si te gustaban esas cosas.
—¡Magnus Bane ha desaparecido! —anunció Fade, como si fuera el título de un cómic.
—Y también Luke —añadió Catarina muy seria.
—¿Desaparecidos? —repitió Maia—. ¿Qué quieres decir con desaparecidos?
—Bueno, no exactamente desaparecidos. Raptados —matizó Malcolm, y Maia dejó caer el lápiz que tenía en la mano—. ¡Quién sabe dónde estarán! —Sonaba como si todo eso fuera muy excitante y lamentara no tener mayor protagonismo.
—¿El responsable es Sebastian Morgenstern? —le preguntó Maia a Catarina.
—Sebastian ha capturado a todos los representantes de los subterráneos. Meliorn, Magnus, Raphael y Luke. Y a Jocelyn también. Los retiene, dice, hasta que la Clave acceda a entregarle a Clary y a Jace.
—¿Y si no accede? —preguntó Leila. La espectacular aparición de Catarina había llamado la atención de la manada, y estaban entrando en el vestíbulo, se colocaban en el hueco de la escalera o se acercaban al escritorio en la curiosa manera de moverse de los licántropos.
—Entonces, matará a los representantes —contestó Maia—. ¿No?
—La Clave debe saber que si le permiten hacer eso, los subterráneos se rebelarán —dijo Bat—. Será como decir que la vida de cuatro subterráneos vale menos que la seguridad de dos cazadores de sombras.
«No de dos cazadores de sombras cualesquiera», pensó Maia. Jace era difícil y quisquilloso, y Clary había sido muy reservada al principio, pero habían luchado por ella y con ella; le habían salvado la vida y ella la de ellos.
—Entregarle a Jace y a Clary sería como asesinarlos —dijo Maia—. Y sin ninguna garantía real de recuperar a Luke. Sebastian miente.
Los ojos de Catarina destellaron.
—Si la Clave no hace al menos un gesto para tratar de recuperar a Magnus y a los otros, no solo perderán a los subterráneos de su Consejo, perderán también los Acuerdos.
Maia calló durante un instante. Era consciente de que todas las miradas recaían sobre ella. Los otros lobos estaban observando su reacción. La reacción de su jefe.
Maia irguió los hombros.
—¿Qué dicen los brujos? ¿Qué están haciendo? ¿Y qué hay de los seres mágicos y los Hijos de la Noche?
—La mayoría de los subterráneos no lo sabe —contestó Malcolm—. Yo tengo un informador. He compartido la noticia con Catarina porque se trata de Magnus. He creído que debía saberlo. Quiero decir, esta clase de cosas no pasan todos los días. ¡Raptos! ¡Rescates! ¡Amor desgarrado por la tragedia!
—Cállate, Malcolm —le espetó Catarina—. Es por esto que nadie te toma nunca en serio. —Se volvió hacia Maia—. La mayoría de los subterráneos sabe que los cazadores de sombras se han largado a Idris, claro, pero no saben por qué. Están esperando noticias de sus representantes, y, naturalmente, esas noticias no llegan.
—Pero esta situación no puede durar —repuso Maia—. Los subterráneos se enterarán.
—Oh, claro que se enterarán —repitió Malcolm, que parecía tratar de ser serio—. Pero ya conoces a los cazadores de sombras; sus cosas se las guardan para ellos. Todo el mundo ha oído hablar de Sebastian Morgenstern y de los nefilim oscuros, pero los ataques a los Institutos se han mantenido bastante en secreto.
—Tienen a brujos en el Laberinto Espiral trabajando en una cura contra los efectos de la Copa Infernal, pero estos no saben lo urgente que es la situación, o lo que ha estado ocurriendo en Idris —explicó Catarina—. Me temo que los cazadores de sombras se van a barrer del mapa a sí mismos por todo ese secretismo. —Se la veía incluso más azul que antes. Su color parecía cambiar al ritmo de su humor.
—¿Y por qué habéis venido aquí, a mí? —preguntó Maia.
—Porque Sebastian ya te había enviado un mensaje con el ataque al Praetor —contestó Catarina—. Y sabemos que eres amiga de los cazadores de sombras, por ejemplo, de los hijos del Inquisidor y de la propia hermana de Sebastian. Sabes tanto como nosotros, o incluso más, sobre lo que está ocurriendo.
—No sé tanto —admitió Maia—. Las salvaguardas que rodean Idris están dificultando el paso de mensajes.
—Nosotros os podemos ayudar con eso —afirmó Catarina—. ¿Verdad, Malcolm?
—¿Mmm? —Malcolm estaba paseándose por la comisaría, y se detenía a mirar cosas que a Maia le parecían de lo más comunes: la barra de una barandilla, un azulejo rajado en una pared, el vidrio de una ventana; las contemplaba como si le revelaran alguna verdad. La manada lo observaba perpleja.
Catarina suspiró.
—No le hagas caso —dijo a Maia en voz baja—. Es muy poderoso, pero algo le pasó a comienzos del siglo pasado, y desde entonces no ha estado muy bien. Es inofensivo.
—¿Ayudar? Claro que podemos ayudar —contestó finalmente Malcolm volviéndose hacia ellos—. ¿Tenéis que pasar un mensaje? Siempre tenemos los gatitos mensajeros.
—Te refieres a las palomas —replicó Bat—. Las palomas mensajeras.
Malcolm negó con la cabeza.
—Gatitos mensajeros. Son tan monos que nadie les hace nada. Y además te resuelven el problema de los ratones.
—No tenemos un problema de ratones —replicó Maia—. Tenemos un problema de megalomanía. —Miró a Catarina—. Sebastian tiene toda la intención de reabrir las grietas entre los subterráneos y los cazadores de sombras. El rapto de los representantes, el ataque al Praetor… No se detendrá ahí. Todos los subterráneos sabrán muy pronto lo que está ocurriendo. La pregunta es: ¿con quién estarán?
—¡Estaremos valientemente contigo! —anunció Malcolm. Catarina le lanzó una torva mirada y él se estremeció—. Bueno, estaremos valientemente cerca de ti. O al menos donde te podamos oír.
Maia lo miró muy seria.
—Así que, básicamente, ninguna garantía, ¿no?
Malcolm se encogió de hombros.
—Los brujos son independientes. Y difíciles de retener. Como los gatos pero con menos colas. Bueno, hay algunas colas. Yo no tengo, pero…
—Malcolm… —lo reprendió Catarina.
—La cuestión es que o ganan los cazadores de sombras o gana Sebastian —afirmó Maia—, y si gana él, luego vendrá a por nosotros, a por todos los subterráneos. Lo único que quiere es convertir este mundo en un páramo de cenizas y huesos. Ninguno de nosotros sobrevivirá.
Malcolm pareció un poco alarmado, aunque ni de lejos tan alarmado como debería estar, pensó Maia. Su aspecto general era el de una alegría inocente e infantil; no tenía nada de la astucia traviesa de Magnus. Se preguntó qué edad tendría.
—No creo que podamos entrar en Idris para luchar junto a ellos, como hicimos antes —continuó Maia—. Pero podemos intentar avisar. Hablar con otros subterráneos antes de que lo haga Sebastian. Tratará de reclutarlos. Tenemos que hacerles entender lo que significaría unirse a él.
—La destrucción de este mundo —concluyó Bat.
—Hay brujos supremos en varias ciudades; seguramente considerarán la cuestión. Pero somos seres solitarios, como ha dicho Malcolm —replicó Catarina—. Los seres mágicos no creo que hablen con nosotros, nunca lo hacen…
—¿Y a quién le importa lo que hagan los vampiros? —soltó Leila—. Ellos traicionan a los suyos.
—No —replicó Maia al cabo de un instante—. No, también pueden ser leales. Tenemos que reunirnos con ellos. Ya es hora de que los líderes de la manada de Nueva York y el clan de los vampiros formen una alianza.
Un murmullo de sorpresa recorrió la sala. Los licántropos y los vampiros no parlamentaban a no ser que los uniera una fuerza externa más poderosa, como la Clave.
Maia tendió la mano hacia Bat.
—Papel y pluma —dijo, y él pasó una libreta. Redactó una rápida nota, arrancó la hoja y se la pasó a uno de los lobeznos más jóvenes—. Lleva esto a Lily en el Dumort —le ordenó—. Dile que quiero reunirme con Maureen Brown. Puede elegir un lugar neutral. Nosotros tendremos que aprobarlo antes de la reunión. Dile que debe ser lo más pronto posible. La vida de nuestro representante y del suyo puede depender de ello.
—Quiero estar furiosa contigo —dijo Clary mientras avanzaban por el tortuoso túnel. Jace sujetaba su luz mágica y sus rayos los guiaban. Clary recordó la primera vez que él le había puesto una de esas piedras talladas en la mano. «Todo cazador de sombras debe tener su propia piedra runa de luz mágica».
—¿Y eso? —repuso Jace mientras la miraba de reojo. El suelo bajo sus pies era liso y pulido, y las paredes del corredor se curvaban hacia dentro con elegancia. Cada pocos pasos había una nueva runa grabada en la roca—. ¿Por qué?
—Por arriesgar tu vida —contestó ella—. Claro que, en realidad, no lo has hecho. Solo estabas de pie y el demonio te ha agarrado. Lo que sí es cierto es que te estabas pasando con Simon.
—Si un demonio me agarrara cada vez que me he pasado con Simon, habría muerto el día que me conociste.
—Es que… —Clary negó con la cabeza. La vista se le nublaba de cansancio, y le dolía el pecho del ansia de ver a su madre, a Luke, su casa—. No sé cómo he llegado aquí.
—Posiblemente podría reconstruir tus pasos —bromeó Jace—. Recto por el corredor de las hadas, a la izquierda en el poblado arrasado, derecha en la llanura de los condenados, un giro de ciento ochenta grados en la pila del demonio muerto…
—Ya sabes a qué me refiero. No sé cómo he llegado aquí. Mi vida era corriente. Yo era corriente…
—Tú nunca has sido corriente —replicó Jace en voz muy baja. Clary se preguntó si alguna vez dejarían de sorprenderla esos súbitos saltos del humor a la seriedad y vuelta atrás.
—Quería serlo. Quería tener una vida normal. —Se miró a sí misma, las botas polvorientas y el manchado traje de combate, las armas que destellaban en el cinturón—. Ir a la escuela de arte.
—¿Casarte con Simon? ¿Tener seis hijos? —En la voz de Jace había algo cortante. El túnel daba un brusco giro hacia la derecha, y el muchacho desapareció tras él. Clary aceleró el paso para alcanzarlo…
Y lanzó un grito ahogado. Habían salido del túnel a una enorme caverna, ocupada casi hasta la mitad por un lago subterráneo. La caverna se perdía entre las sombras. Era hermosa, la primera cosa hermosa que había visto desde que entraron en el reino de los demonios. El techo de la caverna era de piedra caliza, formado por años de goteo del agua, y relucía con el intenso brillo azul del moho luminiscente. El agua del lago era también azul, y reinaba una media luz profunda y brillante, con pilares de cuarzo que se alzaban aquí y allí como barras de cristal.
El camino daba a una estrecha playa de arena muy fina, casi tan suave como la ceniza, que llevaba al agua. Jace bajó por la playa, se acuclilló ante el agua y metió las manos. Clary se acercó por detrás, con las botas alzando nubes de arena, y se arrodilló mientras Jace se echaba agua por la cara y el cuello y se lavaba las manchas del negro icor.
—Ten cuidado… —Clary le cogió el brazo—. El agua puede ser venenosa.
Él negó con la cabeza.
—No, no lo es. Mira bajo la superficie.
El lago era claro, cristalino. El fondo era de piedra lisa, y por todas partes había runas grabadas que emitían un tenue fulgor. Eran runas que hablaban de pureza, sanación y protección.
—Lo siento —dijo Jace, y Clary despertó de su ensoñación. Jace tenía el pelo húmedo, pegado a los afilados ángulos de los pómulos y las sienes—. No debería haber dicho aquello de Simon.
Clary metió las manos en el agua. Pequeñas ondas se extendieron por el movimiento de los dedos.
—Tienes que saber que no habría deseado una vida diferente —le aseguró ella—. Esta vida me trajo a ti. —Hizo cuenco con las manos y se llevó el agua a la boca. Estaba fría y buena, y revivió su decaída energía.
Jace esbozó una de sus auténticas sonrisas, no solo un gesto seco de la boca.
—Espero que no solo a mí.
Clary buscó las palabras.
—Esta vida es real —explicó—. La otra era una mentira. Un sueño. Pero es que…
—No has dibujado —la interrumpió él— desde que comenzaste a entrenarte. No en serio.
—Tienes razón —admitió ella en voz baja.
—A veces me pregunto… —continuó Jace—. A mi padre…, me refiero a Valentine, le encantaba la música. Me enseñó a tocar. Bach, Chopin, Ravel. Y recuerdo una vez que le pregunté por qué todos los compositores eran mundanos. No había ningún cazador de sombras que hubiera compuesto música. Y él me contestó que, en el alma, los mundanos tienen una chispa creativa, pero que en la nuestra hay una chispa de guerreros, y que ambas chispas no pueden existir en el mismo lugar, igual que una llama no puede dividirse a sí misma.
—Así que crees que la cazadora de sombras que soy… ¿está eliminando a la artista que hay en mí? —preguntó Clary—. Pero mi madre pintaba… quiero decir, pinta. —Se tragó el dolor de haber pensado en Jocelyn en tiempo pasado, aunque fuera solo un instante.
—Valentine dijo que eso era lo que el Cielo había otorgado a los mundanos: la capacidad para el arte y el don de la creación —explicó Jace—. Eso era lo que hacía que valiera la pena protegerlos —añadió—. Pero si la gente tiene una chispa en su interior, entonces las tuyas brillan con más fuerza aún. Puedes luchar y dibujar. Y lo harás.
Impulsivamente, Clary se inclinó para besarlo. Jace tenía los labios fríos. Sabía como el agua dulce y como Jace, y ella habría prolongado el beso, pero una aguda descarga, como de electricidad estática, pasó del uno al otro. Ella se echó atrás; le quemaban los labios.
—Au. —Lanzó un gritito de dolor. Jace parecía abatido. Ella le acarició el húmedo cabello—. Antes, en la puerta, vi que te salían chispas de la mano. El fuego celestial…
—Aquí no lo controlo, no como lo hacía en casa —explicó Jace—. Hay algo diferente en este mundo. Es como si estuviera empujando el fuego más cerca de la superficie. —Se miró las manos, en las que el brillo iba apagándose—. Creo que debemos tener cuidado, los dos. Este lugar nos va a afectar más de lo que afecta a los otros. Una mayor concentración de sangre de ángel.
—Pues tendremos cuidado. Lo puedes controlar. Recuerda los ejercicios que hacías con Jordan…
—Jordan está muerto. —La voz de Jace sonó tensa mientras se levantaba y se sacudía la arena de la ropa. Le tendió la mano para ayudarla a ponerse en pie—. Vamos —dijo—. Volvamos con Alec antes de que decida que Isabelle y Simon se están enrollando en las cuevas y comience a ponerse de los nervios.
—Sabes que todos piensan que nos hemos apartado para enrollarnos —dijo Simon—. Seguramente se están poniendo de los nervios.
—¡Ja! —exclamó Isabelle—. Como si fuéramos a enrollarnos en una cueva rodeada de hordas de demonios. Esta es la realidad, Simon, no tu imaginación enfermiza.
—Te hago saber que hubo un tiempo en mi vida en que la idea de llegar a enrollarme con alguien parecía mucho más probable que la de estar rodeado de hordas de demonios —repuso él, y encontró el paso alrededor de una pila de rocas caídas. Todo ese lugar le recordaba un viaje a la cuevas Luray, en Virginia, que había hecho con su madre y Rebecca cuando iba al instituto. Con su vista de vampiro, captaba el brillo de la mica en las rocas. No necesitaba la luz mágica de Isabelle para hallar el camino, pero suponía que ella sí, por lo que no dijo nada al respecto.
Isabelle masculló algo. Simon no estaba muy seguro de qué, pero tuvo la sensación de que no era un cumplido.
—Izzy —dijo—. ¿Hay alguna razón por la que estés tan enfadada conmigo?
Ella respondió con un rápido suspiro que sonó como «túnotendríasqueestaraquí». Ni siquiera con su sentido del oído amplificado Simon pudo entenderlo.
—¿Qué?
Ella se dio la vuelta para mirarlo.
—¡Tú no tendrías que estar aquí! —gritó, y su voz resonó en las paredes del túnel—. Cuando te dejamos en Nueva York fue para que estuvieras a salvo…
—No quiero estar a salvo —replicó él—. Quiero estar contigo.
—Quieres estar con Clary.
Simon se quedó parado. Estaban uno frente al otro en el túnel, ambos inmóviles, Isabelle con los puños apretados.
—¿Es de eso de lo que va esto? ¿Clary?
Isabelle no dijo nada.
—No quiero a Clary de ese modo —repuso él—. Fue mi primer amor, mi primer cuelgue. Pero lo que siento por ti es totalmente diferente… —Le tendió la mano y ella comenzó a negar con la cabeza—. Escúchame, Isabelle, si me pides que elija entre tú y mi mejor amiga, entonces, sí, no pienso escogerte. Porque nadie que me quiera me obligaría a hacer una elección tan estúpida; sería como si yo te pidiera escoger entre Alec o yo. ¿Me molesta ver a Jace y a Clary juntos? No, en absoluto. A su modo, increíblemente extraño, están hechos el uno para el otro. Son lo que tiene que ser. Yo no soy lo mismo con Clary, no así. Yo soy para ti.
—¿Lo dices en serio? —Isabelle tenía las mejillas subidas de color.
Él asintió.
—Ven aquí —le dijo ella, y Simon dejó que tirara de él hasta que estuvo pegado a ella, y la rigidez de la pared del túnel a su espalda obligó a Isabelle a curvar el cuerpo contra el suyo. Simon notó que ella le metía la mano por debajo de la camiseta, que le pasaba los dedos por las vértebras. Su respiración le agitaba el pelo, y él también sintió que su cuerpo se despertaba, solo por estar tan cerca de ella.
—Isabelle, te…
Ella le dio una palmada en el brazo, pero no fue una palmada de enfado.
—Ahora no.
Simon le hundió el rostro en el cuello, en el dulce olor de su piel y su sangre.
—Entonces ¿cuándo?
Súbitamente, ella se echó hacia atrás, y lo dejó con la desagradable sensación de haberse arrancado una tirita sin ninguna ceremonia.
—¿Has oído eso?
Simon estaba a punto de negar con la cabeza cuando sí lo oyó: sonaba como un roce y un grito, y procedía de la parte del túnel que aún no habían explorado. Isabelle salió corriendo, su luz mágica rebotaba descontroladamente en la pared, y Simon, maldiciendo que los cazadores de sombras fueran por encima de todo cazadores de sombras, la siguió.
El túnel solo se curvaba una vez más antes de acabar ante los restos de una destrozada verja de metal. Al otro lado de lo que quedaba de la verja, una meseta de piedra descendía hacia una inhóspita tierra. La meseta era áspera, salpicada de rocas y montones de piedras desgastadas. Donde se encontraba con la arena de más abajo, volvía a iniciarse el desierto, moteado aquí y allí de árboles negros y retorcidos. Parte de las nubes se habían borrado del cielo, e Isabelle, al mirar hacia arriba, lanzó un pequeño grito ahogado.
—Mira la luna —dijo.
Simon miró y se quedó atónito. No era una luna sino varias. Como si la propia luna se hubiera partido en tres trozos. Flotaban en el cielo con sus formas irregulares, como dientes de tiburón salpicando el firmamento. Cada una emitía un brillo apagado, y bajo la luz de la luna rota, la visión de vampiro de Simon captó los movimientos acechantes de unas criaturas. Algunas se parecían a la cosa voladora que había atrapado a Jace; otras tenían una aspecto claramente más de insecto. Todas eran terroríficas. Simon tragó saliva.
—¿Qué estás viendo? —le preguntó Isabelle, sabiendo que incluso una runa de vista aguda no le permitiría ver lo que Simon veía, sobre todo allí, donde las runas se borraban tan deprisa.
—Hay demonios ahí fuera. Un montón. La mayoría volando.
—Así que pueden salir durante el día —concluyó Isabelle en un tono muy sombrío—, pero son más activos por la noche.
—Sí. —Simon forzó la vista—. Hay más. Hay una meseta de piedra que se extiende hasta casi el horizonte, y luego se corta de golpe, y hay algo detrás, algo que reluce.
—¿Quizá un lago?
—Quizá —contestó Simon—. Casi parece…
—¿Qué parece?
—Parece una ciudad —contestó él, reticente—. Como una ciudad de demonios.
—Oh. —Simon se dio cuenta de que Isabelle captaba lo que aquello implicaba y la vio palidecer durante un momento. Luego, como se trataba de Izzy, se irguió y asintió. Se volvió y dio la espalda a las ruinas destrozadas de un mundo—. Será mejor que volvamos a decírselo a los otros.
Estrellas talladas de granito colgaban del techo en cadenas de plata. Jocelyn yacía en la tarima de piedra que le servía de cama, contemplándolas.
Ya había gritado hasta quedarse sin voz. Había arañado la puerta, que era gruesa, hecha de roble con bisagras y cierres de acero, hasta que le sangraron las manos. Había rebuscado una estela entre sus cosas y había golpeado la pared con el puño con tanta fuerza que tenía morados hasta en el antebrazo.
Nada había ocurrido. Aunque tampoco esperaba que ocurriera algo. Si Sebastian se parecía a su padre, y ella creía que se parecía mucho, entonces sería de lo más meticuloso.
Meticuloso y creativo. Había encontrado los trozos de su estela amontonados en uno de los rincones. Seguía llevando la misma ropa que en la falsa cena de Meliorn, pero le habían quitado los zapatos. Le habían cortado el cabello por encima de los hombros, y tenía las puntas quebradas, como si lo hubieran hecho con una cuchilla sin afilar.
Crueldades pequeñas y rebuscadas que demostraban un carácter terrible y paciente. Como Valentine, Sebastian podía esperar para conseguir lo que quería, pero haría que la espera fuera dolorosa.
La puerta rechinó y se abrió. Jocelyn se puso en pie de un salto, pero Sebastian ya estaba dentro, y la puerta se cerró a su espalda con un clic. Le sonrió de medio lado.
—¿Por fin te has despertado, madre?
—Ya hace rato —contestó ella. Colocó un pie cuidadosamente detrás del otro, para estar bien equilibrada.
Él soltó un bufido.
—No te molestes —dijo—. No tengo intención de atacarte.
Ella no dijo nada, solo lo observó mientras se le acercaba. La luz que entraba por la estrecha ventana era lo suficientemente intensa como para reflejarse en el pálido cabello de Sebastian, para iluminar los ángulos de su rostro. Jocelyn veía poco de ella en su hijo. Era todo Valentine. El rostro de Valentine, sus ojos negros, los gestos de un bailarín o de un asesino. Solo su silueta, alta y esbelta, era de ella.
—Tú hombre lobo está a salvo —dijo él—. Por ahora.
Jocelyn decidió no prestar atención al brinco de su corazón.
«No muestres ninguna emoción en el rostro».
La emoción era una debilidad. Esa había sido la lección de Valentine.
—Y Clary —continuó él—. Clary también está a salvo. Si es que eso te importa, claro. —La rodeó caminando en un círculo lento y pensativo—. Nunca he estado muy seguro. Después de todo, una madre con tan poco corazón como para abandonar a uno de sus hijos…
—Tú no eras mi hijo —soltó ella, y luego cerró la boca de golpe.
«No le sigas el juego —pensó—. No muestres ninguna debilidad. No le des lo que quiere».
—Y sin embargo, has guardado la caja —afirmó él—. Ya sabes a qué caja me refiero. La dejé en la cocina de la casa de Amatis para ti. Un pequeño regalo, algo para que me recordaras. ¿Cómo te sentiste al encontrarla? —Sonrió, y en su sonrisa no había nada de Valentine. Valentine había sido humano, había sido un monstruo humano. Sebastian era otra cosa—. Sé que la sacabas todos los años y llorabas —continuó—. ¿Por qué lo hacías?
Ella no contestó, y él llevó la mano hacia atrás por encima del hombro para tocar la empuñadura de la espada Morgenstern, que llevaba a la espalda.
—Te sugiero que me contestes —la amenazó—. No tendría ningún reparo en cortarte los dedos, uno a uno, y emplearlos como flecos de una alfombrilla.
Jocelyn tragó saliva.
—Lloraba sobre la caja porque me habían robado a mi hijo.
—Un hijo al que nunca quisiste.
—Eso no es cierto —replicó ella—. Antes de que nacieras, te amaba, amaba la idea de tenerte. Te amé cuando noté los latidos de tu corazón dentro de mí. Luego naciste y eras…
—¿Un monstruo?
—Tu alma estaba muerta —dijo ella—. Lo vi en tus ojos al mirarte. —Se cruzó de brazos para reprimir el impuso de estremecerse—. ¿Por qué estoy aquí?
A Sebastian le brillaron los ojos.
—Dímelo tú, madre, ya que me conoces tan bien.
—Meliorn nos drogó —repuso ella—. Supongo, por sus acciones, que los seres mágicos son tus aliados. Y que lo son hace bastante tiempo. Que creen que ganarás la guerra contra los cazadores de sombras y que quieren estar del lado del vencedor; además, ellos se han sentido molestos con los cazadores de sombras desde hace más tiempo y con más intensidad que los otros subterráneos. Te han ayudado a atacar los Institutos, han nutrido tus huestes mientras reclutabas a nuevos cazadores de sombras con la Copa Infernal. Al final, cuando seas lo suficientemente poderoso, los traicionarás y los destruirás, porque los desprecias profundamente. —Hizo una larga pausa mientras lo miraba a los ojos—. ¿Me equivoco?
Vio su pulso latirle en el cuello mientras él soltaba el aire contenido, y supo que no se equivocaba.
—¿Cuándo has supuesto todo eso? —preguntó Sebastian apretando los dientes.
—No lo he supuesto. Lo sé. Conocía a tu padre, y tú eres igual que él, si no en tu naturaleza, sí en tu carácter.
Él la miraba fijamente con ojos infinitos y negros.
—Si no hubieras creído que estaba muerto, si hubieses sabido que vivía, ¿me habrías buscado? ¿Me habrías tenido contigo?
—Sí —contestó ella—. Habría intentado criarte, enseñarte lo correcto, cambiarte. Me culpo por lo que eres. Siempre lo he hecho.
—¿Me habrías criado? —Sebastian parpadeó, casi como si tuviera sueño—. ¿Me habrías criado, odiándome como me odiabas?
Ella asintió.
—Entonces ¿crees que yo habría sido diferente? ¿Más como ella?
Jocelyn tardó un momento en darse cuenta.
—Clary —dijo—. Te refieres a Clary.
El nombre de su hija le dolía al pronunciarlo: la echaba muchísimo de menos, y al mismo tiempo estaba aterrorizada por ella. Sebastian la amaba, pensó. Si era capaz de amar a alguien, era a su hermana, y si había alguien que sabía lo letal que era ser amado por alguien como Sebastian, esa era Jocelyn.
—Ya nunca lo sabremos —respondió finalmente—. Valentine nos arrebató también eso.
—Deberías haberme querido —replicó él, y sonaba petulante—. Soy tu hijo. Deberías quererme ahora, sin importar cómo soy, tanto si soy como ella como si no…
—¿De verdad? —Jocelyn lo interrumpió a media frase—. ¿Tú me quieres a mí? ¿Solo porque soy tu madre?
—Tú no eres mi madre —contestó él, torciendo el gesto—. Ven. Mira esto. Déjame que te enseñe lo que mi auténtica madre me ha dado el poder de hacer.
Sacó una estela del cinturón. Ese gesto sorprendió a Jocelyn; a veces se olvidaba de que él era un cazador de sombras y podía emplear las herramientas de los cazadores de sombras. Con la estela, Sebastian dibujó algo en el muro de piedra de la celda. Runas, un dibujo que ella reconoció. Algo que todos los cazadores de sombras sabían hacer. La piedra comenzó a tornarse transparente, y Jocelyn se preparó mentalmente para ver lo que había más allá de los muros.
Pero lo que vio fue el despacho de la Cónsul en el Gard, en Alacante. Jia estaba sentada tras su enorme escritorio cubierto con pilas de dossiers. Parecía exhausta, con el cabello oscuro salpicado generosamente de mechones blancos. Tenía un dossier abierto ante sí. Jocelyn vio fotografías granulosas de una playa: arena, cielo azul grisáceo.
—Jia Penhallow —dijo Sebastian.
Jia alzó la cabeza bruscamente. Se puso en pie y el dossier se le cayó al suelo en un montón de papeles revueltos.
—¿Quién es? ¿Quién hay ahí?
—¿No me reconoces? —preguntó Sebastian, con voz burlona.
Jia miró desesperadamente ante ella. Era evidente que, viera lo que viese, la imagen no era clara.
—Sebastian —susurró—. Pero aún no han pasado dos días…
Jocelyn se puso ante él.
—Jia —dijo—. Jia, no escuches nada de lo que te diga. Es un mentiroso…
—Es demasiado pronto —continuó Jia, como si Jocelyn no hubiera intervenido, y esta se dio cuenta, horrorizada, de que Jia no podía verla ni oírla. Era como si no estuviera allí—. Puede que aún no tenga una respuesta, Sebastian.
—Oh, creo que la tienes —replicó Sebastian—. ¿No es cierto?
Jia irguió los hombros.
—Si insistes —respondió con voz glacial—. La Clave ha considerado tu petición. No te entregaremos ni a Jace Lightwood ni a Clarissa Fairchild…
—Clarissa Morgenstern —replicó Sebastian, y un músculo le tironeó en la mejilla—. Es mi hermana.
—La llamo por el nombre que ella prefiere, como hago contigo —repuso Jia—. No haremos ningún trato de nuestra sangre contigo. No porque creamos que valga más que la sangre de un subterráneo. No porque no queramos recuperar a los prisioneros, sino porque no podemos aceptar tus tácticas de extorsión.
—Como si yo buscara vuestra aceptación —bufó Sebastian—. ¿Entiendes lo que eso significa? Puedo enviarte la cabeza de Luke Garroway en una pica.
Jocelyn se sintió como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago.
—Podrías —admitió Jia—. Pero si dañas a cualquiera de los prisioneros, será una guerra a muerte. Y creemos que tienes tanto que temer de una guerra contra nosotros como nosotros de una guerra contra ti.
—Pues creéis mal —replicó Sebastian—. Y piénsalo, si lo miras bien, verás lo poco que importa si habéis decidido no entregarme a Jace y a Clary bien envueltos, como un regalo de Navidad prematuro.
—¿Qué quieres decir? —La voz de Jia fue más seca.
—Bueno, habría sido conveniente que hubierais decidido entregármelos —explicó Sebastian—. Menos líos para mí. Menos líos para vosotros. Pero ya es demasiado tarde, ¿sabes? Ya se han ido.
Agitó la estela, y la ventana que había abierto hacia Alacante se cerró sobre el atónito rostro de Jia. De nuevo, el muro era un fino lienzo de piedra en blanco.
—Bueno —dijo él, mientras se colgaba la estela de su cinturón de armas—. Esto ha sido divertido, ¿no crees?
Jocelyn tragó saliva. Tenía la garganta seca.
—Si Jace y Clary ya no están en Alacante, ¿dónde están? ¿Dónde están, Sebastian?
Él la miró fijamente un momento, y luego se echó a reír; una risa tan pura y fría como el agua helada. Y aún seguía riendo cuando se dirigió a la puerta, salió y dejó que se cerrara tras de sí.