14

EL SUEÑO DE LA RAZÓN

Clary se hallaba en un umbrío prado que descendía por una empinada colina. El cielo en lo alto era perfectamente azul, salpicado aquí y allí de nubes blancas. A sus pies, una calzada de piedra se extendía hasta la parte delantera de una gran mansión, construida en piedra de color dorado pálido.

Echó la cabeza hacia atrás para mirar a lo alto. La casa era muy bonita. Las piedras eran del color de la mantequilla bajo el sol de primavera, cubierta de emparrados de flores trepadoras de colores rojo, dorado y naranja. Balcones de hierro forjado se curvaban en la fachada, y había una gran puerta arqueada de doble hoja hecha en madera de color bronce cuya superficie había sido tallada con delicados dibujos de alas. «Alas para los Fairchild —le decía una suave voz, arrulladora, en su cabeza—. Es la mansión Fairchild. Ha permanecido en pie durante cien años y se mantendrá otros cien».

—¡Clary! —Su madre apareció en uno de los balcones, enfundada en un elegante vestido de color champán; llevaba suelto el cabello rojo y se la veía joven y bella. Tenía los brazos al descubierto, llenos de runas negras—. ¿Qué te parece? ¿No es fenomenal?

Clary siguió la mirada de su madre hacia donde el prado abandonaba la pendiente. Un arco de rosas se levantaba al final de un pasillo, y a ambos lados había filas de bancos de madera. Flores blancas salpicaban el pasillo: las flores blancas que solo crecían en Idris. El aire estaba cargado de su aroma a miel.

Clary volvió a mirar a su madre, que ya no estaba sola en el balcón. Luke se hallaba tras ella y le rodeaba la cintura con un brazo. Él iba con la camisa arremangada y pantalones de vestir, como si estuviera a medio prepararse para una fiesta. En sus brazos también había runas: runas de buena suerte, runas de percepción, de fuerza, de amor.

—¿Estás lista? —le preguntó él a Clary.

—¿Lista para qué? —inquirió ella, pero ellos no parecieron oírla. Sonriendo, ambos desaparecieron en el interior de la casa. Clary dio unos cuantos pasos por el camino.

—¡Clary!

Se volvió en redondo. Él iba hacia ella por la hierba; esbelto, con el cabello casi blanco que brillaba bajo el sol, vestido con el traje negro de ocasiones especiales con runas doradas en el cuello y los puños. Sonreía, con una mancha de tierra en la mejilla y la mano en alto para protegerse del brillo del sol.

Sebastian.

Era totalmente el mismo y completamente diferente. Era él. Sin embargo, toda su forma y rasgos parecían haber cambiado, sus huesos eran menos angulosos, la piel tostada en vez de pálida, y los ojos…

Los ojos le brillaban, tan verdes como la hierba de primavera.

«Siempre ha tenido los ojos verdes —decía la voz en su cabeza—. La gente a menudo se maravilla de lo mucho que os parecéis, él, tu madre y tú. Su nombre es Jonathan y es tu hermano. Siempre te ha protegido».

—Clary —repitió él—, no te lo vas a creer…

—¡Jonathan! —trinó una vocecita, y Clary volvió sus ojos inquisidores hasta ver a una niña que corría por la hierba. Tenía el pelo rojo, del mismo tono que Clary, y le volaba ondulante a la espalda como una bandera. Iba descalza y llevaba un vestido verde de encaje que estaba tan hecho jirones en los puños y el bajo que parecía una lechuga mal cortada. La niña tendría unos cuatro o cinco años, con la cara sucia y adorable, y al llegar junto a Jonathan se le colgó del brazo, y él se agachó para levantarla en el aire.

La niña chilló encantada mientras Jonathan la sostenía por encima de su cabeza.

—Au, au… Para, diablillo —protestó él cuando la niña le tiró del cabello—. Val, para ya, o te pondré cabeza abajo. Lo digo en serio.

—¿Val? —repitió Clary.

«Claro, su nombre es Valentina —dijo la voz susurrante en su cabeza—. Valentine Morgenstern fue un gran héroe de guerra; murió batallando contra Hodge Starkweather, pero no antes de salvar la Copa Mortal, y a la Clave con ello. Cuando Luke se casó con tu madre, honraron su memoria poniendo su nombre a su hija».

—¡Clary, dile que me suelte, dile que… auuuu! —chilló Val mientras Jonathan la ponía boca abajo y le daba vueltas en el aire. Val se deshizo en risas cuando él la dejó sobre la hierba, y luego volvió un par de ojos de un azul exacto al de Luke hacia Clary—. Tu vestido es muy bonito —afirmó.

—Gracias —respondió Clary, aún aturdida, y miró a Jonathan, que sonreía a su hermanita—. ¿Qué es esa mancha que tienes en la cara?

Jonathan se tocó la mejilla.

—Chocolate —contestó—. ¿A que no adivinas qué estaba haciendo Val cuando la he encontrado? Tenía ambos puños en el pastel de boda. Voy a tener que arreglarlo. —Miró de reojo a Clary—. De acuerdo, quizá no tendría que haberlo mencionado. Pareces a punto de desmayarte.

—Estoy bien —replicó Clary, que se tiraba nerviosamente de un rizo.

Jonathan alzó las manos como para mantenerla alejada.

—Mira, le voy a hacer un poco de cirugía. Nadie podrá decir que alguien se ha comido la mitad de las rosas. —Se quedó pensativo—. Podría comerme la otra mitad de las rosas, para igualarlo.

—¡Sí! —exclamó Val desde donde estaba en la hierba, a sus pies, ocupada en arrancar dientes de león y hacer volar sus semillas.

—También… —añadió Jonathan—. Odio sacar esto, pero quizá quieras ponerte zapatos antes de que empiece la boda.

Clary se miró. Tenía razón, iba descalza. Descalza y con un vestido dorado pálido. El bajo le rodeaba los tobillos como una nube coloreada por el ocaso.

—Esto… ¿Qué boda?

Los ojos verdes de su hermano se agrandaron como platos.

—Tu boda. Ya sabes, con Jace Herondale. Como así de alto, rubio y todas las chicas lo amaaaaan… —Se interrumpió—. ¿Te está entrando miedo? ¿Es eso lo que pasa? —Se le acercó con aire conspirador—. Porque si lo es, te pasaré a escondidas por la frontera con Francia. No le diré a nadie adónde has ido. Ni siquiera si me meten palitos de bambú bajo las uñas.

—Yo no… —Clary se lo quedó mirando—. ¿Palitos de bambú?

Él se encogió de hombros de un modo muy elocuente.

—Por mi única hermana, sin contar la criatura que tengo sentada a los pies —Val soltó un gañido—, lo haría. Incluso si eso significa que no veré a Isabelle Lightwood con un vestido sin tirantes.

—¿Isabelle? ¿Te gusta Isabelle? —Clary se sintió como si estuviera corriendo una maratón y le comenzara a faltar el aliento.

Él la miró de reojo.

—¿Es un problema? ¿Acaso es una criminal buscada o algo así? —Pareció pensárselo—. Lo cierto es que eso sería bastante sexy.

—De acuerdo, no me hace falta saber lo que tú consideras sexy —replicó Clary automáticamente—. Puaf.

Jonathan sonrió. Era una sonrisa despreocupada y feliz; la sonrisa de alguien que nunca ha tenido que preocuparse de nada más que de las chicas guapas y de si una de sus hermanitas se ha comido el pastel de bodas de la otra. En algún punto de su interior, Clary vio ojos negros y marcas de látigo, pero no supo por qué.

«Es tu hermano. Es tu hermano y siempre te ha cuidado».

—¡Vaya! —exclamó él—. Como si no hubiera tenido que aguantar años de «Ooh, Jace es tan mono. ¿Crees que le gusto?».

—Yo… —replicó Clary, y se interrumpió, porque se sentía un poco mareada—. No recuerdo que él me pidiera que nos casáramos.

Jonathan se arrodilló y le tiró a Val del pelo. Esta canturreaba para sí, recogiendo margaritas en un ramillete. Clary parpadeó; habría jurado que eran dientes de león.

—Oh, no sé si alguna vez lo ha hecho —dijo él desenfadadamente—. Todos sabíamos que ibais a acabar juntos. Eso era inevitable.

—Pero yo tendría que haber podido elegir —repuso ella, casi en un susurro—. Debería haber podido decir sí.

—Bueno, lo habrías dicho, ¿no? —insistió él mientras contemplaba las margaritas volar por la hierba—. Y hablando de eso, ¿crees que Isabelle saldría conmigo si se lo pidiera?

Clary se quedó sin aliento.

—Pero ¿qué hay de Simon?

Él la miró. El sol le brillaba en los ojos.

—¿Quién es Simon?

Clary notó que el suelo se hundía bajo sus pies. Extendió la mano, como para agarrarse a su hermano, y la mano lo atravesó. Era tan insustancial como el aire. El prado verde, la mansión dorada, el chico y la niña de la hierba se alejaron volando de ella, y Clary se tambaleó y cayó al suelo pesadamente. Se golpeó los codos y el dolor le recorrió los brazos.

Rodó hacia un lado, tosiendo. Estaba tumbada en un trozo de tierra oscura. Adoquines quebrados salían en punta de la tierra, y los restos quemados de unas casas se cernían sobre ella. El cielo era de color acero, y nubes negras lo atravesaban como venas de vampiro. Era un mundo muerto, un mundo que había perdido todo el color y toda la vida. Clary se hizo un ovillo en el suelo, y frente a ella no vio los restos de una ciudad destruida, sino los ojos de un hermano y una hermana que nunca tendría.

Simon miraba por la ventana y absorbía el panorama de la ciudad de Manhattan.

Era un panorama impresionante. Desde el ático de la Carolina se podía ver todo Central Park, hasta el museo Metropolitan, hasta los rascacielos del centro. Caía la noche y las luces de la ciudad comenzaban a brillar una a una, un parterre de flores eléctricas.

«Flores eléctricas». Miró alrededor y frunció el ceño, pensativo. Era una curiosa expresión; quizá debería anotarla. Últimamente no parecía tener nunca el tiempo de trabajar en las letras de las canciones; el tiempo lo consumían otras cosas: la promoción, las giras, firmas… A veces resultaba difícil recordar que su principal trabajo era hacer música.

Sin embargo, era un buen problema. El cielo oscurecido convirtió la ventana en un espejo. Simon sonrió a su reflejo sobre el vidrio. Cabello alborotado, vaqueros, una camiseta vintage. Veía la habitación a su espalda, acres de suelos de madera pulida, brillante acero y muebles de cuero, y un único cuadro, elegante y con marco dorado, en la pared. Un Chagall, el favorito de Clary; rosas, azules y verdes, incongruentes con la modernidad del apartamento.

Había un jarrón con hortensias en la isla de la cocina, un regalo de su madre para felicitarlo por haber hecho un bolo con Stepong Razor la semana anterior. «Te quiero —decía la nota—. Estoy orgullosa de ti».

Parpadeó mirándolas. Hortensias. Qué raro. Si tenía alguna flor favorita, eran las rosas, y su madre lo sabía. Se apartó de la ventana y observó el jarrón con más detenimiento. Eran rosas. Sacudió la cabeza para aclarársela. Rosas blancas. Siempre lo habían sido. Bien.

Oyó el tintineo de unas llaves y la puerta se abrió. Entró una chica menuda con una melena roja y una sonrisa brillante.

—Oh, Dios mío —exclamó Clary, medio riendo y medio jadeante. Cerró la puerta a su espalda y se apoyó en ella—. El vestíbulo es un zoo. La prensa, los fotógrafos… Esta noche va ser una locura salir.

Cruzó la sala y dejó de paso las llaves sobre la mesa. Llevaba un vestido largo de seda amarilla con coloridas mariposas, y un clip con forma también de mariposa en el cabello. Se la veía tierna, abierta, cariñosa, y al acercarse a él le abrió los brazos, y él fue a besarla.

Como hacía todos los días al llegar a casa.

Olía a Clary, perfume y tiza, y los dedos manchados de color. Ella le hundió los dedos en el cabello mientras se besaban, tirando de él hacia abajo, y riendo contra su boca cuando casi le hizo perder el equilibrio.

—Tendrás que empezar a ponerte tacones, Fray —dijo él, con los labios pegados a la mejilla de la chica.

—Odio los tacones. Tendrás que aguantarte o comprarme una escalera portátil —replicó ella mientras lo soltaba—. A no ser que me quieras dejar por una groupie bien alta.

—Nunca —contestó, y le acomodó un rizo tras la oreja—. ¿Acaso una groupie sabría cuál es mi comida favorita? ¿Recordaría cuándo tenía una cama que era como un coche de carreras? ¿Sabría cómo ganarme sin piedad al scrabble? ¿Aguantaría a Matt, a Kirk y a Eric?

—Una groupie aguantaría mejor a Matt, a Kirk y a Eric.

—Sé buena —dijo él, y le sonrió—. No te vas a librar de mí.

—Sobreviviré —repuso la chica; se sacó las gafas y las dejó sobre la mesa. Los ojos que volvió hacia él eran oscuros y grandes. Esta vez el beso fue más apasionado. Él la abrazó y la apretó contra su pecho mientras ella susurraba—: Te amo; siempre te he amado.

—Yo también te amo —dijo él—. Dios, te amo, Isabelle.

Notó que ella se tensaba en sus brazos, y luego en el mundo que lo rodeaba comenzaron a salir líneas negras como vidrio quebrado. Oyó un gemido muy agudo y se tambaleó hacia atrás; tropezó, cayó y no tocó el suelo, sino que fue dando vueltas eternamente en la oscuridad.

—No mires, no mires…

Isabelle rio.

—No estoy mirando.

Tenía unas manos sobre los ojos: las manos de Simon, delgadas y flexibles. La rodeaba con los brazos y avanzaban juntos, arrastrando los pies, riendo. La había cogido en cuanto ella cruzó la puerta, abrazándola mientras Isabelle dejaba caer las bolsas de las compras de las manos.

—Tengo una sorpresa para ti —dijo Simon sonriendo—. Cierra los ojos. Nada de mirar. No, de verdad. No estoy bromeando.

—Odio las sorpresas —protestó Isabelle—. Ya lo sabes.

Por debajo de las manos de Simon podía ver el borde de la alfombra. La había elegido ella misma, era de un rosa brillante, gruesa y mullida. Su apartamento era pequeño y acogedor, una mezcla de Isabelle y Simon: guitarras y katanas, pósters antiguos y colchas rosa chillón. Cuando se fueron a vivir juntos, Simon había llevado su gato, Yossarian; Isabelle protestó, pero secretamente le gustaba: echaba de menos a Iglesia desde que había dejado el Instituto.

La alfombra rosa desapareció, y los tacones de Isabelle repiquetearon sobre el suelo de la cocina.

—Muy bien —dijo Simon, y apartó las manos—: ¡Sorpresa!

—¡Sorpresa! —La cocina estaba llena de gente: sus padres, Jace, Alec y Max; Clary, Jordan y Maia; Kirk, Matt y Eric. Magnus le guiñó el ojo sujetando una bengala, que agitaba de un lado al otro mientras saltaban chispas que aterrizaron en las encimeras de piedra y en la camiseta de Jace, lo que le hizo soltar un gritito. Clary sujetaba un cartel pintado con torpeza: FELIZ CUMPLEAÑOS, ISABELLE. Lo alzó y lo agitó.

Isabelle se volvió hacia Simon con una mirada acusadora.

—¡Lo has organizado tú!

—Claro que sí —repuso él, y la abrazó. La besó en la oreja, murmurándole muy bajito—: Deberías tenerlo todo, Izzy. —Luego la soltó. Su familia se les acercó.

Hubo un torbellino de abrazos, regalos y pastel, preparado por Eric, que curiosamente tenía un don para la creación repostera, y decorado por Magnus, con un glaseado luminoso que sabía mejor de lo que parecía. Robert rodeaba a Maryse con los brazos, y esta se apoyaba en él, orgullosa y satisfecha, mientras que Magnus le alborotaba el cabello a Alec con una mano e intentaba convencer a Max de que se pusiera un gorrito de fiesta. Max, con toda la seriedad de un niño de nueve años, no se dejaba convencer. Hizo un gesto a Magnus para que lo dejara tranquilo.

—Izzy —dijo—. El cartel lo he hecho yo. ¿Has visto el cartel?

Izzy echó una mirada al cartel hecho a mano, que ya estaba regado de glaseado sobre la mesa. Clary le guiñó un ojo.

—Es increíble, Max; muchas gracias.

—Iba a poner cuántos años cumplías —explicó este—, pero Jace me dijo que después de los veinte ya eres viejo, así que realmente no importa.

Jace detuvo el tenedor a medio camino de la boca.

—¿Yo he dicho eso?

—¡Vaya manera de hacernos sentir ancianos! —bromeó Simon, y se echó el cabello hacia atrás para sonreír a Isabelle. Ella notó una punzada de dolor en el pecho; lo amaba tanto, por haber hecho esto por ella, por pensar siempre en ella. No podía recordar un tiempo en que no lo hubiera amado, o no hubiera confiado en él, y él tampoco le había dado nunca motivo para no hacerlo.

Isabelle bajó del taburete en el que había estado sentada y se arrodilló frente a su hermanito. Podría ver el reflejo de ambos en el acero del frigorífico: su propio cabello oscuro, cortado hasta los hombros (recordaba vagamente que años antes le llegaba hasta la cintura) y los rizos castaños y las gafas de Max.

—¿Sabes cuántos años tengo? —le preguntó.

—Veintidós —contestó Max en un tono de voz que indicaba que no estaba seguro de por qué ella le hacía una pregunta tan estúpida.

«Veintidós», pensó ella. Siempre había sido siete años mayor que Max; Max, la sorpresa; Max, el hermanito que no se había esperado.

Max, que debería tener ya quince años.

Tragó saliva y de repente sintió frío en todo el cuerpo. Todo el mundo seguía charlando y riendo alrededor, pero las risas le sonaban distantes y huecas, como si llegaran de muy lejos. Podía ver a Simon, apoyado en la encimera, con los brazos cruzados sobre el pecho, sus oscuros ojos mirándola inescrutables.

—¿Y cuántos años tienes tú? —preguntó Isabelle.

—Nueve —contestó Max—. Siempre tendré nueve.

Isabelle miró alrededor. La cocina se estaba desvaneciendo. Podía ver a través de ella como si mirara una tela pintada: todo se había vuelto transparente, tan cambiante como el agua.

—Mi bebé —susurró—. Mi Max, mi hermanito, por favor, quédate.

—Siempre tendré nueve —repitió él, y le tocó el rostro. Los dedos pasaron a través de ella, como si estuviera hecha de humo—. ¿Isabelle? —la llamó él en una voz que se iba apagando, y desapareció.

Isabelle notó que le fallaban las piernas. Cayó al suelo. Ya no había risas alrededor, ni una bonita cocina alicatada, solo polvo de ceniza gris y rocas ennegrecidas. Alzó las manos para contener las lágrimas.

La Sala de los Acuerdos estaba decorada con banderas azules, todas grabadas con el blasón dorado de la llama de la familia Lightwood. Se habían colocado cuatro mesas largas unas frente a otras. En el centro había un atril elevado para el orador, decorado con espadas y flores.

Alec se hallaba sentado a la mesa más larga, en la silla más alta. A su izquierda estaba Magnus, a su derecha se alineaba su familia: Isabelle y Max, Robert y Maryse, y Jace. Y junto a Jace, Clary. También había primos Lightwood, algunos de los cuales no había visto desde que era un niño; todos resplandecían de orgullo, pero ningún rostro resplandecía tanto como el de su padre.

—Mi hijo —no paraba de repetir a cualquiera que lo escuchase. En ese momento había atrapado a la Cónsul, que pasaba junto a su mesa con una copa de vino en la mano—. Mi hijo ha ganado la guerra; ese de ahí es mi hijo. La sangre Lightwood se ve en él. En nuestra familia siempre hemos sido guerreros.

La Cónsul rio.

—Reserva eso para el discurso, Robert —replicó, y le guiñó el ojo a Alec por encima del borde de la copa.

—Oh, Dios, el discurso —exclamó Alec, horrorizado, y escondió el rostro entre las manos.

Magnus le frotó la espalda suavemente con los nudillos, como si estuviera acariciando a un gato. Jace los miró y alzó las cejas.

—Como si no hubiéramos estado ya en una sala llena de gente diciéndonos lo maravillosos que somos —comentó, y cuando Alec lo miró de reojo, le sonrió—. Ah, entonces, solo me lo decían a mí.

—Deja a mi novio en paz —bromeó Magnus—. Conozco hechizos que te pondrían las orejas del revés.

Jace se tocó las orejas preocupado mientras Robert se ponía en pie con un chirrido de la silla y daba unos golpecitos con el tenedor en su copa. El tintineo resonó en toda la sala, y los cazadores de sombras fueron callando y miraron hacia la mesa de los Lightwood, expectantes.

—Nos hemos reunido hoy aquí —comenzó Robert, abriendo los brazos para abarcar la sala entera— para honrar a mi hijo, Alexander Gideon Lightwood, que ha destruido él solo las fuerzas de los Oscurecidos y ha derrotado al hijo de Valentine Morgenstern. Alec ha salvado la vida de nuestro tercer hijo, Max. Junto con su parabatai, Jace Herondale, me siento orgulloso de decir que mi hijo es uno de los mejores guerreros que he conocido. —Se volvió y sonrió a Alec y a Magnus—. Hace falta más que un brazo fuerte para ser un gran guerrero —continuó—. Hace falta una gran mente y un gran corazón. Mi hijo tiene las dos cosas. Es fuerte en valor y fuerte en amor. Y por eso también quiero compartir nuestra otra buena noticia con vosotros. Desde ayer, mi hijo está prometido en matrimonio a su compañero, Magnus Bane…

Se levantó un coro de vítores. Magnus los aceptó con un modesto movimiento del tenedor. Alec se hundió en el asiento, con las mejillas ardiéndole. Jace lo miró meditabundo.

—Felicidades —dijo—. Me siento como si hubiera desperdiciado una oportunidad.

—¿Q… qué? —tartamudeó Alec.

Jace se encogió de hombros.

—Siempre he sabido que estabas colgado de mí, y yo también lo estaba de ti, más o menos. He pensado que debías saberlo.

—¿Qué? —repitió Alec.

Clary se irguió en el asiento.

—Bueno —dijo—, ¿crees que habría alguna posibilidad de que vosotros dos pudierais…? —Hizo un gesto señalando a Jace y a Alec—. Sería como muy guay.

—No —replicó Magnus—. Soy un brujo muy celoso.

—Somos parabatai —repuso Alec, que había recuperado la voz—. La Clave haría… quiero decir… es ilegal.

—Oh, vamos —soltó Jace—. La Clave te dejaría hacer todo lo que quisieras. Mira, todos te adoran. —Hizo un gesto abarcando la sala llena de cazadores de sombras. Todos vitoreaban mientras Robert hablaba y algunos se secaban las lágrimas. Una chica en una de las mesas pequeñas sostenía una pancarta que decía: TE QUEREMOS, ALEC LIGHTWOOD.

—Creo que deberíais casaros en invierno —dijo Isabelle, mirando con añoranza el centro de mesa floral—. Nada demasiado ostentoso. Quinientas o seiscientas personas.

—Isabelle —la riñó Alec.

Ella se encogió de hombros.

—Tienes muchos admiradores.

—Oh, por el amor de Dios —exclamó Magnus, y chasqueó los dedos ante el rostro de Alec. Tenía el cabello peinado en puntas, y los ojos verde dorado le brillaban de enfado—. ESTO NO ESTÁ SUCEDIENDO.

—¿El qué? —Alec se lo quedó mirando.

—Es una alucinación —explicó Magnus—, causada por la entrada en los reinos de los demonios. Seguramente un demonio que ronda cerca de la entrada del mundo y se alimenta de los sueños de los que pasan. Los deseos tienen mucho poder —añadió, mientras examinaba su reflejo en la cuchara—. Sobre todo los deseos más profundos de nuestro corazón.

Alec pasó la mirada por la sala.

—¿Este es el deseo más profundo de mi corazón?

—Claro —afirmó Magnus—. Tu padre, orgulloso de ti. Tú, el héroe del momento. Yo, amándote. Todos adorándote.

Alec miró hacia Jace.

—Vale, pero ¿y lo de Jace?

Magnus se encogió de hombros.

—No lo sé. Esa parte es rara.

—Así que tengo que despertarme. —Alec apoyó las palmas de las manos sobre la mesa; el anillo Lightwood le brilló en el dedo. Todo parecía real, lo sentía como real, pero no podía recordar de qué estaba hablando su padre. No recordaba haber vencido a Sebastian, o haber ganado una guerra. No recordaba haber salvado a Max.

—Max —susurró.

Los ojos de Magnus se ensombrecieron.

—Lo siento —dijo—. Los deseos de nuestro corazón son armas que se pueden emplear contra nosotros. Lucha, Alec. —Le acarició el rostro—. Esto es lo que quieres, este sueño. Los demonios no comprenden bien el corazón humano. Lo ven como a través de un vidrio distorsionado y te muestran lo que deseas, pero retorcido y errado. Emplea ese error para escapar del sueño. La vida es pérdida, Alexander, pero es mejor que esto.

—Dios —exclamó Alec, y cerró los ojos. Sintió que el mundo se resquebrajaba a su alrededor, como si estuviera rompiendo una cáscara para salir. Las voces se desvanecieron, junto con la sensación de estar sentado en una silla, el olor a comida, el clamor del aplauso y, finalmente, la caricia de la mano de Magnus en su rostro.

Chocó con las rodillas contra el suelo. Ahogó un grito y abrió los ojos de golpe. Estaba en medio de un paisaje gris. El hedor a basura le alcanzó la nariz, e instintivamente se echó hacia atrás cuando algo se alzó ante él: una masa de humo a medio formar, un racimo de brillantes ojos amarillos colgando en la oscuridad lo miraron rabiosos mientras él agarraba su arco a toda prisa y lo tensaba.

La cosa rugió, y avanzó hacia él como una ola al romper. Alec soltó la flecha. Esta cortó el aire y se hundió profundamente en el demonio. Resonó un agudo grito, el demonio palpitó alrededor de la flecha hundida en su interior, hilillos de humo ondearon hacia fuera, arañando el cielo…

Y el demonio desapareció. Alec se puso en pie rápidamente, colocó otra flecha en el arco y fue dando la vuelta para observar el paisaje. Parecía como las fotos que había visto de la superficie de la luna, agujereada y cenicienta, y por encima un cielo abrasador, gris, amarillo y sin nubes. El sol colgaba bajo y naranja, un ascua muerta. No había ni rastro de los otros.

Luchando contra el pánico, subió corriendo la pendiente de la colina más cercana y bajó por el otro lado. El alivio lo recorrió como una ola. Había una depresión entre dos lomas de ceniza y roca, y agachada en ella estaba Isabelle, que trataba de ponerse en pie. Alec bajó a trompicones por la colina y la abrazó con un solo brazo.

—Iz —dijo.

Ella hizo un ruido sospechosamente parecido a un quejido y se apartó de él.

—Estoy bien —dijo. Tenía marcas de lágrimas en las mejillas, y Alec se preguntó qué habría visto ella. «Los deseos de nuestro corazón son armas que se pueden emplear contra nosotros».

—¿Max? —preguntó él.

Ella asintió, con los ojos brillantes de lágrimas contenidas y furia. Claro que Isabelle estaba furiosa: odiaba llorar.

—Yo también —dijo él, y se volvió al oír ruido de pasos, al mismo tiempo que medio protegía a Isabelle.

Era Clary, y junto a ella, Simon. Ambos parecían hallarse en estado de shock. Isabelle salió de detrás de Alec.

—¿Vosotros…?

—Bien —respondió Simon—. Hemos… visto cosas. Cosas raras. —No podía mirar a Isabelle a los ojos, y Alec se preguntó qué se habría imaginado. ¿Cuáles eran los sueños y los deseos de Simon? Alec nunca se había parado a pensar en eso.

—Ha sido un demonio —explicó Alec—. De los que se alimentan de los sueños y los deseos. Lo he matado. —Desvió la mirada de ellos a Isabelle—. ¿Dónde está Jace?

Clary palideció bajo la suciedad que le cubría el rostro.

—Pensábamos que estaría con vosotros.

Alec negó con la cabeza.

—Está bien —les aseguró—. Yo lo sabría si no…

Pero Clary ya se había dado la vuelta y estaba medio corriendo por donde había llegado; pasado un instante, Alec la siguió, y los demás también. Clary corrió cuesta arriba, y luego otra cuesta más. Alec se dio cuenta de que se dirigía al terreno más elevado posible, donde la vista sería mejor. La oyó toser. También sentía sus propios pulmones como si estuvieran cubiertos de ceniza.

«Muerto —pensó—. Todo en este mundo está muerto y calcinado hasta convertirse en polvo. ¿Qué pasaría aquí?».

En lo alto de la colina había un túmulo de piedras, un círculo de rocas lisas, como un pozo seco. Sentado en el borde del túmulo se encontraba Jace, mirando al suelo.

—¡Jace! —Clary patinó sobre el suelo hasta parar frente a él, se dejó caer de rodillas y lo cogió por los hombros. Él la miró sin expresión—. Jace —repitió ella ansiosamente—. Jace, despierta. No es real. Es un demonio. Nos está haciendo ver lo que queremos. Alec lo ha matado. ¿Vale? No es real.

—Lo sé. —Alzó la mirada y Alec sintió como si lo hubieran golpeado. Jace parecía no tener ni gota de sangre en las venas, aunque era evidente que no estaba herido.

—¿Qué has visto? —preguntó Alec—. ¿A Max?

Jace negó con la cabeza.

—No he visto nada.

—No pasa nada, vieras lo que vieses. No pasa nada —le aseguró Clary. Se inclinó y le acarició el rostro. A Alec le recordó la caricia de Magnus en el sueño. Magnus diciendo que lo amaba. Magnus, que quizá ya no estuviera vivo—. Yo he visto a Sebastian —explicó Clary—. Yo estaba en Idris. La mansión de los Fairchild aún estaba en pie. Mi madre estaba con Luke. Yo… me iba a casar. —Tragó saliva—. También tenía una hermanita. Le habían puesto el nombre por Valentine. Porque Valentine era un héroe. Sebastian estaba allí, pero estaba bien, era normal. Me quería como un hermano de verdad.

—Menudo lío —masculló Simon. Se acercó a Isabelle y se quedaron hombro con hombro. Jace extendió la mano y le pasó un dedo a Clary por uno de los rizos; lo dejó que se enroscara alrededor de su mano. Alec recordó la primera vez que se había dado cuenta de que Jace estaba enamorado de ella: había estado observando a su parabatai, lo había visto seguir con los ojos todos los movimientos de Clary. Recordó haber pensado: «Ella es todo lo que ve».

—Todos tenemos sueños —continuó Clary—. No significan nada. ¿Recordáis lo que he dicho antes? Seguiremos juntos.

Jace la besó en la frente y se puso en pie ofreciéndole la mano. Al cabo de un instante, Clary se la cogió y se puso de pie junto a él.

—Yo no he visto nada —repitió suavemente—. ¿De acuerdo?

—No me gusta tener que mencionarlo —intervino Isabelle—, pero ¿alguien ha visto el camino de vuelta?

Alec pensó en su carrera por las colinas desérticas, buscando a los otros, escrutando el horizonte con la mirada. Vio palidecer a sus compañeros mientras miraban alrededor.

—Creo —dijo él finalmente— que no hay camino de vuelta. No desde aquí, no por el túnel. Creo que se cerró detrás de nosotros.

—Así que este es un viaje solo de ida —repuso Clary, con un leve temblor en la voz.

—No necesariamente —remarcó Simon—. Tenemos que encontrar a Sebastian; eso ya lo sabíamos. Y cuando lo encontremos, Jace puede intentar hacer esa cosa con el fuego celestial, lo que sea… Sin ofender…

—No me ofendes —replicó Jace, y alzó los ojos hacia el cielo.

—Y cuando hayamos liberado a los prisioneros —apuntó Alec—, Magnus puede ayudarnos a volver. O podemos averiguar cómo va y viene Sebastian. Este no puede ser el único camino.

—Eso es optimismo —soltó Isabelle—. ¿Y si no podemos rescatar a los prisioneros o matar a Sebastian?

—Entonces será él quien nos matará —contestó Jace—. Y ya no importará que no sepamos cómo regresar.

Clary irguió los pequeños hombros.

—Entonces, será mejor que vayamos a buscarlo, ¿no?

Jace sacó la estela del bolsillo y se quitó el brazalete de Sebastian de la muñeca. Cerró los dedos alrededor y empleó la estela para dibujarse una runa de localización en el dorso de la mano. Pasó un momento, y luego otro. Una expresión de intensa concentración cruzó el rostro de Jace como una nube. Alzó la cabeza.

—No está muy lejos —informó—. Un día, quizá dos, de camino. —Se puso el brazalete en la muñeca. Alec lo miró fijamente, y luego a Jace. «Si no puedo convencer al Cielo, moveré a los Infiernos».

—Lo llevo puesto para evitar que se pierda —explicó Jace, y cuando Alec no dijo nada, Jace se encogió de hombros y comenzó a bajar la colina—. Tenemos que irnos —dijo volviendo la cabeza para mirarlos—. Nos queda un largo camino.