13

SEMBRADO DE BUENAS INTENCIONES

Jace se movía por la habitación como un gato. Los otros lo observaban. Simon con una ceja alzada.

—¿No hay ninguna otra forma de llegar? —preguntó Jace—. ¿No podemos usar un Portal?

—No somos demonios. El Portal solo nos transporta en una dimensión —contestó Alec.

—Ya lo sé, pero si Clary experimentara con las runas el Portal…

—No pienso hacerlo —lo interrumpió Clary, y colocó una mano protectora sobre el bolsillo donde llevaba la estela—. No os voy a poner a todos en peligro. Usé un Portal para transportarnos a Luke y a mí a Idris sin saber cómo era y casi conseguí que nos matáramos. No pienso arriesgarme.

Jace seguía yendo de un lado a otro. Era lo que hacía cuando pensaba; Clary lo sabía, pero igualmente lo miraba preocupada. Él abría y cerraba las manos mientras murmuraba para sí. Finalmente, se detuvo.

—Clary —dijo—. Puedes abrir un Portal hasta la corte seelie, ¿verdad?

—Sí —contestó ella—. Eso sí puedo hacerlo; he estado allí y la recuerdo. Pero ¿estaríamos a salvo? No nos han invitado, y a los seres mágicos no les gustan las incursiones en su territorio…

—Nada de plural —repuso Jace—. Ninguno de vosotros va a venir, voy a hacerlo solo.

Alec se puso en pie.

—Lo sabía, joder si lo sabía, y definitivamente no. Ni en broma.

Jace alzó una ceja mirándolo. Parecía tranquilo, pero Clary le veía la tensión en la postura de los hombros y en la forma en que se balanceaba ligeramente sobre los pies.

—¿Y desde cuándo dices tú «joder»?

—Desde que la situación lo requiere, joder. —Alec cruzó los brazos sobre el pecho—. Y pensaba que íbamos a discutir si se lo decíamos o no a la Clave.

—No podemos hacerlo —repuso Jace—. No si vamos a meternos en los reinos de los demonios desde la corte seelie. La Clave no puede ir y meter a la mitad de su gente en la corte; sería como un acto de guerra hacia los seres mágicos.

—¿Mientras que si somos solo los cinco podemos convencerlos con nuestros encantos de que nos dejen pasar? —Isabelle alzó irónicamente una ceja.

—Hemos parlamentado con la reina antes —les recordó Jace—. Fuiste a ver a la reina cuando… cuando Sebastian me tenía.

—Y ella nos engañó para que cogiéramos esos anillos walkie-talkie y poder oír todo lo que decíamos —replicó Simon—. No confiaría en ella más de lo que confiaría en un elefante de mediano tamaño.

—No he dicho nada de confiar en ella. La reina hará lo que le interese en el momento. Por tanto, tenemos que lograr que le interese dejarnos acceder al camino a Edom.

—Seguimos siendo cazadores de sombras —dijo Alec—, aún representamos a la Clave. Hagamos lo que hagamos en el territorio de las hadas, la Clave tendrá que responder de ello.

—Entonces tendremos que emplear mucho tacto e inteligencia —insistió Jace—. Mira, me encantaría conseguir que fuera la Clave la que se ocupara de la reina y su corte por nosotros, pero no tenemos tiempo. Luke, Jocelyn, Magnus y Raphael no tienen tiempo. Sebastian se está animando; está acelerando sus planes, su sed de sangre. Tú no sabes cómo es cuando se pone así, pero yo sí. —Respiró hondo. Tenía los pómulos brillantes de sudor—. Por eso debo hacerlo solo. El hermano Zachariah me dijo que yo soy el fuego celestial. No es como si pudiéramos conseguir otra Gloriosa. No podemos invocar a otro ángel; esa carta ya la hemos jugado.

—Muy bien —repuso Clary—, pero aunque tú seas la única fuente de fuego celestial, eso no significa que tengas que ir solo.

—Tiene razón —la secundó Alec—. Sabemos que el fuego celestial puede herir a Sebastian. Pero no sabes si es lo único que puede hacerle daño.

—Y sin duda no significa que seas el único que puede matar a todos los Oscurecidos que Sebastian tiene alrededor —remarcó Clary—. O que puedas pasar por la corte seelie a salvo tú solo, y después de eso, por algún reino demoníaco olvidado donde tienes que encontrar a Sebastian…

—No podemos localizarlo porque no estamos en la misma dimensión —repuso Jace. Alzó la muñeca donde brillaba el brazalete plateado de Sebastian—. Cuando esté en su mundo, podré localizarlo. Lo he hecho antes…

—Podremos localizarlo —remarcó Clary—. Jace, esto es más que simplemente encontrarlo; esto es enorme, más grande que nada de lo que hemos hecho. No es solo matar a Sebastian; también están los prisioneros. Es una misión de rescate. Es poner su vida en la cuerda floja además de las nuestras. —Se le quebró la voz.

Jace detuvo su paseo y miró a sus amigos uno tras otro, casi implorándoles.

—Es que no quiero que os pase nada.

—Sí, bueno, y nosotros no queremos que te pase nada a ti —dijo Simon—. Pero piénsalo bien, ¿qué ocurrirá si tú vas y nosotros nos quedamos? Sebastian quiere a Clary, incluso más de lo que te quiere a ti, y puede encontrarla aquí, en Alacante. Nada le impide volver excepto la promesa de que esperará dos días, y ¿cuánto valen sus promesas? Podría venir a por cualquiera de nosotros en cualquier momento; lo ha demostrado con los representantes de los subterráneos. Aquí somos un blanco fácil. Mejor que vayamos a donde él no nos espera o no nos está buscando.

—No me voy a quedar aquí parado mientras Magnus corre peligro —declaró Alec, con una voz sorprendentemente fría y adulta—. Ve sin mí y violarás todos nuestros juramentos de parabatai, me ofenderás como cazador de sombras y no respetarás el hecho de que esta también es mi guerra.

Jace lo miró asombrado.

—Alec, nunca violaría nuestros juramentos. Eres uno de los mejores cazadores de sombras que conozco…

—Y por eso iremos contigo —lo interrumpió Isabelle—. Nos necesitas. Nos necesitas a Alec y a mí para cubrirte la espalda, como siempre hemos hecho. Necesitas el poder de Clary con las runas y la fuerza de vampiro de Simon. Esta guerra no es solo tuya. Si nos respetas como cazadores de sombras y como amigos, entonces iremos contigo. Es así de sencillo.

—Lo sé —repuso Jace en voz baja—. Sé que os necesito. —Miró a Clary.

Esta oyó de nuevo la voz de Isabelle diciendo «necesitas el poder de Clary con las runas» y recordó la primera vez que había visto a Jace, flanqueado por Alec e Isabelle, y había pensado que parecía peligroso.

Nunca se le había ocurrido pensar que ella era como él, y que también era peligrosa.

—Gracias —dijo Jace y se aclaró la garganta—. De acuerdo. Poneos el traje de combate y coged mochilas. Suministros para viajar por tierra: agua, la comida que podáis, estelas de repuesto, mantas… Y tú —añadió dirigiéndose a Simon— quizá no necesites comida, pero si tienes sangre embotellada, cógela. Puede que no haya nada que puedas… comer, allí adonde vamos.

—Siempre estaréis vosotros cuatro —bromeó Simon con una sonrisa, y Clary sabía que era porque Jace lo había incluido en el grupo sin vacilar ni un momento. Por fin, Jace había aceptado que a donde ellos fueran, Simon iba también, cazador de sombras o no.

—Muy bien —dijo Alec—. Nos reunimos aquí en diez minutos. Clary, prepárate para crear el Portal. Y, Jace…

—¿Sí?

—Será mejor que tengas un plan para cuando lleguemos a la corte seelie, porque vamos a necesitarlo.

El torbellino en el interior del Portal fue casi un alivio. Clary fue la última en atravesar la brillante puerta, después de los otros cuatro, y permitió que la fría oscuridad la arrastrara como el agua, dejándola sin aliento y haciendo que lo olvidara todo excepto el estruendo y la caída.

Acabó demasiado rápido. El Portal la soltó y la dejó caer torpemente, con la mochila retorcida bajo ella, sobre el suelo de tierra prensada de un túnel. Clary respiró hondo y se cogió a una larga raíz colgante para ponerse en pie. Alec, Isabelle, Jace y Simon también estaban levantándose y sacudiéndose la ropa. Se dio cuenta de que no habían caído sobre tierra, sino sobre una alfombra de musgo. El musgo se extendía por las lisas paredes del túnel, pero brillaba con una luz fosforescente. Pequeñas flores radiantes, como margaritas eléctricas, crecían entre el musgo y salpicaban el verde de blanco; Clary se preguntó qué estaría creciendo exactamente en la superficie. Varios túneles más pequeños partían del principal, algunos demasiado estrechos para permitir el paso a un humano.

Isabelle se sacó un trocito de musgo del pelo y frunció el ceño.

—¿Dónde estamos exactamente?

—Mi intención era llegar justo al otro lado de la sala del trono —explicó Clary—. Hemos estado aquí. Pero siempre parece diferente.

Jace ya había comenzado a recorrer el túnel principal. Incluso sin la runa de silencio, sobre el musgo blando era tan sigiloso como un gato. Los otros lo siguieron, Clary con una mano sobre la empuñadura de la espada. Le sorprendía un poco lo rápido que se había acostumbrado a llevar un arma colgada al costado, y pensó que si fuera a coger a Heosphoros y no la encontrara, le entraría el pánico.

—Por aquí —indicó Jace en voz baja, mientras les hacía un gesto de silencio. Estaban junto a un arco; una cortina los separaba de la sala que había más allá. La última vez que Clary había estado allí, la cortina estaba hecha de mariposas vivas, y su intento de escapar había producido un continuo susurro.

Ese día era de espinos, como los espinos que rodeaban el castillo de la Bella Durmiente, espinos entretejidos para formar una oscilante cortina. Clary solo captaba breves atisbos de la sala al otro lado; un brillo de blanco y plata, pero todos oían risas y voces procedentes de los corredores que los rodeaban.

Las runas de glamour no funcionaban con los seres mágicos; no había manera de ocultarse. Jace estaba alerta, con todo el cuerpo tenso. Con mucho cuidado, alzó una daga y apartó la cortina de espino tan sigilosamente como pudo. Todos se echaron hacia adelante, mirando embobados.

La sala al otro lado era un paisaje invernal de hadas, de los que Clary había visto pocas veces, excepto en sus visitas a la granja de Luke. Los muros eran cortinas de blanco cristal, y la reina se hallaba reclinada sobre su diván, que era de cristal blanco a juego, con venas de plata atravesando la roca. El suelo estaba cubierto de nieve, y largos témpanos de hielo colgaban del techo, cada uno rodeado de cuerda de espinos dorada y plateada. Había ramos de rosas blancas amontonados por el suelo, esparcidos a los pies del diván de la reina, trenzados como una corona en su rojo cabello. Su vestido también era blanco y plata, y se le transparentaba en varias partes del cuerpo, aunque no de forma descarada. Hielo, rosas y la reina. El efecto era cegador.

Con el rostro alzado, la reina hablaba con un caballero hada en armadura completa. La armadura era marrón oscuro, del color de un tronco de árbol, y el caballero tenía un ojo negro y el otro azul claro, casi blanco. Por un momento, Clary pensó que llevaba una cabeza de ciervo bajo el brazo, pero al fijarse bien, se dio cuenta de que era un yelmo decorado con astas.

—¿Y cómo va la Cacería Salvaje, Gwyn? —le estaba preguntando la reina—. ¿Los Recolectores de los Muertos? Supongo que hubo mucho que recoger en la Ciudadela Infracta la otra noche. He oído decir que los aullidos de los nefilim al morir cortaban el cielo.

Clary notó que los cazadores de sombras se tensaban. Recordó estar junto a Jace en un bote en Venecia y contemplar el paso de la Cacería Salvaje en lo alto; un torbellino de aullidos y gritos de guerra, caballos con brillantes cascos de color escarlata, trapaleando sobre el firmamento.

—Eso he oído, mi señora —contestó Gwyn en una voz tan ronca que era casi ininteligible. Sonaba como el roce de una espada contra una áspera corteza de árbol—. La Cacería Salvaje aparece cuando los cuervos de la batalla gritan pidiendo sangre. Reunimos a nuestros jinetes de entre los muertos. Pero no estuvimos en la Ciudadela Infracta. Los juegos de guerra entre los nefilim y los Oscuros son demasiado intensos para nuestra sangre. Los seres mágicos se mezclan mal con los demonios y los ángeles.

—Me decepcionas, Gwyn —repuso la reina haciendo un mohín—. Este es un momento de poder para los seres mágicos: ganamos, nos alzamos, logramos el mundo. Debemos estar en el tablero de ajedrez del poder tanto como los nefilim. Había confiado en tu consejo.

—Perdóname, mi señora —se disculpó Gwyn—. El ajedrez es un juego demasiado delicado para nosotros. No puedo aconsejarte.

—Pero te he hecho un gran regalo. —La reina se enfurruñó—. El chico Blackthorn. Sangre de hada y de cazador de sombras juntas no es nada corriente. Él galopará contigo y los demonios te temerán. Un regalo mío y de Sebastian.

Sebastian. Lo dijo tranquilamente, con familiaridad. Había cierto cariño en su voz, si se podía hablar de cariño tratándose de la Reina de la Hadas. Clary oyó la respiración de Jace a su lado: seca y rápida; los otros también estaban tensos, el pánico y la comprensión se les turnaban en el rostro al ir asimilando las palabras de la reina.

Clary dejó que Heosphoros se le enfriara en la mano.

«Un camino a los reinos de los demonios accesible a través del reino de las hadas. La tierra abriéndose bajo los pies de Sebastian. Este alardeando de tener aliados».

La reina y Sebastian regalando un chico nefilim capturado. Juntos.

—Los demonios ya me temen, mi hermosa —replicó Gwyn, y sonrió.

«Mi hermosa». La sangre en las venas de Clary era un río de hielo cantándole en el corazón. Bajó la mirada, y vio a Simon cubrir la mano de Isabelle con la suya, un fugaz gesto de apoyo. Isabelle se había quedado blanca y parecía asqueada, igual que Alec y Jace. Simon tragó saliva; el anillo de oro que llevaba en el dedo destelló, y Clary oyó la voz de Sebastian en su cabeza.

«¿De verdad creías que la reina te iba a dejar poner las manos sobre algo que te permitiera comunicarte con tus amiguitos sin poder escuchar ella? Desde que te lo cogí, he hablado con ella y ella ha hablado conmigo; has sido una tonta confiando en ella, hermanita. A la reina seelie le gusta estar del lado del vencedor. Y ese lado será el nuestro, Clary. El nuestro».

—Me debes un favor, Gwyn, a cambio del chico —dijo la reina—. Sé que la Cacería Salvaje solo cumple sus propias leyes, pero requeriré tu presencia en la próxima batalla.

Gwyn frunció el ceño.

—No estoy seguro de que un muchacho valga una promesa tan importante. Como he dicho, la Cacería no desea involucrarse en los asuntos de los nefilim.

—No hace falta que luches —contestó la reina con voz de seda—. Solo te pediré tu ayuda con los cadáveres. Y habrá cadáveres. Los nefilim pagarán por sus crímenes, Gwyn. Todos deben pagar.

Antes de que Gwyn pudiera contestar, alguien más entró en la sala desde un oscuro túnel que se perdía en una curva tras el trono de la reina. Era Meliorn en su blanca armadura, el cabello negro trenzado a la espalda. En las botas se le había pegado lo que parecía alquitrán. Frunció el ceño al ver a Gwyn.

—Un Cazador nunca porta buenas noticias —dijo.

—Calma, Meliorn —repuso la reina—. Gwyn y yo solo estábamos charlando de un intercambio de favores.

Meliorn inclinó la cabeza.

—Traigo nuevas, mi señora, pero solo podré comunicarlas en privado.

La reina se volvió hacia Gwyn.

—¿Estamos de acuerdo?

Gwyn vaciló, luego asintió con sequedad, y después de lanzar una mirada de desprecio en dirección a Meliorn, desapareció por el oscuro túnel por el que había llegado el caballero hada.

La reina se recostó en el diván, sus pálidos dedos como mármol reposando sobre su vestido.

—Muy bien, Meliorn. ¿De qué deseas hablar? ¿Hay nuevas de los subterráneos prisioneros?

«Los subterráneos prisioneros».

Clary oyó a Alec inspirar con fuerza a su espalda, e inmediatamente, Meliorn volvió la cabeza. Clary lo vio entrecerrar los ojos.

—Si no me equivoco, mi señora —dijo mientras desenvainaba la espada—, tenemos visita…

Jace ya se estaba pasando la mano por el costado, y susurró: «Gabriel». El cuchillo serafín se iluminó. Isabelle se puso en pie de un salto y restalló el látigo hacia adelante cortando la cortina de espinos, que cayó al suelo con un fuerte repiqueteo.

Rápidamente, Jace saltó por encima de ellos y entró en la sala del trono, con Gabriel resplandeciendo en la mano. Clary desenfundó la espada.

Entraron en la sala y se colocaron formando un semicírculo a la espalda de Jace: Alec con el arco ya tenso, Isabelle con el látigo extendido y brillante, Clary con la espada en la mano y Simon… Simon no tenía mejor arma que sí mismo, pero se plantó allí y sonrió a Meliorn mostrándole los brillantes colmillos.

La reina se incorporó con un siseo que detuvo al instante; era la primera vez que Clary la había visto alterada.

—¿Cómo osáis entrar en la corte sin haber sido llamados? —exigió saber—. Es el mayor de los crímenes, una violación de la Ley del Convenio…

—¡¿Cómo te atreves a hablar de violar la Ley del Convenio?! —gritó Jace, y el cuchillo serafín ardió en su mano. Clary pensó que Jonathan Cazador de Sombras debía de haber sido así muchos siglos atrás, cuando hizo retroceder a los demonios y salvó de la destrucción a un mundo ignorante del peligro—. Tú, que has asesinado, mentido y hecho prisioneros a los subterráneos del Consejo. Te has aliado con fuerzas malignas y pagarás por ello.

—La reina de la corte seelie no paga —replicó ella.

—Todo el mundo paga —le aseguró Jace, y de repente ya estaba en el diván, sobre la reina, con la punta de la daga contra su cuello. Esta se encogió retrocediendo, pero Jace la tenía inmovilizada, con los pies apoyados firmemente en el diván—. ¿Cómo lo has hecho? —preguntó—. Meliorn juró que estabas con los nefilim. Las hadas no pueden mentir. Por eso el Consejo confió en ti…

—Meliorn es medio hada. Puede mentir —confesó la reina, y le lanzó una mirada divertida a Isabelle, que parecía anonadada. Solo la reina podía parecer divertirse con una daga al cuello, pensó Clary—. A veces, la respuesta más sencilla es la correcta, cazador de sombras.

—Por eso lo querías a él en el Consejo —exclamó Clary, y recordó el favor que la reina le había pedido hacía lo que parecía una eternidad—. Porque puede mentir.

—Una traición planeada con tiempo. —Jace respiraba pesadamente—. Debería cortarte el cuello en este mismo instante.

—No te atreverás —repuso la reina, sin moverse, la punta del cuchillo aún en el cuello—. Si tocas a la Reina de la Hadas, los seres mágicos se alzarán contra ti por toda la eternidad.

El rostro de Jace estaba inundado de una luz abrasadora.

—¿Acaso no lo estáis ahora? —preguntó furioso—. Te hemos oído. Hablas de Sebastian como de un aliado. La Ciudadela Infracta yace sobre líneas de fuerza telúrica. Las líneas telúricas son competencia de las hadas. Tú lo llevaste allí, tú le abriste el camino, tú le permitiste emboscarnos. ¿Y no estáis ya alzados contra nosotros?

Una fea expresión cruzó el rostro de Meliorn.

—Puede que nos hayas oído hablar, pequeño nefilim —dijo—. Pero si te matamos antes de que vuelvas a la Clave para contar tus cuentos, ninguno de los otros lo sabrá…

El caballero avanzó hacia él. Alec dejó volar una flecha, y esta se le clavó a Meliorn en la pierna. El caballero se desplomó hacia atrás con un grito.

Alec se acercó, ya con otra flecha en el arco. Meliorn estaba en el suelo, gimiendo; la nieve que lo rodeaba se iba tiñendo de rojo. Alec se puso sobre él, con el arco preparado.

—Dinos cómo liberar a Magnus… como liberar a los prisioneros —exigió—. Hazlo o te convierto en un alfiletero.

Meliorn escupió. Su armadura blanca parecía fundirse con la nieve que lo rodeaba.

—No te diré nada —respondió incorporándose—. Tortúrame, mátame, pero no traicionaré a mi reina.

—De todos modos, no importa lo que diga —intervino Isabelle—. Puede mentir, ¿recuerdas?

El rostro de Alec se oscureció.

—Cierto. Entonces, muere, mentiroso. —Y soltó la flecha.

Esta se le clavó a Meliorn en el pecho, y el caballero hada cayó hacia atrás. La fuerza de la flecha envió su cuerpo resbalando por la nieve. La cabeza se le estrelló contra la pared de la cueva con un húmedo crujido.

La reina gritó. El sonido se le clavó a Clary en los oídos y la hizo reaccionar. Oía a las hadas gritar, pies corriendo por los túneles.

—¡Simon! —gritó, y él se volvió hacia ella—. ¡Ven aquí!

Envainó de nuevo a Heosphoros, cogió la estela y corrió hacia la puerta principal, libre ya de su cortina de espinos. Simon fue tras ella.

—Levántame —le pidió jadeando, y sin decir nada, él la cogió por la cintura y la alzó; su fuerza de vampiro casi la lanzó hasta el techo.

Clary se agarró con fuerza al arco con la mano libre y miró hacia abajo. Simon la observaba, claramente confuso, pero la sujetaba con fuerza.

—Aguántame —dijo ella, y comenzó a dibujar. Era la runa opuesta a la que había dibujado en la barca de Valentine: era una runa para cerrar, para dejar fuera todas las cosas, para ocultarse con seguridad.

Las líneas negras salían de la punta de la estela mientras dibujaba.

—Date prisa. Están llegando —oyó decir a Simon justo cuando acababa.

El suelo bajo ellos se sacudió. Cayeron juntos, Clary sobre Simon, que no era un colchón cómodo, con todos sus ángulos, rodillas y codos. Rodaron hacia un lado mientras una pared de tierra comenzó a desplazarse para tapar el arco, como un telón de teatro. Había sombras corriendo hacia la puerta, sombras que comenzaban a adoptar la forma de seres mágicos a la carrera. Simon puso en pie a Clary justo cuando la abertura que daba al pasillo desaparecía con un retumbo final y dejaba a todas las hadas al otro lado.

—Por el Ángel —exclamó Isabelle, anonadada.

Clary se volvió, aún con la estela en la mano. Jace estaba en pie y apuntaba con la daga al corazón de la reina seelie, que estaba ante él. Alec se hallaba junto al cadáver de Meliorn. Miró a Clary con rostro inexpresivo y luego a su parabatai. Tras él se abría el pasaje por el que Meliorn había llegado y Gwyn se había marchado.

—¿Vas a cerrar el túnel trasero? —preguntó Simon a Clary.

Esta negó con la cabeza.

—Meliorn tiene brea en los zapatos —dijo—. «Y los torrentes de Edom se convertirán en brea», ¿recuerdas? Creo que venía de los reinos demoníacos. Creo que se va por ahí.

—Jace —dijo Alec—. Dile a la reina lo que queremos, y que si nos lo da, la dejaremos vivir.

La reina rio con un sonido agudo.

—Pequeño niño arquero —dijo luego—. Te he subestimado. Agudas son las flechas de un corazón roto.

El rostro de Alec se tensó.

—Nos has subestimado a todos. Tú y tu arrogancia. Los seres mágicos son un pueblo antiguo, un pueblo bueno. Tú no eres digna de regirlos. Bajo tu mando acabarán todos así —dijo señalando con la barbilla el cadáver de Meliorn.

—Tú eres el que lo ha matado —repuso la reina—, no yo.

—Todo el mundo paga —replicó Alec, y la miró con ojos azules y firmes.

—Deseamos el regreso, sanos y salvos, de los rehenes que Sebastian Morgenstern ha tomado —dijo Jace.

La reina extendió las manos en un ademán de impotencia.

—No están en este mundo, ni aquí en el de las hadas ni tampoco en ninguna tierra sobre la que yo tenga jurisdicción. No puedo hacer nada para ayudarte a rescatarlos, nada en absoluto.

—Muy bien —repuso Jace, y Clary tuvo la sensación de que esa era la respuesta que había esperado recibir—. Hay algo que sí puedes hacer, algo que nos puedes mostrar y que hará que te deje con vida.

La reina se quedó inmóvil.

—¿Y qué es, cazador de sombras?

—El camino al reino demoníaco de Edom —contestó Jace—. Queremos paso franco por él. Lo recorreremos para entrar, y lo recorreremos para volver a tu reino.

Clary se sorprendió al ver que la reina parecía relajarse. La tensión desapareció de su rostro y una leve sonrisa le torció la boca; una sonrisa que a Clary no le gustó nada.

—Muy bien. Os conduciré al camino hacia el reino demoníaco. —La reina se cogió el diáfano vestido y se lo alzó para bajar los escalones que rodeaban su diván. Iba descalza y sus pies eran tan blancos como la nieve. Comenzó a dirigirse hacia el oscuro pasaje que se abría detrás de su trono.

Alec se puso al lado de Jace, e Isabelle tras él; Clary y Simon formaron la retaguardia.

—La verdad es que odio tener que decir esto —comentó Simon en voz baja mientras salían de la sala del trono y se adentraban en las sombras del pasaje subterráneo—, pero me ha parecido demasiado fácil.

—No ha sido fácil —le susurró Clary.

—Lo sé, pero la reina… la reina es muy lista. De haber querido de verdad, podría haber encontrado la manera de no hacerlo. No tiene por qué dejarnos ir a los reinos demoníacos.

—Pero sí que quiere —repuso Clary—. Cree que allí moriremos.

Simon la miró de reojo.

—¿Y moriremos?

—No lo sé —contestó Clary, y avivó el paso para alcanzar a los otros.

El pasillo no resultó ser tan largo como Clary había pensado. La oscuridad hacía imposible medir la distancia, pero solo llevaban una media hora andando cuando salieron de las sombras a un espacio más grande e iluminado.

Habían estado caminando en silencio en medio de la oscuridad, con Clary perdida en sus pensamientos: recuerdos de la casa que había compartido con Sebastian y Jace; del estruendo de la Cacería Salvaje cruzando el cielo; de un papelito con las palabras: «Mi hermosa», escritas en él. Eso no había sido romántico, había sido respeto. La reina seelie, la hermosa. «A la reina seelie le gusta estar del lado del vencedor. Y ese lado será el nuestro, Clary. El nuestro», le había dicho Sebastian en una ocasión. Y aunque también había informado de eso a la Clave, se lo había tomado como parte de los alardes de Sebastian. Igual que el Consejo había creído que bastaba con que los seres mágicos afirmaran su lealtad; que la reina esperaría, al menos, a ver de qué lado soplaba el viento antes de romper cualquier alianza. Pensó en la sorpresa en la propia voz de Jace al decir: «Una traición largo tiempo planeada». Quizá nadie había considerado esa posibilidad porque habían sido incapaces de considerarla: que la reina estuviera tan segura de la victoria final de Sebastian que fuera capaz de esconderlo en el mundo de las hadas, donde no se lo podía rastrear; que lo ayudara en la batalla. Clary recordó la tierra abriéndose en la Ciudadela Infracta y tragándose voluntariamente a Sebastian y a los Oscurecidos. Después de todo, las cortes se hallaban bajo tierra. ¿Por qué si no se habían llevado a Mark Blackthorn los Oscurecidos que atacaron el Instituto de Los Ángeles? Todos habían supuesto que Sebastian temía la venganza de los seres mágicos, pero no era así. Estaba aliado con ellos. Se había llevado a Mark porque tenía sangre de hada, y debido a esa sangre, pensaban que Mark les pertenecía.

Nunca en toda su vida Clary había pensado tanto como en los últimos seis meses sobre la sangre y en lo que esta significaba. La sangre de los nefilim era dominante; ella era una cazadora de sombras. Sangre de ángel: eso la hacía ser lo que era; eso le concedía el poder de las runas. Eso hacía a Jace lo que era, lo hacía fuerte, rápido y brillante. La sangre Morgenstern: la suya y la de Sebastian, y ¿era por eso por lo que para él ella era importante? ¿Era la sangre de Sebastian, sangre Morgenstern mezclada con demonio, lo que lo convertía en un monstruo, o podrían haberlo cambiado, arreglado, mejorado, enseñado de otra manera, como los Lightwood habían enseñado a Jace?

—Hemos llegado —dijo la reina seelie, y había diversión en su voz—. ¿Puedes adivinar el camino correcto?

Se hallaban en una enorme cueva, el techo perdido entre las sombras. Los muros despedían un brillo fosforescente, y cuatro caminos partían de allí: uno a su espalda y otros tres. El del centro era limpio, ancho y liso, y comenzaba directamente ante ellos. El de la izquierda estaba cargado de hojas verdes y flores brillantes, y Clary creyó ver el destello del cielo azul en la distancia. Su corazón ansió ir por ese camino. Y el último, el más oscuro, era un estrecho túnel, con la entrada rodeada de metal punzante y espinos a los lados. Clary creyó ver oscuridad y estrellas al fondo.

Alec soltó una carcajada.

—Somos cazadores de sombras —dijo—. Conocemos las viejas historias. Estos son los Tres Caminos. —Al ver la expresión de confusión de Clary, precisó—: A las hadas no les gusta que se conozcan sus secretos, pero de vez en cuando, músicos humanos han podido disimular secretos de hadas en antiguas baladas. Hay una llamada Thomas el Rimador, sobre un hombre al que rapta la Reina de las Hadas…

—Eso no fue un rapto —protestó la reina—. Vino voluntariamente.

—Y ella se lo lleva a un lugar de donde partían tres caminos, y le explica que uno va al Cielo; el otro, al País de las Hadas, y el tercero, al Infierno. «¿Y ves tú ese estrecho sendero, cubierto de espesos espinos y zarzas? Es el camino de la virtud, mas por él pocos preguntan». —Alec señaló el estrecho túnel.

—Va hacia el mundo de los mundanos —dijo la reina con voz dulce—. Tu gente lo encuentra lo suficientemente celestial.

—Así fue como Sebastian llegó a la Ciudadela Infracta con más guerreros de los que la Clave pudo ver —repuso Jace, con desagrado—. Empleó este túnel. Debía de tener guerreros esperando aquí, en el País de las Hadas, donde no se los podía localizar. Subieron al exterior cuando los necesitó. —Lanzó una torva mirada a la reina—. Muchos nefilim han muerto por tu culpa.

—Mortales —replicó la reina—. Mueren.

Alec no le prestó atención.

—Ahí —dijo, y señaló el túnel recubierto de hojas—. Este se adentra más en el País de las Hadas. Y ese otro —señaló hacia adelante— es el camino al Infierno. Ese es el que tenemos que coger.

—Siempre he oído que está sembrado de buenas intenciones —comentó Simon.

—Pon los pies encima y lo descubrirás, diurno —replicó la reina.

Jace le retorció la punta de la daga en la espalda.

—¿Qué te impedirá informar a Sebastian de que vamos a por él en cuanto te dejemos aquí?

La reina no hizo ningún sonido de dolor; solo apretó los labios. En ese momento pareció vieja, a pesar de la juventud y la belleza de su rostro.

—Has hecho una buena pregunta. E incluso si me matas, hay en mi corte quien le hablará a él de vosotros, y él adivinará vuestras intenciones, porque es listo. No puedes evitar que lo sepa, a no ser que mates a todos los seres mágicos de mi corte.

Jace pensó un momento. Sujetaba el cuchillo serafín en la mano, la punta contra la espalda de la reina seelie. La luz del arma le iluminaba el rostro y tallaba su belleza en picos y valles, los marcados pómulos y el ángulo del mentón. Le rozaba la punta del cabello como si fuera fuego, como si portara una corona de espinas ardientes.

Clary lo observó, y los otros también lo hicieron, en silencio, confiando en él. Fuera cual fuese la decisión que tomara, ellos lo respaldarían.

—Vamos —le espetó la reina—. No tienes estómago para esta muerte. Siempre has sido el hijo bueno de Valentine. —Por un momento, la reina clavó la mirada en Clary, alegremente. «Tienes un corazón oscuro dentro de ti, hija de Valentine».

—Júralo —le ordenó Jace—. Sé lo que las promesas significan para tu gente. Sé que no podéis mentir. Jura que no le dirás a Sebastian nada sobre nosotros, ni permitirás que nadie de tu corte lo haga.

—Lo juro —dijo la reina—. Juro que nadie en mi corte, por palabra o acto, lo informará de que habéis venido aquí.

Jace se apartó de la reina y bajó el cuchillo.

—Sé que crees que nos estás enviando a la muerte —repuso—. Pero no moriremos con tanta facilidad. No perderemos esta guerra. Y cuando salgamos victoriosos, haremos que tu gente y tú sangréis por lo que habéis hecho.

La sonrisa se borró del rostro de la reina. Se alejaron de ella y tomaron el camino de Edom en silencio. Clary miró hacia atrás una vez, y solo vio la silueta de la reina, inmóvil, observándolos marchar con los ojos en llamas.

El túnel, que parecía haber sido excavado en la roca a fuego, se curvaba en la distancia. Mientras los cinco avanzaban en silencio total, los muros de piedra clara fueron oscureciéndose, y aquí y allí se veían borrones negros como el carbón, como si la propia roca hubiera ardido. El suelo liso comenzó a dar paso a uno más rocoso, y la gravilla crujía bajo los tacones de sus botas. La fosforescencia de las paredes comenzó a desvanecerse, y Alec tuvo que sacar la luz mágica del bolsillo y alzarla.

Cuando los rayos de luz salieron de entre sus dedos, Clary notó a Simon tensarse a su lado.

—¿Qué pasa? —le susurró.

—Algo se mueve. —Señaló con el dedo en dirección a las sombras que tenían por delante—. Por ahí.

Clary entrecerró los ojos, pero no vio nada; la vista de vampiro de Simon era mucho mejor que la de los cazadores de sombras. Tan silenciosamente como pudo, Clary desenfundó a Heosphoros y dio unos pasos hacia adelante bajo las sombras de los lados del túnel. Jace y Alec estaban conversando. Clary tocó a Izzy en el hombro.

—Hay alguien ahí delante —le susurró—. O algo.

Isabelle no contestó, pero se volvió hacia su hermano y le hizo un gesto, un complicado movimiento de los dedos. Los ojos de Alec mostraron que lo había entendido, y se volvió inmediatamente hacia Jace. Clary recordó la primera vez que los había visto a los tres en el club Pandemonium. Años de práctica los hacían fundirse en una unidad que pensaba al unísono, se movía al unísono, respiraba al unísono y luchaba al unísono. No pudo evitar pensar que, pasara lo que pasase, por mucho que se entregara a ser una cazadora de sombras, siempre estaría en los límites…

Alec bajó la mano de repente y cubrió la luz. Un destello y una chispa, e Isabelle ya no estaba junto a Clary. Esta se volvió en redondo, con Heosphoros en la mano, y oyó ruido de refriega: un golpe, y luego un apagado grito de dolor muy humano.

—¡Quietos! —gritó Simon, y la luz estalló alrededor.

Fue como si se disparara el flash de una cámara. Los ojos de Clary tardaron unos segundos en adaptarse a esa nueva luminosidad. Fue captando la escena lentamente: Jace sujetando su luz mágica, con el resplandor rodeándolo como la luz de un pequeño sol. Alec, con el arco en alto y preparado. Isabelle, con el mango del látigo en una mano y el extremo enrollado en los tobillos de un pequeño ser encogido contra el muro del túnel: un chico con el cabello rubio platino que se le curvaba sobre las orejas ligeramente puntiagudas…

—¡Oh, Dios mío! —susurró Clary. Envainó la espada y avanzó—. Isabelle… para. No pasa nada —dijo, y fue hacia el chico.

Este tenía la ropa rota y sucia, los pies descalzos y mugrientos. Llevaba también los brazos al aire, y en ellos había marcas de runas. Runas de cazadores de sombras.

—Por el Ángel. —El látigo de Izzy volvió a su mano. El arco de Alec bajó a su lado. El chico alzó la cabeza con el ceño fruncido.

—¿Eres un cazador de sombras? —le preguntó Jace con tono de incredulidad.

El chico lo miró aún más ceñudo. Había furia en su mirada, pero más que eso, dolor y miedo. No había duda de su identidad. Tenía los mismos rasgos que su hermana, la misma barbilla angulosa y el cabello como trigo blanqueado, rizado en las puntas. Tendría unos dieciséis años, recordó Clary aunque parecía más pequeño.

—Es Mark Blackthorn —dijo—. El hermano de Helen. Mírale la cara. Mírale la mano.

Por un momento, Mark pareció confuso. Clary se tocó su propio dedo anular, y los ojos del muchacho se iluminaron al comprender. Tendió su delgada mano derecha. En el cuarto dedo, el anillo de la familia Blackthorn, con su dibujo de espinos entrelazados, destelló.

—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó Jace—. ¿Cómo has sabido dónde encontrarnos?

—Estaba bajo tierra con los Cazadores —explicó Mark en voz baja—. He oído a Gwyn hablando con otro sobre cómo habéis aparecido en la cámara de la reina. Me he escapado de los Cazadores; no me estaban prestando ninguna atención. Os estaba buscando y he acabado aquí. —Indicó el túnel con un gesto—. Tenía que hablar con vosotros. Tenía que informarme sobre mi familia. —Su rostro estaba en la sombra, pero Clary notó que se le crispaba—. Las hadas me dijeron que todos estaban muertos. ¿Es cierto?

Se hizo un silencio incómodo, y Clary vio el pánico en la expresión de Mark mientras su mirada iba de los ojos tristes de Isabelle al rostro inexpresivo de Jace y a la tensa postura de Alec.

—Es cierto —dijo Mark entonces—, ¿verdad? Mi familia…

—A tu padre lo transformaron. Pero todos tus hermanos están vivos —le explicó Clary—. Están en Idris. Consiguieron escapar. Están bien.

Si esperaba que Mark pareciera aliviado, se llevó un chasco. Mark palideció.

—¿Qué? —exclamó.

—Julian, Helen y los otros están vivos. —Clary le puso la mano en el hombro; él se apartó encogiéndose—. Están vivos y preocupados por ti.

—Clary —dijo Jace en tono de advertencia.

Clary volvió la cabeza para mirarlo; sin duda decirle a Mark que sus hermanos estaban vivos era lo más importante en ese momento, ¿no?

—¿Has comido o bebido algo desde que te cogieron los seres mágicos? —le preguntó Jace mientras se acercaba para mirarlo a la cara. Mark se apartó, pero no antes de que Clary oyera a Jace inspirar profundamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Isabelle.

—Sus ojos —contestó Jace. Alzó la luz mágica e iluminó el rostro de Mark. Este volvió a fruncir el ceño, pero dejó que Jace lo examinara.

Tenía los ojos grandes y con largas pestañas, como los de Helen, pero a diferencia de los de ella, los suyos eran de colores diferentes. Uno era del azul de los Blackthorn, el color del agua. El otro era dorado atravesado por sombras, una versión más oscura de los de Jace.

Jace tragó audiblemente.

—La Cacería Salvaje —dijo—. Ahora eres uno de ellos.

Jace estaba observándole los ojos, como si Mark fuera un libro en el que pudiera leer.

—Extiende las manos —ordenó Jace con firmeza, y Mark le obedeció. Jace se las cogió y les dio la vuelta para verle las muñecas. Clary notó que se le hacía un nudo en la garganta. Mark iba vestido solo con una camiseta y tenía marcas de látigo ensangrentadas en los desnudos antebrazos. Clary pensó en cómo se había encogido cuando le había puesto la mano en el hombro. Dios sabría qué otras heridas tendría bajo la ropa—. ¿Cuándo ha ocurrido esto?

Mark apartó las manos. Le temblaban.

—Meliorn me lo hizo —contestó—. Cuando me cogió. Dijo que pararía si comía y bebía sus alimentos, así que lo hice. Si mi familia estaba muerta, pensé que no importaba. Y creía que las hadas no podían mentir.

—Meliorn puede mentir —dijo Alec torvamente—. O al menos, podía.

—¿Cuándo pasó todo esto? —preguntó Isabelle—. Las hadas te cogieron hace menos de una semana…

Mark negó con la cabeza.

—He estado con las hadas mucho tiempo —replicó—. No sé cuánto.

—El tiempo funciona diferente en el País de las Hadas —le explicó Alec—. A veces más rápido, a veces más despacio.

—Gwyn me dijo que pertenecía a la Cacería —les contó Mark—, y que no podría irme a menos que ellos me dejaran. ¿Es cierto?

—Es cierto —afirmó Jace.

Mark se dejó caer contra el muro de la caverna. Volvió la cabeza hacia Clary.

—Tú los has visto. Has visto a mis hermanos. ¿Y Emma?

—Todos están bien, todos; Emma también —contestó Clary.

Se preguntó si eso lo ayudaría. Mark había jurado quedarse con las hadas porque creía que su familia había muerto, y la promesa debía mantenerse, aunque se hubiera obtenido mediante una mentira. ¿Sería mejor creer que lo había perdido todo y comenzar de nuevo? ¿O era más fácil saber que la gente que amaba seguía viva, aunque no pudiera volver a verla?

Pensó en su madre, en alguna parte del mundo que estaba más allá del final de ese túnel. Mejor saber que estaban vivos, pensó. Mejor que su madre y Luke estuvieran vivos y bien, aunque ella no volviera a verlos, a que estuvieran muertos.

—Helen no puede cuidarlos. Sola no —dijo Mark un poco desesperado—. Y Jules es demasiado joven. No puede cuidar de Ty; no sabe lo que necesita. No sabe cómo hablarle… —Dejó escapar un tembloroso suspiro—. Deberíais dejarme ir con vosotros.

—Sabes que no puedes —contestó Jace, aunque lo dijo sin mirar a Mark a la cara; miraba al suelo—. Si has jurado lealtad a la Cacería Salvaje, eres uno de ellos.

—Llevadme con vosotros —repitió Mark. Tenía el aspecto anonadado y sorprendido de alguien a quien han herido mortalmente pero aún no se ha dado cuenta de la gravedad de la herida—. No quiero ser uno de ellos. Quiero estar con mi familia…

—Nosotros vamos al Infierno —dijo Clary—. No podríamos llevarte aunque pudieras salir del País de las Hadas…

—Y no puedes —intervino Alec—. Si intentas marcharte, morirás.

—Prefiero morir —afirmó Mark, y Jace alzó la cabeza de golpe. Sus ojos eran de un dorado brillante, casi demasiado brillante, como si el fuego de su interior se estuviera derramando en ellos.

—Te cogieron porque tienes sangre de hada, pero también porque tienes sangre de cazador de sombras —dijo Jace, mirándolo con intensidad—. Muéstrales de qué está hecho un cazador de sombras; enséñales que no tienes miedo. No puedes vivir así.

En la vacilante iluminación de la luz mágica, Mark miró a Jace. Las lágrimas le habían dejado marcas en la suciedad del rostro, pero ya tenía los ojos secos.

—No sé qué hacer —dijo—. ¿Qué hago?

—Busca un modo de avisar a los nefilim —contestó Jace—. Vamos al Infierno, como te ha dicho Clary. Quizá no volvamos. Alguien tiene que decirles a los cazadores de sombras que los seres mágicos no son sus aliados.

—Los Cazadores me atraparán si trato de enviar un mensaje. —Los ojos del chico destellaron—. Me matarán.

—No si eres rápido y listo —repuso Jace—. Puedes hacerlo, sé que puedes.

—Jace —dijo Alec, con el arco reposando al costado—. Jace, tenemos que dejarlo ir antes de que la Cacería lo eche en falta.

—Cierto —repuso Jace, y vaciló. Clary lo vio cogerle la mano a Mark y ponerle la luz mágica en la palma; esta parpadeó y luego volvió a brillar con firmeza—. Llévate esto, porque puede estar muy oscuro en la tierra bajo la colina, y los años pueden ser muy largos.

Mark se quedó parado un momento, con la piedra en la mano. Se lo veía tan pequeño en la danzante luz que el corazón de Clary latió con incredulidad: seguro que podían hacer algo para ayudarlo; eran nefilim, no abandonaban a los suyos. Pero entonces Mark se volvió y salió corriendo, alejándose de ellos, sobre silenciosos pies descalzos.

—Mark… —susurró Clary, pero el chico se había ido. Las sombras se lo habían tragado, y solo el destello de la piedra runa, como un fuego fatuo, era visible, hasta que este también se fundió con la negrura. Miró a Jace—. ¿Qué has querido decir con «la tierra bajo la colina»? —preguntó—. ¿Por qué le has dicho eso?

Jace no le contestó; parecía anonadado. Clary se preguntó si Mark, amargado, huérfano y solo, le habría recordado a sí mismo.

—La tierra bajo la colina es el País de las Hadas —explicó Alec—. Es un nombre muy, muy antiguo. No le pasará nada —le dijo a Jace—. Le irá bien.

—Le has dado tu luz mágica —comentó Isabelle—. Siempre has tenido esa luz mágica…

—¡Que le den a la luz mágica! —exclamó Jace con violencia, y golpeó el muro de la caverna con la mano. Hubo un breve destello de luz y él retiró el brazo. La marca de su mano era una quemadura negra en la roca del túnel, y la palma aún le refulgía, como si la sangre de sus dedos fuera fosforescente. Soltó una carcajada, rara y sarcástica—. De todas formas, no es que la necesite.

—Jace —comenzó Clary, y le puso la mano en el brazo. Él no se apartó, pero tampoco se acercó. Clary bajó la voz—. No puedes salvarlos a todos.

—Quizá no —replicó Jace mientras la luz de su mano se iba atenuando—. Pero estaría bien salvar a alguien para variar.

—Chicos —dijo Simon. Durante todo el encuentro con Mark había permanecido extrañamente callado, y Clary se sobresaltó al oírlo hablar—. No sé si podéis verlo, pero hay algo… algo al final del túnel.

—¿Una luz? —preguntó Jace, con la voz todavía cargada de sarcasmo. Le brillaban los ojos.

—Lo contrario. —Simon dio unos pasos adelante, y después de un instante de vacilación Clary quitó la mano del hombro de Jace y lo siguió. El túnel seguía recto y ellos avanzaron a un ligero trote. Al llegar a la curva vio lo que debía de haber visto Simon, y se detuvo de golpe.

Oscuridad. El túnel acababa en un torbellino de oscuridad. Algo se movía en su interior, dando forma a la oscuridad igual que el viento daba forma a las nubes. Y también lo oyó, el ronroneo y el rumor de la oscuridad, como el ruido de motores a reacción.

Los otros los alcanzaron. Juntos permanecieron en fila, observando la oscuridad. La vieron moverse. Una cortina de sombras, y más allá, lo desconocido.

Alec fue el primero en hablar mientras miraba boquiabierto las sombras en movimiento. El aire que había en el corredor era sofocante, como pimienta al ser lanzada al fuego.

—Esto —dijo— es la mayor locura que hemos hecho.

—¿Y si no podemos regresar jamás? —preguntó Isabelle. El rubí que le rodeaba el cuello palpitaba, brillante como un faro, y le iluminaba el rostro.

—Entonces, al menos estaremos juntos —respondió Clary, y miró a sus compañeros. Les cogió la mano a Jace y a Simon, y se las apretó con fuerza—. Cruzamos juntos, y en el otro lado seguimos juntos. ¿De acuerdo?

Nadie contestó, pero Isabelle le cogió la otra mano a Simon y Alec hizo lo mismo con Jace. Durante un instante se quedaron inmóviles, mirando. Clary notó que Jace le apretaba la mano, una presión casi imperceptible.

Avanzaron, y las sombras se los tragaron.

—Espejito, espejito —dijo la reina mientras colocaba la mano sobre el espejo—. Muéstrame a mi Estrella Matutina.

El espejo colgaba de la pared del dormitorio de la reina. Estaba rodeado de coronas de flores: rosas a las que nadie había cortado las espinas.

La niebla en el interior del espejo tomó forma, y apareció el rostro anguloso de Sebastian.

—Hermosa mía —dijo él. Su voz era tranquila, aunque tenía sangre en la cara y en la ropa. Empuñaba su espada, y las estrellas de la hoja estaban cubiertas de escarlata—. Estoy… algo ocupado en este momento.

—He pensado que te gustaría saber que tu hermana y tu hermano adoptivo acaban de marcharse de aquí —dijo la reina—. Han encontrado el camino a Edom. Van hacia ti.

El rostro de Sebastian mostró una mueca depredadora.

—¿Y no te han hecho prometer que no dirías que habían ido a tu corte?

—Lo han hecho —contestó la reina—. Pero no han dicho nada sobre decirte que se habían marchado.

Sebastian se echó a reír.

—Han matado a uno de mis caballeros —continuó la reina—. Han derramado sangre ante mi trono. Ahora están más allá de mi alcance. Ya sabes que mi gente no puede sobrevivir en las tierras envenenadas. Tendrás que vengarte por mí.

La luz cambió en los ojos de Sebastian. La Reina de las Hadas siempre había considerado lo que Sebastian sentía por su hermana, y también por Jace, como un misterio, pero, claro, el propio Sebastian era un misterio aún mayor. Antes de que acudiera a ella con su oferta, la reina nunca habría pensado en establecer una auténtica alianza con los cazadores de sombras. Su particular sentido del honor los hacía poco fiables. Lo que la hacía confiar en Sebastian era que este carecía de cualquier tipo de honor. El delicado arte de la traición era algo intrínseco a los seres mágicos, y Sebastian era un artista de las mentiras.

—Serviré a tus intereses en todos los sentidos, mi reina —le aseguró Sebastian—. En muy poco tiempo, tu gente y la mía tendrán las riendas del mundo, y cuando así sea, podrás vengarte de cualquiera que te haya ofendido.

Ella le sonrió. La sangre manchaba la nieve de la sala del trono, y aún notaba el pinchazo de la hoja de Jace Lightwood en el cuello. No era una auténtica sonrisa, pero sabía muy bien cómo hacer que su belleza trabajara por ella.

—Te adoro —dijo.

—Sí —repuso Sebastian, y los ojos le brillaron con el color de las nubes oscuras. La reina se preguntó si él pensaría en ellos del mismo modo que ella: amantes que, incluso al abrazarse, apuntaban con un cuchillo a la espalda del otro, dispuestos a clavarlo y a traicionarse—. Y a mí me gusta que me adoren. —Sebastian sonrió de medio lado—. Me alegro de que vengan. Déjalos venir.