12

LA PESADILLA FORMAL

Los cadáveres se quemaban en ordenadas filas de piras que se habían levantado a lo largo del camino del bosque de Brocelind. El sol estaba comenzando a ponerse en un nublado cielo blanco, y al encenderse cada pira, lanzaba al aire chispas naranja. El efecto era extrañamente hermoso, aunque Jia Penhallow dudaba de que alguno de los asistentes reunidos en la llanura lo pensara.

Por alguna razón, el verso que había aprendido de niña se le repetía una y otra vez en la cabeza.

Negro para cazar en la noche

El blanco para el luto y la muerte

Oro para la novia en su vestido

Y rojo para deshacer el hechizo.

Seda blanca para cuando nuestro cuerpo arda,

Pendón azul para cuando regresan los idos,

Llamas para el nacimiento de un nefilim

Y llamas para lavar los pecados.

Gris para el conocimiento mejor reservado.

Hueso para los que no envejecen.

Azafrán para iluminar la marcha de la victoria,

Verde para reparar el corazón roto.

Plata para las torres de los demonios

Y bronce para convocar los poderes del mal.

«Hueso para los que no envejecen». El hermano Enoch, en su hábito de color hueso, iba de arriba abajo por la fila de piras. Los cazadores de sombras estaban de pie, o arrodillados, o lanzaban a las llamas naranja puñados de pálidas flores de Alacante, que crecían incluso en invierno.

—Cónsul. —La voz a su espalda era suave. Se volvió y vio al hermano Zachariah, al chico que había sido el hermano Zachariah, junto a ella—. El hermano Enoch me ha dicho que deseas hablar conmigo.

—Hermano Zachariah… —comenzó Jia, pero se calló—. ¿Hay algún otro nombre por el que prefieres que te llamemos? ¿El nombre que tuviste antes de pasar a ser un Hermano Silencioso?

—Por ahora, Zachariah está bien —contestó él—. Aún no estoy preparado para reclamar mi antiguo nombre.

—He oído —continuó Jia, y volvió a hacer una pausa, porque lo siguiente era un tema incómodo— que una de las brujas del Laberinto Espiral, Theresa Gray, es alguien a quien conociste y a quien quisiste durante tu vida mortal. Y para alguien que ha sido un Hermano Silencioso durante tanto tiempo, eso debe de ser algo muy raro.

—Ella es todo lo que me queda de aquel tiempo —contestó Zachariah—. Ella y Magnus. Me habría gustado hablar con Magnus, de haber podido, antes de que él…

—¿Te gustaría ir al Laberinto Espiral? —lo interrumpió Jia.

Zachariah la miró con ojos de asombro. Jia pensó que parecía tener la misma edad que su hija, con sus pestañas increíblemente largas, los ojos al mismo tiempo jóvenes y viejos.

—¿Me estás relevando de Alacante? ¿No se necesitan todos los guerreros?

—Has servido a la Clave durante más de ciento treinta años. No podemos pedirte más.

Él miró a las piras, al humo negro que oscurecía el aire.

—¿Cuánto saben en el Laberinto Espiral de los ataques a los Institutos, de la Ciudadela, de los representantes?

—Son estudiosos del saber —contestó Jia—. No guerreros o políticos. Saben lo que sucedió en el Burren. Y han hablado de la magia de Sebastian, de las posibles curas para los Oscurecidos, de las maneras de fortalecer las salvaguardas. No preguntan más que eso…

—Y vosotros no les explicáis nada más —replicó Zachariah—. ¿Así que no saben lo de la Ciudadela ni lo de los representantes?

Jia apretó los dientes.

—Supongo que dirás que debería decírselo.

—No —repuso él. Tenía las manos en los bolsillos; su aliento se hacía visible en el frío aire—. No diré eso.

Se quedaron uno junto al otro en la nieve, en silencio, hasta que él habló de nuevo, sorprendiéndola.

—No iré al Laberinto Espiral. Me quedaré en Idris.

—Pero ¿no quieres verla?

—Quiero ver a Tessa más que nada en este mundo —contestó Zachariah—. Pero si ella supiera más sobre lo que está ocurriendo aquí, querría venir y luchar con nosotros, y resulta que yo no quiero eso. —Su oscuro cabello le cayó hacia adelante cuando negó con la cabeza—. Encuentro que, como he sido un Hermano Silencioso, soy capaz de no querer eso. Quizá sea egoísmo. No estoy seguro. Pero sí estoy seguro de que los brujos del Laberinto Espiral están a salvo. Tessa está a salvo. Si voy con ella, yo también estaré a salvo, pero me estaré escondiendo. No soy un brujo; no puedo ayudar en el Laberinto. Puedo ayudar aquí.

—Podrías ir al Laberinto y volver. Sería complicado, pero puedo pedir…

—No —contestó él a media voz—. No puedo ver a Tessa cara a cara y no contarle la verdad de lo que está ocurriendo aquí. Y más que eso, no puedo ir con Tessa y presentarme como un mortal, como un cazador de sombras, y no explicarle lo que sentía por ella cuando era… —Se interrumpió—. Que mis sentimientos no han cambiado. No puedo ofrecerle eso y luego regresar a un lugar donde pueden matarme. Mejor que siga creyendo que nunca tuvimos ninguna oportunidad.

—Mejor que tú también lo creas —repuso Jia, mirándolo a la cara, a la esperanza y al deseo que estaba allí, a la vista de todos. Miró a Robert y a Maryse Lightwood, que se hallaban a cierta distancia uno de otro sobre la nieve. No muy lejos, estaba su propia hija, Aline, con la cabeza apoyada en la de Helen Blackthorn, con sus rizos rubios—. Nosotros, los cazadores de sombras, nos ponemos en peligro a todas horas, todos los días. Creo que a veces somos temerarios con nuestro corazón del mismo modo que lo somos con nuestra vida. Lo entregamos, lo damos por completo. Y si no conseguimos lo que necesitamos tan desesperadamente, ¿cómo vivimos?

—Crees que quizá ella ya no me ame —dijo Zachariah—. Después de todo este tiempo.

Jia no respondió. Al fin y al cabo, eso era exactamente lo que pensaba.

—Es una pregunta razonable —continuó él—. Y quizá ya no me ame. Mientras siga viva, bien y feliz en este mundo, yo encontraré el modo de ser también feliz, incluso si no es con ella. —Miró hacia las piras, a las alargadas sombras de los muertos—. ¿Cuál es la del joven Longford? ¿El que mató a su parabatai?

—Aquella. —Jia la señaló con el dedo—. ¿Por qué quieres saberlo?

—Es lo peor que puedo imaginarme tener que hacer. Yo no habría tenido el valor suficiente. Como hay alguien que sí lo tuvo, quisiera presentarle mis respetos —explicó Zachariah, y cruzó el espacio nevado hacia las hogueras.

—El funeral ha acabado —dijo Isabelle…—. O al menos, ha dejado de alzarse el humo.

Estaba sentada en el asiento de la ventana de su habitación en la casa de Inquisidor. El cuarto era pequeño, pintado de blanco y con cortinas floreadas. No muy del estilo de Isabelle, pensó Clary, pero habría resultado difícil replicar su habitación de Nueva York, llena de potingues y brillos, en tan poco tiempo.

—El otro día estaba leyendo mi Códice. —Acabó de abotonarse el jersey de lana azul que se había puesto. No soportaba llevar ni un segundo más el jersey que había llevado todo el día anterior, con el que había dormido y que Sebastian había tocado—. Y estaba pensando… Los mundanos se matan los unos a los otros todo el rato. Tenemos… tienen guerras, todo tipo de guerras, y se masacran, pero esta es la primera vez que los nefilim han tenido que matar a otros cazadores de sombras. Cuando Jace y yo tratamos de convencer a Robert de que nos dejara ir a la Ciudadela, no pude entender por qué se obstinaba tanto. Pero creo que ahora lo entiendo, más o menos. Creo que no podía creer que los cazadores de sombras pudieran ser realmente una amenaza para otros cazadores de sombras. Por mucho que le explicáramos lo sucedido en el Burren.

Isabelle soltó una carcajada.

—Eso es muy caritativo por tu parte. —Dobló las piernas pegándoselas al pecho y rodeándolas con los brazos—. ¿Sabes?, tu madre me llevó con ella a la Ciudadela Infracta. Dijeron que yo habría sido una buena Hermana de Hierro.

—Las vi durante la batalla —dijo Clary—. A las Hermanas. Son hermosas. Y aterradoras. Como mirar al fuego.

—Pero no pueden casarse. No pueden vivir con nadie. Viven eternamente, pero no… no tienen vida. —Isabelle apoyó la barbilla en las rodillas.

—Hay muchas formas diferentes de vivir —repuso Clary—. Y mira al hermano Zachariah…

Isabelle alzó la mirada.

—Hoy he oído a mis padres hablando de él de camino a la reunión del Consejo —explicó—. Decían que lo que le ha pasado es un milagro. Nunca he oído de alguien que dejara de ser un Hermano Silencioso. Quiero decir que pueden morir, pero invertir los hechizos no debería ser posible.

—Un montón de cosas no deberían ser posibles —replicó Clary, mientras se pasaba los dedos por el cabello. Quería ducharse, pero no soportaba la idea de estar sola bajo el agua, pensando en su madre, pensando en Luke. La idea de perder a cualquiera de ellos, por no hablar de los dos, era tan aterradora como la idea de ser abandonada en el mar: una pequeña mota de humanidad rodeada de millas de agua y el cielo vacío por encima. Nada que la anclara a la tierra.

Mecánicamente comenzó a dividir el cabello para hacerse dos trenzas. Un segundo después, Isabelle había aparecido tras ella en el espejo.

—Déjame hacerlo a mí —dijo bruscamente; le cogió los mechones y comenzó a trenzarlos expertamente.

Clary cerró los ojos y se dejó perder unos instantes en la sensación de que alguien la cuidara. Cuando era una niña, su madre le trenzaba el pelo todas las mañanas antes de que Simon pasara a recogerla para ir a la escuela. Recordaba la costumbre que tenía él de desatarle las cintas mientras ella dibujaba y escondérselas en diferentes lugares: en los bolsillos, en la mochila, esperando que ella se diera cuenta y le tirara el lápiz.

A veces le resultaba imposible creer que su vida había sido tan corriente.

—Eh —llamó su atención Isabelle, empujándola ligeramente—. ¿Estás bien?

—Sí —contestó Clary—. Estoy bien. Todo está bien.

—Clary. —Notó la mano de Isabelle sobre la suya, abriéndole lentamente los dedos. Tenía la mano húmeda. Se dio cuenta de que había estado apretando con tanta fuerza una de las horquillas de Isabelle que se había clavado los extremos y le corría la sangre por la muñeca.

—No… no recuerdo haber cogido esto —dijo como atontada.

—Déjalo, no te preocupes. —Isabelle se lo quitó de la mano—. No estás bien.

—Tengo que estar bien —replicó Clary—. Tengo que estarlo. Tengo que controlarme y no derrumbarme. Por mi madre y por Luke.

Isabelle hizo un ruidito amable y de solidaridad. Clary notó que la estela de Isabelle le recorría el dorso de la mano y que la sangre comenzaba a parar. Aún seguía sin sentir dolor. Solo había oscuridad en los bordes de su visión, la oscuridad que amenazaba con cerrarse siempre que pensaba en sus padres. Notó como si se estuviera ahogando, como si pataleara en los límites de la conciencia para mantenerse alerta y flotando.

De repente, Isabelle lanzó un grito ahogado y saltó hacia atrás.

—¿Qué pasa? —preguntó Clary.

—He visto un rostro, un rostro en la ventana…

Clary cogió a Heosphoros de su cinturón y comenzó a cruzar la habitación. Isabelle estaba justo tras ella, con el látigo de plata y oro desenrollándose en su mano. Lo restalló, y la punta se enrolló en el pomo de la ventana y la abrió. Se oyó un gañido, y una forma pequeña y entre sombras cayó sobre la alfombra y aterrizó de cuatro patas.

El látigo de Isabelle volvió a su mano mientras lanzaba una curiosa mirada de asombro. La sombra en el suelo se estiró y se convirtió en un ser vestido de negro, con el pálido rostro manchado y una melena larga, alborotada y rubia que una trenza hecha con descuido había sido incapaz de contener.

—¿Emma? —exclamó Clary.

La parte suroeste de Long Meadow, en Prospect Park, estaba desierta por la noche. La luna, en cuarto creciente, brillaba sobre el lejano perfil de los edificios marrones de Brooklyn más allá del parque, la silueta de los árboles desnudos y el espacio que la manada había dejado vacío sobre la seca hierba invernal.

Era un círculo de unos seis metros de diámetro bordeado por licántropos de pie. Toda la manada del centro de Nueva York se hallaba presente: treinta o cuarenta lobos de todas las edades.

Leila, con el cabello negro recogido en una cola de caballo, fue hasta el centro del círculo y dio una palmada para llamar la atención.

—Miembros de la manada —dijo—. Ha habido un desafío. Rufus Hastings ha retado a Bartholomew Velasquez por la jefatura de la manada de Nueva York. —Se oyó un murmullo entre la multitud y Leila alzó la voz—. Es un tema de liderazgo temporal, en ausencia de Luke Garroway. Esto no se trata de nada que tenga que ver con reemplazar a Luke como jefe. —Puso las manos a la espalda—. Bartholomew, Rufus, acercaos.

Bat entró en el círculo, y un momento después Rufus lo siguió. Ambos vestían como si fuera verano, con vaqueros, camiseta y botas, los brazos desnudos a pesar del frío.

—Las reglas del desafío son las siguientes —continuó Leila—: El lobo debe luchar contra el lobo sin armas, excepto las de los dientes y las garras. Dado que este es un reto por el liderazgo, la lucha será a muerte, no a sangre. Quien sobreviva será el líder, y todos los otros lobos le jurarán lealtad esta noche. ¿Ha quedado claro?

Bat asintió. Parecía tenso, con los dientes apretados. Rufus sonreía de oreja a oreja mientras balanceaba los brazos a los costados. Hizo un gesto quitando importancia a las palabras de Leila.

—Ya sabemos cómo va, nena.

Leila apretó los labios en una fina línea.

—Entonces, podéis comenzar —dijo ella, pero mientras regresaba al círculo con los otros masculló: «Buena suerte, Bat», en voz baja pero suficiente para que todos la oyeran.

A Rufus no pareció importarle. Seguía sonriendo, y en cuanto Leila llegó al círculo, se lanzó sobre Bat.

Este lo esquivó. Rufus era grande y pesado; Bat era más ligero y un poco más rápido. Rodó de lado, evitando por poco las garras de Rufus, y le respondió con un directo que envió hacia atrás la cabeza de este. Aprovechó esa ventaja rápidamente y le encajó una lluvia de golpes que hizo que el otro lobo retrocediera tambaleándose; los pies de Rufus se arrastraban por el suelo mientras un rugido grave comenzó a alzarse desde lo más profundo de su garganta.

Dejó las manos colgadas al lado, los puños apretados. Bat golpeó de nuevo, y alcanzó a Rufus en el hombro, justo en el momento en que este se volvía y le lanzaba un zarpazo con la mano izquierda. Tenía las garras totalmente sacadas, enormes y brillantes bajo la luz de la luna. Era evidente que, de algún modo, se las había afilado. Cada una de ellas era como una cuchilla. Le cruzaron el pecho a Bat, cortándole la camisa y la piel de debajo. Las costillas de Bat se tiñeron de escarlata.

—Primera sangre —cantó Leila, y los lobos comenzaron a patear el suelo lentamente; alzaban el pie izquierdo y lo dejaba caer a un ritmo regular, y el suelo parecía retumbar como un tambor.

Rufus sonrió de nuevo y avanzó hacia Bat. Este le lanzó un puñetazo, que aterrizó en el mentón y le llenó la boca de sangre a Rufus, que volvió la cabeza a un lado y lanzó un escupitajo rojo sobre la hierba… y siguió avanzando. Bat retrocedió; las garras extendidas, los ojos secos y amarillos. Rugió y lanzó una patada; Rufus le agarró la pierna y se la retorció hasta tirarlo al suelo. Se lanzó sobre Bat, pero el otro licántropo ya se había apartado rodando, y Rufus aterrizó a cuatro patas.

Bat se puso en pie, pero era evidente que estaba perdiendo sangre. La sangre que le caía por el pecho le estaba empapando la cinturilla del pantalón y le cubría las manos. Lanzó un zarpazo; Rufus se volvió y recibió el golpe en el hombro: cuatro cortes poco profundos. Con un gruñido, agarró a Bat por la muñeca y se la retorció. El ruido del hueso al quebrarse se oyó claramente. Bat ahogó un grito y se apartó.

Rufus saltó sobre él. Su peso envió al suelo a Bat, que se quedó inmóvil al golpearse la cabeza con fuerza contra una raíz.

Los otros lobos seguían pateando el suelo. Algunos de ellos lloraban abiertamente, pero ninguno hizo nada cuando Rufus se sentó sobre Bat, lo sujetó con una mano contra la hierba y alzó la otra, con las garras como cuchillas brillando a la luz de la luna. Fue a por el golpe definitivo…

—Detente. —La voz de Maia resonó en todo el parque. Los otros lobos la miraron atónitos. Rufus sonrió de medio lado.

—Eh, muchachita —protestó.

Maia no se movió. Estaba en medio del círculo. De algún modo había atravesado la línea de lobos sin que ellos lo notaran. Vestía pantalones de pana y una chaqueta vaquera, y llevaba el cabello recogido hacia atrás. Su rostro era severo, casi inexpresivo.

—Quiero lanzar un reto —dijo.

—Maia —intervino Leila—. ¡Conoces la ley! «Cuando luchas con un lobo de la manada, debes luchar solo contra él y lejos, para que otros no intervengan en la disputa y la manada no disminuya». No puedes interrumpir una pelea.

—Rufus está a punto de darle el golpe de gracia —repuso Maia sin mostrar emoción—. ¿De verdad crees que tengo que esperar cinco minutos para lanzar mi reto? Lo haré, si Rufus tiene demasiado miedo para luchar contra mí mientras Bat aún respira…

Rufus se alejó del cuerpo de Bat de un salto, rugiendo, y fue hacia Maia. Leila alzó la voz, asustada.

—¡Maia, sal de ahí! Cuando se vierte la primera sangre no podemos detener la pelea…

Rufus atacó a Maia. Sus garras le rasgaron el borde de la chaqueta; Maia se dejó caer de rodillas, rodó y se alzó de rodillas de nuevo, con las garras extendidas. El corazón le golpeaba las costillas y le enviaba oleadas de sangre ardiente y helada por las venas. Notó el escozor del corte en el hombro. Primera sangre.

Los licántropos comenzaron a patear la tierra de nuevo, aunque en esta ocasión no lo hacían en silencio. Había murmullos y gritos ahogados entre ellos. Maia hizo todo lo que pudo para no oírlos. Vio a Rufus acercarse a ella. Era una sombra recortada por la luz de la luna, y en ese momento no lo vio solo a él, sino también a Sebastian, alzado sobre ella en la playa, un frío príncipe tallado en hielo y sangre.

«Tu novio ha muerto».

Apretó los puños contra el suelo. Mientras Rufus se lanzaba sobre ella, con las afiladas garras extendidas, se levantó y le lanzó un puñado de tierra y hierba a la cara.

Rufus se tambaleó hacia atrás, tosiendo y cegado. Maia avanzó y lo pisó con todas sus fuerzas. Notó cómo se quebraban los pequeños huesos, y lo oyó gritar. En ese momento, con su contrincante distraído, ella le clavó las garras en los ojos.

Un grito surgió de la garganta de Rufus, y enseguida paró. Cayó hacia atrás, sobre la hierba, con un fuerte estruendo que hizo pensar a Maia en un árbol al caer. La chica se miró la mano. La tenía cubierta de sangre y restos de líquidos: materia gris y humor vítreo.

Se dejó caer de rodillas y vomitó sobre la hierba. Recogió las garras y se limpió las manos en el suelo, una y otra vez, mientras el estómago le daba vueltas. Notó una mano en la espalda, y al alzar la mirada vio a Leila sobre ella.

—Maia —dijo esta, pero su voz quedó apagada por la de la manada que repetía el nombre de su nueva líder: «Maia, Maia, Maia».

Leila tenía los ojos oscuros con un velo de preocupación. Maia se puso en pie, se limpió la boca en la manga de la chaqueta y corrió hacia Bat. Se inclinó sobre él y le puso la mano en la mejilla.

—¿Bat? —llamó.

Él abrió los ojos con un esfuerzo. Tenía sangre en la boca, pero respiraba con regularidad. Maia supuso que ya estaba recuperándose de los golpes de Rufus.

—No sabía que pelearas sucio —dijo él con una media sonrisa.

Maia pensó en Sebastian, en su reluciente sonrisa y en los cadáveres de la playa. Pensó en lo que Lily le había dicho. Pensó en los cazadores de sombras detrás de sus salvaguardas, y de la fragilidad de los Acuerdos y del Consejo.

«Va a ser una guerra sucia», pensó, pero no fue eso lo que expresó en voz alta.

—No sabía que te llamabas Bartholomew. —Le cogió la mano con la suya ensangrentada. A su alrededor la manada seguía repitiendo su nombre.

—Maia, Maia, Maia.

Bat cerró los ojos.

—Todos tenemos secretos.

—Casi no parece que haya diferencia —dijo Jace, acurrucado en el asiento de la ventana en la habitación del desván que compartía con Alec—. Parece como estar en prisión.

—¿Crees que es un efecto secundario de tener guardias armados rodeando la casa? —sugirió Simon—. Bueno, es solo una idea.

Jace le lanzó una mirada irritada.

—¿Qué pasa con los mundanos y su imperiosa necesidad de soltar obviedades? —preguntó. Se inclinó hacia adelante y miró a través de los vidrios de la ventana. Simon quizá hubiera exagerado un poco, pero solo un poco. Las oscuras siluetas que se hallaban en los cuatro puntos cardinales rodeando la casa del Inquisidor podrían ser invisibles para el ojo normal, pero no para Jace.

—No soy un mundano —replicó Simon, en un tono algo cortante—. ¿Y qué pasa con los cazadores de sombras y su imperiosa necesidad de conseguir que los maten a ellos y a todos a los que quieren?

—Dejad de discutir. —Alec había estado sentado contra la pared en actitud pensativa, con la barbilla apoyada en la mano—. Los guardias están aquí para protegernos, no para mantenernos encerrados. No perdáis la perspectiva.

—Alec, hace siete años que me conoces —repuso Jace—. ¿Cuándo he tenido perspectiva?

Alec lo miró echando chispas.

—¿Sigues furioso conmigo porque te rompí el móvil? —preguntó Jace—. Porque tú me rompiste la muñeca, así que diría que estamos en paz.

—Te la torcí —replicó Alec—. No rota. Torcida.

—¿Y ahora quién está discutiendo? —soltó Simon.

—Tú no hables. —Alec le hizo un gesto acompañado de una expresión de vago desagrado—. Siempre que te miro, recuerdo entrar aquí y encontrarte liado con mi hermana.

Jace se incorporó.

—¡No sabía nada de eso! —exclamó.

—Oh, vamos… —protestó Simon.

—Simon, te estás sonrojando —observó Jace—. Y eres un vampiro, y casi nunca te sonrojas, así que eso debe de ser de lo más picante. Y raro. ¿Había bicicletas involucradas de algún modo morboso? ¿Aspiradoras? ¿Sombrillas?

—¿Sombrillas grandes o de esas que te ponen en las bebidas? —preguntó Alec.

—¿Acaso importa…? —continuó Jace, pero se calló cuando Clary entró en la habitación con Isabelle, que llevaba a una niña de la mano. Después de un momento de sorprendido silencio, Jace la reconoció: Emma, la niña a la que Clary había salido corriendo a consolar durante la reunión del Consejo. La que lo había mirado como a un héroe con una adoración mal disimulada. No era que le importara que lo adoraran como a un héroe, pero le resultaba un poco raro tener de repente a una niña en medio de lo que había comenzado como una conversación un tanto incómoda.

—Clary —dijo—. ¿Has raptado a Emma Carstairs?

Clary le lanzó una mirada de exasperación.

—No. Ha venido sola.

—He llegado a través de una de las ventanas —informó Emma—. Como en Peter Pan.

Alec iba a protestar, pero Clary alzó la mano libre para hacerlo callar; la otra mano la tenía en el hombro de Emma.

—Callad todos un segundo, ¿vale? —les pidió—. Emma no debería estar aquí, es cierto, pero ha venido por una buena razón. Tiene información.

—Es verdad —asintió Emma con una vocecita decidida. En realidad solo era una cabeza más baja que Clary, pero es que Clary era minúscula. Emma seguramente sería alta. Jace intentó recordar a su padre, John Carstairs; estaba convencido de haberlo visto en reuniones del Consejo y creía recordar a un hombre alto y rubio. ¿O era moreno? A los Blackthorn los recordaba, claro, pero los Carstairs se le habían ido de la memoria.

Clary le devolvió la aguda mirada con otra que decía: «Sé amable». Jace cerró la boca. Nunca se había parado a pensar si le gustaban los niños o no, aunque siempre había disfrutado jugando con Max. Para ser tan pequeño, Max había sido un hábil estratega, y siempre había disfrutado planteándole acertijos a Jace. Y que Max lo hubiera venerado tampoco estuvo mal.

Jace recordó el soldadito de madera que le había regalado a Max, y cerró los ojos al sentir un inesperado dolor. Cuando los abrió de nuevo, Emma lo estaba mirando. No de la forma en que lo había mirado cuando la encontró con Clary en el Gard, con una especie de mirada medio impresionada, medio asustada, que decía: «Eres Jace Lightwood», sino con algo de preocupación. De hecho, toda la pose de la niña era una mezcla de seguridad, que él estaba seguro que fingía, y de miedo evidente. Sus padres estaban muertos, pensó, habían muerto hacía unos días. Y recordó una vez, siete años atrás, cuando se había presentado solo ante los Lightwood sabiendo en su corazón que su padre acababa de morir y con el amargo sabor de la palabra «huérfano» en los oídos.

—Emma —dijo Jace con tanta amabilidad como pudo—. ¿Cómo es que has entrado por una ventana?

—He subido por el tejado —contestó ella, y señaló la ventana—. No ha sido tan difícil. Las claraboyas casi siempre están en las habitaciones, así que he bajado por la primera y… era la de Clary. —Se encogió de hombros, como si lo que había hecho no fuera ni arriesgado ni impresionante.

—En realidad era la mía —repuso Isabelle, que miraba a Emma como si fuera un espécimen fascinante. Isabelle se sentó en el baúl a los pies de la cama de Alec y estiró las largas piernas—. Clary vive en casa de Luke.

Emma la miró confusa.

—No sé dónde está eso. Y todo el mundo hablaba de que estabais todos aquí. Por eso he venido.

Alec miró a Emma con la expresión medio cariñosa medio preocupada de un hermano mucho mayor.

—No tengas miedo… —comenzó.

—No tengo miedo —replicó ella—. He venido aquí porque necesitáis ayuda.

Jace notó que se le curvaba involuntariamente la boca en las comisuras en un amago de sonrisa.

—¿Qué tipo de ayuda?

—Hoy he reconocido a ese hombre; el que ha amenazado al Cónsul. Vino con Sebastian para atacar el Instituto. —Tragó saliva—. Ese lugar en el que ha dicho que arderíamos, Edom…

—Es otra palabra para Infierno —le explicó Alec—. No un lugar real, no tendrías que haberte preocupado.

—No está preocupada, Alec —intervino Clary—. Solo escúchala.

—Es un lugar real —afirmó Emma—. Cuando atacaron el Instituto, los oí. Oí a una de ellos decir que llevarían a Mark a Edom y lo sacrificarían allí. Y cuando escapamos por el Portal, la oí gritándonos que arderíamos en Edom, que no había escapatoria. —Le tembló la voz—. Por la forma en la que hablaban de Edom, sé que es un lugar real, o al menos un lugar real para ellos.

—Edom —dijo Clary, recordando—. Valentine llamó a Lilith de un modo parecido; la llamó «mi señora de Edom».

Las miradas de Jace y Alec se encontraron. Alec asintió y salió de la habitación. Jace notó que se le relajaban un poco los hombros. En medio de todo el fárrago, era agradable tener un parabatai que sabía lo que estabas pensando sin tener que decir ni una palabra.

—¿Le has contado esto a alguien más?

Emma dudó un instante, y luego negó con la cabeza.

—¿Por qué no? —preguntó Simon, que había estado callado hasta ese momento. Emma lo miró parpadeando. Solo tenía doce años, pensó Jace, y seguramente muy pocas veces se habría encontrado con subterráneos tan de cerca—. ¿Por qué no se lo has dicho a la Clave?

—Porque no confío en la Clave —contestó Emma con un hilillo de voz—. Pero confío en vosotros.

Clary tragó saliva visiblemente.

—Emma…

—Cuando llegamos aquí, la Clave nos interrogó a todos, sobre todo a Jules, y emplearon la Espada Mortal para asegurarse de que no estábamos mintiendo. Hace daño, pero no les importó. La emplearon con Ty y Livvy. La emplearon con Dru. —Emma parecía indignada—. Y la habrían usado con Tavvy si pudiera hablar. Y hace daño. La Espada Mortal hace daño.

—Lo sé —repuso Clary.

—Estoy en casa de los Penhallow —explicó Emma—. Por Aline y Helen, y porque la Clave quiere tenernos vigilados. Por lo que vimos. Estaba abajo cuando volvieron del funeral, y los oí hablar, así que me escondí. Todo un grupo, no solo Patrick y Jia, sino también un montón de directores de los Institutos. Hablaban sobre qué debían hacer, qué debía hacer la Clave, si debían entregar a Jace y a Clary a Sebastian, como si pudieran decidir ellos. Como si fuera su decisión. Pero yo creo que debe ser vuestra decisión. Algunos de ellos decían que no importaba si queríais ir o no…

Simon ya estaba en pie.

—Pero Jace y Clary se ofrecieron a ir, prácticamente se lo rogaron…

—Les habríamos dicho la verdad. —Emma se apartó el revuelto cabello de la cara. Tenía unos ojos enormes, castaños con puntitos dorados y ámbar—. No tenían que emplear la Espada Mortal con nosotros; les habríamos dicho la verdad, pero de todas formas la emplearon. La emplearon con Jules hasta que las manos… las manos se le quemaron. —Le tembló la voz—. Así que he pensado que debíais saber lo que decían. No quieren que sepáis que no es vuestra decisión, porque saben que Clary puede abrir Portales. Saben que puede salir de aquí, y si escapa, piensan que no tendrán manera de negociar con Sebastian.

La puerta se abrió y Alec entró en la habitación con un libro encuadernado en cuero marrón en las manos. Lo sujetaba de tal manera que no se veía el título, pero miró a Jace a los ojos, y este le hizo una leve señal. Luego miró a Emma. El corazón de Jace se aceleró; Alec había encontrado algo. Algo que no le gustaba, a juzgar por su sombría expresión, pero algo de todas formas.

—Los miembros de la Clave a los que has oído hablar, ¿dijeron algo de cuándo iban a decidir qué hacer? —preguntó Jace a Emma, en parte para distraerla mientras Alec se sentaba en la cama y ponía el libro a su espalda.

Emma negó con la cabeza.

—Seguían discutiendo cuando me marché. Me escapé por la ventana del último piso. Jules me dijo que no lo hiciera, porque me mataría, pero yo sabía que no. Se me da bien escalar —añadió con orgullo—. Y él se preocupa demasiado.

—Es bueno tener a gente que se preocupe por ti —dijo Alec—. Eso significa que les importas. De ese modo sabes que son tus amigos.

Emma pasó la mirada de Alec a Jace, curiosa.

—¿Tú te preocupas por él? —le preguntó a Alec, y a este se le escapó una carcajada.

—Constantemente —contestó—. Jace podría matarse poniéndose los pantalones por la mañana. Ser su parabatai es un trabajo a tiempo completo.

—Ojalá yo tuviera un parabatai —repuso Emma—. Es como alguien que es tu familia, pero porque quiere serlo, no porque tiene que serlo. —Se sonrojó, como si hubiera sufrido un repentino ataque de timidez—. Bueno, pues no creo que nadie tenga que ser castigado por salvar a gente.

—¿Es por eso que confías en nosotros? —preguntó Clary, conmovida—. ¿Crees que salvamos a gente?

Emma clavó la punta de la bota en la alfombra. Luego alzó la mirada.

—Te conocía —dijo a Jace, sonrojándose otra vez—. Quiero decir, todo el mundo te conoce. Que eras el hijo de Valentine, pero luego no lo eras, y eras Jonathan Herondale. Y no creo que eso significara nada para la mayoría de la gente, todo el mundo te llama Jace Lightwood, pero sí para mi papá. Le oí decir a mi madre que pensaba que todos los Herondale había desaparecido, que la familia había muerto, pero tú eras el último de ellos, y él votó en la reunión del Consejo para que la Clave te siguiera buscando, porque dijo: «Los Carstairs tienen una deuda con los Herondale».

—¿Por qué? —preguntó Alec—. ¿Por qué están en deuda con ellos?

—No lo sé —contestó Emma—. Pero he venido porque mi padre habría querido que lo hiciera, incluso si era peligroso.

Jace contuvo una suave risa.

—Algo me dice que no te importa que las cosas sean peligrosas. —Se agachó y miró a Emma a los ojos—. ¿Nos quieres contar algo más? ¿Han dicho alguna otra cosa?

Emma negó con la cabeza.

—No saben dónde está Sebastian. No saben lo de Edom; lo mencioné cuando sujetaba la Espada Mortal, pero creo que pensaron que era la otra palabra para «Infierno». No me preguntaron si yo creía que era un lugar real, así que no lo dije.

—Gracias por decírnoslo a nosotros. Es de gran ayuda. Mucha. Ahora deberías marcharte —añadió Jace, con tanta amabilidad como pudo—, antes de que noten que no estás. Pero de ahora en adelante, los Herondale están en deuda con los Carstairs, ¿de acuerdo? Recuérdalo.

Jace se incorporó mientras Emma se volvía hacia Clary, que asintió y la acompañó a la ventana donde Jace había estado sentado antes. Clary se agachó y le dio un abrazo a la niña antes de abrirla. Emma se encaramó con la habilidad de un mono. Fue ascendiendo hasta que solo las botas fueron visibles, y un momento después estas también habían desaparecido. Jace oyó un ligero sonido de pasos por el techo cuando Emma corrió con levedad por encima de las tejas, y luego se hizo el silencio.

—Me gusta —dijo Isabelle finalmente—. Me recuerda a Jace cuando era pequeño y terco, y se comportaba como si fuera inmortal.

—Dos de esas cosas todavía son así —comentó Clary mientras cerraba la ventana. Se sentó en el poyete—. Supongo que la pregunta es: ¿le contamos a Jia o a alguien del Consejo lo que nos ha dicho Emma?

—Eso depende —contestó Jace—. Jia tiene que aceptar lo que quiere la Clave en conjunto; ella misma lo ha dicho. Si deciden que quieren meternos en una jaula hasta que Sebastian venga a buscarnos… bueno, eso fastidiaría cualquier ventaja que esta información pueda darnos.

—Así que depende de si la información nos es útil o no —apuntó Simon.

—Justo —admitió Jace—. Alec, ¿qué has encontrado?

Alec cogió el libro que tenía a la espalda. Era una enciclopedia demoníaca, la clase de libro que debía haber en la biblioteca de todo cazador de sombras.

—He pensado que Edom podría ser el nombre de uno de los reinos demoníacos…

—Bueno, todos han estado especulando sobre si Sebastian podría estar en una dimensión diferente, ya que no se lo puede rastrear —explicó Isabelle—. Pero las dimensiones de los demonios… las hay a millones, y nadie puede ir allí sin más.

—Algunas son mejores que otras —dijo Alec—. La Biblia y los textos Enochianos mencionan unas cuantas, disfrazadas e incluidas, claro, en cuentos y mitos. Edom se menciona como un páramo baldío… —Leyó en voz alta y mesurada—: «Y los torrentes de Edom se convertirán en brea, y su suelo en sulfuro; su tierra se convertirá en una sima ardiente. Noche y día permanecerá encendida, y su humo se alzará durante toda la eternidad. De generación en generación, seguirá desolada; nadie pasará por ella nunca jamás». —Suspiró—. Y naturalmente hay leyendas sobre Lilith y Edom; que la desterraron a ese lugar y que gobierna allí junto al demonio Asmodeus. Seguramente es por eso que los Oscurecidos hablaban de sacrificar allí a Mark Blackthorn en su honor.

—Lilith protege a Sebastian —afirmó Clary—. Si fuera a ir a algún reino demoníaco, iría al suyo.

—Lo de «nadie pasará por ella nunca jamás» no anima mucho —comentó Jace—. Además, no hay forma de llegar a los reinos demoníacos. Viajar de un lugar a otro de este mundo es una cosa…

—Bueno, creo que hay un modo —lo interrumpió Alec—. Un camino que los nefilim no pueden cerrar, porque está más allá de la jurisdicción de nuestras leyes. Es antiguo, más antiguo que los cazadores de sombras, antiguo, salvaje y mágico. —Suspiró—. Se halla en la corte seelie, y lo vigilan los seres mágicos. Ningún humano ha puesto pie en ese camino en más de cien años.