LO MEJOR SE HA PERDIDO
—Clary. Jace. Despertad.
Clary alzó la cabeza y casi soltó un gritito cuando un tirón le recorrió el tenso cuello. Se había dormido apoyada en el hombro de Jace. Este también dormía, encajado en el rincón del sofá con la chaqueta bajo la cabeza como almohada. La empuñadura de su espada se le clavó a Clary en la cadera cuando él gruñó y se incorporó.
La Cónsul estaba junto a ellos, vestida con la túnica del Consejo y con rostro serio. Jace se puso en pie a toda prisa.
—Cónsul —la saludó con la voz más digna que pudo, con la ropa arrugada y el cabello de punta en todas direcciones.
—Casi olvidamos que estabais los dos aquí —dijo Jia—. La reunión del Consejo ha comenzado.
Clary se levantó más despacio, estirando la espalda y el cuello. Tenía la boca seca como la tiza, y el cuerpo le dolía por la tensión y el agotamiento.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó—. ¿Dónde está Luke?
—Os espero en el pasillo —respondió Jia, pero no se movió.
Jace estaba poniéndose la chaqueta.
—Iremos enseguida, Cónsul.
Había algo en la voz de la Cónsul que hizo que Clary la mirara de nuevo. Jia era bonita, como su hija Aline, pero en ese momento se le marcaban arrugas de tensión en las comisuras de la boca y en los ojos. Clary había visto eso antes.
—¿Qué ocurre? —quiso saber—. Pasa algo, ¿verdad? ¿Dónde está mi madre? ¿Y Luke?
—No estamos seguros —contestó Jia—. No han respondido al mensaje que les enviamos anoche.
Tantas impresiones en tan corto espacio de tiempo habían dejado a Clary entumecida. No tuvo que ahogar ningún grito ni soltó ninguna exclamación, solo sintió el frío metiéndosele en las venas. Cogió a Heosphoros de la mesa donde la había dejado y se la colgó al cinto. Sin mediar más palabras, pasó ante la Cónsul y salió al pasillo.
Simon la esperaba allí. Parecía desaliñado y exhausto, pálido incluso para un vampiro. Ella le apretó la mano; los dedos le rozaron el anillo de oro en forma de hoja que él llevaba en el dedo.
—Simon viene a la reunión del Consejo —dijo Clary, desafiando a la Cónsul con la mirada a que pusiera algún impedimento.
Jia solo asintió. Parecía alguien que estaba demasiado cansado para seguir discutiendo.
—Puede ser el representante de los Hijos de la Noche.
—Pero Raphael iba a sustituir al representante —protestó Simon, alarmado—. No estoy preparado…
—Hemos sido incapaces de localizar a ninguno de los representantes de los subterráneos, incluido Raphael. —Jia comenzó a recorrer el pasillo. Las paredes eran de tablones ensamblados, con el pálido color y el penetrante olor de la madera cortada hacía poco. Esa debía de ser la parte del Gard que habían reconstruido después de la Guerra Mortal. La noche anterior, Clary estaba demasiado cansada para fijarse. Había runas de poder angelical grabadas en las paredes a intervalos. Cada una de ellas brillaba con una intensa luz e iluminaba el pasillo sin ventanas.
—¿Qué quieres decir con lo de que habéis sido incapaces de localizarlos? —preguntó Clary, corriendo tras la Cónsul. Simon y Jace las siguieron. El pasillo se curvaba y se internaba más profundamente en el corazón del Gard. Clary oía un estruendo apagado, como el sonido del mar, justo ante ellos.
—Ni Luke ni tu madre han regresado de su cita en la casa de los seres mágicos. —La Cónsul se detuvo en una gran antecámara. Ahí había bastante luz natural, que penetraba a través de las ventanas hechas con emplomados de vidrio transparente y de colores. Frente a ellos había una puerta de doble hoja grabada con el tríptico de los Instrumentos Mortales del Ángel.
—No lo entiendo —dijo Clary con voz aguda—. ¿Así que siguen allí? ¿En casa de Meliorn?
Jia negó con la cabeza.
—La casa está vacía.
—Pero… ¿qué hay de Meliorn, y de Magnus?
—Nada es seguro todavía —repuso Jia—. No hay nadie en la casa, ni los representantes responden a los mensajes. Patrick está registrando la ciudad con un grupo de guardias.
—¿Había sangre en la casa? —preguntó Jace—. ¿Señales de lucha? ¿Algo?
Jia negó con la cabeza.
—No. La comida seguía en la mesa. Es como si… hubieran desaparecido de repente.
—Hay algo más, ¿verdad? —intuyó Clary—. Veo en tu expresión que hay algo más.
Jia no respondió, solo abrió la puerta de la Cámara del Consejo. El sonido de su interior salió a la antecámara. Era el ruido que Clary había estado oyendo, como el romper del mar. Se apresuró a pasar ante la Cónsul y se detuvo en el umbral, sin saber muy bien qué hacer.
La Cámara del Consejo, tan organizada solo unos días antes, estaba llena de cazadores de sombras hablando en voz alta. Todos estaban de pie, algunos en grupos, otros solos. La mayoría de los grupos discutían. Clary no logró entender lo que decían, pero veía los gestos de enfado. Recorrió la multitud con la mirada, buscando rostros conocidos: ni Luke ni Jocelyn, pero vio a los Lightwood, Robert con su uniforme de Inquisidor junto a Maryse; vio a Aline y a Helen, y al grupo de niños Blackthorn.
Y allí, en el centro del anfiteatro, se hallaban las cuatro sillas de madera grabada de los subterráneos, colocadas en forma de medio círculo tras los atriles. Estaban vacías, y en el suelo frente a ellos, una única palabra, escrita con una letra inclinada en lo que parecía una pegajosa pintura de oro:
Veni.
Jace pasó por delante de Clary y entró en la sala. Se le tensaron los hombros al ver lo escrito.
—Eso es icor —afirmó—. Sangre de ángel.
Como en un destello, Clary vio la biblioteca del Instituto, el suelo manchado de sangre y plumas, los huesos huecos del ángel.
Erchomai.
«Voy de camino».
Y en ese momento, otra palabra: Veni.
«He llegado».
Un segundo mensaje. Bueno, Sebastian había estado ocupado.
«Estúpida», pensó. Estúpido por su parte pensar que había ido solo por ella, que no había sido parte de algo más grande, que Sebastian no había querido más, más destrucción, más terror, más trastorno. Pensó en su sonrisita cuando ella le mencionó la batalla de la Ciudadela. Claro que había sido más que un ataque; había sido una distracción. Había hecho que los nefilim miraran fuera de Alacante, que buscaran por el mundo a él y a sus Oscurecidos, que se asustaran por los heridos y los muertos. Y mientras tanto, Sebastian había hallado su camino hasta el corazón del Gard y había pintado el suelo con sangre.
Cerca del estrado había un grupo de Hermanos Silenciosos en sus hábitos de color hueso, los rostros ocultos bajo la capucha. Clary recordó algo y se volvió hacia Jace.
—El hermano Zachariah… No he llegado a preguntarte si sabías si estaba bien.
Jace estaba mirando la palabra pintada en el estrado con una expresión de asco.
—Lo vi en la Basilias. Está bien. Es… diferente.
—¿Diferente?
—Diferente humano —contestó Jace, y antes de que Clary pudiera preguntarle qué quería decir, oyó a alguien que la llamaba por su nombre.
En el centro de la sala vio una mano alzarse entre la gente y hacerle señas con frenesí. Isabelle. Estaba junto a Alec, a cierta distancia de sus padres. Clary oyó a Jia llamarla, pero ya se estaba abriendo paso entre la gente, con Jace y Simon pegados a sus talones. Notó miradas curiosas en su dirección. A fin de cuentas, todos sabían quién era. Sabían quiénes eran todos: la hija de Valentine, el hijo adoptivo de Valentine y el vampiro diurno.
—¡Clary! —la llamó Isabelle mientras ella, Jace y Simon se abrían paso entre los mirones y casi caían sobre los hermanos Lightwood, que habían conseguido abrir un pequeño espacio para ellos entre la multitud. Isabelle lanzó una irritada mirada a Simon antes de abrazar a Jace y a Clary. En cuanto soltó a Jace, Alec lo agarró con fuerza del brazo, los nudillos blancos sobre la tela. Jace pareció sorprendido, pero no dijo nada.
—¿Es cierto? —le preguntó Isabelle a Clary—. ¿Sebastian estuvo en tu casa anoche?
—En la de Amatis, sí. ¿Cómo lo sabes? —quiso saber Clary.
—Nuestro padre es el Inquisidor, claro que lo sabemos —respondió Alec—. Los rumores sobre que Sebastian estaba en la ciudad es de lo único que hablaban todos antes de abrir las puertas de la sala del Consejo, y luego vimos… eso.
—Es cierto —añadió Simon—. La Cónsul me ha preguntado por eso cuando ha ido a despertarme; como si yo fuera a saber algo. Estuve durmiendo todo el rato —añadió mientras Isabelle le lanzaba una mirada inquisitiva.
—¿Os ha dicho la Cónsul algo sobre esto? —preguntó Alec, abarcando con un movimiento del brazo el sombrío panorama que tenían ante ellos—. ¿O Sebastian?
—No —contestó Clary—. Sebastian no suele compartir sus planes.
—No debería haber podido llegar hasta los representantes de los subterráneos. No solo Alacante está guardada, sino también cada una de sus casas —explicó Alec. El pulso le latía en el cuello como un martillo; la mano con la que agarraba a Jace, le temblaba ligeramente—. Estaban cenando. Deberían haber estado a salvo. —Soltó a Jace y metió las manos en los bolsillos—. Y Magnus… Magnus ni siquiera debería haber estado aquí. Catarina iba a venir en su lugar. —Miró a Simon—. Te vi con él en la plaza del Ángel la noche de la batalla. ¿Te dijo por qué estaba en Alacante?
Simon negó con la cabeza.
—Solo me apartó de allí. Estaba curando a Clary.
—Quizá todo esto sea un farol —continuó Alec—. Tal vez Sebastian está intentando hacernos creer que les ha hecho algo a los representantes de los subterráneos y así desconcertarnos…
—No sabemos que les haya hecho nada. Pero… no están —dijo Jace, y Alec apartó la mirada, como si no soportara verle los ojos.
—Veni —susurró Isabelle, mirando al estrado—. ¿Por qué…?
—Nos está diciendo que tiene poder —explicó Clary—. Un poder que nosotros ni siquiera comenzamos a entender. —Pensó en el modo en que había aparecido en su cuarto y luego desaparecido. En la manera en que el suelo se había abierto bajo sus pies en la Ciudadela, como si la tierra lo recibiera y lo escondiera de la amenaza de la superficie.
Un ruido seco resonó en toda la sala, la campana que llamaba al Consejo. Jia se acercó al atril, con un guardia armado de la Clave encapuchado a cada lado.
—Cazadores de sombras —comenzó ella, y las palabras resonaron con tanta claridad por la sala como si hubiera empleado un micrófono—. Por favor, guardad silencio.
Gradualmente se fue haciendo el silencio en la sala, aunque por las miradas rebeldes en bastantes rostros, era un silencio poco cooperativo.
—¡Cónsul Penhallow! —gritó Kadir—. ¿Qué respuestas tienes para nosotros? ¿Cuál es el significado de esta… esta profanación?
—No estamos seguros —contestó Jia—. Ocurrió anoche, entre un turno de guardia y el siguiente.
—Eso es una venganza —dijo un cazador de sombras de cabello oscuro, a quien Clary reconoció como el director del Instituto de Budapest; Lazlo Balogh, de nombre, creyó recordar—. Venganza por nuestras victorias en Londres y en la Ciudadela.
—No vencimos en Londres ni en la Ciudadela, Lazlo —remarcó Jia—. El Instituto de Londres resultó estar protegido por una fuerza de la que ni siquiera nosotros teníamos conocimiento, una fuerza que no podemos replicar. Avisó a los cazadores de sombras y los condujo a un lugar seguro. Incluso así, unos cuantos resultaron heridos. Nadie de las fuerzas de Sebastian sufrió heridas. Lo mejor que podemos llamarlo es una retirada con éxito.
—Pero el ataque a la Ciudadela… —protestó Lazlo—. No entró en la Ciudadela. No llegó a la armería…
—Pero tampoco perdió. Enviamos a sesenta guerreros y mató a treinta e hirió a diez. Él tenía cuarenta guerreros y quizá perdió a quince. Si no hubiera sido por lo que ocurrió cuando hirió a Jace Lightwood, sus cuarenta habrían masacrado a nuestros sesenta.
—Somos cazadores de sombras —tomó la palabra Nasreen Choudhury—. Estamos acostumbrados a defender lo que debemos defender hasta nuestro último aliento, nuestra última gota de sangre.
—Una noble idea —replicó Josiane Pontmercy, del Cónclave de Marsella—, pero quizá no muy práctica.
—Fuimos muy conservadores en el número de guerreros que enviamos a la Ciudadela —reconoció Robert Lightwood. Su resonante voz llenó toda la sala—. Hemos estimado que, desde los ataques, Sebastian cuenta con cuatrocientos guerreros Oscurecidos. Dados estos números, una batalla cara a cara entre sus fuerzas y todos los cazadores de sombras, significaría que él perdería.
—Entonces lo que necesitamos es enfrentarnos a él lo más pronto posible, antes de que transforme a más cazadores de sombras —propuso Diana Wrayburn.
—No se puede luchar contra lo que no se puede encontrar —indicó la Cónsul—. Nuestros intentos de localizarlo siguen sin dar fruto. —Alzó la voz—. El mejor plan de Sebastian Morgenstern en ese momento es atraernos en pequeños grupos. Necesita que enviemos grupos de exploradores para cazar demonios, o para cazarlo a él. Debemos permanecer juntos aquí, en Idris, donde no puede enfrentarse a nosotros. Si nos separamos, si dejamos nuestro hogar, entonces perderemos.
—Nos esperará fuera —dijo un cazador de sombras rubio del Cónclave de Copenhague.
—Estamos obligados a creer que no tiene tanta paciencia —repuso Jia—. Tenemos que suponer que atacará, y cuando lo haga, nuestra superioridad numérica lo derrotará.
—Hay más factores a considerar que la paciencia —apuntó Balogh—. Hemos dejado nuestros Institutos, hemos venido aquí con el convencimiento de que regresaríamos en cuanto nos hubiéramos reunido en Consejo con los representantes de los subterráneos. Sin nosotros en el mundo, ¿quién lo protegerá? Tenemos una obligación, una orden del Cielo, de proteger al mundo, de contener a los demonios. No podemos hacerlo desde Idris.
—Todas las salvaguardas están a su máxima potencia —explicó Robert—. La isla de Wrangel está trabajando a todas horas. Y dada nuestra nueva cooperación con los subterráneos, tendremos que confiar en ellos para mantener los Acuerdos. Eso era lo que íbamos a discutir en el Consejo de hoy…
—Bueno, pues buena suerte con eso —soltó Josiane Pontmercy—, teniendo en cuenta que los representantes de los subterráneos han desaparecido.
«Desaparecido». Esa palabra cayó en el silencio como un guijarro en el agua, levantando ondas por toda la sala. Clary notó que Alec se tensaba a su lado. No se había permitido pensarlo, no se había permitido creer que de verdad podían haber desaparecido. Era un truco que Sebastian les estaba jugando, se decía. Un truco cruel, pero nada más.
—¡Eso no lo sabemos! —protestó Jia—. Los guardias están buscándolos…
—¡Sebastian ha escrito en el suelo ante sus asientos! —gritó un hombre con un brazo vendado. Era el director del Instituto de Ciudad de México, y había participado en la batalla de la Ciudadela. Clary creía que se apellidaba Rosales—. Veni. «He llegado». Igual que nos envió un mensaje con la muerte del ángel en Nueva York, ahora nos ataca en el corazón del Gard…
—Pero no nos ha atacado a nosotros —lo interrumpió Diana—. Ha atacado a los representantes de los subterráneos.
—Atacar a nuestros aliados es atacarnos a nosotros —dijo Maryse—. Son miembros del Consejo, con todos los derechos que eso conlleva.
—¡Ni siquiera sabemos qué les ha ocurrido! —soltó alguien entre la gente—. Podrían estar perfectamente…
—Entonces ¡¿por qué no están aquí?! —gritó Alec, e incluso Jace se sorprendió al oírlo alzar la voz. Alec miraba ceñudo con sus ojos azul oscuro. Clary recordó de repente al muchacho enfadado que había conocido en el Instituto hacía lo que parecía una eternidad—. ¿Ha intentado alguien localizarlos?
—Sí —contestó Jia—. Y no ha funcionado. Ninguno de ellos ha podido ser localizado. No puedes localizar a un brujo o a un muerto… —Jia se interrumpió con un repentino grito ahogado. Sin previo aviso, el guardia de la Clave que tenía a su izquierda se le había acercado por detrás y la había agarrado por la túnica. Un grito se alzó en la asamblea cuando él tiró de la Cónsul hacia atrás y le colocó una larga daga de plata en el cuello.
—¡Nefilim! —gritó, y la capucha se le deslizó dejando al descubierto los ojos vacíos y las retorcidas Marcas desconocidas de los Oscurecidos. Un grito comenzó a alzarse entre la multitud, pero se silenció al instante cuando el guardia apretó un poco más la hoja en el cuello de Jia. La sangre manó de la herida, visible incluso desde la distancia.
—¡Nefilim! —gritó el hombre de nuevo. Clary se devanó los sesos tratando de situarlo; le resultaba muy conocido. Era alto, de cabello castaño y de unos cuarenta años. Tenía gruesos brazos musculosos, con venas que le sobresalían como cuerdas mientras sujetaba con fuerza a Jia—. ¡Permaneced donde estáis! ¡No os acerquéis o vuestra Cónsul morirá!
Aline gritó. Helen la agarró y la contuvo para que no saliera corriendo hacia él. A su espalda, los niños Blackthorn se acurrucaron alrededor de Julian, que cargaba en brazos al más pequeño; Drusilla ocultó el rostro contra el costado de Julian. Emma, con el cabello brillante incluso en la distancia, había desenvainado a Cortana para proteger a los otros.
—Es Matthias Gonzales —dijo Alec con voz ahogada—. Era el director del Instituto de Buenos Aires.
—¡Silencio! —rugió el hombre detrás de Jia, y se hizo un intranquilo silencio. La mayoría de los cazadores de sombras estaban en pie, como Jace y Alec, con las manos a medio camino de las armas. Isabelle agarraba el mango de su látigo—. ¡Oídme, cazadores de sombras! —gritó Matthias; los ojos le ardían con la luz del fanatismo—. Oídme, porque yo fui uno de vosotros. Seguía ciegamente la regla de la Clave, convencido de mi seguridad dentro de las salvaguardas de Idris, protegido por la luz del Ángel. Pero no hay seguridad aquí. —Con un movimiento de la cabeza indicó el escrito del suelo—. Nadie está seguro, ni siquiera los mensajeros del Cielo. Tal es el alcance del poder de la Copa Infernal y de aquel que la sostiene.
Un murmullo corrió entre la multitud. Robert Lightwood avanzó, mirando con rostro angustiado a Jia y al cuchillo que tenía al cuello.
—¿Qué quiere? —preguntó—. El hijo de Valentine, ¿qué quiere de nosotros?
—Oh, quiere muchas cosas —contestó el Oscurecido—. Pero por ahora se contentará con que le regaléis a su hermana y a su hermano adoptivo. Entregadle a Clarissa Morgenstern y a Jace Lightwood y evitaréis el desastre.
Clary oyó a Jace inspirar profundamente. Lo miró con pánico en los ojos. Notaba a toda la sala mirándola, y se notó disolverse, como sal en el agua.
—Somos nefilim —replicó Robert con frialdad—. No comerciamos con los nuestros. Él lo sabe.
—Nosotros, los de la Copa Infernal, tenemos en nuestra posesión a cinco de vuestros aliados —fue la respuesta—. Meliorn, de los seres mágicos; Raphael Santiago, de los Hijos de la Noche; Luke Garroway, de los Hijos de la Luna, Jocelyn Morgenstern, de los nefilim, y Magnus Bane, de los Hijos de Lilith. Si no nos dais a Clarissa y a Jonathan, sufrirán la muerte de hierro y plata, de fuego y serbal. Y cuando vuestros aliados subterráneos sepan que habéis sacrificado a sus representantes por no haber querido entregar a los vuestros, se volverán en vuestra contra. Se unirán a nosotros, y os encontraréis luchando no solo contra aquel que sostiene la Copa Infernal sino contra todos los subterráneos.
Clary sintió un mareo, tan intenso que casi fue una náusea. Sabía (claro que lo sabía, con una creciente seguridad, que no era certeza pero que no había podido ignorar) que su madre, Luke y Magnus corrían peligro, pero oírlo era totalmente diferente. Comenzó a temblar y a repetir en su interior la palabras de una plegaria incoherente: «Mamá, Luke, estad bien, por favor, que no os pase nada. Que Magnus esté bien, por Alec. Por favor».
También oía en su cabeza la voz de Isabelle diciendo que Sebastian no podía luchar contra ellos y todos los subterráneos. Pero había encontrado una manera de darle la vuelta a la tortilla: si los representantes de los subterráneos sufrían algún mal, parecería culpa de los cazadores de sombras.
La expresión de Jace se había tornado sombría, pero la miró a los ojos con la misma decisión que se le había instalado como una aguja en el corazón. No podían dejar que eso ocurriera. Irían con Sebastian. Era la única opción.
Dio un paso adelante con la intención de hablar, pero se encontró que tiraban de ella hacia atrás por la muñeca con fuerza. Se volvió, esperando ver a Simon, pero, para su sorpresa, era Isabelle.
—No lo hagas —le dijo.
—Eres un estúpido —soltó Kadir, mirando a Matthias con ojos furiosos—. Ningún subterráneo nos considerará responsables por no sacrificar a nuestros niños ante la pira de cadáveres de Jonathan Morgenstern.
—Oh, pero no los matará —repuso Matthias con una cruel alegría—. Tenéis su palabra por el Ángel de que no hará ningún daño ni a la chica Morgenstern ni al chico Lightwood. Son su familia, y desea tenerlos a su lado. Así que no habrá tal sacrificio.
Clary notó que algo le rozaba la mejilla; era Jace. La había besado con rapidez, y ella recordó el beso de Judas de Sebastian la noche anterior. Se volvió para agarrarlo, pero él ya se había marchado, alejándose de ellos, descendiendo por los escalones entre los bancos que llevaban hasta el estrado.
—¡Yo iré! —gritó, y su voz resonó en la sala—. Iré voluntariamente. —Tenía la espada en la mano. La tiró y oyó su repicar metálico contra los escalones—. Yo iré con Sebastian —proclamó en el silencio que siguió—. Pero deja a Clary fuera de esto. Permite que se quede. Llévame a mí solo.
—Jace, no —exclamó Alec, pero su voz quedó apagada por el clamor que se extendió por la sala; voces que se alzaban como el humo y se curvaban hacia el techo, y Jace se plantó frente al Oscurecido con las manos en alto, mostrando que no portaba armas, el cabello brillándole bajo la luz de las runas. Un ángel ante el sacrificio.
Matthias Gonzales soltó una risotada.
—No habrá trato sin Clarissa —dijo—. Sebastian exige tenerlos a los dos, y yo informo de lo que mi amo exige.
—Piensas que somos estúpidos —replicó Jace—. Disculpa, me equivoco. No piensas en absoluto. Solo eres el portavoz de un demonio, eso es todo. Ya no te importa nada. Ni la familia, ni la sangre, ni el honor. Ya no eres humano.
Matthias sonrió con desdén.
—¿Y por qué querría alguien ser humano?
—Porque tu trato no tiene ningún valor —contestó Jace—. Supongamos que nos entregamos y Sebastian libera a los rehenes. Y entonces ¿qué? Te has esforzado mucho para decirnos que es mucho mejor que los nefilim, que es mucho más fuerte, que es mucho más listo. Que puede atacarnos aquí, en Alacante, y que todas nuestras salvaguardas y todos nuestros vigilantes no pueden evitar que entre. Que nos destruirá a todos. Si quieres negociar con alguien, tienes que ofrecerle la posibilidad de ganar. Si fueras humano lo sabrías.
En el silencio que siguió, Clary pensó que se podría oír una gota de sangre caer al suelo. Matthias estaba inmóvil, con la daga aún contra el cuello de Jia. Formaba palabras con los labios como si susurrara algo, o recitara algo que había oído…
O escuchado, pensó Clary, escuchado las palabras que le susurraban al oído.
—No podéis ganar —dijo Matthias finalmente, y Jace se echó a reír, con esa risa seca y áspera de la que Clary se había enamorado al principio. No era un ángel ante el sacrificio, pensó, sino un ángel vengador, todo oro, sangre y fuego, seguro incluso al enfrentarse a la derrota.
—Ves lo que quiero decir —repuso Jace—. Entonces ¿qué importa si morimos ahora o más tarde?
—No podéis ganar —repitió Matthias—, pero podéis sobrevivir. Los que lo elijan pueden ser transformados por la Copa Mortal; os convertiréis en soldados de la Estrella Matutina y gobernaréis el mundo con Jonathan Morgenstern como líder. Los que elijan seguir siendo los hijos de Raziel, pueden hacerlo, mientras permanezcan en Idris. Las fronteras de Idris serán selladas, cerradas al resto del mundo, que nos pertenecerá a nosotros. Esta tierra que os entregó el Ángel podéis quedárosla, y si os mantenéis dentro de sus límites, estaréis a salvo, Eso se os puede prometer.
Jace lo miró fijamente.
—Las promesas de Sebastian no significan nada.
—Sus promesas son todo lo que tenéis —replicó Matthias—. Mantened vuestra alianza con los subterráneos, quedaos dentro de las fronteras de Idris, y sobreviviréis. Pero esta oferta solo se mantendrá si os entregáis voluntariamente a nuestro señor. Clarissa y tú, los dos. No hay negociación.
Clary miró lentamente por toda la sala. Algunos de los nefilim parecían ansiosos, otros asustados, otros furiosos. Y otros estaban calculando. Recordó el día en que había estado en la Sala de los Acuerdos ante esa misma gente y les había mostrado la runa de Unión que podía hacerles ganar la guerra. Entonces le habían estado agradecidos. Pero ese era el mismo Consejo que había votado por dejar de buscar a Jace cuando Sebastian se lo había llevado, porque la vida de un chico no valía el gasto de sus recursos.
Sobre todo si ese chico había sido el hijo adoptivo de Valentine.
Hubo un tiempo en que pensaba que había gente buena y gente mala, que había un lado de luz y otro de oscuridad, pero ya no creía eso. Había visto la maldad en su hermano y en su padre, la maldad de las buenas intenciones equivocadas y la maldad del puro deseo de poder. Pero en la bondad tampoco había seguridad: la virtud podía cortar como un cuchillo, y el fuego del Cielo era cegador.
Se apartó de Alec y de Isabelle, y notó que Simon la cogía del brazo. Se volvió y lo miró. Negó con la cabeza.
«Tienes que dejarme hacer esto».
Los oscuros ojos de Simon parecían rogarle.
—No —le susurró.
—Ha dicho los dos —le susurró a su vez ella como respuesta—. Si Jace va con Sebastian sin mí, lo matará.
—Os matará a los dos de todas maneras. —Isabelle casi lloraba de frustración—. No puedes ir, y Jace tampoco… ¡Jace!
Este se volvió para mirarlos. Clary vio su cambio de expresión al darse cuenta de que ella estaba tratando de ir con él. Negó con la cabeza y formó la palabra «no» con los labios.
—Danos tiempo —dijo Robert Lightwood—. Al menos danos tiempo para votar.
Matthias apartó el cuchillo del cuello de Jia y lo mantuvo en alto. La rodeó con el otro brazo y le agarró el frontal de la túnica. Alzó el cuchillo hacia el techo, y de este saltaron chispas.
—Tiempo —replicó desdeñoso—. ¿Y por qué iba Sebastian a daros tiempo?
Un seco sonido cantarín cortó el aire. Clary vio algo brillante pasar sobre ella, y oyó el ruido del metal golpeando el metal cuando una flecha se estrelló contra el cuchillo que Matthias sostenía sobre la cabeza de Jia y se lo arrancó de la mano. Clary volvió la cabeza y vio a Alec, con el arco en alto, la cuerda todavía vibrando. Matthias lanzó un rugido y se tambaleó hacia atrás con la mano sangrando. Jia se alejó rápidamente mientras él se lanzaba a por su cuchillo caído. Clary oyó a Jace gritar «¡Nakir!». Había sacado un cuchillo serafín del cinturón y su luz iluminaba el pasillo.
—¡Salid de en medio! —gritó mientras comenzaba a abrirse paso hacia el estrado.
—¡No! —Alec soltó el arco, saltó por encima del respaldo de una fila de bancos y se lanzó sobre Jace; lo tiró al suelo justo cuando el estrado se alzaba en llamas como una hoguera regada con gasolina. Jia gritó y saltó del estrado. Kadir la cogió al vuelo y la dejó en el suelo con cuidado mientras todos los cazadores de sombras se volvían para mirar las crecientes llamas.
—¿Qué demonios…? —susurró Simon, que seguía sujetando a Clary por el brazo.
Esta estaba mirando a Matthias, una sombra negra entre las llamas. Era evidente que no le hacían ningún daño; parecía estar riendo, y agitaba los brazos de aquí para allí, como si fuera el director de una orquesta de llamas. La sala se llenó de chillidos y del olor de la madera ardiendo. Aline, llorando, había corrido a ayudar a su madre, que sangraba. Helen observaba impotente mientras, junto con Julian, trataba de proteger a los Blackthorn más pequeños de lo que estaba sucediendo más abajo.
Pero nadie protegía a Emma. Esta se hallaba separada del grupo, con la carita blanca de la impresión, mientras por encima de los sonidos ya horribles que llenaban la sala se oyó la voz de Matthias superando el estruendo.
—¡Dos días, nefilim! ¡Tenéis dos días para decidir vuestro destino! ¡Y luego todos arderéis! ¡Arderéis en los fuegos del Infierno, y las cenizas de Edom cubrirán vuestros huesos!
Su voz se alzó en un chillido que no era de este mundo y que cesó de repente, mientras las llamas se consumían y él desaparecía con ellas. Los últimos rescoldos cayeron al suelo, las brillantes chispas rozando el mensaje escrito con icor sobre el estrado.
Veni.
HE LLEGADO.
Maia había tenido que estar dos minutos respirando hondo frente a la puerta del apartamento antes de sentirse capaz de poner la llave en la cerradura.
Todo en el pasillo parecía normal, inquietantemente normal. Los abrigos de Jordan y de Simon colgaban en ganchos en el estrecho vestíbulo. Las paredes estaban decoradas con señales callejeras compradas en mercadillos.
Se dirigió a la sala, que parecía congelada en el tiempo: la tele estaba encendida, y la pantalla mostraba las oscuras rayas de la estática, los dos mandos de videojuegos aún continuaban en el sofá. Habían olvidado apagar la cafetera. Fue y le dio al interruptor, mientras trataba con todas sus fuerzas de no mirar las fotos de Jordan y ella colgadas en la nevera: ellos en el puente de Brooklyn; tomando un café en el restaurante de Waverly Place; Jordan riendo y enseñando las uñas, que Maia le había pintado de azul, verde y rojo. No se había fijado nunca en las muchas fotografías que él había hecho de los dos, como si tratara de inmortalizar cada segundo de su relación, para evitar que se le escurrieran de la memoria como agua.
Tuvo que hacerse fuerte antes de entrar en el dormitorio. La cama estaba revuelta y deshecha, había ropa por todas partes; Jordan nunca había sido especialmente pulcro. Maia fue al armario donde tenía sus cosas y se quitó la ropa de Leila.
Aliviada, se puso sus propios vaqueros y camiseta. Estaba a punto de coger un abrigo cuando sonó el timbre de la puerta.
Jordan había guardado las armas de las que lo proveía el Praetor en un baúl al pie de la cama. Ella lo abrió y cogió una pesada botella de hierro con una cruz grabada en el frente.
Se puso el abrigo y fue a la sala con la botella en el bolsillo, la mano sujetándola con fuerza. Llegó a la puerta y la abrió de golpe.
La niña que estaba al otro lado tenía una lacia melena oscura hasta los hombros. En contraste, su piel era blanca como la muerte en la que destacaban los labios rojo oscuro. Llevaba un severo traje sastre. Era una moderna Blancanieves de sangre, hollín y hielo.
—Me has llamado —dijo la niña—. La novia de Jordan Kyle, ¿me equivoco?
«Lily, es la más lista del clan de los vampiros. Lo sabe todo. Raphael y ella siempre han sido como uña y carne».
—No hagas como si no lo supieras, Lily —soltó Maia—. Ya has estado aquí antes. Estoy segura de que tú raptaste a Simon de este apartamento para Maureen.
—¿Y? —Lily se cruzó de brazos y el caro traje crujió—. ¿Me vas a invitar a entrar o no?
—No —contestó Maia—. Vamos a hablar aquí, en el pasillo.
—Qué rollo. —Lily se apoyó en la pared con la pintura desconchada e hizo una mueca—. ¿Por qué me has convocado aquí, licántropo?
—Maureen está loca —dijo Maia—. Raphael y Simon no están. Sebastian Morgenstern está asesinando subterráneos para crearles conflictos a los nefilim. Y quizá sea hora de que los vampiros y los licántropos hablemos. Incluso de que nos aliemos.
—Bueno, pero qué monada eres —soltó Lily y se irguió—. Mira. Maureen está loca, pero sigue siendo la jefa del clan. Y te puedo decir algo: no va a parlamentar con una miembro de la manada toda presumida a la que se le ha ido la olla porque han matado a su novio.
Maia apretó con más fuerza la botella que tenía en la mano. Ansiaba lanzarle el contenido a Lily a la cara, lo ansiaba con tal intensidad que hasta la asustaba.
—Llámame cuando seas la jefa de la manada. —Había una luz oscura en los ojos de la chica, como si estuviera tratando de decirle algo a Maia sin ponerlo en palabras—. Y entonces hablaremos.
Lily se volvió y se marchó con los tacones resonando por el pasillo. Lentamente, Maia fue relajando la mano que sujetaba la botella de agua bendita en el bolsillo.
—Buen tiro —elogió Jace.
—No hace falta que te burles de mí. —Alec y Jace se hallaban en una de las salas de reuniones del mareante conjunto del Gard; no era la misma en la que Jace había estado antes con Clary, sino otra más austera en una parte más antigua del Gard. Los muros eran de piedra, y un largo banco iba de un lado al otro de la pared este. Jace estaba arrodillado sobre él, con la chaqueta caída a un lado y la manga derecha arremangada.
—No me burlo —protestó Jace cuando Alec le ponía la punta de la estela en el brazo desnudo. Mientras las oscuras líneas comenzaban a salir en espiral del adamas, Jace no pudo evitar recordar otro día, en Alacante, con Alec vendándole la mano y diciéndole enfadado: «Puedes curarte lenta y feamente, como un mundano». Aquel día, Jace había atravesado una ventana con el puño. Se merecía todo lo que Alec le había dicho.
Este dejó escapar aire lentamente; siempre era muy cuidadoso con sus runas, sobre todo con los iratzes. Parecía sentir la más ligera quemazón, el pinchazo en la piel que Jace sentía, aunque a este nunca le había importado el dolor; el mapa de cicatrices que le cubría el bíceps y le llegaba hasta el antebrazo era testigo de eso. Había una fuerza especial en una runa dibujada por el parabatai. Por eso los habían enviado lejos a los dos, mientras que el resto de la familia Lightwood se reunía en las oficinas de la Cónsul; así Alec podría curar a Jace lo más rápida y eficientemente posible. Este se había quedado bastante sorprendido: había esperado, más o menos, que lo harían sentar durante toda la reunión con la muñeca morada e hinchándosele.
—No me burlo —repitió Jace, mientras Alec acababa y se apartaba para ver su obra. Jace ya comenzaba a notar la insensibilidad producida por el iratze; se le iba extendiendo por las venas, calmando el dolor del brazo, cerrándole el labio partido—. Diste en el cuchillo de Matthias desde la mitad del anfiteatro. Un tiro limpio que ni rozó a Jia. Y eso que Matthias se estaba moviendo.
—Estaba motivado —repuso Alec, y se guardó la estela en el cinturón. El cabello oscuro le caía alborotado sobre los ojos; no se lo había cortado bien desde que Magnus y él habían roto.
Magnus. Jace cerró los ojos.
—Alec —dijo—. Iré. Sabes que iré.
—Lo dices como si eso tuviera que tranquilizarme —replicó Alec—. ¿Crees que quiero que te entregues a Sebastian? ¿Estás loco?
—Creo que tal vez sea la única forma de salvar a Magnus. —Jace habló a la oscuridad de sus párpados cerrados.
—¿Y también estás dispuesto a intercambiar la vida de Clary? —El tono de Alec era ácido. Jace abrió los ojos; Alec lo estaba mirando fijamente, pero sin expresión alguna.
—No —contestó Jace, y oyó la derrota en su propia voz—. No podría hacer eso.
—Y yo no te lo pediría —afirmó Alec—. Esto… esto es lo que Sebastian trata de hacer. Poner cuñas entre nosotros, emplear a la gente que amamos como ganchos para separarnos. No deberíamos permitírselo.
—¿Desde cuándo eres tan sabio? —se burló Jace.
Alec se rio, una risa breve y seca.
—El día que yo sea sabio será el día que tú tengas cuidado.
—Quizá siempre hayas sido sabio —insistió Jace—. Recuerdo cuando te pregunté si querías ser mi parabatai, y me dijiste que necesitabas pensártelo un día o dos. Y luego volviste y me dijiste que sí, y cuando te pregunté por qué habías aceptado, me dijiste que era porque yo necesitaba a alguien que me cuidara. Y tenías razón. Nunca había vuelto a pensarlo, porque nunca tuve que hacerlo. Te tenía, y tú siempre me has cuidado. Siempre.
La expresión de Alec de repente se tornó seria. Jace casi podía ver la tensión palpitar en las venas de su parabatai.
—No digas eso —replicó Alex—. No hables así.
—¿Por qué no?
—Porque —contestó Alec— así es como habla la gente cuando cree que va a morir.
—Si entregamos a Clary y a Jace a Sebastian, los entregamos a su muerte —dijo Maryse.
Se hallaban en el despacho de la Cónsul, seguramente la habitación más elegantemente decorada de todo el Gard. Una gruesa alfombra cubría el suelo, de las paredes de piedra colgaban tapices, y un enorme escritorio cruzaba la sala en diagonal. En un lado estaba Jia Penhallow, cuyo corte del cuello se le estaba cerrando al ir actuando los iratzes. Detrás de ella se encontraba su esposo, Patrick, que le ponía la mano en un hombro.
Frente a ellos estaban Maryse y Robert Lightwood. Para sorpresa de Clary, habían permitido que Isabelle, Simon y ella permanecieran en la sala. Era la suerte de Jace y la de ella lo que se estaba discutiendo, supuso. Sin embargo, la Clave nunca antes parecía haber tenido demasiado problema en decidir el destino de la gente sin la intervención de los interesados.
—Sebastian dice que no les hará daño —dijo Jia.
—Su palabra no vale nada —soltó Isabelle—. Miente. Y no significa nada que lo jure por el Ángel, porque a él no le importa el Ángel. Sirve a Lilith, si es que sirve a alguien.
Se oyó un suave clic y la puerta se abrió. Entraron Alec y Jace. Antes, los dos habían caído rodando por un buen tramo de escalera, y Jace se había llevado la peor parte, con un labio partido y una muñeca que o se le había roto o se le había luxado, aunque ya parecía estar bien. Trató de sonreír a Clary al entrar, pero tenía la mirada angustiada.
—Tienes que entender cómo lo verá la Clave —continuó Jia—. Tú has luchado contra Sebastian en el Burren. Se les explicó la diferencia entre un guerrero Oscurecido y un cazador de sombras, pero no lo vieron, no hasta la Ciudadela. Nunca había habido una raza de guerreros más poderosos que los nefilim. Ahora la hay.
—Atacó la Ciudadela para recabar información —afirmó Jace—. Quería saber de qué eran capaces los nefilim: no solo el grupo que pudimos reunir en el Burren, sino guerreros enviados por la Clave a luchar. Quería ver cómo se comportaban ante sus fuerzas.
—Nos estaba tomando la medida —confirmó Clary—. Nos estaba pesando en una balanza.
Jia la miró.
—Mene mene tekel upharsin —dijo suavemente.
—Tenías razón cuando dijiste que Sebastian no quiere una gran batalla —apuntó Jace—. Lo que le interesa es luchar un montón de pequeñas batallas donde pueda transformar a un montón de nefilim. Añadirlos a sus fuerzas. Y podría haber funcionado, lo de quedarnos en Idris, el hacerle traer la lucha aquí, romper la marea de su ejército contra las rocas de Alacante. Excepto que ahora que ha atrapado a los representantes de los subterráneos, quedarnos aquí no funcionará. Sin nosotros para observar, con los subterráneos volviéndose contra nosotros, los Acuerdos no se sostendrán. El mundo… está cayendo en pedazos.
Jia miró a Simon.
—¿Qué dices tú, subterráneo? ¿Acaso Matthias tenía razón? Si nos negamos a pagar a Sebastian el rescate de los rehenes, ¿significará la guerra con los subterráneos?
Simon parecía sorprendido de que se dirigieran a él de un modo oficial. Consciente o inconscientemente, se había llevado la mano al medallón de Jordan que colgaba de su cuello. Lo sujetó mientras hablaba.
—Creo que aunque hay algunos subterráneos que serían razonables, no ocurriría así con los vampiros. Ya que piensan que los nefilim consideran que sus vidas valen poco. Los brujos… —Negó con la cabeza—. No entiendo a los brujos. Ni a las hadas; la reina seelie parece ir a la suya. Ayudó a Sebastian con estos. —Alzó la mano donde brillaba el anillo.
—Parece posible que eso fuera menos para ayudar a Sebastian que por su insaciable deseo de saberlo todo —apuntó Robert—. Es cierto que os espió, pero entonces no se sabía que Sebastian era nuestro enemigo. Y más aún, Meliorn ha jurado y rejurado que la lealtad de las hadas es hacia nosotros y que Sebastian es su enemigo, y las hadas no pueden mentir.
Simon se encogió de hombros.
—De todas formas, lo que quiero decir es que no entiendo cómo piensan. Pero los licántropos quieren a Luke. Querrán recuperarlo desesperadamente.
—Antes era un cazador de sombras… —comentó Robert.
—Eso lo hace aún peor —lo interrumpió Simon, y no era Simon, el mejor amigo de Clary, el que hablaba, sino alguien que conocía la política de los subterráneos—. Ven el modo en que los nefilim tratan a los subterráneos que han sido nefilim como prueba de que los cazadores de sombras consideran que la sangre de los subterráneos es impura. Magnus me habló una vez de una cena a la que lo invitaron en un Instituto; era para subterráneos y cazadores de sombras, pero después los cazadores de sombras tiraron todos los platos. Porque los subterráneos los habían tocado.
—No todos los nefilim son así —replicó Maryse.
Simon se encogió otra vez de hombros.
—La primera vez que estuve en el Gard fue porque me trajo Alec —explicó—. Yo confié en que el Cónsul solo quería hablar conmigo. En vez de eso, me metieron en una celda y casi me dejaron morir de hambre. El propio parabatai de Luke le aconsejó que se suicidara cuando Luke se transformó. El Praetor Lupus ha sido quemado hasta los cimientos por alguien que, incluso siendo enemigo de Idris, es un cazador de sombras.
—Entonces ¿estás diciendo que sí, que habrá guerra? —preguntó Jia.
—Ya hay guerra, ¿no? —repuso Simon—. ¿No acaban de herirte en una batalla? Lo único que digo es que Sebastian está empleando las grietas en vuestras alianzas para quebraros, y lo está haciendo bien. Quizá él no entienda a los humanos, y no digo que no lo haga, pero entiende la maldad, la traición y el egoísmo, y eso es algo que afecta a todo lo que tiene una mente y un corazón. —Cerró la boca de golpe, como si temiera haber hablado demasiado.
—¿Así que crees que deberíamos hacer lo que pide Sebastian, entregarle a Jace y a Clary? —preguntó Patrick.
—No —respondió Simon—. Lo que creo es que Sebastian siempre miente, y que entregarlos no servirá de nada. Incluso si lo jura, miente, como ha dicho Isabelle. —Miró a Jace y luego a Clary—. Vosotros lo sabéis —dijo—. Lo sabéis mejor que nadie; vosotros sabéis lo que significa su palabra. Decídselo.
Clary negó con la cabeza, y fue Isabelle la que respondió por ella.
—No pueden —explicó—. Parecería que están rogando por su vida, y ninguno de ellos va a hacerlo.
—Yo ya me he ofrecido voluntariamente —les recordó Jace—. He dicho que iría. Sabéis por qué me quiere a mí. —Abrió los brazos. Clary no se sorprendió al ver que el fuego celestial era visible bajo la piel de los antebrazos, como alambres dorados—. El fuego celestial lo hirió en el Burren. Le tiene miedo, así que me tiene miedo a mí. Lo vi en su rostro, en la habitación de Clary.
Se hizo un largo silencio. Jia se dejó car en la silla.
—Tienes razón —admitió—. Estoy de acuerdo con todos vosotros. Pero no puedo controlar a la Clave, y hay los que escogerán lo que ven como una seguridad, y otros que siempre han odiado la idea de aliarnos con los subterráneos y que agradecerán la oportunidad de negarse. Si Sebastian deseaba dividir la Clave en facciones, y estoy segura de que así era, ha escogido la manera perfecta de hacerlo. —Miró a los Lightwood, a Jace y a Clary, y su mirada reposó en cada uno de ellos por turnos—. Me encantaría oír sugerencias —añadió, con cierta sequedad.
—Podríamos escondernos —propuso Isabelle inmediatamente—. Desaparecer en algún lugar donde Sebastian no pueda encontrarnos nunca; podrías decirle que Jace y Clary han escapado a pesar de tus esfuerzos por retenerlos. No podrá culparte de eso.
—Una persona razonable no culparía a la Clave —intervino Jace—. Pero Sebastian no es razonable.
—Y no hay ningún lugar donde podamos ocultarnos de él —añadió Clary—. Me encontró en casa de Amatis y podrá encontrarme donde sea. Quizá Magnus podría habernos ayudado, pero…
—Hay otros brujos —sugirió Patrick, y Clary se atrevió a echar una rápida mirada a Alec. Su rostro parecía tallado en piedra.
—No puedes contar con que nos ayuden por mucho que les pagues, no en estos momentos —afirmó Alec—. Ese es el sentido del rapto. No ayudarán a la Clave a no ser que nosotros los ayudemos primero.
Llamaron a la puerta y entraron dos Hermanos Silenciosos, con los hábitos brillando como el pergamino bajo la luz mágica.
—Hermano Enoch —dijo Patrick como saludo—, y…
—Hermano Zachariah —lo interrumpió el segundo mientras se bajaba la capucha.
A pesar de lo que Jace había insinuado en la sala del Consejo, ver a un Zachariah humano fue toda una impresión. Era casi irreconocible, solo las oscuras runas sobre los pómulos recordaban lo que había sido. Era esbelto, casi delgado, alto y de cabello negro, con una elegancia delicada y muy humana en la forma del rostro. Parecía tener unos veinte años.
—¿Es… —preguntó Isabelle en voz baja y tono de asombro—… el hermano Zachariah? ¿Cuándo se ha puesto tan bueno?
—¡Isabelle! —le susurró Clary, pero el hermano Zachariah o no la había oído o tenía mucha capacidad de contenerse. Miraba a Jia, y luego, para sorpresa de Clary, dijo algo en un idioma que ella desconocía.
A Jia le temblaron los labios un momento. Luego los tensó formando una fina línea. Se volvió hacia los otros.
—Amalric Kriegsmesser ha muerto —informó.
Clary, después de las docenas de sustos que había tenido en las últimas horas, tardó varios segundos en recordar quién era: el Oscurecido al que habían capturado en Berlín y que habían llevado a la Basilias, donde los Hermanos buscaban una cura.
—Nada de lo que hemos probado con él ha servido —les informó el hermano Zachariah. Su voz sonaba musical. Parecía británico, pensó Clary. Antes solo le había oído la voz dentro de la cabeza, y la comunicación telepática parecía borrar cualquier tipo de acento—. Ni uno solo de los hechizos, ni una sola de las pociones. Finalmente, lo hicimos beber de la Copa Mortal.
«Eso acabó con él —añadió Enoch—. La muerte fue instantánea».
—El cadáver de Amalric debe enviarse por un Portal a los brujos del Laberinto Espiral para que lo estudien —dijo Jia—. Quizá si actuamos con suficiente rapidez podrá… podrán aprender algo de su muerte. Alguna pista para una cura.
—Su pobre familia… —comentó Maryse—. Nunca lo verán incinerado y enterrado en la Ciudad Silenciosa.
—Ya no es un nefilim —repuso Patrick—. Si fueran a enterrarlo, debería ser en el cruce de caminos a las afueras del bosque de Brocelind.
—Como a mi madre —dijo Jace—. Porque se suicidó. Los criminales, los suicidas y los monstruos están enterrados donde se cruzan los caminos, ¿no?
Su voz sonaba falsamente animada, el tono que Clary sabía que empleaba para disimular la furia o el dolor. Quiso acercarse a él, pero había demasiada gente en la sala.
—No siempre —contestó el hermano Zachariah en su elegante acento—. Uno de los jóvenes Longford estuvo en la batalla de la Ciudadela. Se vio obligado a matar a su propio parabatai, que había sido transformado por Sebastian. Después volvió su propia espada contra sí y se cortó las venas. Hoy será incinerado junto al resto de los muertos, con todos los honores.
Clary recordó al joven que había visto en la Ciudadela inclinado sobre el cadáver de un cazador en traje rojo, llorando mientras la batalla rugía alrededor. Se preguntó si debería haberse parado, haber hablado con él, si eso lo habría ayudado, si habría habido algo que ella hubiera podido hacer.
Jace parecía estar a punto de vomitar.
—Por eso tenéis que dejarme ir con Sebastian —dijo—. Esto no puede seguir sucediendo. Estas batallas, luchando contra los Oscurecidos… Y encontrará cosas peores para hacer. Sebastian siempre lo hace. Que te transforme es peor que morir.
—Jace —exclamó Clary, cortante, pero Jace le lanzó una mirada, medio desesperada medio suplicante. Una mirada que le rogaba que no dudara de él. Se inclinó hacia adelante y puso las manos sobre la mesa de la Cónsul.
—Enviadme con él —insistió Jace—. E intentaré matarlo. Tengo el fuego celestial. Es nuestra mejor oportunidad.
—No se trata de enviarte a ninguna parte —repuso Maryse—. No podemos enviarte con él; no sabemos dónde está Sebastian. La cuestión es dejarlo que se te lleve.
—Entonces, dejadlo que se me lleve…
—Definitivamente no. —El hermano Zachariah estaba muy serio, y Clary recordó lo que le había dicho una vez: «Si se me presenta la oportunidad de salvar al último del linaje Herondale, considero eso de mayor importancia que la lealtad que le debo a la Clave»—. Jace Herondale —dijo—. La Clave puede elegir entre obedecer a Sebastian o desafiarlo, pero de ninguna manera puedes ser entregado a él del modo que él espera. Debemos sorprenderlo. Si no, solo estaremos entregándole la única arma a la que sabemos que teme.
—¿Tienes alguna sugerencia? —preguntó Jia—. ¿Lo hacemos salir? ¿Usamos a Jace y a Clary para capturarlo?
—No puedes usarlos como carnaza —protestó Isabelle.
—Quizá pudiéramos separarlos de sus hombres —sugirió Maryse.
—No puedes engañar a Sebastian —contestó Clary, agotada—. No le importan las razones ni las excusas. Solo existe él y lo que él quiere, y si te metes entre esas dos cosas, acaba contigo.
Jia se inclinó sobre la mesa.
—Quizá podamos convencerlo de que quiere otra cosa. ¿Hay algo con lo que podamos negociar, algo que ofrecerle?
—No —susurró Clary—. No hay nada. Sebastian es…
Pero ¿cómo podía describir a su hermano? ¿Cómo se podía explicar la sensación de mirar al oscuro corazón de un agujero negro? «Imagínate que fueras el último cazador de sombras sobre la tierra, imagínate que toda tu familia y tus amigos estuvieran muertos, imagínate que no quedara nadie que creyera en lo que eres. Imagínate que estuvieras sobre la tierra un billón de años, después de que el sol haya abrasado toda la vida, y que anhelaras desesperadamente desde lo más hondo de ti una sola criatura que aún respirara a tu lado, pero no hubiera nada, solo ríos de fuego y ceniza. Imagínate estar así de solo, y luego imagínate que solo se te ocurriera un modo de solucionarlo. Entonces imagínate lo que harías para que eso sucediera».
—No. No cambiará de opinión. Nunca —afirmó Clary.
Se oyó un murmullo de voces. Jia dio una palmada para pedir silencio.
—Ya basta —dijo—. Estamos dando vueltas y vueltas. Es hora de que la Clave y el Consejo discutan la situación.
—Si se me permite una sugerencia. —El hermano Zachariah recorrió la sala con la mirada, los ojos pensativos bajo las oscuras pestañas, antes de posarla sobre Jia—. Los ritos funerarios por los muertos en la Ciudadela están a punto de comenzar. Esperan tu asistencia, Cónsul, igual que la tuya, Inquisidor. Sugeriría que Clary y Jace se quedaran en la casa del Inquisidor, teniendo en cuenta la protección con la que cuenta, y que el Consejo se reúna después de la ceremonia.
—Tenemos derecho a estar en esa reunión —replicó Clary—. Esta decisión nos concierne. Es sobre nosotros.
—Se os llamará —dijo Jia, sin mirar ni a uno ni al otro. Su mirada pasó directamente a Robert y a Maryse, al hermano Enoch y al hermano Zachariah—. Hasta ese momento, descansad; necesitaréis toda vuestra energía. Podría ser una noche muy larga.