ESOS PLACERES VIOLENTOS
Clary oyó su propia respiración resonarle en los oídos.
Pensó en la primera vez que Luke la había llevado a nadar al lago de la granja, y en cómo se había hundido tan profundamente en el agua azul verdosa que el mundo exterior desapareció y solo quedó el sonido de su propio corazón, resonante y distorsionado. Se preguntó si había dejado el mundo atrás, si siempre estaría perdida, hasta que Luke la sacó, desorientada y escupiendo agua, de nuevo a la luz.
En ese momento se sentía igual, como si se hubiera topado con otro mundo, distorsionado, sofocante e irreal. La habitación era la misma, los mismos muebles gastados y paredes de madera, la coloreada alfombra, apagada y blanqueada por la luz de la luna, pero Sebastian había aparecido en medio de todo eso como una flor exótica y venenosa saliendo de un lecho de hierbas comunes.
En lo que le pareció a cámara lenta, Clary se volvió para salir corriendo por la puerta abierta, pero vio que se le cerraba en la cara. Una fuerza invisible la sujetó, la hizo volverse y la empujó con fuerza contra la pared del cuarto. Se golpeó la cabeza contra la madera. Parpadeó para alejar las lágrimas de dolor y trató de mover las piernas. No pudo. Estaba clavada a la pared, paralizada de cintura para abajo.
—Mis disculpas por el hechizo de sujeción —se excusó Sebastian en un tono ligero y burlón. Se apoyó en las almohadas y estiró los brazos hasta tocar el cabezal, arqueándose como un gato. La camiseta se le subió y le dejó al descubierto el estómago, blanco y plano, marcado con líneas de runas. Había algo que pretendía ser claramente seductor en esa postura, algo que hizo que una náusea le revolviera el estómago a Clary—. Me ha costado un poco prepararlo, pero ya sabes cómo son estas cosas. No se pueden correr riesgos.
—Sebastian. —Para su sorpresa, la voz no le tembló. Clary notaba cada centímetro de su piel. Se sentía expuesta y vulnerable, como si estuviera sin traje o sin protección ante una cascada de cristales rotos que cayeran de lo alto—. ¿Por qué estás aquí?
El anguloso rostro de Sebastian estaba pensativo, escrutante. Una serpiente tumbada al sol, despertándose, aún no peligrosa.
—Porque te he añorado, hermanita. ¿Tú me has añorado?
Clary pensó en gritar, pero Sebastian le pondría una daga en el cuello antes de que consiguiera emitir cualquier sonido. Trató de calmar los latidos de su corazón. Había sobrevivido a él antes, podía hacerlo de nuevo.
—La última vez que nos vimos, me apuntabas con una ballesta a la espalda —contestó ella—. Así que la respuesta es no.
Él trazó un lento dibujo en el aire con el dedo.
—Mentirosa.
—Tú también —replicó ella—. No has venido aquí porque me añorabas; has venido porque quieres algo. ¿Qué?
De repente, él se puso en pie con gran agilidad, demasiado rápido como para que ella captara el movimiento. El cabello casi blanco le caía sobre los ojos. Clary recordó estar en la orilla del Sena con él, mirando cómo la luz le iluminaba el pelo, tan fino y claro como el delicado estambre de un diente de león. Se preguntó si Valentine habría sido igual de joven.
—Quizá quiera negociar una tregua —respondió Sebastian.
—La Clave no va a negociar ninguna tregua contigo.
—¿De verdad? ¿Después de lo de anoche? —Dio un paso hacia ella. Clary volvió a darse cuenta de que no podía escapar corriendo. Contuvo un grito—. Estamos en dos bandos diferentes. Tenemos ejércitos enfrentados. ¿No es eso lo que se hace? ¿Negociar una tregua? Es eso o luchar hasta que uno pierda tanta gente como para rendirse. Pero quizá no me interese una tregua con ellos. Quizá solo me interese una tregua contigo.
—¿Por qué? Tú no perdonas. Lo sé. Lo que hice, tú no lo perdonarías.
Sebastian se movió de nuevo, un seco destello, y de repente estaba encima de ella, con los dedos rodeándole la muñeca izquierda y sujetándosela por encima de la cabeza.
—¿Qué parte? ¿La destrucción de mi casa, de la casa de nuestro padre? ¿Traicionarme y mentirme? ¿Romper mi lazo con Jace?
Clary podía verle la rabia en los ojos, notar los latidos de su corazón.
Lo único que deseaba era darle una patada, pero las piernas no se le movían. Le tembló la voz.
—Cualquiera.
Lo tenía tan cerca que notó cuándo relajó el cuerpo. Era delgado como un galgo, musculoso, duro; sus afilados ángulos la aprisionaban.
—Creo que puedes haberme hecho un favor. Quizá incluso era lo que pretendías —continuó Sebastian. Y Clary pudo verse reflejada en sus inquietantes ojos; los iris tan oscuros que casi se le fundían con las pupilas—. Era demasiado dependiente del legado y la protección de nuestro padre. De Jace. Tenía que valerme por mí mismo. A veces debes perderlo todo para volver a ganarlo, y esta recuperación es aún más dulce después del dolor de la pérdida. Yo solo he unido a los Oscurecidos. Yo solo he forjado alianzas. Yo solo he tomado los Institutos de Buenos Aires, de Bangkok, de Los Ángeles…
—Tú solo has asesinado a gente y destruido familias —replicó ella—. Había un vigilante fuera de la casa. Estaba ahí para protegerme. ¿Qué has hecho con él?
—Recordarle que debía hacer mejor su trabajo —contestó Sebastian—. Proteger a mi hermana. —Alzó la mano con la que no le aprisionaba la muñeca contra la pared y le cogió un rizo del cabello y lo frotó entre los dedos—. Rojo —dijo con voz adormilada—, como el ocaso, la sangre y el fuego. Como el punto de entrada de una estrella fugaz, que arde al entrar en contacto con la atmósfera. Somos Morgenstern —añadió, con un oscuro dolor en la voz—. Las brillantes estrellas matutinas. Los hijos de Lucifer, el más hermoso de todos los ángeles de Dios. Somos mucho más hermosos cuando caemos. —Calló un momento—. Mírame, Clary, mírame.
Ella lo miró sin ganas. Sebastian le clavaba los negros ojos con una aguda ansia; contrastaban con el cabello casi blanco, la pálida piel, el ligero rubor rosa en las mejillas. La artista que había en Clary sabía que era hermoso, del mismo modo que eran hermosas las panteras, o las botellas de veneno hirviente, o los pulidos esqueletos de los muertos. Luke le había dicho una vez que su talento era ver la belleza y el horror en las cosas corrientes. Y aunque Sebastian no tenía nada de corriente, en él, ella veía ambas cosas.
—Lucifer Morningstar era el ángel más hermoso del Cielo, la creación de la que más orgulloso se sentía Dios. Y entonces llegó el día en que Lucifer se negó a inclinarse ante la humanidad. Ante los humanos. Porque sabía que eran inferiores a él. Y por eso fue lanzado al abismo junto con los ángeles que se habían unido a él: Belial, y Azazel, y Asmodeus, y Leviathan. Y Lilith. Mi madre.
—Ella no es tu madre.
—Tienes razón. Es más que mi madre. Si fuera mi madre, yo sería un brujo. En vez de eso, me alimentaron con su sangre antes de nacer. Soy algo muy diferente de un brujo, algo mucho mejor. Porque hubo un tiempo en que Lilith fue un ángel.
—¿Qué quieres decir? ¿Que los demonios son ángeles que tomaron malas decisiones en su vida?
—Los demonios mayores no son tan diferentes de los ángeles —respondió Sebastian—. Nosotros, tú y yo, no somos tan diferentes. Ya te lo he dicho antes.
—Lo recuerdo. «Tienes un corazón oscuro dentro de ti, hija de Valentine».
—¿Y no es así? —preguntó él. Fue bajando la mano, acariciándole los rizos, hasta el cuello, y luego se la deslizó por el pecho hasta dejársela sobre el corazón. Clary notó su latido golpeándole las venas. Quería empujarlo, pero se obligó a dejar el brazo derecho colgando al costado. Tenía los dedos en el borde de la chaqueta, y bajo la chaqueta tenía a Heosphoros. Incluso si no podía matarlo, quizá podría emplear la espada para derribarlo el tiempo suficiente para que llegara ayuda. Quizá incluso pudiera atraparlo.
—Nuestra madre me engañó —continuó él—. Me negó y me odió. Yo era un niño y ella me odiaba. Como hizo nuestro padre.
—Valentine te crio…
—Pero todo su amor fue para Jace. El problemático, el rebelde, el maltrecho. Hice todo lo que nuestro padre me pidió, y él me odió por ello. Y también te odiaba a ti. —Le brillaban los ojos, plata sobre negro—. Resulta irónico, ¿verdad, Clarissa? Nosotros éramos de la sangre de Valentine, y él nos odiaba. A ti porque apartaste a nuestra madre de él. Y a mí porque era exactamente lo que me había criado para ser.
Clary recordó a Jace, ensangrentado y herido, con la espada Morgenstern en la mano, en la orilla del lago Lyn, gritando a Valentine: «¿Por qué me cogiste? No necesitabas un hijo. Ya tenías un hijo».
Y Valentine, con voz gruesa: «No era un hijo lo que necesitaba. Era un soldado. Había pensado que Jonathan podría ser ese soldado, pero había demasiado de demonio en él. Era demasiado salvaje, demasiado brusco, no lo suficientemente sutil. Incluso entonces, cuando solo era poco más que un bebé, ya temí que nunca tendría la paciencia o la compasión para seguirme, para guiar a la Clave tras mis pasos. Así que lo intenté de nuevo contigo. Y contigo tuve el problema opuesto. Eras demasiado bueno. Con demasiada empatía. Y entiéndelo, hijo mío: yo te amé por eso».
Clary oía la respiración de Sebastian, seca en el silencio.
—Sabes que lo que digo es la verdad —dijo él.
—Pero no sé por qué importa.
—¡Porque somos iguales! —Sebastian alzó la voz. Ella se encogió un poco, lo que le permitió mover los dedos otro milímetro hacia la empuñadura de Heosphoros—. Eres mía —añadió él, y su esfuerzo por controlar la voz resultó evidente—. Siempre has sido mía. Cuando naciste, fuiste mía, mi hermana, aunque no me conocieras. Hay lazos que nada puede romper. Y por eso te estoy dando una segunda oportunidad.
—¿Una oportunidad de qué? —Bajó la mano otro centímetro.
—Voy a ganar esto —afirmó él—. Lo sabes. Estuviste en el Burren y en la Ciudadela. Has visto el poder de los Oscurecidos. Sabes lo que puede hacer la Copa Infernal. Si le das la espalda a Alacante, vienes conmigo y me juras tu lealtad, te daré lo que no le he dado a nadie nunca, porque lo he reservado para ti.
Clary dejó caer la cabeza contra la pared. Se le retorcía el estómago. Los dedos casi le tocaban el pomo de la espada. Sebastian tenía los ojos fijos en ella.
—¿Qué me darás?
Entonces él sonrió, exhalando, como si la pregunta fuera, de algún modo, un alivio. Pareció brillar por un momento en su propia convicción; mirarlo era como ver arder una ciudad.
—Piedad —contestó.
La cena era sorprendentemente elegante. Magnus había cenado con las hadas solo unas pocas veces en toda su vida, y la decoración siempre había tendido a ser naturalista: mesa de troncos, cubertería hecha con ramas elaboradamente trabajadas, bandejas de frutos secos y bayas. Siempre se había quedado con la impresión de que habría disfrutado más de haber sido una ardilla.
Sin embargo, en Idris, en la casa que cedían a los seres mágicos, la mesa estaba puesta con manteles de lino blanco. Luke, Jocelyn, Raphael, Meliorn y Magnus comían en platos de caoba pulida; las botellas eran de cristal y la cubertería, por deferencia tanto a Luke como a las hadas presentes, no era de plata ni de hierro, sino de delicados tallos. Los caballeros hadas hacían guardia, silenciosos e inmóviles, en cada una de las salidas de la estancia. Largas picas blancas que despedían una tenue iluminación se hallaban a su lado, y proporcionaban un suave brillo por toda la sala.
La comida tampoco era mala. Magnus pinchó un trozo de un coq au vin realmente decente y masticó pensativo. Aunque la verdad era que no tenía mucho apetito. Estaba nervioso; un estado que le resultaba abominable. En algún lugar fuera de allí, más allá de esos muros y de esa obligatoria cena, se hallaba Alec. No los separaba un gran espacio geográfico. Claro que en Nueva York tampoco habían estado muy lejos el uno del otro, pero el espacio que los separaba no eran kilómetros, sino las experiencias vitales de Magnus.
Era raro, pensó. Siempre se había considerado una persona valiente. Se necesitaba coraje para vivir una vida inmortal y no cerrar el corazón y la mente a experiencias o gente nueva. Porque lo que era nuevo casi siempre era temporal. Y lo que era temporal te rompía el corazón.
—¿Magnus? —lo llamó Luke, agitando un tenedor de madera casi bajo su nariz—. ¿Estás prestando atención?
—¿Qué? Claro que sí —respondió Magnus, y tomó un trago de vino—. Estoy de acuerdo. Al cien por cien.
—¿De verdad? —replicó Jocelyn con sequedad—. ¿Estás de acuerdo en que los subterráneos deberían desentenderse del problema de Sebastian y su ejército oscuro y dejárselo a los cazadores de sombras, como si fuera un asunto exclusivo de estos?
—Ya te he dicho que no estaba prestando atención —indicó Raphael, al que habían servido una fondue de sangre y parecía estar disfrutándola inmensamente.
—Bueno, es un asunto de los cazadores de sombras… —comenzó Magnus, y luego suspiró mientras dejaba la copa de vino sobre la mesa. El vino era bastante fuerte y comenzaba a sentirse achispado—. Vale, de acuerdo, no estaba escuchando. Y no, claro que no creo eso…
—El perrito faldero de los cazadores de sombras —soltó Meliorn. Tenía los verdes ojos entrecerrados. Los seres mágicos y los brujos siempre habían mantenido una relación algo difícil. A ninguno de ellos les gustaban demasiado los cazadores de sombras, lo que les proporcionaba un enemigo común, pero los seres mágicos despreciaban a los brujos por estar dispuestos a hacer magia a cambio de dinero. Por su parte, los brujos desdeñaban a los seres mágicos por su incapacidad de mentir, sus costumbres inalterables y su tendencia a molestar tontamente a los mundanos agriándoles la leche y robándoles las vacas—. ¿Hay alguna razón por la que desees conservar tu cordialidad con los cazadores de sombras, aparte del hecho de que uno de ellos es tu querido?
Luke tosió violentamente sobre su vino. Jocelyn le palmeó la espalda. Raphael parecía divertido.
—Ponte al día, Meliorn —replicó Magnus—. Ya nadie dice «querido».
—Además —añadió Luke—. Han roto. —Se frotó los ojos con el dorso de la mano y suspiró—. Y la verdad, ¿es necesario estar cotilleando ahora? No veo cómo las relaciones personales de nadie tienen que ver con esto.
—Todo tiene que ver con las relaciones personales —sentenció Raphael, mientras hundía algo de mal aspecto en su fondue—. ¿Por qué tenéis este problema los cazadores de sombras? Porque Jonathan Morgenstern os ha jurado venganza. ¿Por qué ha jurado vengarse? Porque odia a su padre y a su madre. No deseo ofenderos —añadió, señalando a Jocelyn con un gesto de cabeza—. Pero todos sabemos que es la verdad.
—No es ninguna ofensa —contestó Jocelyn, aunque su tono era glacial—. De no ser por Valentine y por mí, Sebastian no existiría, en cualquier sentido de la palabra. Asumo total responsabilidad por eso.
Luke parecía a punto de estallar.
—Fue Valentine quien lo convirtió en un monstruo —indicó—. Y sí, Valentine era un cazador de sombras. Pero no es como si el Consejo lo hubiera respaldado o apoyado, ni a él ni a su hijo. Están abiertamente en guerra con Sebastian y quieren vuestra ayuda. Todas las razas, licántropos, vampiros, brujos, y sí, las hadas, tienen el potencial de hacer el bien o el mal. Parte del propósito de los Acuerdos es decir que todos los que hacemos el bien, o tratamos de hacerlo, estamos unidos contra los que hacen el mal. Sin tener en cuenta los lazos de sangre.
Magnus apuntó a Luke con el tenedor.
—Eso —dijo— ha sido un bonito discurso. —Calló un momento. Estaba arrastrando las palabras, sin duda. ¿Cómo se había emborrachado tanto con tan poco vino? Por lo general tenía mucho más cuidado. Frunció el ceño.
—¿Qué clase de vino es este? —preguntó.
Meliorn se echó atrás en su silla y cruzó los brazos.
—¿Acaso el vintage no te complace, brujo? —respondió con un destello en los ojos.
Jocelyn dejó su copa lentamente.
—Cuando las hadas responden a una pregunta con otra pregunta, es mala señal.
—Jocelyn… —Luke fue a ponerle la mano en la muñeca.
Falló.
Se miró tontamente la mano durante un instante, y luego la bajó lentamente hasta la mesa.
—¿Qué has hecho, Meliorn? —preguntó, pronunciando cada palabra con mucho cuidado.
El caballero hada se echó a reír. El sonido fue una mezcolanza musical a oídos de Magnus. El brujo fue a dejar su copa de vino, pero se dio cuenta de que ya la había derribado. El vino se había extendido por la mesa como la sangre. Alzó la mirada y miró a Raphael, pero este ya estaba boca abajo sobre la mesa, inmóvil. Magnus trató de formar su nombre con los dormidos labios, pero no le salió ningún sonido.
De algún modo, consiguió ponerse en pie. La sala le daba vueltas. Vio a Luke hundirse en la silla. Jocelyn se puso en pie, pero solo consiguió desplomarse sobre el suelo; la estela le cayó rodando de la mano. Magnus fue a trompicones hasta la puerta y la abrió…
En el otro lado se hallaban los Oscurecidos, cubiertos con sus trajes de combate rojos. Tenían el rostro inexpresivo, los brazos y el cuello decorados con runas, pero ninguna le resultó conocida a Magnus. Esas runas no eran las runas del Ángel. Hablaban de disonancia, de reinos demoníacos y oscuros, de poderes caídos.
Magnus trató de alejarse de ellos, y las piernas le cedieron. Cayó de rodillas. Algo blanco se alzó ante él. Era Meliorn, con su armadura nívea, que se apoyaba en una rodilla para mirar a Magnus a la cara.
—Hijo de demonio —dijo—. ¿De verdad creías que alguna vez nos aliaríamos con los de tu especie?
Magnus respiró hondo. El mundo se le estaba oscureciendo por los bordes, como una fotografía al quemarse, curvándose por los lados.
—Los seres mágicos no mienten —dijo balbuceante.
—Niño —replicó Meliorn, y casi había compasión en su voz—. ¿No sabes después de todos estos años que el engaño se puede ocultar a plena vista? Oh, después de todo, eres un inocente.
Magnus trató de alzar la voz para protestar y decir que era cualquier cosa menos inocente, pero las palabras no le llegaban a la boca. Sin embargo, la oscuridad si llegó, y se lo llevó.
A Clary se le retorcía el corazón en el pecho. Intentó de nuevo mover los pies y darle una patada a Sebastian, pero seguía teniendo las piernas inmovilizadas.
—¿Crees que no sé lo que quieres decir con piedad? —susurró—. Me harás beber de la Copa Mortal. Me convertirás en uno de tus Oscurecidos, como a Amatis…
—No —negó él con una extraña urgencia en la voz—. No te Cambiaré si tú no quieres. Te perdonaré, y también a Jace. Podréis estar juntos.
—Juntos contigo —replicó ella, y dejó que una sombra de ironía le tiñera la voz.
Pero él no pareció captarlo.
—Juntos conmigo. Si me juras lealtad, te prometo por el nombre del Ángel que te creeré. Cuando todo lo demás Cambie, solo a ti te salvaré.
Ella bajó la mano otro centímetro, y ya podía tocar la empuñadura de Heosphoros. Lo único que tenía que hacer era cerrar la mano a su alrededor…
—¿Y si no?
La expresión de Sebastian se oscureció.
—Si me rechazas ahora, transformaré a todos los que amas en Oscurecidos, y a ti te dejaré para el final, para que tengas que verlos Cambiar cuando aún te cause dolor.
Clary tragó saliva para humedecerse la reseca garganta.
—¿Esa es tu piedad?
—La piedad es a condición de que aceptes.
—No aceptaré.
Las pestañas bajas de Sebastian tamizaban la luz; su sonrisa prometía cosas terribles.
—¿Y cuál es la diferencia, Clarissa? Lucharás por mí hagas lo que hagas. O mantienes tu libertad y te unes a mí, o la pierdes y te unes a mí. ¿Por qué no estar conmigo?
—El ángel —dijo Clary—. ¿Cómo se llamaba?
Sorprendido, Sebastian vaciló un momento antes de responder.
—¿El ángel?
—Al que le cortaste las alas que enviaste al Instituto —le recordó ella—. El que mataste.
—No lo entiendo —repuso él—. ¿Qué diferencia hay?
—No —contestó ella lentamente—. Tú no lo entiendes. Has hecho cosas que son demasiado terribles para perdonar, y tú sabes que son terribles. Y es por eso que no. Por eso nunca, nunca te perdonaré. Nunca te amaré. Nunca.
Vio que cada una de esas palabras lo golpeaba como una bofetada. Y mientras él cogía aire para responder, Clary blandió la hoja de Heosphoros hacia él, contra su corazón.
Pero Sebastian fue más rápido, y tener las piernas inmovilizadas mágicamente limitaba el alcance de sus movimientos. Él se apartó. Clary trató de cogerlo y tirar de él hacia sí, pero Sebastian se liberó con facilidad. Clary oyó un repiqueteo y se dio cuenta vagamente de que le había sacado el brazalete de plata. Este resonó contra el suelo. Le lanzó otro tajo con la espada y él saltó hacia atrás, aunque no lo sufientemente rápido como para evitar que Heosphoros le hiciera un corte limpio en la pechera de la camisa. Clary lo vio hacer una mueca de dolor y rabia. Sebastian la cogió del brazo, le retorció la mano y se la golpeó contra la puerta. Clary perdió la fuerza hasta el hombro. Se le aflojaron los dedos y Heosphoros le cayó de la mano.
Sebastian miró la espada caída y luego volvió a mirarla a ella, jadeando. La sangre manchaba la tela de la camisa donde ella lo había cortado; pero no era una herida que fuera a detenerlo. Clary sintió que la decepción la invadía, más dolorosa que la molestia de la muñeca. Él la aprisionó con todo su peso contra la puerta. Clary notó la tensión en todo el cuerpo de Sebastian.
—Esa espada es Heosphoros, la Portadora del Alba. ¿Dónde la has encontrado?
—En una tienda de armas —contestó ella casi sin aliento. Volvía a notar el intenso dolor en el hombro—. La dueña me la regaló. Dijo que nadie más querría… que nadie querría nunca una espada Morgenstern. Nuestra sangre está manchada.
—Pero es nuestra sangre. —Remarcó las palabras—. Y aceptaste la espada. La querías.
Clary notaba el calor que irradiaba Sebastian; parecía bullir a su alrededor, como la llama de una estrella moribunda. Sebastian inclinó la cabeza y sus labios rozaron el cuello de Clary. Le habló contra la piel, las palabras al ritmo de su pulso. Clary cerró los ojos estremeciéndose mientras él le pasaba las manos por el cuerpo.
—Mientes cuando dices que nunca me amarás —dijo—. Que somos diferentes. Mientes igual que yo…
—Para —exigió ella—. Quítame las manos de encima.
—Pero eres mía —replicó Sebastian—. Quiero que… Necesito que… —Inspiró entrecortadamente. Tenía las pupilas muy dilatadas, y eso la aterrorizó más que nada de lo que él había hecho antes. Sebastian controlándose era aterrador; Sebastian descontrolado era algo demasiado horrible para contemplar.
—Suéltala —dijo una voz, dura y clara, desde el otro lado de la habitación—. Suéltala y deja de tocarla, o te haré arder hasta reducirte a cenizas.
Jace.
Clary lo vio por encima del hombro de Sebastian, allí donde no había habido nadie hacía un momento. Estaba frente a la ventana; las cortinas ondeaban a su espalda empujadas por la brisa del canal y sus ojos eran tan duros como piedras de ágata. Llevaba puesto el traje de combate, la espada en la mano, aún con la sombra de los hematomas en el mentón y en el cuello, y su expresión, al mirar a Sebastian, era de absoluto aborrecimiento.
Clary notó que todo el cuerpo de Sebastian se tensaba contra el de ella; un instante después se apartó. Había puesto un pie sobre la espada de Clary y la mano voló hacia su cinturón. Su sonrisa era afilada como una cuchilla, pero había inquietud en sus ojos.
—Ven e inténtalo —lo desafió—. En la Ciudadela tuviste suerte. No esperaba que ardieras así cuando te corté. Ese fue mi error. No lo cometeré dos veces.
Jace lanzó una rápida mirada a Clary con una pregunta; ella asintió para indicarle que estaba bien.
—Así que lo admites —dijo Jace, mientras se acercaba desplazándose lateralmente. Sus pasos casi no se oían sobre el suelo de madera—. El fuego celestial te sorprendió. Te descolocó. Por eso huiste. Perdiste la batalla de la Ciudadela, y no te gusta perder.
La afilada sonrisa de Sebastian se hizo un poco más radiante, y algo más crispada.
—No conseguí lo que fui a buscar. Pero aprendí mucho.
—No derribaste los muros de la Ciudadela —dijo Jace—. No llegaste a la armería. No transformaste a las Hermanas.
—No fui a la Ciudadela por las armas o las armaduras —replicó Sebastian—. Eso puedo conseguirlo con facilidad. Fui por vosotros. Por los dos.
Clary miró de reojo a Jace. Este estaba inmóvil e inexpresivo, como si tuviera el rostro tallado en piedra.
—No podías saber que estaríamos allí —dijo—. Estás mintiendo.
—No miento. —Prácticamente relucía, como una antorcha ardiente—. Puedo verte, hermanita. Puedo ver todo lo que ocurre en Alacante. Durante el día y la noche, en la oscuridad y en la luz, puedo verte.
—Cállate —le espetó Jace—. Eso no es cierto.
—¿De verdad? —replicó Sebastian—. ¿Cómo he sabido que Clary estaría aquí? ¿Sola? ¿Esta noche?
Jace avanzó sigilosamente hacia ellos, como un gato de caza.
—¿Y cómo es que no sabías que yo también estaría aquí?
Sebastian hizo una mueca.
—Es difícil vigilar a dos personas al mismo tiempo. Demasiados hierros en el fuego…
—Y si querías a Clary, ¿por qué no te la has llevado sin más? —le preguntó—. ¿Por qué pasar todo este rato charlando? —Su voz estaba cargada de desprecio—. Quieres que ella desee irse contigo —se contestó a sí mismo—. Nadie en toda tu vida ha hecho nada que no sea despreciarte. Tu madre, tu padre. Y ahora tu hermana. Clary no nació con el odio en el corazón. Tú has hecho que te odie. Pero eso no era lo que querías. Te olvidas de que estuvimos unidos, tú y yo. Te olvidas de que he visto tus sueños. En algún lugar dentro de esa cabeza tuya hay un mundo de llamas, y tú lo miras desde lo alto sentado en la sala del trono, y en esa sala hay dos tronos. ¿Y quién ocupa el segundo trono? ¿Quién se sienta junto a ti en tus sueños?
Sebastian soltó una carcajada entrecortada. Tenía las mejillas enrojecidas, como si tuviera fiebre.
—Te estás equivocando al hablarme así, chico ángel.
—Incluso en tus sueños no estás sin compañía —continuó Jace, y en ese momento su voz volvió a ser la voz que había enamorado a Clary, la voz del chico que le había contado la historia de un niño y un halcón y las de las lecciones que había aprendido—. Pero ¿a quién encontrarás que quiera entenderte? No comprendes el amor; nuestro padre te enseñó demasiado bien. Pero entiendes la sangre. Clary es tu sangre. Si pudieras tenerla a ella junto a ti, contemplando el mundo arder, lograrías toda la aprobación que necesitas.
—Nunca he deseado la aprobación de nadie —replicó Sebastian con los dientes apretados—. Ni la tuya, ni la suya, ni la de nadie.
—¿De verdad? —Jace sonrió al oír a Sebastian alzar la voz—. Entonces ¿por qué nos has dado tantas segundas oportunidades? —Había dejado de avanzar y estaba frente a ellos, con los ojos de oro pálido brillando bajo la tenue luz—. Tú mismo lo has dicho. Me acuchillaste. Dirigiste tu hoja al hombro. Podrías haber ido a por el corazón. Te estabas conteniendo. ¿Para qué? ¿Por mí? ¿O porque en alguna pequeña parte de tu cerebro sabías que Clary nunca te perdonaría si acababas con mi vida?
—Clary, ¿quieres decir algo sobre este asunto? —preguntó Sebastian, aunque no apartó los ojos de la espada de Jace—. ¿O necesitas que él responda por ti?
Jace miró a Clary, y Sebastian también. Ella sintió el peso de ambas miradas durante un momento, negro y oro.
—Nunca he querido ir contigo, Sebastian —afirmó—. Jace tiene razón. Si la elección es pasar la vida contigo o morir, prefiero morir.
Los ojos de Sebastian se ensombrecieron.
—Cambiarás de opinión —le aseguró—. Subirás a ese trono conmigo por propia voluntad, cuando llegue la hora de la verdad. Te he dado la oportunidad de venir voluntariamente ahora. He pagado con sangre e inconvenientes para tenerte conmigo por propia voluntad. Pero no me importará llevarte sin tu consentimiento.
—¡No! —exclamó Clary, y justo en ese momento se oyó un golpe abajo. De repente, la casa se llenó de voces.
—Oh, vaya —exclamó Jace con la voz cargada de sarcasmo—. Quizá haya enviado un mensaje de fuego a la Clave cuando he visto al vigilante que has matado y escondido bajo ese puente. Que estupidez por tu parte no ocuparte de él con más cuidado, Sebastian.
La expresión de Sebastian se tensó, pero fue algo tan breve que Clary supuso que la mayoría de la gente no lo hubiera ni notado. Fue a coger a Clary mientras formaba palabras con los labios: un hechizo para liberarla de la fuerza que la mantenía pegada a la pared. Ella presionó y lo empujó en el momento que Jace saltaba hacia ellos lanzando un tajo con la espada…
Sebastian se dio la vuelta, pero la hoja lo alcanzó marcándole una línea de sangre en el brazo. Se tambaleó hacia atrás dando un grito… y se detuvo. Sonrió mientras Jace lo miraba, pálido.
—El fuego celestial —dijo Sebastian—. Aún no sabes cómo controlarlo. A veces funciona y a veces no, ¿eh, hermanito?
Los ojos de Jace ardieron dorados.
—Eso ya lo veremos —replicó, y se lanzó a por Sebastian. La espada cortó la oscuridad con un destello de luz.
Pero Sebastian era demasiado rápido de todas maneras. Avanzó y le arrebató a Jace la espada de la mano. Clary se debatió, pero la magia de Sebastian seguía pegándola a la pared. Antes de que Jace pudiera moverse, Sebastian dio la vuelta a su espada y la hundió en su propio pecho.
La punta se clavó, rompiendo la camisa y luego la piel. Manó sangre roja, humana, tan oscura como los rubís. Era evidente que sentía dolor: un rictus de angustia le dejó los dientes al descubierto y respiraba entrecortadamente, pero seguía clavándose la espada con mano firme. La parte trasera de la camisa se rasgó cuando la atravesó la punta de la espada, y la sangre salió despedida.
El tiempo pareció estirarse como una goma elástica. La empuñadura llegó al pecho de Sebastian, la hoja le salía por la espalda, chorreando escarlata. Jace se había quedado helado por la impresión, y Sebastian lo agarró con las manos ensangrentadas y lo acercó a él.
—Puedo sentir el fuego del Cielo en tus venas, chico ángel, ardiéndote bajo la piel —dijo Sebastian por encima del ruido de los pasos que corrían escaleras arriba—. La pura fuerza de la destrucción por la bondad. Aún oigo tus gritos en el aire cuando Clary hundió en ti la espada. ¿Ardiste y ardiste? —Su voz sin aliento estaba cargada de una venenosa intensidad—. Crees que tienes un arma que puedes emplear contra mí, ¿verdad? Y quizá en cincuenta años, o cien, cuando aprendas a dominar el fuego, podrías hacerlo, pero tiempo es justamente lo que no tienes. El fuego arde sin control en tu interior, y es mucho más probable que te destruya a ti que a mí.
Sebastian alzó la mano y cogió a Jace por la nuca, acercándolo tanto a su rostro que las frentes casi se tocaban.
—Clary y yo somos iguales —afirmó Sebastian—. Y tú… tú eres mi espejo. Un día, ella me elegirá a mí en vez de a ti, eso te lo prometo. Y tú estarás allí para verlo. —Con un rápido movimiento, besó a Jace en la mejilla con fuerza. Cuando se apartó, le había dejado una mancha de sangre—. Ave, master Herondale —dijo, y dio una vuelta al anillo de plata que llevaba en el dedo. Y Sebastian desapareció en un centelleo.
Jace se quedó mirando boquiabierto el lugar donde Sebastian había estado, luego fue hacia Clary. Liberada de repente al desaparecer Sebastian, las piernas le cedieron. Cayó al suelo de rodillas y se lanzó hacia adelante inmediatamente para empuñar a Heosphoros. Cerró las manos sobre ella, la acercó a sí y se encogió rodeándola con el cuerpo, como si fuera un niño que necesitara protección.
—Clary… Clary… —Jace estaba allí. Se dejó caer de rodillas a su lado y la abrazó; ella se acurrucó entre sus brazos, la frente contra el hombro del chico. Clary se dio cuenta de que la camisa de Jace, y también su propia piel, estaban húmedas por la sangre de su hermano. En ese momento, la puerta se abrió y los guardias de la Clave entraron en la habitación.
—Aquí tienes —dijo Leila Haryana, una de los miembros más nuevos de la manada mientras le entregaba a Maia una pila de ropa.
Maia la cogió agradecida.
—Gracias, no tienes ni idea de lo que significa tener ropa limpia —comentó mientras miraba el montón: un top, vaqueros, una chaqueta de lana. Leila y ella eran más o menos de la misma talla, y aunque la ropa no le quedara demasiado bien, era mejor que volver al apartamento de Jordan. Ya hacía tiempo que Maia no había vivido en el cuartel de la manada, y todas sus cosas estaban en casa de Jordan y Simon, pero no le gustaba pensar en el piso sin ninguno de los chicos allí. Al menos, en el cuartel estaba con otros licántropos, rodeada del murmullo constante de voces, del olor de la comida preparada china o malaya, del ruido de la gente en la cocina. Y Bat estaba allí, sin meterse en su espacio pero siempre cerca por si ella quería hablar o simplemente sentarse en silencio, contemplando el tráfico de Baxter Street.
Claro que también había el lado malo. Rufus Hastings, enorme, marcado y temible en su traje negro de motorista, parecía estar en todas partes al mismo tiempo. Su enervante voz resultaba audible desde la cocina mientras mascullaba durante la comida que Luke Garroway no era un líder en el que se pudiera confiar, que iba a casarse con una antigua cazadora de sombras, que su lealtad era cuestionable, que necesitaban a alguien que supieran que iba a poner en primer lugar a los licántropos.
—De nada. —Leila jugueteó con el clip dorado que llevaba en el pelo, incómoda—. Maia —dijo—. Solo un consejo: quizá sea mejor que rebajes un poco eso de la lealtad a Luke.
Maia se quedó parada.
—Pensaba que éramos leales a Luke —dijo dubitativa—. Y a Bat.
—Si Luke estuviera aquí, quizá —contestó Leila—. Pero casi no hemos sabido nada de él desde que se fue a Idris. El Praetor no es una manada, pero Sebastian nos ha tirado el guante. Quiere que elijamos entre los cazadores de sombras e ir a la guerra con ellos o…
—Va a haber guerra de cualquier manera —replicó Maia con voz baja cargada de furia—. Mi lealtad hacia Luke no es ciega. Conozco a los cazadores de sombras, y también he conocido a Sebastian. Nos odia. Intentar apaciguarlo no va a servir de nada…
Leila alzó las manos.
—Vale, vale. Como he dicho, solo era un consejo. Espero que te vaya bien la ropa —añadió, y se fue hacia la sala.
Maia se metió en los vaqueros, que le iban justos, como había supuesto; se puso la camisa y luego la chaqueta de lana. Cogió su monedero de la mesa, introdujo los pies en las botas y se encaminó hacia el pasillo para llamar a la puerta de Bat.
Este le abrió descamisado, cosa que ella no se esperaba. Aparte de la cicatriz en la mejilla, tenía otra en el brazo derecho, donde le habían disparado una bala, no de plata. La cicatriz parecía un cráter de la luna, blanca contra su oscura piel. Bat alzó una ceja.
—¿Maia?
—Mira —dijo—. Voy a decirle algo a Rufus. Les está llenando a todos la cabeza de mierda, y ya estoy harta.
—Espera. —Bat alzó una mano—. Me parece que no es una buena idea.
—No va a parar hasta que alguien se lo diga —insistió Maia—. Recuerdo habérmelo encontrado en el Praetor, con Jordan. Praetor Scott nos dijo que Rufus había mordido la pierna a otro licántropo sin ningún motivo. Alguna gente ve un vacío de poder y quiere llenarlo. No les importa a quién fastidien.
Maia se volvió en redondo y se dirigió hacia abajo. Oyó a Bat soltando apagadas maldiciones a su espalda. Un segundo después se le unió en la escalera, poniéndose la camisa a toda prisa.
—Maia, de verdad que no…
—Ahí está —dijo ella. Habían llegado al vestíbulo, donde Rufus estaba apoyado en lo que antes había sido el escritorio de un sargento. Un grupo de unos diez licántropos, incluida Leila, estaban alrededor de él.
—… mostrarles que somos más fuertes —estaba diciendo Rufus—. Y que nuestra lealtad es para con nosotros. La fuerza de la manada es el lobo, y la fuerza del lobo es la manada. —Su voz era tan rasposa como Maia la recordaba, como si tuviera alguna antigua herida en el cuello. Las profundas cicatrices de su rostro resaltaban lívidas en su pálida piel. Sonrió al ver a Maia—. Hola —la saludó—. Creo que ya nos hemos visto alguna vez. Lamento lo de tu novio.
«Lo dudo mucho».
—La fuerza está en la lealtad y la unidad, no en dividir a la gente con mentiras —soltó Maia.
—¿Acabamos de conocernos y ya me estás llamando mentiroso? —replicó Rufus. Su actitud era aún normal, pero había una chispa de tensión latente, como un gato a punto de saltar.
—Si estás diciendo a la gente que deben mantenerse al margen de la guerra de los cazadores de sombras, entonces sí, eres un mentiroso. Sebastian no va a parar con los nefilim. Si los destruye, después vendrá a por nosotros.
—A él no le importan los subterráneos.
—¡Acaba de masacrar a todo el Praetor Lupus! —gritó Maia—. Lo que le importa es la destrucción. Y nos matará a todos.
—¡No si no nos unimos a los cazadores de sombras!
—Eso es mentira —replicó Maia. Vio a Bat pasarse la mano sobre los ojos, y luego algo la golpeó en el hombro y la lanzó hacia atrás. La pilló lo suficientemente desprevenida para hacerla tambalearse, pero recuperó el equilibrio agarrándose a la mesa.
—¡Rufus! —rugió Bat, y Maia se dio cuenta de que era Rufus quien la había golpeado en el hombro. Apretó los dientes para no darle la satisfacción de verla hacer una mueca de dolor.
Rufus estaba sonriendo burlón en medio de un grupo de licántropos, que se habían quedado repentinamente inmóviles. Se oyeron murmullos cuando Bat se acercó ellos. Rufus era enorme y se alzaba por encima de Bat, los brazos tan gruesos como troncos.
—Rufus —dijo Bat—. Yo soy el líder aquí, en ausencia de Garroway. Has sido un huésped entre nosotros, pero no eres de nuestra manada. Es hora de que te marches.
Rufus miró a Bat con los ojos entrecerrados.
—¿Me estás echando? ¿Sabiendo que no tengo adónde ir?
—Estoy seguro de que encontrarás algo —contestó Bat, y se dio la vuelta para marcharse.
—Te desafío —dijo Rufus—. Bat Velasquez, te desafío por el liderazgo de la manada de Nueva York.
—¡No! —exclamó Maia, horrorizada, pero Bat ya estaba cuadrándose de hombros. Miró a Rufus a los ojos; la tensión entre los dos hombres lobo era palpable en el ambiente.
—Acepto tu reto —contestó Bat—. Mañana por la noche, en Prospect Park. Nos encontraremos allí.
Se volvió en redondo y salió de la comisaría. Después de un instante, en cuanto pudo moverse, Maia corrió tras él.
El aire frío la golpeó cuando llegó a la escalera de entrada. Un viento helado se arremolinaba por Baxter Street y le atravesaba la chaqueta. Corrió escaleras abajo con el hombro aún dolorido.
Bat ya había llegado a la esquina cuando Maia lo alcanzó, lo cogió del brazo y lo hizo volverse hacia ella.
Sabía que la gente de la calle los estaba mirando, y por un momento deseó las runas de glamour de los cazadores de sombras. Bat la miró. Tenía una línea de furia entre los ojos, y su cicatriz resaltaba, blanca, en la mejilla.
—¿Estás loco? —le recriminó—. ¿Cómo has podido aceptar el reto de Rufus? Es enorme.
—Ya conoces las reglas, Maia —contestó Bat—. El desafío se debe aceptar.
—¡Solo si te desafía alguien de tu propia manada! Podrías haberte negado.
—Y habría perdido el respeto de toda la manada —replicó Bat—. Nunca más habrían estado dispuestos a acatar mis órdenes.
—Te matará —le advirtió Maia, y se preguntó si él oiría lo que le estaba diciendo por debajo de las palabras: que ella acababa de ver morir a Jordan, y que no creía poder soportar otra muerte.
—Quizá no. —Sacó del bolsillo algo que tintineaba y se lo puso en la mano. Al cabo de un instante, Maia se dio cuenta de qué era. Las llaves de Jordan—. Su furgoneta está aparcada al volver la esquina —indicó Bat—. Cógela y vete. No vuelvas a la comisaría hasta que esto se haya resuelto. No me fío de lo que pueda hacer Rufus contigo.
—Ven conmigo —le rogó Maia—. Nunca te ha importado ser el jefe de la manada. Podríamos irnos hasta que vuelva Luke y arregle todo esto…
—Maia. —Bat le puso la mano en la muñeca y la cerró suavemente—. Esperar a que Luke vuelva es justo lo que Rufus quiere que hagamos. Si nos marchamos, estamos abandonando la manada para que la recoja él. Y sabes lo que él decidirá hacer, o no hacer. Dejará que Sebastian acabe con los cazadores de sombras sin levantar un dedo, y cuando Sebastian decida ir acabando con nosotros como con las últimas piezas en un tablero de ajedrez, será demasiado tarde para todos.
Maia miró los dedos de Bat, suaves sobre su piel.
—Lo sé —continuó él—. Recuerdo cuando me dijiste que necesitabas más espacio. Que no podías mantener una relación de verdad. Te hice caso y te di espacio. Incluso empecé a salir con aquella chica, la bruja… ¿cómo se llamaba…?
—Eve —lo ayudó Maia.
—Eso, Eve. —A Bat pareció sorprenderle que ella lo recordara—. Pero eso no funcionó, y de todas formas, quizá te dejé demasiado espacio. Quizá debería haberte dicho lo que sentía. Quizá debería…
Ella lo miró, sobresaltada y confusa, y lo vio cambiar de expresión; las defensas se le alzaron en el fondo de los ojos, ocultando su breve momento de vulnerabilidad.
—No importa —dijo—. No es justo que te cargue con esto ahora. —La soltó y dio un paso atrás—. Coge la furgoneta —insistió. Se alejó de ella y se metió entre la gente, en dirección a Canal Street—. Sal de la ciudad. Y cuídate, Maia. Por mí.
Jace dejó la estela en el brazo del sofá y pasó el dedo por el iratze que le había dibujado a Clary en el brazo. Un aro de plata le relucía en la muñeca. En algún momento, Clary no recordaba cuándo, él había recogido el brazalete que se le había caído a Sebastian y se lo había puesto en la muñeca. No tuvo ganas de preguntarle por qué.
—¿Cómo va?
—Mejor. Gracias. —Clary llevaba los vaqueros enrollados por encima de las rodillas, y observaba cómo los morados que tenía en las piernas iban desapareciendo lentamente. Estaban en una habitación del Gard, una especie de salón de lectura, supuso Clary. Había varias mesas y un largo sofá de cuero colocado ante una chimenea en la que ardía un pequeño fuego. Los libros se alineaban en una de las paredes. La sala estaba iluminada únicamente por el fuego de la chimenea. A través de la ventana abierta se veía Alacante y las brillantes torres de los demonios.
—Hey. —Jace la miró con sus ojos dorados—. ¿Estás bien?
Quiso decir que sí, pero la respuesta se le atascó en la garganta. Físicamente estaba bien. Las runas le habían curado los hematomas. Ella estaba bien, Jace estaba bien; Simon, que se había quedado frito a causa de la sangre drogada, había dormido durante todo el episodio y en ese momento seguía durmiendo en otra habitación del Gard.
Habían enviado un mensaje a Luke y a Jocelyn. La cena a la que asistían estaba protegida con salvaguardas por seguridad, les había explicado Jia, pero lo recibirían al salir. Clary tenía muchas ganas de volver a verlos. El mundo le parecía inestable. Sebastian se había ido, al menos de momento, pero Clary seguía sintiéndose destrozada, angustiada, furiosa, con ganas de venganza y triste.
Antes de salir de casa de Amatis, los guardias le habían dejado coger una bolsa con sus cosas: una muda de ropa, el traje de combate, la estela, una libreta de dibujo y armas. Por un lado deseaba cambiarse de ropa, librarse del contacto de Sebastian en la tela, pero por otro no quería salir de la habitación, no quería quedarse sola con sus recuerdos y pensamientos.
—Estoy bien. —Se bajó las perneras de los vaqueros, se puso en pie y se acercó a la chimenea. Sabía que Jace la observaba desde el sofá. Extendió las manos como para calentárselas en el fuego, aunque no tenía frío. Lo cierto era que cada vez que pensaba en su hermano sentía la furia como una oleada de fuego líquido corriéndole por el cuerpo. Le temblaban las manos, y las contempló con una extraña distancia, como si fueran las de un desconocido.
—Sebastian te tiene miedo —dijo—. Lo ha disimulado, sobre todo al final, pero lo he notado.
—Le da miedo el fuego celestial —la corrigió Jace—. No creo que sepa exactamente lo que hace, al menos no mejor de lo que lo sabemos nosotros. Pero una cosa es cierta: no le hace daño tocarme.
—No —admitió ella, sin volverse para mirar a Jace—. ¿Por qué te habrá besado? —No era lo que había pretendido decir, pero no paraba de verlo en su cabeza, una y otra vez. Sebastian con la mano ensangrentada en la nuca de Jace, y luego el beso en la mejilla, extraño y sorprendente.
Clary oyó crujir el sofá de cuero cuando Jace cambió de postura.
—Era una especie de cita —explicó Jace—. De la Biblia. Cuando Judas besó a Jesús en el huerto de Getsemaní. Era la señal de la traición. Lo besó y dijo: «Salud, maestro», y así fue como los romanos supieron a quién debían arrestar y crucificar.
—Por eso te dijo «Ave, master» —apuntó Clary al darse cuenta—. «Salud, maestro».
—Quería significar que ha planeado ser el instrumento de mi destrucción. Clary, yo… —Jace dejó la frase a medias y ella se volvió para mirarlo. Jace estaba sentado en el borde del sofá y se pasaba la mano por el alborotado cabello rubio, los ojos fijos en el suelo—. Cuando entré en la habitación y te vi allí, y a él, quise matarlo. Debería haberlo atacado inmediatamente, pero tenía miedo de que fuera una trampa. Que si iba hacia ti, hacia cualquiera de los dos, él encontraría la manera de matarte o herirte. Siempre ha retorcido todo lo que he hecho. Es inteligente. Más inteligente que Valentine. Y nunca he estado…
Clary esperó; el único sonido en la habitación era el crepitar de la leña húmeda en la chimenea.
—Nunca he estado tan asustado de nadie —acabó Jace, mascando las palabras.
Clary sabía lo mucho que le había costado a Jace decir eso; la mayor parte de su vida había ocultado expertamente su miedo, su dolor y cualquier vulnerabilidad perceptible. Quiso decirle algo, algo sobre que no debía tener miedo, pero no pudo. Ella también estaba asustada, y sabía que tenían buenas razones para estarlo. Nadie en Idris tenía mejores razones que ellos para estar aterrados.
—Se ha arriesgado mucho viniendo aquí —continuó Jace—. Ha dejado saber a la Clave que puede atravesar las salvaguardas. Tratarán de alzarlas de nuevo. Puede que funcione, puede que no, pero sin duda habrá sido un inconveniente para él. Tenía mucha necesidad de verte. Tanto como para que el riesgo valiera la pena.
—Aún cree que puede convencerme.
—Clary. —Jace se puso en pie y fue hacia ella con las manos por delante—. ¿Estás…?
Ella se encogió, apartándose de él. Una luz de asombro destelló en los dorados ojos de del chico.
—¿Qué pasa? —Se miró las manos; el leve brillo del fuego era visible en sus venas—. ¿El fuego celestial?
—No es eso —contestó ella.
—Entonces…
—Sebastian. Debería habértelo dicho antes, pero es que… no pude.
Jace no se movió, solo la miró.
—Clary, ya sabes que puedes contármelo todo.
Ella respiró hondo y miró hacia el fuego; observó cómo las llamas, doradas, verdes y azul zafiro, se perseguían unas a otras.
—En noviembre —comenzó—, antes de la batalla del Burren, después de que te fueras del apartamento, él se dio cuenta de que yo lo había estado espiando. Me aplastó el anillo, y luego me… me golpeó, me lanzó a través de una mesa de vidrio. Me tiró al suelo. Casi lo maté, estuve a punto de clavarle un trozo de vidrio en el cuello, pero me di cuenta de que si lo hacía, te estaría matando a ti también, así que no pude hacerlo. Y él estaba encantado. Se rio y me empujó contra el suelo. Me estaba quitando la ropa y recitando trozos del Cantar de los Cantares mientras me decía que los hermanos solían casarse entre ellos para mantener puras las líneas de sangre, que yo le pertenecía. Como si yo fuera una maleta con el monograma de su nombre grabado en mi piel…
Jace parecía asombrado de un modo que ella pocas veces lo había visto asombrarse. Podía descifrar las diferentes capas de su expresión: dolor, miedo, aprensión.
—¿Te… él te…?
—¿Me violó? —dijo, y la palabra sonó terrible y fea en el silencio de la sala—. No. No lo hizo. Se… detuvo. —Su voz se convirtió en un susurro.
Jace estaba blanco como la cera. Abrió la boca para decirle algo, pero ella solo pudo oír un eco distorsionado, como si volviera a estar bajo el agua. Temblaba violentamente, aunque hacía calor en la sala.
—Esta noche —continuó finalmente—. No me podía mover, y él me apretó contra la pared, y yo no podía escapar, y solo…
—Lo mataré —la interrumpió Jace. Había recobrado algo de color en el rostro y se lo veía grisáceo—. Lo cortaré en pedazos. Le cortaré las manos por haberte tocado…
—Jace —exclamó Clary. De repente se sentía exhausta—. Tenemos millones de razones para desear que esté muerto. Además —añadió con una sonrisa triste—, Isabelle ya le cortó la mano y no sirvió de nada.
Jace apretó el puño, se lo puso sobre el estómago y se lo hundió en el plexo solar, como si quisiera cortarse la respiración.
—Todo ese tiempo yo estaba conectado a él, sabía lo que pensaba, lo que deseaba, lo que quería. Pero no me lo imaginaba, no lo sabía. Y tú no me lo dijiste.
—Esto no tiene nada que ver contigo, Jace…
—Lo sé —repuso él—. Lo sé. —Pero cerraba con tanta fuerza el puño que lo tenía blanco, con las venas muy marcadas, dibujándole una clara topografía sobre el dorso—. Lo sé, y no te culpo por no contármelo. ¿Qué podría haber hecho? He estado a dos pasos de él, y tengo un fuego en las venas con el que debería ser posible matarlo, y lo intenté y no funcionó. No he sido capaz de hacer que funcione.
—Jace.
—Lo siento. Es que… ya me conoces. Solo tengo dos reacciones ante las malas noticias. Una rabia incontrolable, y luego un giro brusco hacia un hirviente odio hacia mí mismo.
Clary permaneció en silencio. Por encima de todo estaba cansada, muy cansada. Explicarle lo que Sebastian le había hecho le había quitado un gran peso de encima, y lo único que quería en ese momento era cerrar los ojos y desaparecer en la oscuridad. Llevaba tanto tiempo rabiosa… Tanto si estaba comprando regalos con Simon como sentada en el parque, o sola en casa intentando dibujar, la rabia estaba siempre con ella.
Jace estaba luchando contra sí mismo; al menos no estaba intentando esconderle nada a ella, y Clary vio el rápido paso de las emociones por sus ojos: rabia, frustración, impotencia, culpabilidad y, finalmente, tristeza. Era una tristeza sorprendentemente apagada para ser Jace, y cuando él habló por fin, su voz también fue sorprendentemente apagada.
—Quisiera —dijo, sin mirarla a ella sino al suelo— poder decir lo adecuado, hacer lo adecuado, para que fuera más fácil para ti. Sea lo que sea que quieras de mí, quiero hacerlo. Quiero estar aquí para ti de cualquier forma que sea la mejor para ti, Clary.
—Eso —respondió ella a media voz.
Jace alzó la mirada.
—¿Qué?
—Lo que acabas de decir. Ha sido perfecto.
Jace parpadeó.
—Bueno, me alegro, porque no estoy seguro de poder repetirlo. ¿Qué parte ha sido perfecta?
Clary sintió que se le curvaba el labio hacia arriba en un amago de sonrisa. Había algo muy de Jace en su reacción, su extraña mezcla de arrogancia y vulnerabilidad, de resistencia, amargura y devoción.
—Solo quiero saber —dijo ella— que tu opinión de mí no ha cambiado. Que no me consideras peor.
—No. No —exclamó él, horrorizado—. Eres valiente y brillante y perfecta, y te amo. Te amo y siempre te he amado. Y las acciones de un loco no van a cambiar eso.
—Siéntate —le pidió ella, y él se sentó sobre el crujiente sofá de piel, con la cabeza hacia atrás, mirándola. El reflejo de la luz del fuego se arremolinaba como chispas en su cabello. Clary respiró hondo, fue hacia él y se sentó cuidadosamente sobre su regazo—. ¿Puedes abrazarme?
Él la rodeó con los brazos y la apretó contra su pecho. Ella notó los músculos de los brazos, la fuerza de la espalda mientras él la abrazaba con cariño, mucho cariño. Tenía las manos hechas para luchar, y sin embargo podía ser delicado con ella, como con su piano, con las cosas que le importaban.
Ella se apretó contra él, de lado sobre su regazo, los pies en el sofá y la cabeza apoyada en su hombro. Notó el rápido latir del corazón de Jace.
—Ahora —dijo ella—. Bésame.
Él vaciló.
—¿Estás segura?
Clary asintió con la cabeza.
—Sí. Sí —afirmó—. Dios sabe que no hemos podido hacerlo mucho últimamente, pero siempre que te beso, cada vez que me tocas, es una victoria, si quieres saberlo. Sebastian hizo lo que hizo porque… porque no entiende la diferencia entre amar y poseer. Entre darte o que te cojan. Y pensó que si podía obligarme a que me diera, entonces él me tendría, sería suya, y para él eso es amor, porque no conoce nada más. Pero cuando yo te toco, lo hago porque quiero, y esa es la gran diferencia. Y él no puede tener eso ni quitármelo a mí. No puede —repitió ella, y se inclinó para besarlo, un ligero roce de labios sobre labios, mientras se sujetaba con la mano en el respaldo del sofá.
Lo notó inspirar con fuerza ante la pequeña chispa que saltó entre ellos. Jace le frotó la mejilla con la suya; los mechones de sus cabellos enredados entre sí, rojo y dorado.
Entonces ella se acurrucó contra Jace. Las llamas bailaban en la chimenea, y parte de su calor se le metió a Clary en los huesos. Estaba apoyada en el hombro marcado con la estrella blanca de los hombres de la familia Herondale, y pensó en todos los que había habido antes de Jace, cuya sangre, huesos y vida le habían hecho ser lo que era.
—¿En qué estás pensando? —preguntó él. Le estaba pasando la mano por el cabello y dejaba que los rizos se le escaparan entre los dedos.
—En que me alegro de habértelo contado —contestó ella—. Y tú ¿qué estás pensando?
Jace guardó silencio durante un largo instante, mientras las llamas subían y bajaban en la chimenea.
—Estaba pensando en lo que has dicho sobre Sebastian sintiéndose solo —respondió finalmente—. Intentaba recordar cómo era estar en aquella casa con él. Me llevó con él por montones de razones, seguro, pero sobre todo fue para tener compañía. La compañía de alguien que pensó que podría entenderlo, porque nos habían educado igual. Trataba de recordar si alguna vez me agradó de verdad, si me gustó pasar tiempo con él.
—No lo creo. Tú nunca parecías sentirte cómodo, no exactamente. Tú eras tú, aunque al mismo tiempo no lo eras. Es difícil de explicar.
Jace miró el fuego.
—No tan difícil —repuso—. Creo que hay una parte de nosotros que permanece separada de nuestra voluntad o nuestra mente, y que esa fue la parte que él no pudo alcanzar. Nunca fui exactamente yo, y él lo sabía. Quiere gustar a la gente, o ser amado de verdad, por lo que es, sinceramente. Pero no piensa que tenga que cambiar para merecer ese amor; en vez de eso, quiere cambiar el mundo entero, cambiar a la humanidad, convertirlo en algo que lo ame. —Hizo una pausa—. Perdón por la psicología de sofá. Literalmente. Aquí estamos en un sofá.
Pero Clary estaba perdida en sus pensamientos.
—Cuando registré sus cosas, en la casa, encontré una carta que había escrito. No estaba acabada, pero iba dirigida a «mi hermosa». Recuerdo haber pensado que era muy raro. ¿Por qué razón escribiría una carta de amor? Quiero decir, entiende el sexo, más o menos, y el deseo, pero ¿el amor romántico? No, por lo que he podido comprobar.
Jace la acercó más a sí y la acomodó mejor en la curva de su costado. Ella no estaba segura de quién estaba consolando a quién, solo de que el corazón de Jace latía firme contra su piel, y el olor a jabón, metal y sudor que despedía le resultaba familiar y reconfortante. Clary se acurrucó; el agotamiento la atrapó y la arrastró hacia abajo; los párpados le pesaban. Habían sido un día y una noche muy, muy largos, y hubo otro largo día antes de ese.
—Si mi madre y Luke llegan mientras duermo, despiértame —le pidió.
—Oh, te despertarás —repuso Jace, medio adormilado—. Tu madre creerá que estoy tratando de aprovecharme de ti y me perseguirá por toda la sala con el atizador en la mano.
Ella le acarició la mejilla.
—Yo te protegeré.
Jace no contestó. Ya se había dormido, respirando regularmente contra ella, el ritmo de los latidos de uno en armonía con el del otro. Ella permaneció despierta, contemplando las saltarinas llamas con el ceño fruncido; las palabras «mi hermosa» le resonaban en los oídos como el recuerdo de unas palabras oídas en un sueño.