9

LAS ARMAS QUE PORTAS

Clary se despertó con la imagen de una runa desvaneciéndose ante sus cerrados párpados; una runa como alas conectadas con una única barra. Le dolía todo el cuerpo, y por un momento se quedó inmóvil, temiendo el dolor que le provocaría moverse. Los recuerdos le fueron llegando lentamente: la helada planicie de lava frente a la Ciudadela; Amatis riéndose mientras la desafiaba a que la hiriera; Jace sembrando el campo de Oscurecidos; Jace en el suelo, sangrando fuego; el hermano Zachariah retrocediendo ante las llamas…

Abrió los ojos. Se esperaba a medias despertar en algún lugar totalmente extraño, pero en vez de eso estaba tumbada en la camita de madera de la habitación de invitados de la casa de Amatis. Un pálido sol entraba por las cortinas de encaje y creaba dibujos en el techo.

Intentó sentarse. Cerca, alguien cantaba suavemente; su madre. Jocelyn calló al instante y saltó para inclinarse sobre ella. Parecía haber pasado la noche en vela. Llevaba una vieja camisa y vaqueros, y se había recogido el cabello en un moño atravesado por un lápiz. Una oleada de tranquilidad y alivio recorrió a Clary, a la que siguió rápidamente el pánico.

—Mamá —dijo mientras Jocelyn se inclinaba sobre ella y le ponía la mano en la frente para comprobar si tenía fiebre—. Jace…

—Jace está bien —contestó Jocelyn mientras apartaba la mano. Al ver la mirada de recelo de Clary asintió con la cabeza—. De verdad que está bien. Ahora está en la Basilias, con el hermano Zachariah. Se está recuperando.

Clary miró a su madre con dureza.

—Clary, ya sé que en el pasado te he dado motivos para no confiar en mí, pero, por favor, créeme: Jace está perfectamente. Sé que nunca me perdonarías ni no te dijera la verdad sobre él.

—¿Cuándo podré verlo?

—Mañana. —Jocelyn se sentó en la silla junto a la cama y dejó ver a Luke, que estaba apoyado contra la pared del dormitorio. Este sonrió a Clary; una sonrisa triste, cariñosa y protectora.

—¡Luke! —exclamó Clary aliviada al verlo—. Dile a mamá que estoy bien. Puedo ir a la Basilias…

Luke negó con la cabeza.

—Lo siento, Clary. Por ahora Jace no puede tener visitas. Además, hoy tienes que descansar. Hemos oído lo que hiciste con ese iratze en la Ciudadela.

—O al menos lo que la gente dice que te vio hacer. No estoy segura de llegar a entenderlo nunca. —Las arrugas alrededor de la boca de Jocelyn se hicieron más profundas—. Casi te mataste para curar a Jace, Clary. Deberás tener cuidado. No tienes una reserva infinita de energía…

—Se estaba muriendo —la interrumpió Clary—. Estaba sangrando fuego. Tenía que salvarlo.

—¡No tendrías que haberte encontrado en esa situación! —Jocelyn se apartó un mechón de pelo rojo de los ojos—. ¿Qué estabas haciendo en esa batalla?

—No habían enviado a suficiente gente —contestó Clary a media voz—. Y todo el mundo hablaba de que cuando llegaran allí, iban a rescatar a los Oscurecidos, iban a traerlos de vuelta, a encontrar una cura… Pero yo estuve en el Burren. Tú también, mamá. Sabes que no se puede rescatar a los nefilim que Sebastian se ha llevado con la Copa Infernal.

—¿Viste a mi hermana? —preguntó Luke en tono amable.

Clary tragó saliva y asintió.

—Lo siento. Es… es la teniente de Sebastian. Ya no es ella, ni siquiera un poco.

—¿Te hizo daño? —quiso saber Luke. Su voz seguía tranquila, pero un músculo le tironeaba en la mejilla.

Clary negó con la cabeza. No conseguía hablar, mentir, pero tampoco le podía decir la verdad a Luke.

—Está bien —repuso él, interpretando erróneamente su angustia—. La Amatis que sirve a Sebastian no es mi hermana, igual que el Jace que sirvió a Sebastian no era el chico al que amas. No es mi hermana, como Sebastian tampoco es el hijo que tu madre debería haber tenido.

Jocelyn le cogió la mano a Luke y se la besó en el dorso. Clary apartó los ojos. Su madre volvió con ella un momento después.

—Por Dios, la Clave… si escucharan alguna vez… —Resopló con frustración—. Clary, entendemos por qué hiciste lo que hiciste anoche, pero pensábamos que estabas a salvo. Y luego apareció Helen en la puerta y nos dijo que habías resultado herida en la batalla de la Ciudadela. Casi tuve un ataque al corazón cuando te encontramos en la plaza. Tenías los labios y los dedos azules. Como si te hubieras ahogado. De no haber sido por Magnus…

—¿Magnus me ha curado? ¿Y qué está haciendo aquí, en Alacante?

—Esto no tiene nada que ver con Magnus —repuso Jocelyn con aspereza—. Esto tiene que ver contigo. Jia estaba de los nervios, pensando que os había dejado traspasar el Portal y que podríais haber muerto. Era una llamada para cazadores de sombras con experiencia, no para niños…

—Se trataba de Sebastian —replicó Clary—. Ellos no lo entendían.

—Sebastian no es tu responsabilidad. Y hablando de esto… —Jocelyn buscó bajo la cama. Cuando se incorporó, tenía a Heosphoros en la mano—. ¿Esto es tuyo? Estaba en tu cinturón cuando te trajeron a casa.

—¡Sí! —Clary aplaudió contenta—. Pensaba que la había perdido.

—Es una espada Morgenstern, Clary —dijo su madre, que la sujetaba como si fuera una hoja de lechuga marchita—. Yo la vendí hace años. ¿Dónde la has conseguido?

—En la tienda de armas a la que se la vendiste. La dueña de la tienda dijo que nadie más la compraría. —Clary le cogió a Heosphoros de la mano—. Mira, yo soy una Morgenstern. No podemos fingir que no tengo sangre de Valentine en las venas. Tengo que buscar la manera de ser parte Morgenstern y que eso sea bueno, no fingir que soy otra persona, alguien con un nombre inventado que no significa nada.

Jocelyn se echó un poco atrás.

—¿Te refieres a Fray?

—No es exactamente un nombre de cazador de sombras, ¿verdad que no?

—No —contestó su madre—, no exactamente, pero tampoco es cierto que no signifique nada.

—Pensaba que lo habías escogido al azar.

Jocelyn negó con la cabeza.

—Conoces la ceremonia que se realiza a los niños nefilim cuando nacen, ¿no? ¿La que confiere la protección que Jace perdió cuando volvió de entre los muertos, la que permitió a Lilith hacerse con él? Por lo general, esa ceremonia la realizan una Hermana de Hierro y un Hermano Silencioso, pero en tu caso, como estábamos ocultándonos, no pude hacerlo oficialmente. La llevó a cabo el hermano Zachariah, y una bruja en lugar de la Hermana de Hierro. Te puse el nombre… por ella.

—¿Fray? ¿Su apellido era Fray?

—El nombre fue un impulso —explicó Jocelyn, sin contestar realmente a la pregunta—. Me… me gustaba. Había sufrido mucho, había conocido la pérdida y el dolor, pero era fuerte, como yo quería que tú fueras. Eso es lo que siempre he querido. Que fueras fuerte y estuvieras a salvo, y que no tuvieras que sufrir lo que yo sufrí: el terror, el dolor y el peligro.

—El hermano Zachariah… —Clary se incorporó de golpe—. Estaba allí anoche. Intentó curar a Jace, pero el fuego celestial lo quemó. ¿Está bien? No ha muerto, ¿verdad?

—No lo sé. —Jocelyn pareció sorprenderse por la vehemencia de Clary—. Sé que se lo llevaron a la Basilias. Los Hermanos Silenciosos mantienen muy en secreto su estado, y seguro que no van a decir nada a uno que no sea de los suyos.

—Dijo que los Hermanos estaban en deuda con los Herondale por antiguos lazos —explicó Clary—. Si muere, será…

—Culpa de nadie —concluyó Jocelyn—. Recuerdo cuando te puso el hechizo de protección. Le dije que quería que nunca tuvieras nada que ver con los cazadores de sombras. Él me contestó que evitarlo podría estar fuera de su alcance. Dijo que ser cazador de sombras es como la resaca del mar: tira con fuerza, y tenía razón. Creía que nos habíamos escapado, pero aquí estamos, de vuelta en Alacante, de vuelta en una guerra, y aquí está mi hija, con sangre en el rostro y una espada Morgenstern en la mano.

Había algo en su voz, sombrío y tenso, que puso los nervios de punta a Clary.

—Mamá —dijo—. ¿Ha pasado algo más? ¿Me estás ocultando alguna cosa?

Jocelyn intercambió una mirada con Luke. Este habló primero.

—Ya sabes que ayer por la mañana, antes de la batalla en la Ciudadela, Sebastian trató de atacar el Instituto de Londres.

—Pero no hubo ninguna baja. Robert dijo…

—Así que Sebastian centró su atención en otro lado —continuó Luke sin dejarla hablar—. Dejó Londres con sus hombres y atacó el Praetor Lupus en Long Island. Casi todos los Praetor, incluido su líder, fueron asesinados. Jordan Kyle… —Se le quebró la voz—. Jordan está muerto.

Clary no se había dado cuenta de estar moviéndose, pero de repente ya no se encontraba bajo las sábanas. Había sacado las piernas de la cama e iba a coger la vaina de Heosphoros, que estaba en la mesilla de noche.

—Clary —dijo su madre, y le colocó los largos dedos sobre la muñeca con intención de detenerla—. Clary, ya está. No puedes hacer nada.

Clary notó el sabor de las lágrimas, caliente y salado, requemándole la garganta, y bajo las lágrimas, el sabor aún más amargo y oscuro del pánico.

—¿Y Maia? —preguntó—. Si Jordan está muerto, ¿está bien Maia? ¿Y Simon? ¡Jordan era su guardián! ¿Está bien Simon?

—Estoy bien. No te preocupes, estoy bien —contestó la voz de Simon. La puerta del dormitorio acabó de abrirse y, ante la sorpresa de Clary, entró Simon, que se mostraba curiosamente tímido.

Clary dejó caer la vaina de Heosphoros sobre la cama y se puso de pie al instante; se lanzó sobre Simon con tal fuerza que se golpeó la cabeza contra su clavícula. No notó si le dolía o no. Estaba demasiado ocupada abrazando a Simon como si ambos acabaran de saltar de un helicóptero y estuvieran cayendo a toda velocidad. Le agarraba puñados de su arrugado jersey verde y aplastaba el rostro contra su hombro mientras trataba de no llorar.

Él la abrazó, calmándola con unas torpes palmaditas en la espalda y en los hombros. Cuando finalmente ella lo soltó y dio un paso atrás, vio que el jersey y los vaqueros que llevaba eran al menos una talla mayor que la suya. Una cadena de metal le colgaba del cuello.

—¿Qué estás haciendo aquí? —quiso saber—. ¿De quién es la ropa que llevas?

—Es una larga historia, y la ropa es de Alec, la mayor parte —contestó Simon. Hablaba con normalidad, pero parecía cansado y tenso—. Deberías haber visto lo que llevaba puesto antes. Bonito pijama, por cierto.

Clary se miró. Llevaba un pijama de franela, demasiado corto de piernas y demasiado estrecho en el pecho, con un estampado de camiones de bomberos.

Luke alzó una ceja.

—Creo que era mío, de cuando era niño.

—No puedes decirme en serio que no había nada más para ponerme.

—Si insistes en intentar que te maten, yo insisto en ser quien elige lo que llevas mientras te recuperas —replicó Jocelyn con una leve sonrisita irónica.

—El pijama de la venganza —masculló Clary. Cogió unos vaqueros y una camisa que había en el suelo y miró a Simon—. Me voy a vestir. Y cuando vuelva, más vale que estés listo para decirme algo mejor de por qué estás aquí que «es una larga historia».

Simon murmuró algo sobre que parecía una mandona, pero Clary ya estaba en la puerta. Se duchó en un tiempo récord, disfrutando de la sensación del agua arrastrando la suciedad de la batalla. Seguía preocupada por Jace, a pesar de lo que le había dicho su madre, pero ver a Simon la había animado mucho. Quizá no tuviera mucho sentido, pero estaba mucho más feliz teniéndolo allí, donde ella pudiera echarle un ojo, que en Nueva York; sobre todo después de lo de Jordan.

Cuando volvió al dormitorio, con el pelo húmedo recogido en una coleta, Simon estaba apoyado en la mesilla y mantenía una seria conversación con Jocelyn y Luke, en la que les explicaba lo que le había pasado en Nueva York, cómo Maureen lo había raptado y Raphael lo rescató y lo llevó a Alacante.

—Entonces, espero que Raphael tenga intención de asistir a la cena que dan los representantes de la corte seelie esta noche —estaba diciendo Luke—. Anselm Nightshade habría sido el invitado, pero si Raphael está ocupando su lugar en el Consejo, entonces es él quien debería asistir. Sobre todo después de lo que ha pasado con el Praetor, la importancia de la solidaridad de los subterráneos con los cazadores de sombras es mayor que nunca.

—¿Sabéis algo de Maia? —preguntó Simon—. No me gusta nada pensar en que pueda estar sola, ahora que Jordan ha muerto. —Hizo una ligera mueca al hablar, como si las palabras «Jordan ha muerto» le dolieran profundamente.

—No está sola. Tiene a la manada cuidándola. Bat se ha puesto en contacto conmigo. Físicamente, Maia está bien. Emocionalmente, no lo sé. Fue a ella a quien Sebastian pasó su mensaje después de matar a Jordan. Eso no puede haber sido fácil.

—La manada se va a encontrar con que va a tener que ocuparse de Maureen —dijo Simon—. Está encantada de que se hayan ido los cazadores de sombras. Va a convertir Nueva York en su patio de juegos sangrientos, si se sale con la suya.

—Si está matando mundanos, la Clave tendrá que enviar a alguien para que se ocupe de ella —repuso Jocelyn—. Incluso si eso significa salir de Idris. Si está violando los Acuerdos…

—¿Jia no debería enterarse de todo esto? —preguntó Clary—. Podríamos ir a hablar con ella. No es como el resto del Consejo; ella te escuchará, Simon.

Simon asintió.

—Le he prometido a Raphael que hablaría con el Inquisidor y la Cónsul en su nombre… —Se interrumpió de golpe e hizo una mueca.

Clary lo miró fijamente. Simon se hallaba sentado bajo una débil entrada de luz diurna, con la piel pálida como el marfil. Se le veían las venas bajo la piel, tan marcadas y negras como la tinta. Los pómulos se le habían agudizado, las sombras que proyectaban eran duras y angulosas.

—Simon, ¿cuánto hace que no has comido?

Simon se encogió de hombros; Clary sabía que no le gustaba nada que le recordara que necesitaba sangre.

—Tres días —contestó él en voz baja.

—Comida —exclamó Clary mientras miraba a su madre y a Luke—. Tenemos que conseguirle comida.

—Estoy bien —repuso Simon, nada convincente—. De verdad.

—El lugar más razonable donde encontrar sangre sería la casa del representante de los vampiros —sugirió Luke—. Tienen que proveerla para el uso del miembro del Consejo de los Hijos de la Noche. Iría yo mismo, pero seguro que no se la darán a un licántropo. Podríamos enviar un mensaje…

—Nada de mensajes. Demasiado lento. Vamos ahora. —Clary abrió el armario y cogió una chaqueta—. Simon, ¿podrás llegar hasta allí?

—No está muy lejos —contestó Simon, casi sin voz—. A unas cuantas puerta de la casa del Inquisidor.

—Raphael estará durmiendo —señaló Luke—. Es pleno día.

—Entonces, lo despertaremos. —Clary se puso la chaqueta y se subió la cremallera—. Su trabajo es representar a los vampiros; tendrá que ayudar a Simon.

Simon resopló burlón.

—Raphael no cree que tenga que hacer nada.

—No me importa. —Clary cogió a Heosphoros y la metió en la vaina.

—Clary, no estoy segura de que estés bien para salir tan pronto… —comenzó Jocelyn.

—Estoy bien. Nunca me he sentido mejor.

Jocelyn negó con la cabeza, y un rayo de sol le iluminó los tonos rojos del cabello.

—En otras palabras: no puedo hacer nada para detenerte.

—Nada —repuso Clary y se colgó a Heosphoros del cinturón—. Nada en absoluto.

—La cena de los miembros del Consejo es hoy —recordó Luke, mientras se apoyaba contra la pared—. Clary, tendremos que salir antes de que regreses. Pondremos un guardia en la casa para asegurarnos de que vuelvas antes de que oscurezca…

—Tienes que estar de broma.

—En absoluto. Te queremos aquí dentro y con la casa bien cerrada. Si no regresas antes del ocaso, lo notificará al Gard.

—Esto parece un estado policial —gruñó Clary—. Vámonos, Simon.

Maia estaba sentada en la playa de Rockaway, mirando el mar, y se estremeció.

Rockaway estaba lleno en verano, pero vacío y ventoso en ese momento, en diciembre. Las aguas del Atlántico se extendían, de un gris pesado, el color del hierro, bajo un cielo de un color similar.

Los cadáveres de los licántropos a los que Sebastian había matado, incluido el de Jordan, habían sido quemados en las ruinas del Praetor Lupus. Uno de los lobos de la manada se acercó a la orilla y lanzó las cenizas al agua.

Maia contempló cómo la superficie del mar se oscurecía con los restos de los muertos.

—Lo siento. —Era Bat. Se sentó junto a ella en la arena. Observaron a Rufus acercarse a la orilla y abrir otra caja con cenizas—. Jordan…

Maia se echó el pelo hacia atrás. Nubes grises crecían en el horizonte. Se preguntó si llovería.

—Iba a romper con él —dijo.

—¿Qué? —Bat parecía sorprendido.

—Iba a romper con él —repitió Maia—. El día que Sebastian lo mató.

—Creía que os iba de fábula. Pensaba que erais felices juntos.

—¿De verdad? —Maia hundió los dedos en la húmeda arena—. No te caía bien.

—Te hizo daño. Fue hace mucho tiempo y sé que trató de compensarte, pero… —Bat se encogió de hombros—. Quizá yo no sepa perdonar con tanta facilidad.

Maia respiró hondo.

—Quizá yo tampoco —admitió—. La ciudad en la que crecí…, todas esas niñas blancas, ricas, delgadas y mimadas, me hacían sentir como una mierda porque yo no era como ellas. Cuando tenía seis años, mi madre quiso hacerme una fiesta con la Barbie como tema. Hacen una Barbie negra, ya sabes, pero no fabrican los complementos que irían con ella, los artículos de fiesta, las velas y esas cosas. Así que tuve una fiesta con una muñeca rubia como tema, y todas esas niñas rubias vinieron, y todas se reían de mí disimuladamente. —Notaba el frío del aire del mar en los pulmones—. Y cuando conocí a Jordan y me dijo que era hermosa…, bueno, no hizo falta mucho más. Me enamoré de él en cinco minutos.

—Eres hermosa —dijo Bat. Un cangrejo ermitaño avanzaba por la arena, y él lo empujó con el dedo.

—Éramos felices —continuó Maia—. Pero luego pasó todo y él me transformó. Lo odié por eso. Vine a Nueva York y lo odiaba. Luego apareció de nuevo y solo quería que yo lo perdonara. Y lo supe, la gente hace cosas estúpidas cuando la muerdes. He oído hablar de gente que ha matado a su propia familia…

—Por eso tenemos el Praetor —repuso Bat—. Bueno, lo teníamos.

—Y pensé: a alguien que no puede controlarse ¿se lo puede considerar responsable de lo que hace? Pensé que debía perdonarlo; él lo deseaba tanto… Habría hecho cualquier cosa para compensarme. Pensé que podía volver a la normalidad, ser como habíamos sido.

—A veces no se puede volver atrás —sentenció Bat. Se tocó la cicatriz que tenía en la mejilla, pensativo. Maia nunca le había preguntado cómo se la había hecho—. A veces, demasiadas cosas han cambiado.

—No pudimos volver atrás —asintió Maia—. Al menos, yo no pude. Él quería tanto que lo perdonara que creo que a veces me miraba y solo veía el perdón. La redención. No me veía a mí. —Negó con la cabeza—. No soy la absolución de nadie. Solo soy Maia.

—Pero lo querías —dijo Bat a media voz.

—Lo suficiente para retrasar una y otra vez la ruptura. Pensé que quizá acabaría sintiendo algo diferente. Y luego empezó a ocurrir todo: raptaron a Simon y fuimos tras él, y yo aún seguía pensando en decírselo a Jordan. Se lo iba a decir en cuanto llegáramos al Praetor, y entonces llegamos y era… —tragó saliva— un matadero.

—Dicen que cuando te encontraron lo estabas abrazando. Él ya estaba muerto y su sangre se la llevaba la marea, pero tú seguías abrazándolo.

—Todo el mundo debería morir con alguien abrazándolo —replicó Maia. Agarró un puñado de arena—. Es que… me siento tan culpable… Murió pensando que yo seguía amándolo, que íbamos a estar juntos y que todo estaba bien. Murió conmigo mintiéndole. —Dejó que los granos le resbalaran entre los dedos—. Debería haberle dicho la verdad.

—Deja de martirizarte. —Bat se puso en pie. Era alto y musculoso. Llevaba el anorak con la cremallera medio subida y el viento le agitaba levemente el corto cabello. Su silueta se recortaba contra las crecientes nubes grises. Maia vio al resto de la manada reunido alrededor de Rufus, que gesticulaba al hablar—. Si no se hubiera estado muriendo, entonces sí que deberías haberle dicho la verdad, pero murió pensando que lo amabas y lo perdonabas. Hay regalos mucho peores que puedes hacerle a alguien. Lo que te hizo fue terrible, y él lo sabía. Pero poca gente es solo buena o mala. Considéralo un regalo que le hiciste a lo bueno que había en él. A donde sea que Jordan se haya ido, y yo creo que todos vamos a alguna parte, considéralo como la luz que lo guiará a casa.

«Si te vas de la Basilias, que quede entendido que lo haces en contra del consejo de los Hermanos».

—De acuerdo —respondió Jace mientras se ponía el segundo guantelete y flexionaba los dedos—. Lo has dejado muy claro.

El hermano Enoch se alzaba ante él, mirándolo muy serio, mientras Jace se agachaba con lenta precisión para atarse los cordones de las botas. Estaba sentado en el borde de la cama de la enfermería, una de la larga fila que ocupaba toda la amplia sala, todas cubiertas con sábanas blancas. Muchas otras camas estaban ocupadas por guerreros cazadores de sombras que se recuperaban de la batalla de la Ciudadela. Los Hermanos Silenciosos se movían entre las camas como enfermeras fantasmales. El aire olía a hierbas y a extraños ungüentos.

«Como mínimo, deberías descansar otra noche. Tu cuerpo está agotado, y el fuego celestial aún arde en tu interior».

Una vez acabó con las botas, Jace alzó la mirada. El techo arqueado estaba pintado con un dibujo de runas curativas entrelazadas de colores plata y azul. Llevaba mirándolo lo que le parecían semanas, aunque sabía que solo había sido una noche. Los Hermanos Silenciosos mantenían lejos a todos los visitantes y habían estado atendiéndolo con runas curativas y ungüentos. También le habían hecho pruebas: le había tomado muestras de sangre, de pelo, e incluso de pestañas; le habían presionado diferentes espadas contra la piel: de oro, plata, acero y madera de serbal. Se encontraba bien. Tenía la sensación de que si lo mantenían en la Basilias era más para estudiar el fuego celestial que para curarlo.

—Quiero ver al hermano Zachariah —exigió.

«Está bien. No hace falta que te preocupes por él».

—Quiero verlo —insistió Jace—. Casi lo maté en la Ciudadela…

«No fuiste tú. Fue el fuego celestial. Y lo que le hizo no lo ha dañado».

Jace parpadeó ante las extrañas frases que el hermano había empleado.

—Dijo, cuando lo encontré, que cree que está en deuda con los Herondale. Soy un Herondale. Querrá verme.

«¿Y luego tienes la intención de marcharte de la Basilias?».

Jace se puso en pie.

—No me pasa nada. No necesito estar en la enfermería. Sin duda podríais estar empleando vuestros recursos con más éxito con los que de verdad están heridos. —Descolgó su chaqueta de un gancho junto a la cama—. Mira, o me lleváis con el hermano Zachariah o puedo ir por ahí llamándolo a gritos hasta que aparezca.

«No paras de dar problemas, Jace Herondale».

—Eso dicen —replicó Jace.

Había ventanas en arco entre las camas que proyectaban grandes líneas de luz sobre el suelo de mármol. El día estaba llegando a su fin; Jace se había despertado a primera hora de la tarde con un Hermano Silencioso junto a la cama. Se incorporó al instante y preguntó cómo estaba Clary, mientras los recuerdos de la noche anterior comenzaban a despertar en su mente: recordó el dolor cuando Sebastian lo hirió; recordó el fuego que ardía en la espada; recordó a Zachariah ardiendo, los brazos de Clary rodeándolo, su cabello entre los dos, el fin del dolor que le había llegado con la oscuridad. Y luego… nada.

Después de que los Hermanos le aseguraran que Clary estaba bien, a salvo en la casa de Amatis, había preguntado por Zachariah, si el fuego lo había dañado, pero solo recibió respuestas irritantemente vagas.

En ese momento, seguía a Enoch por el vestíbulo de la enfermería y luego por un estrecho corredor de paredes blancas en el que había varias puertas. Al pasar ante una de ellas, Jace captó un atisbo de un cuerpo que se retorcía atado a una cama, y oyó gritos y maldiciones. Un Hermano Silencioso se hallaba sobre el hombre, que llevaba los restos de un traje de combate rojo. La pared tras ellos estaba salpicada de sangre.

«Amalric Kriegsmesser —dijo el hermano Enoch sin volver la cabeza—. Uno de los Oscurecidos de Sebastian. Como sabes, hemos estado tratando de revertir el hechizo de la Copa Infernal».

Jace tragó saliva. No parecía haber nada que decir. Había visto el ritual de la Copa Infernal. En el fondo de su corazón, no creía que el hechizo pudiera deshacerse. Generaba un cambio demasiado fundamental. Pero, claro, tampoco se había imaginado nunca que un Hermano Silencioso pudiera ser tan humano como siempre había parecido ser el hermano Zachariah. ¿Era por eso que estaba tan decidido a verlo? Recordó lo que Clary le había contado que el hermano Zachariah había respondido en una ocasión, después de que ella le preguntara si alguna vez había amado tanto a alguien como para morir por esa persona:

«Dos personas. Hay recuerdos que el tiempo no borra. Pregunta a tu amigo Magnus Bane, si no me crees. La eternidad no hace que se olvide lo que has perdido, solo que soportes la pérdida».

Había algo en esas palabras, algo que hablaba de tristeza y de la clase de recuerdos que Jace no asociaba con los Hermanos. Habían sido una presencia constante en su vida desde los diez años: estatuas pálidas y silenciosas que portaban la curación, que guardaban secretos, que no amaban, ni deseaban, ni crecían, ni morían, sino que solo eran. Pero el hermano Zachariah era diferente.

«Hemos llegado».

El hermano Enoch se había detenido delante de una puerta blanca que no se diferenciaba en nada de las demás. Alzó una mano fuerte y llamó. Se oyó ruido dentro, como de una silla rozando el suelo al moverse, y luego una voz masculina:

—Adelante.

El hermano Enoch abrió la puerta e hizo pasar a Jace. Las ventanas daban al oeste, y la habitación era muy luminosa; la luz del sol al entrar pintaba las paredes de un fuego pálido. Había alguien junto a la ventana: una silueta delgada sin el hábito de los Hermanos. Jace se volvió hacia el hermano Enoch, sorprendido, pero este ya se había retirado y cerrado la puerta.

—¿Dónde está el hermano Zachariah? —preguntó Jace.

—Estoy aquí —respondió una voz suave, tranquila, un poco desafinada, como un piano que no se hubiera tocado en años. La silueta se había apartado de la ventana. Jace se encontró mirando a un chico solo unos cuantos años mayor que él. Cabello oscuro, un rostro delicado, ojos que parecían viejos y jóvenes al mismo tiempo, las runas de los Hermanos marcadas en los pómulos, y cuando el chico se volvió, Jace vio el pálido perfil de una desdibujada runa en el cuello.

Un parabatai. Como él. Y Jace también supo lo que significaba la runa desdibujada: un parabatai cuya otra mitad había muerto. Sintió que su compasión iba hacia el hermano Zachariah, mientras se imaginaba a sí mismo sin Alec. Con solo esa runa desdibujada para recordarle que en un tiempo había estado ligado a alguien que conocía lo mejor y lo peor de su alma.

—Jace Herondale —dijo el chico—. De nuevo un Herondale es quien me trae la salvación. Debería haberlo supuesto.

—Yo no… no es eso… —Jace estaba demasiado asombrado para pensar en nada coherente que decir—. No es posible. Una vez pasas a ser un Hermano Silencioso, no hay vuelta atrás. Tú… No lo entiendo.

El chico (Zachariah, supuso Jace, aunque ya no hermano) sonrió. Era una sonrisa desgarradoramente vulnerable, joven y amable.

—Tampoco yo estoy seguro de entenderlo del todo —dijo—. Pero nunca he sido un Hermano Silencioso normal. Se me ofreció esta vida porque había magia negra sobre mí. No tenía otro modo de salvarme. —Se miró las manos, las manos sin arrugas de un muchacho, suaves de un modo que muy pocas manos de cazadores de sombras lo eran. Los Hermanos podían luchar como guerreros, pero pocas veces lo hacían—. Dejé todo lo que conocía y todo lo que amaba. Quizá no lo abandonara del todo, pero alcé un muro de cristal entre la vida que había tenido antes y yo. Podía verla, pero no tocarla, no ser parte de ella. Comencé a olvidar cómo era ser un humano corriente.

—No somos humanos corrientes.

Zachariah alzó la mirada.

—Oh, eso nos decimos a nosotros mismos —replicó—. Pero durante el último siglo he estado haciendo un estudio de los cazadores de sombras, y déjame que te diga que somos más humanos que la mayoría de los seres humanos. Cuando se nos rompe el corazón, lo hace en añicos que no son fáciles de volver a unir. A veces envidio a los humanos su resistencia.

—¿Más de un siglo viviendo? Me pareces bastante… resistente.

—Pensaba que sería un Hermano Silencioso para siempre. No morimos… ellos no mueren, ¿sabes?; pasados muchos años se van desvaneciendo. Dejan de hablar, dejan de moverse. Finalmente, se los sepulta vivos. Pensaba que ese sería mi destino. Pero cuando te toqué con la mano marcada por la runa, cuando caíste herido, absorbí el fuego celestial de tus venas, y quemó toda la oscuridad que había en las mías. Volví a ser la persona que era antes de hacer los votos. Incluso antes que eso. Me convertí en lo que siempre había querido ser.

—¿Te dolió? —preguntó Jace con voz ronca.

Zachariah lo miró confuso.

—¿Perdona?

—Cuando Clary me hirió con Gloriosa fue… muy doloroso. Sentí como si se me estuvieran derritiendo los huesos por dentro, hasta convertirse en cenizas. No he parado de pensar en eso desde que me desperté; pensaba en el dolor, en si te habría dolido cuando me tocaste.

—¿Pensaste en mí? ¿Y en si estaba sufriendo? —preguntó Zachariah, sorprendido.

—Claro. —Jace veía su reflejo en la ventana a la espalda de Zachariah. Era tan alto como él, pero más delgado, y con el cabello oscuro y la piel pálida, como el negativo de una foto de Jace.

—Los Herondale. —La voz de Zachariah era un susurro, medio risa, medio dolor—. Casi lo había olvidado. Ninguna otra familia hace tanto por amor, o siente tanta culpa por ello. No cargues con todo el peso del mundo, Jace. Es demasiado pesado hasta para un Herondale.

—No soy ningún santo —replicó Jace—. Quizá deba cargarlo.

Zachariah negó con la cabeza.

—Creo que conoces la frase de la Biblia: «Mene mene tekel upharsin», ¿no?

—«Se te ha pesado en balanza y se te ha hallado falto». El mensaje de la pared.

—Los egipcios creían que ante la puerta de los muertos se les pesaba el corazón en una balanza, y si pesaba más que una pluma, su camino era el del Infierno. El fuego del Cielo nos mide, Jace Herondale, como la balanza de los egipcios. Si en nosotros hay más de malo que de bueno, nos destruirá. Yo he vivido, y tú también. La diferencia entre nosotros es que a mí el fuego solo me rozó, mientras que a ti te entró en el corazón. Aún lo llevas en ti. Una gran carga y un gran regalo.

—Pero he estado tratando de librarme de él…

—No puedes librarte de esto. —La voz del hermano Zachariah se había vuelto seria—. No es una maldición de la que tengas que librarte; es un arma que se te ha confiado. Tú eres la espada del Cielo. Asegúrate de ser merecedor de ello.

—Me recuerdas a Alec —dijo Jace—. Él siempre habla de responsabilidades y merecimientos.

—Alec. Tu parabatai. ¿El chico Lightwood?

—Tú… —Jace señaló el lado del cuello de Zachariah—. Tú también tuviste un parabatai. Pero tu runa está desdibujada.

Zachariah bajó la mirada.

—Hace mucho que está muerto —explicó—. Yo era… Cuando murió, yo… —Negó con la cabeza, frustrado—. Durante años solo he hablado con la mente, aunque se pudieran oír mis pensamientos como palabras. El proceso de usar el lenguaje de la forma corriente, de encontrar las palabras, ya no me resulta fácil. —Alzó la cabeza para mirar a Jace—. Valora a tu parabatai —dijo—. Porque es un lazo muy valioso. Todo amor es valioso. Es por lo que hacemos lo que hacemos. ¿Por qué luchamos contra los demonios? ¿Por qué ellos no son los custodios adecuados de este mundo? ¿Qué nos hace mejores? Es porque ellos no construyen, solo destruyen. No aman, solo odian. Los cazadores de sombras somos humanos y falibles. Pero si no tuviéramos la capacidad de amar, no podríamos proteger a los humanos; debemos amarlos para protegerlos. Mi parabatai amaba como muy pocos pueden amar; con todo. Veo que tú también eres así. Brilla con más intensidad en ti que el fuego de los Cielos.

El hermano Zachariah miraba a Jace con tanta intensidad que parecía que iba a arrancarle la piel de los huesos.

—Lo siento —dijo Jace a media voz—. Siento que hayas perdido a tu parabatai. ¿Hay alguien… alguien con quien volver sea volver a casa?

La boca del chico se curvó un poco en las comisuras.

—Hay alguien. Ella siempre ha sido mi casa. Pero no tan pronto. Primero debo quedarme.

—¿Para luchar?

—Y amar y sufrir. Cuando era un Hermano Silencioso, mi amor y mi pérdida estaban algo apagados, como música que se oyera en la distancia, bien afinada pero sin fuerza. Ahora… ahora todo ha caído sobre mí a la vez. Su peso me oprime. Debo ser más fuerte para poder verla. —Su sonrisa era melancólica—. ¿Alguna vez has sentido como si tuvieras tanto dentro del corazón que estás seguro de que se te partirá?

Jace pensó en Alec herido sobre su regazo, en Max inmóvil y pálido en el suelo de la Sala de los Acuerdos; pensó en Valentine, abrazándolo mientras la sangre de Jace empapaba la arena bajo ellos. Y finalmente pensó en Clary: su intenso valor que lo mantenía a salvo, su agudo ingenio que lo mantenía cuerdo, la firmeza de su voz.

—Las espadas, cuando se rompen y se arreglan, pueden ser más fuertes en los puntos reparados —dijo Jace—. Quizá pase lo mismo con los corazones.

El hermano Zachariah, que era un chico como el propio Jace, le sonrió con tristeza.

—Espero que tengas razón.

—No puedo creer que Jordan esté muerto —dijo Clary—. Acabo de verlo. Estaba sentado en el muro del Instituto cuando atravesamos el Portal.

Caminaba junto a Simon por uno de los canales hacia el centro de la ciudad. Las torres de los demonios se alzaban alrededor; su brillo se reflejaba en las aguas del canal.

Simon miró a Clary de reojo. Pensaba en cómo la había visto la noche anterior, azul, agotada y apenas consciente, la ropa rota y ensangrentada. La miró de nuevo. Volvía a ser ella, con color en las mejillas, las manos en los bolsillos, la vaina de la espada colgando del cinturón.

—Yo tampoco —compartió él.

Clary tenía los ojos brillantes y la mirada distante, y Simon se preguntó qué estaría recordando. ¿A Jordan enseñando a Jace a controlar sus emociones en Central Park? ¿A Jordan en el apartamento de Magnus hablándole a un pentagrama? ¿A Jordan la primera vez que lo habían visto, pasando por debajo de la puerta del garaje para hacer una audición del grupo de Simon? ¿A Jordan sentado en el sofá del apartamento que compartía con Simon, jugando a la Xbox con Jace? ¿A Jordan diciéndole a Simon que había jurado protegerlo?

Simon sintió un vacío en su interior. Lo habían despertado pesadillas en las que aparecía Jordan y se lo quedaba mirando en silencio; con los ojos le pedía a Simon que lo ayudara, que lo salvara, mientras la tinta en sus brazos corría como la sangre.

—Pobre Maia —dijo Clary—. Ojalá estuviera aquí; ojalá pudiéramos hablar con ella. Lo ha pasado tan mal… y ahora, esto…

—Lo sé —repuso Simon, casi atragantándose. Pensar en Jordan ya era duro. Si pensaba también en Maia, no lo resistiría.

Clary respondió a la brusquedad de su tono cogiéndole la mano.

—Simon, ¿estás bien?

Él dejó que le cogiera la mano, entrelazando los dedos con los suyos sin apretarlos. La vio mirándole la mano, el anillo de oro de las hadas que llevaba siempre.

—Creo que no —contestó él.

—No, claro que no. ¿Cómo ibas a estarlo? Jordan era tu… —¿Amigo? ¿Compañero de piso? ¿Guardaespaldas?

—Responsabilidad —completó Simon.

Clary se sorprendió.

—No… Simon, tú eras su responsabilidad. Él era tu guardián.

—Vamos, Clary —exclamó Simon—. ¿Qué crees que estaba haciendo en el cuartel general del Praetor Lupus? Nunca iba allí. Si estaba allí, era por mí, porque me estaba buscando. Si no me hubiese ido y me hubiera dejado raptar…

—¿Dejarte raptar? —soltó Clary—. ¿Cómo, te ofreciste voluntario para que Maureen te raptara?

—Maureen no me raptó —replicó él en voz baja.

Clary lo miró, confundida.

—Creía que te tenía en una jaula en el Dumort. Creía que habías dicho…

—Es cierto —dijo Simon—. Pero la única razón por la que yo estaba fuera, donde ella pudo atraparme, fue porque me atacó uno de los Oscurecidos. No he querido decírselo a Luke y a tu madre —añadió—. He pensado que se asustarían.

—Porque si Sebastian envió a un cazador oscuro a por ti, fue por mí —concluyó Clary, tensa—. ¿Quería secuestrarte o matarte?

—La verdad es que no tuve la oportunidad de preguntárselo. —Simon se metió las manos en los bolsillos—. Jordan me dijo que corriera, así que lo hice… y me fui directo contra unos miembros del clan de Maureen. Esta había hecho que vigilaran el apartamento, evidentemente. Supongo que eso es lo que me pasó por salir corriendo y dejarlo allí. De no haberlo hecho, si no se me hubieran llevado, él nunca habría ido al Praetor y no lo habrían matado.

—Basta —le ordenó Clary. Simon la miró sorprendido. Parecía realmente enfadada—. Deja de culparte a ti mismo. Jordan no hizo que te asignaran a él por casualidad. Quería ese trabajo para estar cerca de Maia. Sabía el riesgo que corría al vigilarte, y lo asumió voluntariamente. Lo eligió él. Buscaba la redención. Por lo que había pasado entre Maia y él. Por lo que había hecho. Para él, eso era el Praetor. Lo salvó. Cuidar de ti, de gente como tú, lo salvó. Se había convertido en un monstruo. Había hecho daño a Maia. La había convertido también en un monstruo. Lo que le hizo no era perdonable. Si no hubiera tenido al Praetor, si no te hubiera tenido a ti para cuidarte, la culpa lo habría corroído por dentro hasta impulsarlo al suicidio.

—Clary… —Simon se sorprendió de la oscuridad de sus palabras.

Clary se estremeció, como si hubiera rozado unas telarañas. Habían entrado en una larga calle junto al canal en la que se alineaban antiguas mansiones. A Simon le recordó los barrios ricos de Ámsterdam que había visto en fotos.

—Esa de allí es la casa de los Lightwood. Los principales miembros del Consejo tienen sus casas en esta calle. La Cónsul, el Inquisidor, los representantes de los subterráneos. Solo tenemos que averiguar cuál es la de Raphael…

—Ahí —dijo Simon, y señaló una estrecha casa con la puerta negra y una estrella pintada con plata en el centro de la misma—. Una estrella por los Hijos de la Noche. Porque no vemos la luz del día. —Le sonrió, o trató de hacerlo. El hambre le ardía en las venas; las sentía como cables ardientes bajo la piel.

Subió la escalera. La pesada aldaba tenía la forma de una runa. El sonido que hizo al golpear resonó en toda la casa.

Simon oyó a Clary subir la escalera tras él justo cuando la puerta se abría. Raphael estaba dentro, cuidadosamente apartado de la luz que entraba por la puerta. Entre las sombras, Simon solo pudo distinguir unos rasgos generales: el cabello rizado, el destello blanco de los dientes al saludarlo.

—Diurno. Hija de Valentine.

Clary hizo un ruido de exasperación.

—¿Nunca llamas a nadie por su nombre?

—Solo a mis amigos —contestó Raphael.

—¿Tienes amigos? —preguntó Simon, irónico.

Raphael lo miró molesto.

—Supongo que estás aquí en busca de sangre, ¿no?

—Sí —contestó Clary. Simon no dijo nada. Al oír la palabra «sangre» comenzó a sentirse un poco mareado. Notó que se le contraía el estómago. Estaba comenzando a morirse de hambre.

Raphael le lanzó una mirada.

—Se te ve hambriento. Quizá deberías haber seguido mi sugerencia en la plaza anoche.

Clary alzó las cejas, pero Simon solo lo miró ceñudo.

—Si quieres que hable con el Inquisidor por ti, tendrás que darme sangre. De otro modo, me desmayaré a sus pies, o me lo comeré.

—Sospecho que eso no le gustaría mucho a su hija. Aunque anoche ya no parecía muy contenta contigo. —Raphael desapareció entre las sombras de la casa. Clary miró a Simon.

—He de suponer que ayer viste a Isabelle.

—Supones bien.

—¿Y la cosa no fue bien?

Simon no tuvo que contestar porque Raphael reapareció en ese momento. Llevaba una botella de cristal llena de un líquido rojo. Simon la cogió ansioso.

El olor de la sangre le llegaba a través del cristal, ondeante y dulce. Simón sacó el tapón y bebió. Los colmillos salieron de su escondrijo, aunque no los necesitaba. Los vampiros no estaban hechos para beber sangre de una botella. Los dientes le arañaron la piel cuando se pasó el dorso de la mano por la boca.

A Raphael le brillaron los ojos.

—He oído lo ocurrido a tu amigo licántropo. Lo lamento.

Simon se tensó. Clary le puso la mano en el brazo.

—No lo dices en serio —replicó Simon—. No te gustaba nada que tuviera un guardián.

Raphael soltó un murmullo pensativo.

—Ni guardián ni Marca de Caín. Te has quedado sin todas tus protecciones. Deber de ser raro, diurno, saber que puedes morir.

Simon lo miró con dureza.

—¿Por qué te esfuerzas tanto? —preguntó, y tomó otro trago de la botella. Esa vez le supo amarga, un poco ácida—. ¿Para que te odie? ¿O solo es que tú me odias?

Se hizo un largo silencio. Simon se fijó en que Raphael iba descalzo y se mantenía justo en el límite de la larga marca que la luz del sol proyectaba sobre el suelo de madera. Un paso más, y la luz le abrasaría la piel.

Simon tragó, notó el sabor de la sangre en la boca y se sintió un poco mareado.

—No me odias —decidió mientras miraba la cicatriz blanca en la base del cuello de Raphael, donde a veces descansaba un crucifijo—. Estás celoso.

Sin mediar palabra, Raphael cerró la puerta dejándolos fuera.

Clary dejó escapar el aire.

—Vaya. No ha ido mal, después de todo.

Simon no dijo nada; se volvió y bajó la escalera. Se detuvo al final para vaciar de un largo trago la botella de sangre, y luego, para sorpresa de Clary, la lanzó por los aires. La botella voló calle abajo y se estrelló contra una farola. Cayó hecha añicos, dejando una mancha de sangre en el hierro.

—¿Simon? —Clary se apresuró a bajar la escalera—. ¿Estás bien?

Él hizo un gesto vago.

—No lo sé. Jordan, Maia, Raphael, es… es demasiado. No sé lo que se supone que debo hacer.

—¿Te refieres a lo de hablar con el Inquisidor por él? —Clary corrió para alcanzarlo mientras Simon comenzaba a caminar, desanimado, a lo largo de la calle. El viento había arreciado y le alborotaba el cabello.

—Me refiero a todo. —Se tambaleó un poco mientras se alejaba de ella. Clary lo miró con suspicacia. De no haber sabido la verdad, se habría imaginado que estaba borracho—. Este no es mi sitio —dijo él. Se había detenido ante la residencia del Inquisidor. Echó la cabeza atrás para mirar las ventanas—. ¿Qué crees que estarán haciendo ahí dentro?

—¿Cenando? —aventuró Clary. Las lámparas de luz mágica habían comenzado a encenderse, iluminando la calle—. ¿Vivir su vida? Vamos, Simon. Seguramente conocen a gente que murió en la batalla de anoche. Si quieres ver a Isabelle, mañana es la reunión del Consejo y…

—Ella lo sabe —la interrumpió Simon—. Que sus padres seguramente se separarán. Que su padre tuvo una aventura.

—¿Que tuvo qué? —se sorprendió Clary, y miró a Simon—. ¿Cuándo?

—Hace mucho tiempo. —No había duda de que Simon arrastraba las palabras—. Antes de Max. Iba a dejarlos, pero… se enteró de que Max iba a nacer, así que se quedó. Maryse se lo contó a Isabelle hace años. No fue justo cargar todo ese peso en una niña. Izzy es muy fuerte, pero aun así… no se debería hacer eso. Sobre todo a tu propia hija. Uno debe… cargar con sus propias historias.

—Simon. —Clary pensó en la madre de Simon, que lo había echado de su propia casa. «No se debería hacer eso. Sobre todo a tu propia hija»—. ¿Cuánto hace que lo sabes? Lo de Robert y Maryse.

—Meses. —Se acercó de lado a la verja delantera de la casa—. Siempre he querido ayudarla, pero ella nunca me ha dejado que dijera nada, que hiciera nada… Por cierto, tu madre lo sabe. Le dijo a Izzy con quién había tenido Robert su aventura. No fue con nadie que Izzy haya conocido. No sé si eso lo hace mejor o peor.

—¿Qué? Simon, te vas de lado. ¡Simon…!

Simon chocó contra la verja que rodeaba la casa del Inquisidor con un fuerte ruido metálico.

—¡Isabelle! —llamó echando la cabeza hacia atrás—. ¡Isabelle!

—Por el… —Clary agarró a Simon por la manga—. Simon —siseó—, eres un vampiro en medio de Idris. Quizá no deberías estar llamando la atención a gritos.

Simon no le hizo caso.

—¡Isabelle! —gritó de nuevo—. ¡Deja caer tu negra melena!

—Oh, Dios mío —masculló Clary—. Había algo en la sangre que te ha dado Raphael, ¿verdad? Voy a matarlo.

—Ya está muerto —observó Simon.

—Es un no muerto. Es evidente que puede morir de nuevo. Lo remataré. Simon, vamos. Volvamos y podrás tumbarte y ponerte hielo en la cabeza…

—¡Isabelle! —gritó Simon una vez más.

Una de las ventanas del piso superior se abrió, e Isabelle se asomó a la calle. Su melena negra estaba suelta y le caía enmarcándole el rostro. Pero parecía furiosa.

—¡Simon, cállate! —le advirtió con un fuerte susurro.

—¡No quiero! —anunció Simon, rebelde—. Porque eres mi dama, y ganaré tus favores.

Isabelle ocultó el rostro entre las manos.

—¿Está borracho? —le preguntó a Clary.

—No lo sé. —Clary se debatía entre su lealtad hacia Simon y la urgente necesidad de llevárselo de allí—. Creo que ha tomado sangre en mal estado o algo así.

—¡Te amo, Isabelle Lightwood! —gritó Simon, sobresaltándolas a ambas. Se encendieron luces en toda la casa y también en las vecinas. Se oyó ruido calle abajo y, un momento después, aparecieron Aline y Helen. Ambas parecía agotadas y Helen estaba a medio recogerse el cabello—. ¡Te amo, y no me marcharé hasta que me digas que tú también me amas!

—Dile que lo amas —le aconsejó Helen—. Está asustando a toda la calle. —Saludó a Clary—. Me alegro de verte.

—Yo también a ti —respondió Clary—. Lamento mucho lo que pasó en Los Ángeles, y si hay algo que pueda hacer…

Algo cayó lentamente desde el cielo. Dos cosas: unos pantalones de cuero y una vaporosa camisa de poeta, aterrizaron a los pies de Simon.

—¡Coge tu ropa y vete! —gritó Isabelle.

Por encima de ella, se abrió otra ventana y apareció Alec.

—¿Qué está pasando? —Su mirada se posó sobre Clary y los demás y frunció el ceño, confundido—. ¿Qué es esto? ¿Cantáis villancicos antes de tiempo?

—Yo no canto villancicos —replicó Simon—. Soy judío. Solo me sé la canción de la perinola de Janucá.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó Aline a Clary, preocupada—. ¿Los vampiros enloquecen?

—No está loco —respondió Helen—. Está borracho. Debe de haber consumido la sangre de alguien que habría estado bebiendo alcohol. Eso puede dar a los vampiros un… subidón.

—Odio a Raphael —masculló Clary.

—¡Isabelle! —gritó Simon—. ¡Deja de tirarme ropa encima! Que tú seas una cazadora de sombras y yo un vampiro no quiere decir que lo nuestro no pueda ser. Nuestro amor está prohibido como el de un tiburón y un… y un cazador de tiburones. Pero eso es lo que lo hace especial.

—Ah —replicó Isabelle—. ¿Y cuál de nosotros dos es el tiburón, Simon? ¿Quién es el tiburón?

La puerta principal se abrió de golpe. Era Robert Lightwood, y no parecía contento. Bajó por el camino de entrada, abrió la verja de una patada y fue hasta Simon.

—¿Qué está pasando aquí? —exigió saber. Miró a Clary—. ¿Por qué estás gritando delante de mi casa?

—No se encuentra bien —contestó Clary, y agarró a Simon por la muñeca—. Nos vamos.

—No —replicó Simon—. No, tengo… tengo que hablar con él. Con el Inquisidor.

Robert metió la mano en la chaqueta y sacó un crucifijo. Clary se lo quedó mirando mientras él lo alzaba ante Simon.

—Hablaré con el representante de los Hijos de la Noche en el Consejo o con el jefe del clan de Nueva York —declaró—. No con cualquier vampiro que llame a mi puerta, incluso si es amigo de mis hijos. Y tampoco deberías estar en Alacante sin permiso…

Simon le quitó la cruz de la mano a Robert.

—Religión equivocada —dijo.

Helen silbó por lo bajo.

—Y me envía el representante de los Hijos de la Noche en el Consejo. Raphael Santiago me ha traído aquí para que hable contigo…

—¡Simon! —Isabelle salió corriendo de la casa y se colocó entre Simon y su padre—. ¿Qué estás haciendo?

Miró enfadada a Clary, que volvió a agarrar a Simon por la muñeca.

—De verdad que tenemos que irnos —murmuró Clary.

La mirada de Robert pasó de Simon a Isabelle. Su expresión cambió.

—¿Hay algo entre vosotros dos? ¿A eso vienen todos estos gritos?

Clary miró sorprendida a Isabelle. Pensó en Simon, consolando a Isabelle después de la muerte de Max. Lo mucho que habían intimado Simon e Izzy durante los últimos meses. Y su padre no tenía ni idea.

—Es un amigo. Es amigo de todos nosotros —contestó Isabelle, cruzándose de brazos. Clary no habría podido decir si Izzy estaba más enfadada con su padre o con Simon—. Y yo respondo por él, si eso significa que puede quedarse en Alacante. —Miró enfadada a Simon—. Pero ahora va a volver a casa con Clary. ¿No es cierto, Simon?

—Noto que la cabeza me da vueltas —dijo Simon pesarosamente—. Muchas vueltas.

Robert bajó el brazo.

—¿Qué?

—Ha bebido sangre contaminada —explicó Clary—. No es culpa suya.

Robert clavó su mirada azul en Simon.

—Hablaré contigo mañana en la reunión del Consejo, si estás sobrio —dijo—. Si Raphael Santiago quiere que tú me hables de algo, puedes decírmelo delante de la Clave.

—Yo no… —comenzó Simon.

Clary lo cortó rápidamente.

—Muy bien. Mañana vendrá conmigo a la reunión del Consejo. Simon, tenemos que regresar antes de que oscurezca, ya lo sabes.

Simon la miró un poco atontado.

—¿Sí?

—Mañana, en el Consejo —repitió Robert secamente; se volvió y se dirigió a grandes pasos hacia su casa. Isabelle vaciló un instante. Llevaba una camisa oscura suelta y vaqueros, los pies descalzos sobre la piedra de la calle. Estaba temblando.

—¿De dónde ha sacado la sangre que ha bebido? —preguntó, señalando a Simon con un gesto de la mano.

—Raphael —explicó Clary.

Isabelle puso los ojos en blanco.

—Mañana estará bien —aseguró—. Mételo en la cama. —Saludó con la mano a Helen y a Aline, que estaban apoyadas en el poste de la verja en actitud de descarada curiosidad—. Os veré mañana en la reunión.

—Isabelle… —comenzó Simon, mientras agitaba los brazos con vehemencia, pero antes de que pudiera hacer más daño, Clary lo agarró por la parte trasera de la chaqueta y lo arrastró hacia la calle.

A causa de que Simon siguió protestando a lo largo de varios callejones e insistió en entrar en una tienda de dulces cerrada, era casi oscuro cuando llegaron a casa de Amatis. Clary miró alrededor buscando al vigilante que Jocelyn había dicho que apostaría allá, pero no vio a nadie. O bien estaba perfectamente escondido, o, lo más seguro, ya se había ido a informar a los padres de Clary de su tardanza.

Con rostro serio, Clary subió los escalones hasta la casa, abrió la puerta y metió a Simon dentro. Este había dejado de protestar y comenzado a bostezar en algún punto de la plaza de la Cisterna, y ya se le estaban cerrando los ojos.

—Odio a Raphael —dijo.

—Estaba pensando lo mismo —repuso Clary mientras le hacía dar la vuelta—. Venga. Vamos a meterte en la cama.

Lo arrastró hasta el sofá, donde Simon se dejó caer sobre los cojines. Una tenue luz de luna se filtraba por las cortinas de encaje que cubrían las grandes ventanas delanteras. Los ojos de Simon eran del color de cuarzo ahumado, e intentaba mantenerlos abiertos.

—Deberías dormir —le dijo Clary—. Seguramente mamá y Luke estarán de vuelta en unos minutos. —Se dio la vuelta para marcharse.

—Clary. —Simon la agarró por la manga—. Ten cuidado.

Ella se soltó suavemente, fue hacia la escalera y cogió una piedra de luz mágica para iluminarse. Las ventanas del pasillo del piso superior estaban abiertas, y la fresca brisa que soplaba en el corredor, cargada del olor de la piedra de la ciudad y del agua del canal, le apartó el cabello del rostro. Clary llegó a su dormitorio, abrió la puerta… y se quedó helada.

La luz mágica latía en su mano y lanzaba brillantes rayos por la habitación. Había alguien sentado en su cama. Un alguien alto, con el cabello casi blanco, una espada sobre el regazo y un brazalete de plata que brillaba como fuego bajo la luz mágica.

«Si no puedo convencer al Cielo, moveré los Infiernos».

—Hola, hermana mía —la saludó Sebastian.