FUERZA EN LO QUE QUEDA
Raphael, con las manos en los bolsillos, contemplaba las torres de los demonios, que relucían con un color rojo oscuro.
—Algo está ocurriendo —dijo—. Algo fuera de lo normal.
Simon quiso replicarle que lo único fuera de lo normal que sucedía era que acababa de raptarlo y llevarlo a Idris por segunda vez en su vida, pero se sentía demasiado mareado. Había olvidado el modo en que un Portal parecía despedazarte al pasar a través de él y luego recomponerte al otro lado con la pérdida de algunas piezas importantes.
Además, Raphael tenía razón. Algo estaba ocurriendo. Simon ya había estado en Alacante, y recordaba los caminos y los canales, la colina que se alzaba por encima de la ciudad con el Gard en lo alto. Recordaba que en las noches normales, las calles estaban tranquilas, iluminadas por el pálido fulgor de las torres. Pero esa noche había ruido, sobre todo procedente del Gard y de la colina, donde las luces bailaban como si se hubieran encendido una docena de hogueras. Las torres de los demonios resplandecían con un inquietante rojo dorado.
—Cambian el color de las torres para enviar mensajes —explicó Raphael—. Dorado para las bodas y las celebraciones. Azul para los Acuerdos.
—¿Qué significa el rojo? —preguntó Simon.
—Magia —contestó Raphael, mientras entrecerraba los ojos—. Peligro.
Se volvió en un lento círculo, mirando la silenciosa calle, las grandes casas junto al canal. Era casi una cabeza más bajo que Simon. Este se preguntó qué edad habría tenido cuando fue transformado. ¿Catorce? ¿Quince? Solo un poco mayor que Maureen. ¿Quién lo habría transformado? Magnus lo sabía, pero nunca lo había dicho.
—La casa del Inquisidor está aquí —indicó Raphael, y señaló una de las casas más grandes, con el tejado culminado en punta y balcones que daban al canal—. Pero está oscura.
Simon no podía negar ese hecho, aunque su inmóvil corazón dio un pequeño brinco al mirar la casa. Isabelle vivía ahí; una de esas ventanas era su ventana.
—Deben de estar todos arriba en el Gard —aventuró—. Los convocan allí para reuniones y cosas así. —No recordaba el Gard con cariño, después de haber estado preso allí por orden del anterior Inquisidor—. Supongo que podríamos subir. Ver qué está pasando.
—Sí, gracias. Ya sé lo de sus «reuniones y cosas así» —replicó Raphael, pero parecía inseguro de un modo que Simon no recordaba haberlo visto nunca—. Sea lo que sea que esté pasando, es asunto de los cazadores de sombras. Hay una casa, no lejos de aquí, que se cede al representante de los vampiros en el Consejo. Podemos ir allí.
—¿Juntos? —preguntó Simon.
—Es una casa muy grande —repuso Raphael—. Tú estarás en un extremo y yo en el otro.
Simon alzó una ceja. No estaba totalmente seguro de lo que había esperado que sucediera, pero pasar la noche en una casa con Raphael no se le había ocurrido. No era que pensara que Raphael iba a matarlo mientras dormía, pero la idea de compartir casa con alguien a quien parecía desagradar intensamente desde siempre le resultaba extraña.
La visión de Simon era clara y precisa; esa era una de las cosas que le gustaban de ser vampiro. Podía ver detalles incluso a distancia. La vio antes de que ella pudiera verlo. Caminaba con rapidez, la cabeza gacha, el cabello oscuro recogido en la larga trenza que solía utilizar para luchar. Llevaba puesto el traje de combate, y sus botas repiqueteaban sobre los adoquines al andar.
«Eres una rompecorazones, Isabelle Lightwood».
Simon se volvió hacia Raphael.
—Vete —le dijo.
Raphael sonrió irónico.
—La belle Isabelle —dijo—. No tiene futuro, ya sabes, ella y tú.
—¿Por qué soy un vampiro y ella es una cazadora de sombras?
—No. Ella… ¿cómo lo decís?… ¿juega en otra liga?
Isabelle ya había recorrido media calle. Simon apretó los dientes.
—Fastídiame el juego y te atravesaré con una estaca. Lo digo en serio.
Raphael se encogió de hombros haciéndose el inocente, pero no se movió. Simon se apartó de su lado y salió de entre las sombras a la calle.
Isabelle se detuvo al instante, y la mano se le fue hacia el látigo que llevaba enrollado en el cinturón. Un momento después parpadeó sorprendida y dejó caer la mano.
—¿Simon? —preguntó insegura.
De repente, Simon se sintió incómodo. Quizá a ella no le gustara que hubiera aparecido en Alacante así; ese era su mundo, no el de él.
—Yo… —comenzó, pero no llegó más lejos, porque Isabelle se lanzó sobre él y le echó los brazos al cuello, casi tirándolo al suelo.
Simon cerró los ojos y hundió el rostro en el cuello de la joven. Notaba latir su corazón, pero apartó toda idea de sangre. Sentía a Isabelle suave y fuerte en sus brazos, el cabello de ella cosquilleándole el rostro, y al abrazarla se sintió normal, maravillosamente normal, como un muchacho adolescente enamorado de una chica.
Enamorado. Se apartó de golpe y se vio contemplando a Izzy solo a unos centímetros; le brillaban los grandes ojos oscuros.
—No puedo creer que estés aquí —dijo ella, casi sin aliento—. Deseaba que fuera así, y estaba pensando en cuánto tardaría en volver a verte, y… Oh, Dios, pero ¿qué llevas puesto?
Simon miró la camisa holgada y los pantalones de cuero. Era vagamente consciente de que Raphael, en algún lugar entre las sombras, se reía silenciosamente.
—Es una larga historia —contestó—. ¿Crees que podríamos entrar?
Magnus le daba vueltas en la mano a la caja de plata con las iniciales grabadas; sus ojos de gato relucían bajo la tenue luz mágica del sótano de Amatis.
Jocelyn lo miraba con una curiosidad ansiosa. Luke no pudo evitar pensar en todas las veces que Jocelyn había llevado a Clary al loft de Magnus cuando esta era pequeña; todas las veces que los tres se habían sentado juntos, un extraño trío, mientras Clary comenzaba a recordar lo que se suponía que debía olvidar.
—¿Algo? —preguntó Jocelyn.
—Tienes que darme tiempo —respondió Magnus, mientras daba golpecitos a la caja con un dedo—. Las trampas mágicas, las maldiciones y las cosas así a veces están escondidas muy sutilmente.
—Tómate el tiempo que necesites —dijo Luke, mientras se apoyaba en una mesa olvidada en un rincón cubierto de telarañas. Hacía mucho tiempo, esa había sido la mesa de la cocina de su madre. Reconoció los dibujos de las descuidadas marcas del cuchillo sobre el tablero de madera, incluso la melladura en una de la patas que había hecho él al darle una patada de adolescente.
Durante años perteneció a Amatis. Pasó a ser de ella cuando se casó con Stephen, y a veces había sido el centro de las cenas en la casa Herondale. Y continuó siendo suya después del divorcio, después de que Stephen se marchara a la casa de campo con su nueva esposa. De hecho, todo el sótano estaba lleno de antiguos muebles, objetos que Luke reconocía por haber pertenecido a sus padres, cuadros y chucherías del tiempo en que Amatis había estado casada. Se preguntó por qué los habría escondido todos allí abajo. Quizá no soportaba verlos.
—No creo que tenga nada raro —dijo Magnus finalmente, y dejó la caja de nuevo sobre el estante donde Jocelyn la había guardado, incapaz de tenerla en la casa, pero incapaz también de tirarla. Magnus se estremeció y se frotó las manos. Iba envuelto en un abrigo negro y gris que lo hacía parecer un curtido detective. Jocelyn no le había dado la oportunidad de quitárselo cuando llegó a la casa, simplemente lo había agarrado del brazo y lo había arrastrado al sótano—. Ni engaños, ni trampas, ni magia en absoluto.
Jocelyn parecía un poco incómoda.
—Gracias por comprobarlo —dijo—. A veces puedo ser un poco paranoica. Y después de lo que acaba de pasar en Londres…
—¿Qué ha pasado en Londres?
—No sabemos mucho —contestó Luke—. Hemos recibido un mensaje de fuego sobre eso esta tarde, desde el Gard, pero no contiene muchos detalles. Londres era uno de los pocos Institutos que no se habían evacuado. Al parecer, Sebastian y sus fuerzas han tratado de atacarlo. Han sido rechazados por algún tipo de hechizo de protección, algo que ni el Consejo conocía. Algo que advirtió a los cazadores de sombras de lo que se acercaba y les permitió ponerse a salvo.
—Una fantasma —dijo Magnus. Una sonrisa empezó dibujársele en la boca—. Un espíritu que juró proteger el Instituto. Lleva allí ciento treinta años.
—¿Una? —preguntó Jocelyn mientras se apoyaba en la polvorienta pared—. ¿Una fantasma? ¿De verdad? ¿Cómo se llamaba?
—Reconocerías su apellido si te lo dijera, pero eso no le gustaría. —Magnus tenía la mirada perdida—. Espero que eso signifique que ha encontrado la paz. —Volvió al presente—. Bueno, no tenía intención de llevar la conversación por esos derroteros. No es por eso que he venido.
—Ya lo suponía —asintió Luke—. Te agradecemos la visita, aunque admito que me ha sorprendido verte en la puerta. No es a donde pensé que irías.
«Pensaba que irías a casa de los Lightwood», dejó colgado en el aire, sin llegar a decirlo.
—Tenía una vida antes de Alec —replicó Magnus—. Soy el Brujo Supremo de Brooklyn. Estoy aquí para ocupar mi asiento en el Consejo como representante de los Hijos de Lilith.
—Pensaba que Catarina Loss era la representante de los brujos —repuso Luke, sorprendido.
—Lo era —admitió Magnus—. Me ha cedido su puesto para que pudiera venir aquí y ver a Alec. —Suspiró—. Lo cierto es que me hizo esa curiosa oferta cuando estábamos en el Hunter’s Moon. Y de eso es de lo que quería hablaros.
Luke se sentó a la desvencijada mesa.
—¿Viste a Bat? —preguntó.
Bat solía despachar sus asuntos desde el Hunter’s Moon por aquellos días, en vez de en el cuartel de la policía; no era oficial, pero todo el mundo sabía que lo encontraría allí.
—Sí. Acababa de recibir una llamada de Maia. —Magnus se pasó una mano por el negro cabello—. A Sebastian no le gusta que lo rechacen —dijo lentamente, y Luke notó que se estaba poniendo tenso. Era evidente que Magnus no quería dar malas noticias—. Parece que después de intentar atacar el Instituto de Londres y fracasar, volvió su atención hacia el Praetor Lupus. Al parecer no le sirven de mucho los licántropos, no los puede convertir en Oscurecidos, así que ha arrasado a sangre y fuego el lugar y los ha matado a todos. Ha matado a Jordan Kyle delante de Maia. A ella la dejó viva para que pudiera entregar un mensaje.
Jocelyn se rodeó el pecho con los brazos.
—Dios mío.
—¿Cuál era el mensaje? —preguntó Luke, recuperando la voz.
—Era un mensaje para los subterráneos —explicó Magnus—. He hablado con Maia por teléfono. Ha hecho que lo memorizara. Al parecer le dijo: «Díselo a todos a los subterráneos, estoy en busca de venganza, y la tendré. Trataré de este mismo modo a todos los que se alíen con los cazadores de sombras. No tengo ningún problema con los de tu especie, a no ser que sigáis a los nefilim en la batalla, en cuyo caso seréis alimento para mi espada y las espadas de mi ejército, hasta que el último de vosotros sea arrancado de la faz de la Tierra».
Jocelyn inspiró ruidosamente.
—Suena como su padre, ¿verdad?
Luke miró a Magnus.
—¿Vas a dar a conocer ese mensaje al Consejo?
Magnus se dio unos golpecitos en la mejilla con una brillante uña.
—No —contestó—. Y tampoco se lo voy a ocultar a los subterráneos. Mi lealtad es primero para ellos antes que para los cazadores de sombras.
«No como la tuya». Otras palabras que quedaron colgando entre ellos sin llegar a ser pronunciadas.
—Tengo esto —continuó Magnus, y sacó un papel del bolsillo. Luke lo reconoció, ya que él también tenía uno—. ¿Asistirás a la cena de mañana por la noche?
—Sí. Las hadas se toman las invitaciones muy en serio. Meliorn y la corte se sentirían insultados si no asistiera.
—Pienso decírselo allí —declaró Magnus.
—¿Y si les entra el pánico? —preguntó Luke—. ¿Y si abandonan el Consejo y a los nefilim?
—Tampoco es que se pueda ocultar lo que pasó en el Praetor.
—El mensaje de Sebastian sí se puede ocultar —intervino Jocelyn—. Está tratando de asustar a los subterráneos, Magnus. Está intentando que se queden quietos mientras él destruye a los nefilim.
—Estarían en su derecho —replicó Magnus.
—Si lo hacen, ¿crees que los nefilim podrán perdonarlos alguna vez? —preguntó Jocelyn—. La Clave no es indulgente. Son menos indulgentes que el propio Dios.
—Jocelyn —terció Luke—. No es culpa de Magnus.
Pero Jocelyn seguía mirando a Magnus.
—¿Qué te diría Tessa que hicieras?
—Por favor, Jocelyn —protestó Magnus—. Casi ni la conoces. Predicaría franqueza; es lo que suele hacer. Ocultar la verdad nunca funciona. Cuando vives lo suficiente, lo ves con toda claridad.
Jocelyn se miró las manos, sus manos de artista, que Luke siempre había amado, ágiles, elegantes y manchadas de tinta.
—Yo ya no soy una cazadora de sombras —afirmó—. Hui de ellos. Os lo he dicho a ambos. Pero un mundo sin cazadores de sombras… es algo que me da miedo.
—Había un mundo antes de los nefilim —indicó Magnus—. Habrá uno después de ellos.
—¿Un mundo en el que podamos sobrevivir? Mi hijo… —comenzó a decir Jocelyn, pero se calló al oír un fuerte golpeteo que llegaba de arriba. Alguien estaba llamando a la puerta principal—. ¿Clary? —se preguntó en voz alta—. Puede que haya vuelto a olvidarse la llave.
—Ya voy yo —se ofreció Luke, y se puso en pie. Intercambió una breve mirada con Jocelyn mientras salía del sótano, dándole vueltas a la cabeza: Jordan estaba muerto, Maia sufriendo, y Sebastian tratando de lanzar a los subterráneos contra los cazadores de sombras.
Abrió la puerta principal y entró una ráfaga de frío aire nocturno. En el umbral había una joven con el cabello rizado y muy rubio, vestida de combate. Helen Blackthorn. Luke casi ni tuvo tiempo de darse cuenta de que las torres de los demonios en lo alto estaban brillando rojas.
—Traigo un mensaje del Gard —informó—. Es sobre Clary.
—Maia.
Una suave voz en medio del silencio. Maia se volvió de espaldas, sin querer abrir los ojos. Había algo terrible esperando fuera, en la oscuridad, algo de lo que podría escapar si dormía para siempre.
—Maia. —Él la miraba desde las sombras, con sus ojos claros y su piel oscura. Su hermano Daniel. Mientras lo observaba, él le arrancó las alas a una mariposa y dejó caer el cuerpo, aún moviéndose, al suelo.
»Maia, por favor. —Un leve contacto en el brazo.
Se incorporó al instante, echando atrás todo el cuerpo. Chocó de espaldas contra la pared y ahogó un grito. Abrió los ojos. Los tenía pegajosos, las pestañas llenas de sal. Había estado llorando mientras dormía.
Se hallaba en una sala tenuemente iluminada, con una única ventana que daba a una retorcida calle del centro. Podía ver ramas de árboles sin hojas a través del sucio cristal y el borde de algo metálico; supuso que era una escalera de incendios.
Miró hacia abajo. Una estrecha cama con cabezal de hierro y una fina manta que ella había acabado por tirar al suelo. Su espalda contra un muro de ladrillo. Una única silla junto a la cama, vieja y astillada. Bat estaba sentado en ella, con los ojos muy abiertos, bajando lentamente la mano.
—Lo siento —se disculpó él.
—No —dijo entre dientes—. No me toques.
—Estabas gritando mientras dormía —le explicó él.
Ella se rodeó con los brazos. Llevaba vaqueros y un top corto. El jersey que había llevado en Long Island había desaparecido, y tenía los brazos en carne de gallina.
—¿Dónde está mi ropa? —preguntó—. Mi chaqueta, mi jersey…
Bat carraspeó.
—Están cubiertos de sangre, Maia.
—Es verdad —asintió ella, y el corazón le golpeó dentro del pecho.
—¿Recuerdas lo que ha pasado? —inquirió él.
Maia cerró los ojos. Lo recordaba todo: el viaje, la furgoneta, el edificio ardiendo, la playa cubierta de cadáveres. Jordan desplomándose sobre ella; su sangre derramándose alrededor como el agua, mezclándose con la arena.
«Tú novio ha muerto».
—Jordan —dijo, aunque ya lo sabía.
La expresión de Bat era grave; había un tono verdoso en el castaño de sus ojos que los hacía relucir a media luz. Era un rostro que conocía bien. Él era uno de los primeros licántropos que Maia había conocido. Habían salido juntos hasta que ella le dijo que pensaba que era demasiado nueva en la ciudad, demasiado inquieta, que estaba demasiado colgada aún de Jordan para mantener una relación. Al día siguiente, él rompió con ella. Sorprendentemente, siguieron siendo amigos.
—Está muerto —dijo él—. Como casi todo los del Praetor Lupus. Praetor Scott, los alumnos… Unos pocos han sobrevivido. Maia, ¿por qué estabas tú allí? ¿Qué estabas haciendo en el Praetor?
Maia le explicó la desaparición de Simon, la llamada de Jordan al Praetor, su frenético viaje hasta Long Island, el descubrimiento del Praetor en ruinas.
Bat carraspeó.
—Tengo algunas cosas… de Jordan. Sus llaves, su colgante del Praetor…
Maia se sintió como si no pudiera respirar.
—No, no quiero… no quiero sus cosas —contestó Maia—. Él habría querido que el colgante lo tuviera Simon. Cuando encontremos a Simon, él debería quedárselo.
Bat no insistió.
—Tengo buenas noticias —dijo—. Nos han llegado de Idris: tu amigo Simon está bien. Está allí, con los cazadores de sombras.
—Oh. —Maia notó que el nudo que sentía en el corazón se le aflojaba de alivio.
—Debería habértelo dicho antes que nada —se disculpó Bat—. Es que… estaba preocupado por ti. Cuando te trajimos al cuartel no estabas en muy buena forma. Has estado durmiendo desde entonces.
«Quería dormir para siempre».
—Sé que ya se lo has contado a Magnus —añadió Bat con rostro tenso—. Pero vuelve a explicármelo. ¿Por qué Sebastian Morgenstern ha atacado a los licántropos?
—Dijo que era un mensaje. —Maia oyó su propia voz plana, como si le llegara de lejos—. Quería que supiéramos que ha sido porque los licántropos son aliados de los cazadores de sombras, y que eso era lo que pensaba hacer con todos los aliados de los nefilim.
«Nunca más pararé, ni estaré quieto, hasta que la muerte me haya cerrado los ojos o la fortuna me conceda cierta venganza».
—Nueva York está vacía de cazadores de sombras, y Luke está en Idris con ellos. Están poniendo salvaguardas extra. Pronto casi ni podremos enviar mensajes de un lado al otro. —Bat se removió en la silla. Maia se dio cuenta de que había algo que no le estaba diciendo.
—¿Qué es? —preguntó.
Él miró hacia otro lado.
—Bat…
—¿Conoces a Rufus Hastings?
Rufus. Maia lo recordaba de la primera vez que había estado en el Praetor Lupus, un rostro con cicatrices, un hombre saliendo del despacho de Praetor Scott hecho una furia.
—No mucho.
—Ha sobrevivido a la masacre. Está aquí, con nosotros. Nos ha estado explicando los detalles —dijo Bat—. Ha estado hablando con los otros sobre Luke. Va diciendo que es más un cazador de sombras que un licántropo, que no es leal a la manada, que la manada necesita un nuevo líder.
—Tú eres el líder —repuso Maia—. Eres el segundo al mando.
—Sí, y fue Luke quien me dio esta posición. Eso significa que tampoco se puede confiar en mí.
Maia se deslizó hasta el borde de la cama. Le dolía todo el cuerpo; lo notó al poner los pies descalzos sobre el frío suelo de piedra.
—Nadie lo está escuchando, ¿o sí?
Bat se encogió de hombros.
—Eso es ridículo. Después de lo que ha ocurrido necesitamos estar unidos, no tener a alguien tratando de dividirnos. Los cazadores de sombras son nuestros aliados…
—Que es por lo que Sebastian nos ha atacado.
—Nos habría atacado igualmente. No es amigo de los subterráneos. Es el hijo de Valentine Morgenstern. —Los ojos le ardían—. Puede que esté intentando que abandonemos a los nefilim temporalmente para poder ir tras ellos, pero si consigue borrarlos del mapa, después irá a por nosotros.
Bat cerraba y abría las manos. Luego pareció tomar una decisión.
—Sé que tienes razón —afirmó, y se acercó a una mesa que había en un rincón de la habitación. Regresó con una chaqueta, calcetines y botas. Se lo pasó todo a Maia—. Pero… hazme un favor y no digas nada así esta tarde. Los nervios ya están lo bastante alterados.
Ella se puso la chaqueta.
—¿Esta tarde? ¿Qué pasa esta tarde?
—El funeral.
—Voy a matar a Maureen —exclamó Isabelle. Tenía las dos puertas del armario de Alec abiertas y estaba lanzando la ropa al suelo en montones.
Simon estaba tumbado descalzo sobre una de las camas (¿de Jace o de Alec?) después de haberse sacado las alarmantes botas con hebilla. Aunque no le salían moretones, era extraordinario estar sobre una superficie suave después de pasar tantas horas tendido en el suelo duro y sucio del Dumort.
—Tendrás que abrirte paso entre todos los vampiros de Nueva York para lograrlo —repuso él—. Al parecer, la adoran.
—No tiene ningún gusto. —Isabelle alzó un jersey azul oscuro que Simon reconoció como uno de los de Alec, sobre todo por los agujeros en los puños—. ¿Así que Raphael te ha traído aquí para que puedas hablar con mi padre?
Simon se incorporó apoyándose en los codos para observarla.
—¿Crees que podrá ser?
—Claro, ¿por qué no? A mi padre le encanta hablar. —Su tono era amargo. Simon se inclinó hacia adelante, pero cuando ella alzó la cabeza, le estaba sonriendo, y él pensó que se lo habría imaginado—. Aunque, ¿quién sabe lo que pasará?, después del ataque a la Ciudadela esta noche… —Se pellizcó el labio inferior—. Podría ser que cancelaran la reunión, o la adelantaran. Sin duda, Sebastian es un problema más serio de lo que creían. No tendría que haber podido acercarse tanto a la Ciudadela.
—Bueno —repuso Simon—. Es un cazador de sombras.
—No, no lo es —negó Isabelle con furia, y sacó de un tirón un jersey verde de su colgador de madera—. Además, es un hombre.
—Perdona —dijo Simon—. Deber de ser de lo más enervante esperar a ver cómo acaba la batalla. ¿A cuánta gente han dejado ir?
—A cincuenta o sesenta —contestó Isabelle—. Yo quería ir, pero… no me han dejado. —Tenía ese tono en la voz que significaba que estaba tratando un asunto del que no quería hablar.
—Me habría preocupado por ti —le aseguró él.
Vio que la boca se le curvaba en una recalcitrante sonrisa.
—Pruébate este —dijo ella, y le lanzó el jersey gris, un poco menos gastado que el resto.
—¿Estás segura de que no pasa nada por que tome prestada esta ropa?
—No puedes ir por ahí vestido de ese modo —replicó ella—. Parecías escapado de una novela romántica. —Isabelle se puso una mano en la frente en un gesto teatral—. Oh, lord Montgomery, ¿qué pensáis hacerme en este dormitorio donde me tenéis completamente sola? ¿Una doncella inocente, sin protección? —Se bajó la cremallera de la chaqueta y la tiró al suelo, dejando al descubierto un top blanco muy corto. Le lanzó una mirada seductora.
—Esto, ah… ¿qué? —balbuceó Simon, privado temporalmente de vocabulario.
—Sé que sois un hombre peligroso —continuó Isabelle, mientras avanzaba contoneándose hacia la cama. Se desabrochó los pantalones y los tiró al suelo. Llevaba un bóxer negro debajo—. Algunos os llaman sinvergüenza. Todo el mundo sabe que sois un diablo con las damas con vuestra camisa de poético vuelo y esos irresistibles pantalones. —Se subió a la cama y avanzó hacia él a cuatro patas, mirándolo como una cobra que pensara convertir a una mangosta en su merienda—. Os ruego que consideréis mi inocencia —susurró—. Y mi pobre y vulnerable corazón.
Simon decidió que eso se parecía mucho al juego de rol de Dragones y Mazmorras, pero con mucha más diversión potencial.
—Lord Montgomery solo tiene en cuenta sus propios deseos —repuso con voz grave—. Y te diré algo más. Lord Montgomery es dueño de una gran propiedad… y también posee unos campos muy extensos.
Isabelle soltó una risita, y Simon notó que la cama temblaba bajo ellos.
—Vale, no esperaba que te metieras tanto en esto.
—Lord Montgomery siempre supera las expectativas —repuso Simon. Cogió a Isabelle por la cintura y la tumbó de espaldas bajo él, el negro cabello desparramado sobre la almohada—. Madres, encerrad a vuestras hijas, luego encerrad a vuestras sirvientas y después encerraos vosotras. Lord Montgomery ha salido a cazar.
Isabelle le cogió el rostro entre las manos.
—Milord —dijo con ojos brillantes—. Me temo que no podré resistirme a vuestros encantos masculinos y vuestro talante viril. Por favor, haced conmigo lo que os plazca.
Simon no estaba muy seguro de lo que hubiera hecho lord Montgomery, pero sabía muy bien lo que él quería hacer. Se inclinó y la besó largamente en la boca. Ella abrió los labios bajo el ataque de los suyos, y de repente todo era un dulce calor oscuro y la boca de Isabelle sobre la suya, primero tentadora, luego apasionada. Isabelle olía, como siempre, a rosas y sangre, embriagadora. Simon puso los labios sobre la vena latiente de su cuello, sin morderla, e Izzy ahogó un grito y llevó las manos a la parte delantera de la camisa de él. Por un instante, Simon se preocupó por la falta de botones, pero Isabelle agarró la tela con sus fuertes manos y le rasgó la camisa por la mitad, quedándole colgada de los hombros.
—Vaya, esta tela se rompe como el papel —exclamó ella, mientras se apresuraba a quitarse el top. Estaba a medio hacerlo cuando la puerta se abrió y Alec entró en la habitación.
—Izzy, ¿estás…? —la llamó Alec. Abrió mucho los ojos y se echó hacia atrás tan deprisa que se golpeó la cabeza con la pared—. ¿Qué está haciendo él aquí?
Isabelle volvió a bajarse el top y lanzó una mirada de enfado a su hermano.
—¿Ahora no llamas a la puerta?
—¡Es… es mi habitación! —tartamudeó Alec. Parecía estar intentando no mirar a Izzy y a Simon, que se hallaban en una situación bastante comprometida. Simon rodó apartándose de Isabelle, que se sentó y se sacudió como si se sacara una pelusa. Simon se sentó más despacio, sujetando juntos los dos trozos de su camisa—. ¿Por qué está toda mi ropa por el suelo? —preguntó.
—Estaba buscando algo para que se pusiera Simon —explicó Isabelle—. Maureen lo ha vestido con pantalones de cuero y camisa holgada porque lo tenía como su esclavo de novela rosa.
—¿Lo tenía como qué?
—Su esclavo de novela rosa —repitió Isabelle, como si Alec fuera especialmente torpe de entendederas.
Alec sacudió la cabeza como si tuviera una pesadilla.
—¿Sabes qué? No me expliques nada. Solo… ponte la ropa; ponéosla los dos.
—No te vas a ir, ¿verdad? —preguntó Isabelle en un tono desabrido mientras bajaba de la cama. Cogió su chaqueta y se la puso, luego le tiró a Simon el jersey verde. Este lo cambió encantado por la camisa de poeta, que de todas formas ya estaba hecha trizas.
—No. Es mi habitación, y además tengo que hablar contigo, Isabelle. —La voz de Alec sonaba tensa. Simon cogió unos vaqueros y unos zapatos del suelo y fue a cambiarse al lavabo demorándose todo lo que pudo. Cuando volvió a salir, Isabelle estaba sentada en la arrugada cama. Tensa y cansada.
—¿Así que van a abrir el Portal para traerlos a todos? Bien.
—Está bien, pero lo que he sentido —sin darse cuenta, Alec se puso la mano sobre el brazo, cerca de su runa de parabatai— no era bueno. Jace no ha muerto —se apresuró a añadir al ver que Izzy palidecía—. Lo sabría si así fuera. Pero algo le ha pasado. Algo con el fuego celestial, creo.
—¿Sabes si ahora está bien? ¿Y Clary? —quiso saber Isabelle.
—Espera, retrocede —la interrumpió Simon—. ¿Qué pasa con Clary? ¿Y con Jace?
—Cruzaron el Portal —contestó Isabelle muy seria—. Para ir a la batalla de la Ciudadela.
Simon se dio cuenta de que, de forma inconsciente, se había llevado la mano al anillo que llevaba en la derecha y lo agarraba con fuerza.
—¿No son demasiado jóvenes?
—Tampoco es que les hayan dado permiso. —Alec se apoyó en la pared. Parecía cansado, con unas profundas ojeras azules—. La Cónsul trató de detenerlos, pero no le dio tiempo.
Simon se volvió hacia Isabelle.
—¿Y por qué no me lo has dicho?
Isabelle no quería mirarlo a los ojos.
—Sabía que te daría algo.
Alec pasaba la mirada de Simon a Isabelle y viceversa.
—¿No se lo has contado? —preguntó—. ¿Lo que ha pasado en el Gard?
Isabelle cruzó los brazos sobre el pecho y lo miró desafiante.
—No, me lo he encontrado en la calle y hemos subido aquí arriba y… y no es asunto tuyo.
—Lo es si lo hacéis en mi dormitorio —replicó Alec—. Si vas a utilizar a Simon para olvidar lo furiosa y alterada que estás, vale, pero hazlo en tu cuarto.
—No lo estaba utilizando…
Simon pensó en los ojos de Isabelle, brillantes cuando lo vio en la calle. Había creído que eran de alegría, pero ahora decidió que lo más seguro era que hubieran sido lágrimas contenidas. El modo en que había corrido hacia él, con la cabeza gacha, encorvada, como si hubiera estado conteniéndose.
—Pues sí —replicó él—. O me habrías contado lo que ha pasado. No has mencionado ni a Clary ni a Jace, ni que estuvieras preocupada, ni nada. —Notó que se le retorcía el estómago al darse cuenta de la habilidad con la que Isabelle había evitado sus preguntas y lo había distraído besándolo. Se sintió como un estúpido. Pensó que se había alegrado de verlo a él en concreto, pero quizá podría haber sido cualquier otro.
Isabelle se había puesto seria.
—Por favor —protestó—. Tampoco es que tú me hayas preguntado. —Había estado jugueteando con su cabello, se levantó y comenzó a hacerse un moño en la coronilla, con gestos casi salvajes—. Si os vais a quedar los dos ahí culpándome a mí, quizá será mejor que os marchéis…
—No te estoy culpando —le aseguró Simon, pero Isabelle ya estaba de pie. Le cogió el colgante de rubí, se lo sacó por la cabeza sin demasiado cuidado y luego se lo colgó en su propio cuello.
—No debería habértelo dado —le espetó con los ojos brillantes.
—Me ha salvado la vida —le explicó Simon.
Eso hizo que se detuviera un momento.
—Simon… —susurró.
Se interrumpió porque, de repente, Alec se cogió el hombro con un gemido ahogado y cayó al suelo. Isabelle corrió hacia él y se arrodilló a su lado.
—¿Alec? ¡Alec! —Alzó la voz, cargada de pánico.
Alec se abrió la chaqueta, se bajó el cuello de la camisa y giró la cabeza para verse la marca en el hombro. Simon reconoció la forma de la runa de parabatai. Alec apretó los dedos contra ella; al apartarlos estaban manchados de algo oscuro que parecía ceniza.
—Ya han vuelto por el Portal —explicó—. Y algo le pasa a Jace.
Era como regresar a un sueño, o a una pesadilla.
Después de la Guerra Mortal, la plaza del Ángel había estado llena de cadáveres; cuerpos de cazadores de sombras colocados en filas, cada uno con los ojos cubiertos por la seda blanca de la muerte.
Volvía a haber cadáveres en la plaza, pero esta vez también había caos. Las torres de los demonios lanzaban una brillante luz sobre el panorama que recibió a Simon cuando, después de seguir a Isabelle y a Alec por las tortuosas calles de Alacante, llegaron por fin a la Sala de los Acuerdos. La plaza estaba llena de gente. Nefilim en traje de combate yacían en el suelo, algunos retorciéndose de dolor y pidiendo ayuda; otros, alarmantemente inmóviles.
La Sala de los Acuerdos estaba oscura y cerrada. Uno de los edificios de piedra más grandes de la plaza estaba muy iluminado y tenía la puerta abierta de par en par. Un torrente de cazadores de sombras entraba y salía de allí.
Isabelle se había puesto de puntillas y estaba escrutando la multitud con rostro ansioso. Simon siguió su mirada. Reconoció a varias personas: la Cónsul, que se movía nerviosa entre su gente; Kadir, del Instituto de Nueva York; Hermanos Silenciosos en hábitos de pergamino que dirigían silenciosamente a la gente hacia el edificio iluminado.
—La Basilias está abierta —dijo Isabelle a un Alec agotado—. Puede que hayan llevado a Jace dentro, si es que está herido…
—Está herido —afirmó Alec con brusquedad.
—¿La Basilias? —preguntó Simon.
—El hospital —explicó Isabelle, y señaló el edificio iluminado. Simon notó que bullía con una energía nerviosa cercana al pánico—. Debería… deberíamos…
—Voy contigo —se ofreció Simon.
Ella negó con la cabeza.
—Solo cazadores de sombras.
—Isabelle. Vamos —la apremió Alec, que se sujetaba el hombro marcado con la runa de parabatai. Simon quiso decirle algo, decirle que su mejor amiga también había ido a la batalla y no la había localizado, que lo entendía. Pero tal vez solo se podía entender el lazo de parabatai si se era un cazador de sombras. Dudaba que Alec le agradeciera el decirle que lo entendía. Simon pocas veces había percibido con tanta claridad la diferencia entre los nefilim y los que no lo eran.
Isabelle asintió y siguió a su hermano sin decir nada más. Simon los observó cruzar la plaza y pasar la estatua del Ángel, que miraba el después de la batalla con tristes ojos de mármol. Subieron la escalera que llevaba a la Basilias y se perdieron incluso para su vista de vampiro.
—¿Crees —dijo una suave voz a su espalda— que les importará mucho si nos alimentamos con sus muertos?
Era Raphael. Los rizos de su cabello le formaban un halo irregular alrededor de la cabeza, y solo llevaba una camiseta y vaqueros. Parecía un niño.
—La sangre de los recién muertos no es mi vintage favorito —continuó—, pero es mejor que la embotellada, ¿no estás de acuerdo?
—Tienes un carácter increíblemente encantador —replicó Simon—. Espero que alguien te lo haya dicho.
Raphael soltó un bufido.
—Sarcasmo —dijo—. Aburrido.
Simon hizo un sonido incontrolable de exasperación.
—Entonces, adelante. Aliméntate de los nefilim muertos. Estoy seguro de que es lo que más les apetece ver. Te dejarán vivir unos cinco, puede que hasta diez segundos.
Raphael soltó una risita contenida.
—Parece peor de lo que es —afirmó—. No hay tantos muertos. Solo muchos heridos. Los han superado en número. Ahora ya no olvidarán lo que representa luchar contra los Oscurecidos.
Simon entrecerró los ojos.
—¿Qué sabes tú de los Oscurecidos, Raphael?
—Susurros y sombras —contestó este—. Pero me preocupo por saber cosas.
—Entonces, si sabes cosas, dime dónde están Jace y Clary —replicó Simon, sin demasiadas esperanzas. Raphael pocas veces ayudaba, a no ser que eso lo ayudara a él.
—Jace está en la Basilias —contestó Raphael, para sorpresa de Simon—. Al parecer, el fuego celestial que tenía en las venas ha sido demasiado para él. Casi lo ha matado, y a uno de los Hermanos Silenciosos también.
—¿Qué? —La ansiedad de Simon pasó de lo general a lo específico—. ¿Sobrevivirá? ¿Y dónde está Clary?
Raphael lo miró a través de sus largas pestañas y sonrió de medio lado.
—No es adecuado que los vampiros se preocupen demasiado por la vida de los mortales.
—Te lo juro por Dios, Raphael, si no empiezas a ayudarme un poco…
—De acuerdo. Ven conmigo. —Raphael se hundió más en las sombras, sin apartarse del borde interior de la plaza. Simon se apresuró a alcanzarlo. De repente vio una cabeza rubia y una morena inclinadas juntas, Aline y Helen, que atendían a uno de los heridos. Por un momento pensó que se trataban de Alec y Jace.
—Si te preguntas qué te pasaría si bebieras ahora la sangre de Jace, la respuesta es que te mataría —comentó Raphael—. Los vampiros y el fuego celestial no se mezclan bien. Sí, incluso a ti, diurno.
—No me preguntaba eso —replicó Simon, ceñudo—. Me preguntaba qué habrá pasado en la batalla.
—Sebastian ha atacado la Ciudadela Infracta —explicó Raphael mientras rodeaban a un nutrido grupo de cazadores de sombras—. Donde se forjan las armas de los cazadores de sombras. Donde viven las Hermanas de Hierro. Ha engañado a la Clave para hacerles creer que tenía solo a veinte hombre con él, cuando lo cierto era que tenía muchos más. Los habría matado a todos y seguramente se habría hecho con la Ciudadela de no ser por tu Jace…
—No es mi Jace.
—Y Clary —continuó Raphael, como si Simon no hubiera dicho nada—. Aunque no conozco los detalles. Solo lo que he oído por ahí, y parece que los propios nefilim no tienen muy claro lo que ha ocurrido.
—¿Y cómo consiguió Sebastian hacerles creer que tenía menos guerreros?
Raphael se encogió de hombros.
—A veces, los cazadores de sombras se olvidan de que no toda la magia es suya. La Ciudadela está construida sobre líneas de energía telúrica. Hay una magia antigua, magia salvaje, que existía antes de Jonathan Cazador de Sombras, y que volverá a existir…
Se quedó callado y Simon siguió su mirada. Por un instante solo vio una luz azul, luego esta se hizo menos intensa y por fin vislumbró a Clary tumbada en el suelo. Simon oyó un rugido en los oídos, como de sangre corriendo por su interior. Clary estaba pálida e inmóvil, con los dedos y la boca de un oscuro tono azul púrpura. El cabello le colgaba en mechones alrededor del rostro, y tenía unas profunda ojeras. Su traje de combate estaba roto y manchado de sangre, y en la mano sostenía la espada Morgenstern, con la hoja cubierta de estrellas.
Magnus estaba inclinado sobre ella, con una mano en su mejilla; las puntas de los dedos le brillaban azules. Jocelyn y Luke estaban arrodillados al otro lado de Clary. Jocelyn levantó la mirada y vio a Simon. Este la vio formar su nombre con los labios. El rugido en los oídos le impedía oír nada. ¿Estaba muerta Clary? Parecía estarlo, o casi.
Avanzó hacia ellos, pero Luke ya estaba en pie y lo cogió por el brazo, apartándolo de donde se hallaba Clary.
Simon tenía la fuerza sobrenatural de los vampiros, una fuerza que casi no había aprendido a emplear aún, pero Luke era igual de fuerte. Le clavó los dedos en el brazo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Simon, alzando la voz—. ¿Raphael…? —Se volvió para mirar al vampiro, pero este había desaparecido entre las sombras—. Por favor —le pidió Simon a Luke, desviando la mirada de él a Clary—. Déjame…
—Simon, no —ladró Magnus. Con la punta de los dedos recorría el rostro de la muchacha, soltando chispas azuladas. Ella no se movía ni reaccionaba—. Eso es muy delicado; su energía es mínima.
—¿No debería estar en la Basilias? —preguntó Simon, y miró hacia el edificio del hospital. La luz seguía saliendo de su interior, y se sorprendió al ver a Alec parado en la escalera. Estaba mirando fijamente a Magnus. Antes de que Simon pudiera moverse o hacerle algún gesto, Alec se volvió de golpe y regresó al interior del edificio.
—Magnus… —comenzó Simon.
—Simon, calla —le ordenó Magnus con los dientes apretados. Simon se soltó de Luke, pero tropezó y tuvo que apoyarse en el muro de piedra.
—Pero Clary…
Luke parecía agotado, pero su expresión era firme.
—Clary se ha agotado haciendo una runa curativa. Pero no está herida, su cuerpo está intacto, y Magnus puede ayudarla más que los Hermanos Silenciosos. Lo mejor que puedes hacer es quitarte de en medio.
—Jace —mencionó entonces Simon—. Por su unión de parabatai, Alec ha notado que algo le había pasado. Algo que tenía que ver con el fuego celestial. Y Raphael decía no sé qué sobre líneas telúricas…
—Mira, la batalla ha sido más sangrienta de lo que se esperaban los nefilim. Sebastian ha herido a Jace, pero, de algún modo, el fuego celestial también lo ha afectado a él. Y casi ha matado a Jace. Clary le ha salvado la vida, pero los Hermanos aún tienen que trabajar para sanarlo. —Luke miró a Simon con ojos cansados—. ¿Y por qué estás tú aquí con Isabelle y Alec? Pensaba que te ibas a quedar en Nueva York. ¿Has venido por lo de Jordan?
Oír ese nombre hizo que Simon se parara en seco.
—¿Jordan? ¿Qué tiene él que ver con todo esto?
Por primera vez, Luke pareció sorprendido.
—¿No lo sabes?
—¿No sé qué?
Luke vaciló durante un momento.
—Tengo algo para ti —dijo finalmente—. Lo ha traído Magnus de Nueva York. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó un medallón en una cadena. El medallón era de oro, con la huella de un lobo grabada junto a una inscripción en latín, Beati Bellicosi.
«Benditos sean los guerreros».
Simon lo reconoció al instante. El medallón de Praetor Lupus de Jordan. Estaba rayado y manchado de sangre. Sangre oscura como el óxido, pegada a la cadena y al medallón. Porque si alguien podía distinguir el óxido de la sangre, ese era un vampiro.
—No lo entiendo —dijo Simon. El rugido le había vuelto a los oídos—. ¿Por qué tienes esto? ¿Por qué me lo das?
—Porque Jordan quería que tú lo tuvieras —contestó Luke.
—¿Quería? —Simon alzó la voz—. ¿No dices «quiere»?
Luke respiró hondo.
—Lo siento mucho, Simon. Jordan ha muerto.