7

CHOQUE EN LA NOCHE

La llanura volcánica se extendía como un pálido paisaje lunar ante Jace; llegaba hasta una distante cordillera, negra contra el horizonte. El suelo estaba salpicado de nieve: gruesa en algunos puntos; crujiente y fina como el hielo en otros. Rocas de formas letales cortaban el hielo y la nieve, junto con las ramas desnudas de los setos y el musgo helado.

La luna se hallaba tras las nubes, un cielo de terciopelo moteado aquí y allí por las estrellas, cuyo brillo resultaba atenuado por las propias nubes. Sin embargo, la luz que emanaba de los cuchillos serafines ardía alrededor de ellos. Cuando se le adaptaron los ojos, Jace vio el resplandor de lo que parecía una hoguera en la distancia.

El Portal había dejado a Jace y a Clary a unos cuantos palmos el uno del otro, en medio de la nieve. Pero ya estaban hombro contra hombro, Clary muy callada, el cabello cobrizo salpicado de copos blancos. Alrededor se oían gritos y gemidos, el sonido de los cuchillos serafines al encenderse, el murmullo de los nombres de los ángeles.

—Quédate a mi lado —murmuró Jace mientras ambos se acercaban a lo alto de la cornisa. Él había cogido una espada larga de la pila que había junto al Portal antes de saltar a través de él, y el grito de consternación de Jia los había seguido en medio del rugir del viento. Jace había esperado a medias que ella o Robert los siguieran, pero en vez de eso, el Portal se cerró inmediatamente tras ellos, como dando un portazo.

Jace notaba el desconocido peso de la espada en la mano. Prefería emplear el brazo izquierdo, pero la espada tenía empuñadura para diestros. Estaba mellada por ambos filos, como si hubiera visto bastantes batallas. Jace deseó tener alguna de sus propias armas a mano…

Apareció de repente ante ellos, como un pez rompiendo la superficie del agua con un destello súbito. Jace solo había visto la Ciudadela Infracta en fotos. Estaba tallada del mismo material que los cuchillos serafines, y brillaba como una estrella bajo el cielo nocturno; era lo que Jace había tomado, equivocadamente, por una hoguera. Un muro circular de adamas la rodeaba; la única abertura era una verja formada por dos enormes hojas incrustadas en el suelo formando ángulo, como unas tijeras abiertas.

Alrededor de la Ciudadela se extendía el terreno volcánico, blanco y negro como un tablero de ajedrez: mitad suelo volcánico, mitad nieve. Jace notó que se le erizaba el pelo de la nuca. Era como estar de nuevo en el Burren, aunque solo recordaba aquella noche del modo que se recuerda un sueño: los nefilim Oscuros de Sebastian vestidos de rojo, y los nefilim de la Clave, de negro, espada contra espada, las chispas de la batalla alzándose en la noche, y luego el fuego de Gloriosa, borrando todo lo que había sido antes.

La tierra del Burren era negra, pero en ese momento, Sebastian y sus guerreros resaltaban como gotas de sangre en el suelo blanco. Estaban esperando, rojos bajo la luz de las estrellas, con las negras espadas en la mano. Se encontraban entre los nefilim que habían llegado a través del Portal y las puertas de la Ciudadela Infracta. Aunque los Oscurecidos se hallaban a cierta distancia, y aunque Jace no podía verles el rostro con claridad, de algún modo sentía que estaban sonriendo.

Y también notaba la inquietud de los nefilim que lo rodeaban, los cazadores de sombras que habían cruzado el Portal con toda confianza, preparados para luchar. Miraban a los Oscurecidos, y Jace sintió que su valentía flaqueaba. Por fin, demasiado tarde, lo notaron: la rareza, la diferencia de los Oscurecidos. Estos no eran cazadores de sombras que se habían desviado del camino temporalmente. Estos no eran cazadores de sombras en absoluto.

—¿Dónde está? —susurró Clary. Su aliento se transformaba en una nube blanca por el frío—. ¿Dónde está Sebastian?

Jace negó con la cabeza. Muchos de los cazadores vestidos de rojo tenían la capucha levantada y su rostro era invisible. Sebastian podía ser cualquiera de ellos.

—¿Y las Hermanas de Hierro? —Clary recorrió la planicie con la mirada. Lo único blanco era la nieve. No había ni rastro de las Hermanas con sus hábitos, que conocía por muchas ilustraciones en el Códice.

—Están dentro de la Ciudadela —contestó Jace—. Tienen que proteger lo que guarda su interior: el arsenal. Es de suponer que eso es lo que busca Sebastian aquí: las armas. Las Hermanas rodearán la armería con sus cuerpos. Si Sebastian consigue atravesar las puertas, o lo hacen sus Oscurecidos, las Hermanas destruirán la Ciudadela antes de permitir que la tome. —Su voz era torva.

—Pero si Sebastian sabe eso, si saben lo que la Hermanas harán… —comenzó Clary.

Un grito cortó la noche como un cuchillo. Jace miró hacia adelante antes de darse cuenta de que el grito provenía de detrás de ellos. Jace se volvió y vio a un hombre con un gastado traje de combate caer con la hoja de un cazador oscuro atravesándole el pecho. Era el hombre que se había dirigido a Clary en Alacante, antes de llegar al Gard.

El Oscurecido se volvió, sonriendo. Se oyó un grito entre los nefilim, y la mujer rubia a la que Clary había oído hablar en el Gard avanzó hacia él.

—¡Jason! —gritó, y Clary se dio cuenta de que estaba hablándole al guerrero Oscurecido, un hombre robusto con el mismo cabello rubio de ella—. Jason, por favor. —Le temblaba la voz mientras avanzaba con las manos tendidas hacia el Oscurecido. Este sacó otra espada del cinturón y la miró expectante.

—Por favor, no —dijo Clary—. No… no te acerques a él…

Pero la mujer rubia solo estaba a un paso del cazador oscuro.

—Jason —susurró—. Eres mi hermano. Eres uno de los nuestros, un nefilim. No tienes por qué hacer esto… Sebastian no puede obligarte. Por favor… —Miró alrededor, desesperada—. Ven con nosotros. Están trabajando en una cura; te pondrás bien…

Jason rio. La espada destelló al describir un tajo en redondo. La cabeza rubia de la cazadora de sombras cayó al suelo. La sangre saltó a chorros, negra contra la nieve blanca, mientras el cuerpo se desplomaba inerte. Alguien chillaba y chillaba histéricamente, y entonces otro guerrero gritó y gesticuló frenético señalando hacia atrás.

Jace miró y vio una línea de Oscurecidos avanzando por la retaguardia, desde la dirección del Portal cerrado. Sus espadas relucían bajo la luz de la luna. Los nefilim comenzaron a bajar apresuradamente de la cornisa, pero no era un avance ordenado; el pánico reinaba entre ellos. Jace lo notó como el sabor de la sangre en el viento.

—¡Yunque y martillo! —gritó, esperando que lo entendieran. Cogió a Clary con su mano libre y la hizo retroceder, apartándola del cuerpo sin cabeza del suelo—. ¡Es una trampa! —bramó por encima del ruido de la lucha—. ¡Ve a un muro, a donde sea que puedas abrir un Portal! ¡Sácanos de aquí!

Clary lo miró sorprendida, con sus verdes ojos muy abiertos. Jace tuvo ganas de cogerla, de besarla, de agarrarla, de protegerla, pero el guerrero que había en él sabía que era él quien la había metido en esa vida. La había animado. La había entrenado. Cuando vio en sus ojos que lo había entendido, asintió y la soltó.

Clary se apartó de él, pasó sigilosamente por la espalda de un guerrero Oscurecido que se enfrentaba a un Hermano Silencioso que blandía un cayado, el apergaminado hábito manchado de sangre. Las botas le patinaban sobre la nieve mientras corría hacia la Ciudadela. El gentío se la tragó justo cuando un guerrero Oscurecido sacó el arma y se lanzó hacia Jace.

Como todos los cazadores oscuros, sus movimientos eran cegadoramente rápidos, casi felinos. Al alzarse con la espada, pareció borrar la luna. Y a Jace también se le despertó la sangre, como fuego por las venas mientras se concentraba en él: no había nada más en el mundo, solo ese momento, solo el arma en su mano. Saltó hacia el cazador oscuro con la espada por delante.

Clary se inclinó para recoger a Heosphoros de donde se le había caído sobre la nieve. La hoja estaba manchada de sangre, la sangre del cazador oscuro que en ese momento se alejaba de ella para lanzarse a la batalla que bullía en la planicie.

Ya había pasado media docena de veces. Clary atacaba, trataba de enfrentarse a un Oscurecido, y este tiraba el arma, retrocedía, se apartaba de ella como si fuera un fantasma, y salía corriendo. Las primeras veces se había preguntado si tendrían miedo de Heosphoros, confundidos por una espada que se parecía tanto a la de Sebastian. Pero ya había empezado a sospechar otra cosa. Sebastian debía de haberles ordenado que no la tocaran, y ellos obedecían.

Le entraron ganas de gritar. Sabía que debería perseguirlos cuando salían corriendo, acabar con ellos clavándoles la espada en la espalda o cortándoles el cuello, pero no se veía capaz de hacerlo. Aún tenían el aspecto de nefilim, demasiado humanos. Su sangre corría roja sobre la nieve. Le parecía una cobardía atacar a alguien que no podía atacarla a su vez.

El hielo crujió a su espalda, y ella se volvió en redondo, espada en mano. Todo pasó muy deprisa: darse cuenta de que había el doble de Oscurecidos de los que se habían esperado encontrar, que estaban asediados por ambos lados, el ruego de Jace de que abriera un Portal. En ese momento, se abría paso entre una multitud desesperada. Algunos cazadores de sombras había salido corriendo y otros se habían quedado en su puesto, decididos a luchar. Como grupo, los estaban presionando lentamente colina abajo, hacia la planicie, donde la batalla era más cruenta, con los brillantes cuchillos serafín contra los negros cuchillos de sus oponentes, una mezcla de negro, blanco y rojo.

Por primera vez, Clary agradeció ser pequeña. Podía meterse entre la gente mientras su mirada captaba desesperadas imágenes de lucha. Allí, un nefilim un poco mayor que ella estaba luchando con todas sus fuerzas contra un Oscurecido que lo doblaba en tamaño, y que lo hizo caer sobre la nieve manchada de sangre; una espada descendió veloz, luego hubo un grito, y un cuchillo serafín se apagó para siempre. Un joven moreno con el traje de combate negro de los cazadores de sombras se hallaba sobre el cadáver de un guerrero de rojo. Sujetaba una espada ensangrentada en la mano y las lágrimas le corrían libres por las mejillas. Cerca de él, un Hermano Silencioso, una visión inesperada pero muy bienvenida, le aplastaba el cráneo a un cazador oscuro con un solo golpe de su cayado de madera; el Oscurecido se desplomó en silencio. Un hombre cayó de rodillas, rodeando con los brazos las piernas de una mujer de rojo; ella lo miró sin ningún interés y luego le clavó la espada entre los hombros. Ninguno de los guerreros trató de impedirlo.

Clary salió de entre la multitud y se encontró junto a la Ciudadela. Los muros brillaban con una intensa luz. A través del arco de la puerta en forma de tijera, creyó ver el resplandor de algo rojo dorado como el fuego. Sacó la estela del cinturón, apoyó la punta sobre el muro… y se quedó helada.

A solo unos pasos de ella, un cazador oscuro se había alejado de la batalla y se dirigía hacia las puertas de la Ciudadela. Llevaba una maza y un mangual bajo el brazo; echó una sonriente mirada a la batalla y se coló por las puertas de la fortaleza…

Y las tijeras se cerraron. No hubo gritos, pero el desagradable ruido de hueso y cartílago aplastados resultó audible incluso en medio del ruido de la batalla. Un chorro de sangre saltó desde la puerta cerrada, y Clary se dio cuenta de que no se trataba del primero. Había otras manchas por todo el muro de la Ciudadela y oscureciendo el suelo…

Se volvió con el estómago revuelto y apretó la estela con fuerza contra la piedra. Comenzó a obligar a su mente a pensar en Alacante, a visualizar el espacio de hierba ante el Gard y a apartar cualquier distracción.

—Tira la estela, hija de Valentine —dijo una voz fría y neutra a su espalda.

Clary se quedó inmóvil. A su espalda se hallaba Amatis, espada en mano, apuntando directamente a Clary. Había una salvaje sonrisa en su rostro.

—Muy bien —dijo—. Tira la estela al suelo y ven conmigo. Sé de alguien que estará encantado de verte.

»Muévete, Clarissa. —Amatis pinchó a Clary en el costado con la punta de la espada; no con bastante fuerza para atravesarle la chaqueta, pero sí lo suficiente para inquietarla. Esta había dejado caer la estela, que permaneció a unos pasos sobre la sucia nieve, refulgiendo con un brillo tentador—. Deja de remolonear.

—No puedes hacerme nada —dijo Clary—. Sebastian ha dado órdenes.

—Órdenes de no matarte —admitió Amatis—. No ha dicho nada sobre herirte. Y puedo entregarte a él tan alegremente aunque te falten todos los dedos. No creas que no lo haré.

Clary la miró furiosa antes de darse la vuelta y permitir que Amatis la alejara de la batalla. Su mirada iba de un Oscurecido a otro, buscando una cabeza rubia en el mar escarlata. Tenía que saber con cuánto tiempo contaba antes de que Amatis la pusiera a los pies de Sebastian y acabara con sus posibilidades de huir. Amatis le había cogido a Heosphoros, naturalmente, y la espada Morgenstern colgaba ahora de la cadera de la otra mujer, las estrellas en la acanaladura parpadeando bajo la tenue luz.

—Apuesto a que ni siquiera sabes dónde está —la provocó Clary.

Amatis la pinchó de nuevo, y Clary avanzó, casi tropezando con el cadáver de un cazador oscuro. El suelo era un amasijo de nieve, tierra y sangre.

—Soy la primera teniente de Sebastian; siempre sé dónde está. Por eso soy en quien confía para llevarte con él.

—No confía en ti. Tú no le importas; nada le importa. Mira. —Habían llegado a lo alto de una pequeña cresta; Clary se paró e hizo un gesto con el brazo abarcando el campo de batalla—. Mira cuántos de los tuyos están cayendo; Sebastian solo quiere carne de cañón. Solo quiere usaros.

—¿Eso es lo que ves? Yo veo nefilim muertos. —Clary miraba a Amatis de reojo. El cabello canoso le flotaba empujado por el frío viento, y sus ojos eran duros—. ¿Acaso crees que la Clave no está superada? Mira. Mira allí. —Señaló con el dedo, y Clary miró sin querer hacerlo. Las dos partes del ejército de Sebastian se habían juntado y habían rodeado totalmente a los nefilim. Muchos de estos luchaban con habilidad y rabia. A su manera, era bonito verlos luchar; el resplandor de sus cuchillos serafines trazaba dibujos contra el cielo oscuro. Aunque eso no cambiaba el hecho de que estuvieran condenados.

—Han hecho lo que siempre hacen cuando se produce un ataque fuera de Idris y no hay cerca ningún Cónclave. Envían por un Portal a los que llegan primero al Gard. Algunos de esos guerreros no habían luchado nunca en una auténtica batalla. Otros han luchado en demasiadas. Ninguno de ellos está preparado para matar a un enemigo que tiene el rostro de sus hijos, de sus amantes, de sus amigos, de sus parabatai. —Escupió esa última palabra—. La Clave no entiende a nuestro Sebastian ni a sus fuerzas, y estarán muertos antes de hacerlo.

—¿De dónde han llegado? —preguntó Clary—. Los Oscurecidos. La Clave dijo que solo había unos veinte, y que no había manera de que Sebastian pudiera ocultar su número. ¿Cómo…?

Amatis echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

—¡Cómo si te lo fuera a decir! Sebastian tiene aliados en más lugares de los que te imaginas, pequeña.

—Amatis. —Clary trató de mantener la voz firme—. Eres una de nosotros. Nefilim. Eres la hermana de Luke.

—Él es un subterráneo, y no es mi hermano. Debería haberse matado, como le dijo Valentine.

—No lo dices en serio. Te alegraste de verlo cuando fue a tu casa. Lo sé.

Esta vez, el pinchazo con la punta de la espada entre los hombros fue más que desagradable: dolió.

—Entonces estaba atrapada —repuso Amatis—. Pensando que necesitaba la aprobación de la Clave y el Consejo. Los nefilim me lo quitaron todo. —Se volvió para mirar hacia la Ciudadela con enfado—. Las Hermanas de Hierro se llevaron a mi madre. Luego, una Hermana de Hierro presidió mi divorcio. Cortaron en dos mis Marcas de matrimonio, y lloré de dolor. No tienen corazón, solo adamas, y los Hermanos Silenciosos también. Crees que son amables, que los nefilim son amables porque son buenos, pero la bondad no es la amabilidad, y no hay nada más cruel que la virtud.

—Pero podemos elegir —repuso Clary; aunque ¿cómo podía explicarle a alguien que no escuchaba que le habían robado la posibilidad de elegir, que existía algo llamado el libre albedrío?

—Oh, por el amor del Infierno, calla de una vez… —soltó Amatis, tensa.

Clary siguió su mirada. Por un momento no pudo ver lo que contemplaba la otra mujer. Vio el caos de la batalla, sangre en la nieve, el destello de la luz de la luna sobre las espadas y el duro brillo de la Ciudadela. Luego, se dio cuenta de que la batalla estaba formando una especie de dibujo: alguien estaba abriendo un camino en medio del gentío, como un barco cortando el agua, dejando el caos a su paso. Un delgado cazador de sombras vestido de negro y de cabello destellante se movía tan rápido que era como ver el fuego pasar de una copa de árbol a la siguiente en un bosque, propagando las llamas.

Sólo que en este caso el bosque era el ejército de Sebastian. Los Oscurecidos caían uno a uno. Caían tan deprisa que casi no tenían tiempo ni de coger las armas, mucho menos de alzarlas. Y mientras unos caían, los otros comenzaron a retroceder, confusos e inseguros, y Clary pudo ver el espacio que se estaba abriendo en el centro de la batalla y a quien se hallaba en el medio.

A pesar de todo, no pudo evitar sonreír.

—Jace.

Amatis inhaló con fuerza, sorprendida. Fue un momento de distracción, pero era todo lo que Clary necesitaba para ir hacia adelante y encajar la pierna entre los tobillos de Amatis como le había enseñado Jace, y luego derribarla. Al caer, Amatis soltó la espada, que resbaló por el suelo helado. Amatis estaba intentando ponerse en pie cuando Clary se lanzó sobre ella, no con elegancia, pero sí de un modo efectivo que la hizo caer de nuevo al suelo. Amatis la golpeó, y a Clary se le fue la cabeza hacia atrás, pero ya tenía la mano en el cinturón de Amatis y había recuperado a Heosphoros. Luego le puso la afilada punta a Amatis en el cuello.

Esta se quedó inmóvil.

—Muy bien —dijo Clary—. Ni se te ocurra moverte.

—¡Suéltame! —le gritó Isabelle a su padre—. ¡Suéltame!

Cuando las torres de los demonios se habían puesto rojo y dorado para llamar a todos al Gard, ella y Alec habían ido a coger sus trajes y armas para ponerse en camino hacia la colina. El corazón de Isabelle le palpitaba con fuerza, no por el esfuerzo sino de excitación. Alec estaba serio y era práctico, como siempre, pero el látigo de Isabelle estaba cantando. Quizá fuera en esa ocasión; quizá en esa batalla se enfrentaría a Sebastian abiertamente, y esta vez lo mataría.

Por su hermano. Por Max.

Alec e Isabelle no se habían esperado encontrar aquella aglomeración en el patio del Gard ni la velocidad con la que estaban enviando a los nefilim por el Portal. Isabelle había perdido a su hermano en medio del gentío, pero siguió hacia el Portal; vio a Jace y a Clary allí, a punto de cruzar, y redobló la velocidad. De repente, dos manos salieron de entre la gente y la sujetaron por los brazos.

Su padre. Isabelle lo golpeó y gritó llamando a Alec, pero Jace y Clary ya se habían ido; habían desaparecido en el torbellino del Portal. Gruñendo, Isabelle se debatió, pero su padre la superaba en altura, peso y años de entrenamiento.

La soltó justo cuando el Portal dio un último giro, se cerró y desapareció de la pared de la armería. Se hizo el silencio entre los nefilim que quedaban en el patio; esperaban instrucciones. Jia Penhallow anunció que ya habían enviado bastantes a la Ciudadela, que los otros debían esperar dentro del Gard por si se necesitaban refuerzos; no era necesario quedarse helándose en el patio. Comprendía lo mucho que todos querían luchar, pero ya se habían enviado muchos guerreros a la Ciudadela, y Alacante requería una fuerza para protegerse.

—¿Lo ves? —dijo Robert Lightwood, haciendo un gesto de exasperación en dirección a su hija cuando esta se volvió hacia él. A ella le gustó ver que le sangraban los arañazos que le había hecho en la muñeca—. Se te necesita aquí, Isabelle…

—Cierra el pico —le siseó con los dientes apretados—. Cierra el pico, cabrón mentiroso.

El asombro lo dejó helado y sin capacidad de reacción. Isabelle sabía por Simon y Clary que en la cultura mundana se esperaba que hubiera recriminaciones y gritos de los hijos dirigidas hacia los propios padres, pero los cazadores de sombras creían en el respeto a los mayores y en el control de las propias emociones.

Sólo que Isabelle no tenía ningunas ganas de controlar sus propias emociones. No en ese momento.

—Isabelle… —Era Alec, que llegó por fin a su lado. La multitud se dispersaba, y ella era más o menos consciente de que muchos de los nefilim ya habían entrado en el Gard. Los que quedaban miraban hacia otro lado, incómodos. Las disputas familiares no eran asunto de los cazadores de sombras—. Isabelle, volvamos a casa.

Alec la cogió de la mano. Isabelle se soltó con un movimiento de irritación. Quería mucho a su hermano, pero nunca había tenido tantas ganas de darle un golpe en la cabeza.

—No —replicó—. Jace y Clary han cruzado; deberíamos ir con ellos.

Robert Lightwood parecía cansado.

—No tendrían que haberlo hecho —dijo—. Han contravenido órdenes estrictas. Eso no significa que debáis seguirlos.

—Sabían lo que hacían —replicó Isabelle—. Necesitas más cazadores de sombras enfrentándose a Sebastian, no menos.

—Isabelle, no tengo tiempo para esto —bufó Robert, y miró a Alec exasperado, como si esperase que su hijo se pusiera de su lado—. Sebastian solo tiene a veinte Oscurecidos. Hemos enviado a cincuenta guerreros.

—Veinte de ellos son como cien cazadores de sombras —indicó Alec en voz baja—. Los nuestros pueden ser masacrados.

—Si algo les pasa a Jace y a Clary, será culpa tuya —le advirtió Isabelle—. Igual que Max.

Robert Lightwood se echó atrás como si lo hubiera golpeado.

—Isabelle. —La voz de su madre cortó el silencio, repentino y terrible. Isabelle volvió la cabeza y vio que Maryse se acercaba por detrás. Ella, como Alec, parecía asombrada. Una pequeña parte de Isabelle se sentía culpable y mal, pero la parte que parecía tener las riendas en la mano bullía en su interior como un volcán y solo sentía un amargo triunfo. Estaba cansada de fingir que todo estaba bien.

—Alec tiene razón —continuó Maryse—. Volvamos a casa…

—No —insistió Isabelle—. ¿No has oído a la Cónsul? Se nos necesita aquí, en el Gard. Puede que hagan falta refuerzos.

—Querrán a adultos, no a niños —contestó Maryse—. Si no vas a volver, entonces pide perdón a tu padre. Max… Lo que le pasó a Max no fue culpa de tu padre, sino de Valentine.

—Y quizá si no hubierais estado del lado de Valentine no habría habido una Guerra Mortal —replicó Isabelle a su madre, furiosa. Luego se volvió hacia su padre—. Estoy cansada de fingir que no sé lo que sé. Sé que engañaste a mamá. —Isabelle ya no podía contener las palabras; no paraban de salir de su interior, como un torrente. Vio palidecer a Maryse y a Alec abrir la boca para protestar. Robert la miraba como si Isabelle le hubiera soltado un guantazo—. Antes de que naciera Max. Lo sé. Ella me lo contó. Con una mujer que murió en la Guerra Mortal. Y nos ibas a dejar, dejarnos a todos, solo te quedaste porque nació Max, y apuesto a que te alegras de que esté muerto, ¿no?, porque así no tienes que quedarte.

—Isabelle… —murmuró Alec, horrorizado.

Robert se volvió hacia Maryse.

—¿Tú se lo contaste? ¡Por el Ángel, Maryse! ¿Cuándo?

—¿Quieres decir que es cierto? —A Alec le temblaba la voz de repugnancia.

Robert se volvió hacia él.

—Alexander, por favor…

Pero Alec le había dado la espalda. El patio ya estaba casi vacío. Isabelle vio a Jia de pie en la distancia, cerca de la puerta de la armería, esperando a que entraran los últimos. Vio a Alec acercarse a ella y los oyó discutir.

Los padres de Isabelle la miraban como si sus mundos estuvieran a punto de derrumbarse. Nunca había pensado que pudiera destruir el mundo de sus padres. Había esperado que su padre le gritara, no que se quedara ahí, bajo su manto gris de Inquisidor, con aspecto desdichado. Finalmente, este carraspeó para aclararse la garganta.

—Isabelle —dijo con voz ronca—. Pienses lo que pienses, debes creer… No puedes pensar de verdad que cuando perdimos a Max… que yo…

—No me hables —le espetó Isabelle, y se alejó de los dos, con el corazón rompiéndosele a pedazos en el pecho—. No… no me hables.

Salió corriendo.

Jace dio un salto en el aire, chocó con un cazador oscuro, lo lanzó al suelo y acabó con él de un salvaje golpe en tijera. En algún momento había conseguido una segunda espada, no estaba seguro de dónde. Todo era sangre y fuego cantándole en la cabeza.

Jace había luchado antes, muchas veces. Conocía el helor de la batalla que se apoderaba de él, el mundo alrededor ralentizándose hasta convertirse en un susurro; cada movimiento que hacía era preciso y exacto. Parte de su mente era capaz de meter toda la sangre, el dolor y el hedor tras un muro de hielo puro.

Pero eso no era hielo; era fuego. El ardor que le corría por las venas lo empujaba, aceleraba sus movimientos y le hacía sentirse como si volara. De una patada puso el cadáver descabezado del cazador oscuro en el camino de otro enemigo de rojo que corría hacia él. La mujer se tambaleó y él la cortó en dos. La sangre saltó sobre la nieve. Él ya estaba empapado en ella; notaba su traje de combate, pesado y húmedo, contra el cuerpo; captaba el penetrante olor a sal y hierro, como si la sangre estuviera en el mismo aire que respiraba.

Saltó limpiamente sobre el cadáver del Oscurecido y fue hacia otro: un hombre de pelo castaño con la manga del traje rojo rasgada. Jace alzó la espada de la mano derecha y el hombre hizo una mueca de pavor. Jace se sorprendió. Los Oscurecidos no parecían sentir mucho miedo, y morían sin gritar. Sin embargo, este tenía el rostro desencajado de espanto…

—La verdad, Andrew, no hace falta que te pongas así. No voy a hacerte nada —dijo una voz detrás de Jace, seca, clara y conocida. Y un poco exasperada—. A no ser que no te apartes de ahí.

El cazador oscuro se apartó rápidamente de Jace, que se volvió sabiendo con qué se iba a encontrar.

Sebastian estaba detrás de él. Parecía haber aparecido de la nada, aunque eso no sorprendió a Jace. Sabía que Sebastian tenía el anillo de Valentine, que le permitía aparecer y desaparecer a voluntad. Llevaba el traje de combate rojo con runas doradas bordadas por todas partes; runas de protección, de curación, de buena suerte. Runas del Libro Gris, de las que sus seguidores no podían llevar. El rojo hacía que su cabello claro pareciera aún más claro; su sonrisa era un blanco corte en el rostro mientras recorría a Jace de arriba abajo con la mirada.

—Mi Jace —dijo—. ¿Me has echado de menos?

Al instante, las dos espadas de Jace estaban en alto, las puntas justo sobre el corazón de Sebastian. Oyó un murmullo alrededor. Al parecer, tanto los cazadores oscuros como sus oponentes nefilim habían dejado de luchar para observar lo que ocurría.

—No puedes pensar de verdad que te iba a echar de menos.

Sebastian alzó los ojos lentamente y clavó su mirada burlona en Jace. Ojos negros como los de su padre. En sus profundidades sin luz, Jace se vio a sí mismo, vio el apartamento que había compartido con Sebastian, las comidas que habían hecho juntos, las bromas que habían intercambiado, las batallas que habían combatido. Él se había sometido a Sebastian, le había entregado totalmente su voluntad, y le resultó agradable y fácil, y en lo más profundo de su traicionero corazón, Jace sabía que una parte de sí deseaba recuperarlo.

Aquello lo hizo odiar aún más a Sebastian.

—Bueno, no puedo imaginarme por qué estás aquí, si no. Ya sabes que no me puede matar una espada —dijo Sebastian—. La chiquilla del Instituto de Los Ángeles os lo debe de haber dicho.

—Podría despedazarte —repuso Jace—. Ver si puedes sobrevivir en pequeños trocitos. O cortarte la cabeza. Quizá no te mate, pero sería divertido verte tratando de encontrarla.

Sebastian seguía sonriendo.

—Yo que tú no lo intentaría.

Jace soltó aire, su aliento se convirtió en una pluma blanca.

«No dejes que te detenga», gritaba su interior, pero la maldición era que conocía a Sebastian, lo conocía lo suficiente como para no estar seguro de si estaba tirándose un farol. Sebastian odiaba farolear. Le gustaba tener la ventaja y saberlo.

—¿Por qué no? —gruñó Jace con los dientes apretados.

—Mi hermana —contestó Sebastian—. ¿Enviaste a Clary a abrir un Portal? No ha sido muy inteligente por tu parte, separaros. La retiene una de mis tenientes a cierta distancia de aquí. Hazme algo, y le cortará el cuello.

Se oyó un murmullo de los nefilim que tenía a la espalda, pero Jace no le prestó atención. El nombre de Clary le hacía latir la sangre en las venas, y el punto donde la runa de Lilith lo había unido a Sebastian le ardía. Decían que era mejor conocer a tu enemigo, pero ¿de qué servía conocer la debilidad de tu enemigo si esa también era la tuya?

El murmullo entre la multitud creció hasta convertirse en un estruendo cuando Jace comenzó a bajar las espadas: Sebastian se movió tan deprisa que Jace solo vio un borrón cuando aquel le lanzó una patada a la muñeca. La espada de la derecha se le cayó de la mano, y él se echó hacia atrás, pero Sebastian fue más rápido; sacó la espada Morgenstern y lanzó un tazo a Jace que este solo pudo esquivar inclinando todo el cuerpo hacia un lado. La punta de la espada le hizo un corte en las costillas.

Ahora parte de la sangre que le empapaba el traje también era suya.

Se agachó cuando Sebastian le lanzó otro tajo, y la espada silbó sobre su cabeza. Oyó maldecir a Sebastian y se alzó blandiendo su espada. Los dos entrechocaron las hojas con un ruido de vibrante metal, y Sebastian sonrió.

—No puedes ganar —dijo—. Soy mejor que tú, siempre lo he sido. Seguramente soy el mejor de todos.

—Y también el más modesto —repuso Jace, y sus espadas se separaron con un sonido chirriante. Retrocedió lo suficiente para ponerse fuera de su alcance.

—Y no puedes hacerme daño, por Clary. —Sebastian siguió hablando, implacable—. Igual que ella no pudo hacerme daño por ti. Siempre el mismo baile. Ninguno de los dos dispuesto a hacer el sacrificio. —Le lanzó a Jace un tajo lateral; este lo paró, aunque la fuerza del golpe le sacudió todo el brazo—. Se creería que, con toda esa obsesión por la bondad, uno de vosotros estaría dispuesto a renunciar al otro por una causa mayor. Pero no. El amor es básicamente egoísta, y también lo sois vosotros dos.

—Tú no nos conoces, a ninguno —replicó Jace con esfuerzo. Estaba jadeando, y sabía que peleaba a la defensiva, parando a Sebastian en vez de atacarlo. La runa de fuerza del brazo ardía desprendiendo los restos de su poder. Eso era malo.

—Conozco a mi hermana —replicó Sebastian—. Y no ahora, pero pronto la conoceré de todos los modos en que se puede conocer a alguien. —Sonrió de nuevo, malévolo. Era la misma expresión que había mostrado hacía tiempo, una noche de verano en el Gard, cuando dijo: «O quizá solo estás enfadado porque he besado a tu hermana. Porque ella quería».

Jace sintió náuseas, náuseas y furia, y se lanzó contra Sebastian, olvidando por un momento las reglas de la espada, olvidando mantener el peso de su agarre distribuido por igual, olvidando el equilibrio, la precisión y todo lo demás excepto el odio; y la sonrisa de Sebastian se hizo más amplia mientras se apartaba para esquivar el ataque y le daba una patada en la pierna que lo derribó.

Jace cayó con fuerza, chocando de espalda contra el suelo helado, y se quedó sin respiración. Oyó el silbido de la hoja antes de verla, y rodó hacia un lado mientras la espada Morgenstern cortaba el suelo donde él estaba un segundo antes. Las estrellas se balanceaban como locas en lo alto, negro y plata, y Sebastian estaba otra vez sobre él, más negro y plata, y la espada bajó de nuevo, y él rodó hacia el lado, pero no lo suficientemente rápido, y ahora sí notó como la espada se hundía en su carne.

El dolor fue instantáneo, claro y limpio, cuando la hoja se le clavó en el hombro. Fue como ser electrocutado. Jace notó el dolor por todo el cuerpo, los músculos se le contrajeron, la espada se le arqueó alzándose del suelo. El calor lo atravesó, como si los huesos se le hubieran convertido en carbón. Las llamas se alzaron y le recorrieron las venas, a lo largo de la columna…

Vio a Sebastian abrir mucho los ojos, y en esa oscuridad se vio reflejado, tirado sobre el suelo rojo y negro. El hombro le ardía. Las llamas brotaban de la herida como la sangre. Chisporrotearon hacia arriba, y una única chispa subió por la espada Morgenstern hasta la empuñadura.

Sebastian soltó una maldición y sacudió la mano como si lo hubieran apuñalado. La espada cayó al suelo. Sebastian alzó la mano y se la miró. Y sumido en el dolor, Jace vio que tenía una marca negra, una quemadura en la palma de la mano con la forma de la empuñadura de la espada.

Jace trató de levantarse apoyándose en los codos, aunque el movimiento le causó un dolor tan intenso en el hombro que pensó que iba a desmayarse. Se le oscureció la visión. Cuando la recuperó, Sebastian estaba sobre él con una mueca desfigurándole el rostro, la espada Morgenstern de nuevo en la mano, y ambos rodeados por un anillo de personas. Mujeres con hábito como los de los oráculos griegos y llamas naranja que les salían de los ojos. Los rostros cubiertos con máscaras, tan delicadas y entrelazadas como las parras. Eran hermosas y terribles. Eran las Hermanas de Hierro.

Cada una sostenía una espada de adamas con la punta hacia abajo. Estaban en silencio, con la boca apretada en una fina línea. Entre dos de ellas se hallaba el Hermano Silencioso que Jace había visto antes luchando en la planicie, sosteniendo el cayado de madera en la mano.

—Durante seiscientos años no hemos abandonado nuestra Ciudadela —dijo una de las Hermanas, una mujer alta, con el cabello que le caía en negras trenzas hasta la cintura. Sus ojos lanzaban llamas; hornos gemelos en la oscuridad—. Pero el fuego celestial nos llama, y nosotras venimos. Apártate de Jace Lightwood, hijo de Valentine. Hazle daño y te destruiremos.

—Ni Jace Lightwood ni el fuego de sus venas os salvará, Cleophas —replicó Sebastian, con la espada aún en la mano. Su voz era firme—. Los nefilim no tienen salvador.

—No sabías temer al fuego celestial. Ahora ya sabes —contestó Cleophas—. Es hora de retirarte, muchacho.

La punta de la espada Morgenstern bajó para encarar a Jace; y con un grito Sebastian se lanzó hacia adelante. La espada silbó por encima de Jace y se clavó en la tierra.

Esta pareció aullar como si la hubieran herido de muerte. Un temblor sacudió el suelo partiendo de la punta de la espada Morgenstern. Jace perdía y recuperaba la visión, la conciencia se le iba escapando como el fuego que le sangraba de la herida, pero cuando la oscuridad se cerraba sobre él, llegó a ver la expresión de triunfo en el rostro de Sebastian, y lo oyó reír mientras con un terrible crujido la tierra se separaba. Una gran grieta negra se abrió junto a ellos. Sebastian saltó dentro y desapareció.

—No es tan sencillo, Alec —explicó Jia, cansada—. La magia del Portal es complicada, y no hemos oído nada de las Hermanas de Hierro que indique que necesitan nuestra ayuda. Además, después de lo que ha pasado en Londres, tenemos que permanecer aquí, alerta…

—Te estoy diciendo que ya lo sé —replicó Alec. Estaba temblando, a pesar del traje de combate. Hacía frío en la colina del Gard, pero era más que eso. En parte era la impresión por lo que Isabelle había dicho, por la expresión en el rostro de su padre. Pero sobre todo era aprensión. Un frío premonitorio le goteaba por la espalda como el hielo—. No entendéis a los Oscurecidos; no entendéis cómo son…

Se dobló en dos. Algo caliente lo había atravesado, desde el hombro hasta lo más profundo, como una lanza de fuego. Cayó al suelo de rodillas con un grito.

—¡Alec… Alec! —La Cónsul le puso las manos sobre los hombros.

Era vagamente consciente de sus padres corriendo hacia él. El dolor le nubló la vista. Dolor, doble y sobrepuesto, porque no era su dolor en absoluto; las chispas en las costillas no ardían en su cuerpo, sino en el de otra persona.

—Jace —dijo entre dientes—. Algo le ha pasado… El fuego. Tenéis que abrir el Portal, deprisa.

Amatis, de espaldas sobre el suelo, se rio.

—No me matarás —dijo—. No tienes el suficiente valor.

Clary, jadeante, movió la punta de la espada bajo la barbilla de Amatis.

—No sabes de lo que soy capaz.

—Mírame. —Los ojos de Amatis destellaron—. Mírame y dime lo que ves.

Clary miró, sabiéndolo de antemano. Amatis no se parecía demasiado a su hermano, pero tenían el mismo mentón, los mismos ojos azules que inspiraban confianza, el mismo cabello castaño salpicado de gris.

—Piedad —dijo Amatis, alzando las manos como para parar el golpe de Clary—. ¿Me la concederás?

Piedad. Clary se quedó inmóvil mientras Amatis la miraba con evidente diversión. «La bondad no es amabilidad, y no hay nada más cruel que la virtud». Debería cortarle el cuello a Amatis, incluso quería hacerlo, pero ¿cómo decirle a Luke que había matado a su hermana? ¿Que había matado a su hermana tendida en el suelo y rogándole piedad?

Clary notó que le temblaba la mano, como si estuviera desconectada del resto del cuerpo. Alrededor, el fragor de la batalla había disminuido: oía gritos y murmullos, pero no se atrevía a volver la cabeza para ver qué estaba pasando. Estaba centrada en Amatis, en su propia mano agarrando la empuñadura de Heosphoros, en el hilillo de sangre que le caía a Amatis por la barbilla, donde la punta de la espada de Clary le había perforado la piel…

La tierra estalló. Clary resbaló en la nieve y cayó hacia un lado; rodó y consiguió por los pelos no cortarse con su propia espada. La caída la había dejado sin aliento, pero logró ponerse en pie, agarrando a Heosphoros mientras la tierra temblaba alrededor de ella. Un terremoto, pensó asustada. Se agarró a una roca con la mano libre mientras Amatis se ponía de rodillas y miraba alrededor con una sonrisa depredadora.

Había gritos por todos lados, y el horrible ruido de algo rasgándose. Mientras Clary miraba horrorizada, el suelo se partió por la mitad y se abrió una enorme grieta. Rocas, tierra y trozos de hielo quebrado cayeron como una lluvia al interior del agujero mientras Clary se apresuraba a alejarse de él. Se abría muy deprisa, y la quebrada grieta se fue convirtiendo en un abismo con lisas paredes que se perdían en la oscuridad.

El suelo estaba dejando de temblar. Clary oyó reír a Amatis. Alzó la mirada y vio a la otra mujer ponerse en pie. Sonrió a Clary como burlándose.

—Exprésale todo mi amor a mi hermano —le dijo, y saltó al abismo.

Clary se puso en pie al instante, con el corazón latiéndole con fuerza, y corrió al borde de la grieta. Miró hacia abajo. Solo pudo ver unos cuantos metros de tierra, y después oscuridad y sombras, sombras que se movían. Se volvió y vio que, por todas partes en el campo de batalla, los Oscurecidos corrían hacia el abismo y saltaban a su interior. Le recordaron a los saltadores olímpicos, seguros y decididos, confiados de lo que los esperaba abajo.

Los nefilim corrían a alejarse del abismo mientras sus enemigos de rojo pasaban a toda prisa junto a ellos, tirándose al agujero. Clary los recorrió con la mirada, ansiosa, buscando a alguien vestido de negro en particular, una cabeza de pelo brillante.

Se detuvo. Allí, justo a la derecha del abismo, a cierta distancia de ella, había un grupo de mujeres vestidas de blanco. Las Hermanas de Hierro. A través de los espacios que dejaban entre ellas, Clary vio a alguien en el suelo, y a otro, este con ropas de pergamino, inclinado sobre él…

Comenzó a correr. Sabía que no debía hacerlo con una espada desenvainada, pero no le importaba. Avanzó por encima de la nieve, apartándose del camino de los Oscurecidos que corrían esquivando a los nefilim. Allí la nieve estaba ensangrentada, medio deshecha y resbaladiza, sin embargo de todas formas siguió corriendo hasta que atravesó el círculo de las Hermanas de Hierro y llegó hasta donde estaba Jace.

Este estaba tirado en el suelo, y el corazón de Clary, que había estado a punto de estallarle dentro del pecho, redujo un poco su velocidad al verlo con los ojos abiertos. Aunque estaba muy pálido y respiraba con tanta dificultad que ella podía oírlo. El Hermano Silencioso se hallaba arrodillado junto a él y le desataba el traje del hombro con largos dedos pálidos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Clary, mirando frenética alrededor. Una docena de Hermanas de Hierro le devolvieron la mirada, impasibles y silenciosas. Había más Hermanas de Hierro al otro lado de la grieta, observando a los Oscurecidos que se arrojaban al vacío. Era estremecedor—. ¿Qué ha ocurrido?

—Sebastian —contestó Jace con los dientes apretados, y ella se dejó caer a su lado, frente al Hermano Silencioso, que le apartó el traje a Jace y dejó al descubierto la herida del hombro—. Sebastian es lo que ha pasado.

De la herida manaba fuego.

No sangre sino fuego, teñido de oro como el icor de los ángeles. Clary contuvo un gemido, y al alzar los ojos vio al hermano Zachariah mirándola. Ella captó un atisbo de su rostro, todo ángulos, palidez y cicatrices, antes de que él sacara la estela del interior del hábito. En vez de ponerla sobre la piel de Jace, como ella habría esperado, se la puso en la suya y se grabó una runa en la palma de la mano. Lo hizo deprisa, pero Clary notó con un estremecimiento el poder que emanaba de la runa.

«Quédate quieto. Esto acabará con el dolor», dijo el hermano Zachariah en su suave susurro omnidireccional, y colocó la mano sobre el ardiente tajo del hombro de Jace.

Este gritó. Su cuerpo se alzó del suelo, y el fuego que había manado como lentas lágrimas de su herida se avivó como si lo hubieran alimentado con gasolina y le quemó el brazo al hermano Zachariah. El fuego consumió la manga de pergamino de su hábito; el Hermano Silencioso se apartó de golpe, pero no antes de que Clary viera que la llama se alzaba, consumiéndolo. En lo profundo de la llama, mientras se agitaba y crepitaba, Clary vio una forma: la forma de una runa que parecía dos alas unidas por una sola barra. Una runa que había visto antes, desde lo alto de un tejado de Manhattan: la primera runa que ella había contemplado que no era del Libro Gris. La runa parpadeó y desapareció con tal rapidez que Clary se preguntó si se la habría imaginado. Era una runa que se le aparecía en momentos de estrés o de pánico, pero ¿qué significaba? ¿Su objetivo era ayudar a Jace o al hermano Zachariah?

El Hermano Silencioso se desplomó sobre la nieve sin hacer ruido; cayó como un árbol quemado hasta la raíz.

Un murmullo recorrió las filas de las Hermanas de Hierro. Lo que fuera que le estaba ocurriendo al hermano Zachariah, no debería estar pasando. Algo había ido terriblemente mal.

Las Hermanas de Hierro se acercaron a su hermano caído. Le taparon a Clary la vista de Zachariah mientras ella se acercaba a Jace. Este daba sacudidas tendido en el suelo, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás. Clary miró a su alrededor, frenética. Entre las Hermanas de Hierro pudo ver al hermano Zachariah, también convulsionándose en el suelo. El cuerpo le brillaba, le hervía con el fuego. Un grito salió de su garganta, un grito humano, el grito de un hombre sufriendo, no el silencioso susurro mental de los Hermanos. La hermana Cleophas lo agarró, y Clary oyó alzarse las voces de las Hermanas:

—Zachariah, Zachariah…

Pero él no era el único herido. Algunos de los nefilim estaban alrededor de Jace, pero muchos otros se hallaban con sus camaradas heridos, administrándoles runas curativas, buscando vendajes en su equipo.

—Clary —susurró Jace. Estaba tratando de incorporarse apoyándose en los codos, pero no soportaban su peso—. El hermano Zachariah… ¿qué ha pasado? ¿Qué le he hecho…?

—Nada, Jace. Tú solo debes tumbarte y quedarte quieto. —Clary enfundó la espada y a continuación buscó la estela de Jace en su cinturón con dedos torpes. Iba a ponérsela en la piel, pero él se removió apartándose.

—No —susurró. Tenía los ojos enormes y parecían de oro ardiente—. No me toques. Te haré daño también.

—No me lo harás. —Desesperada, se echó sobre él, y el peso de su cuerpo lo empujó hacia atrás, sobre la nieve. Clary buscó su hombro mientras él se retorcía, su ropa y su piel resbaladizas por la sangre y ardientes por el fuego. Ella le puso una rodilla a cada lado de las caderas y apoyó todo su peso contra el pecho de Jace, inmovilizándolo—. Jace —dijo—. Jace, por favor. —Pero él no podía centrar la mirada en Clary, y sus manos saltaban espasmodicamente sobre el suelo—. Jace —repitió ella, y le puso la estela en la piel, sobre la herida.

Y de repente estaba de nuevo en el barco con su padre, con Valentine, y sacó todo lo que tenía, toda su fuerza, hasta el último átomo de energía y voluntad, para crear una runa, una runa que arrasaría el mundo, que revertiría la muerte, que haría que los océanos se alzaran hacia el cielo. Solo que, en esta ocasión, se trataba de una de las runas más simples, la runa que todo cazador de sombras aprendía en su primer año de entrenamiento:

«Cúrame».

El iratze fue tomando forma en el hombro de Jace; el color que salía en espiral desde la punta era tan negro que la luz procedente de las estrellas y de la Ciudadela parecía desvanecerse en su interior. Clary notaba su propia energía desvaneciéndose también dentro de él mientras dibujaba. Nunca había sentido más intensamente que la estela era una extensión de sus propias venas, que estaba escribiendo con su propia sangre, como si toda la energía de su interior estuviera saliendo a través de la mano y de los dedos. Se le apagaba la vista a medida que luchaba por mantener la estela firme, por acabar la runa. Lo último que vio fue el gran tornado ardiente de un Portal que se abría a la imposible visión de la plaza del Ángel, y luego cayó en la nada.