HERMANO PLOMO Y HERMANA ACERO
—No lo tires, por favor, por favor, no lo tires. Oh, Dios, lo ha tirado —dijo Julian con voz resignada mientras un trozo de patata volaba por la habitación y no le daba en la oreja por poco.
—No se ha roto nada —lo tranquilizó Emma. Se hallaba sentada con la espalda contra la cuna de Tavvy y miraba a Julian dar de comer a su hermanito. Tavvy había llegado a la edad en que sabía muy bien lo que quería comer, y cualquier cosa que no lo convenciera acababa en el suelo—. La lámpara tiene un poco de patata, pero nada más.
Por suerte, aunque el resto de la casa de los Penhallow era elegante, el ático, donde vivían los «huérfanos de guerra», el término colectivo que les habían dado a los niños Blackthorn y a Emma desde su llegada a Idris, era muy sencillo, funcional y resistente en su diseño. Ocupaba toda la parte superior de la casa: varias habitaciones conectadas, una pequeña cocina y un cuarto de baño, una descuidada colección de camas y objetos varios por todas partes. Helen dormía abajo con Aline, aunque subía todos los días; a Emma le habían dado su propia habitación y también a Julian, pero él casi nunca estaba en ella. Drusilla y Octavian aún se despertaban todas las noches gritando, y Julian prefería dormir en el suelo de su habitación, con una almohada y una manta junto a la cuna de Tavvy. No había ninguna trona, así que Julian se sentaba en el suelo ante el niño sobre una manta cubierta de restos de comida, un plato en una mano y una mirada de desesperación en el rostro.
Emma se acercó, se sentó frente a él y se subió a Tavvy al regazo. El niño tenía el rostro arrugado en una mueca de infelicidad.
—Memma —dijo cuando ella lo cogió.
—Haz el tren chu-chu —le aconsejó Emma a Jules. Se preguntó si debía decirle que tenía salsa de espaguetis en el pelo. Al fin decidió que sería mejor que no.
Lo observó mover la cuchara de un lado a otro antes de ponérsela a Tavvy en la boca. El bebé reía. Emma intentó olvidar su sensación de pérdida: recordaba a su padre separando pacientemente la comida en el plato durante el tiempo en que a ella le dio por negarse a comer nada verde.
—No come lo suficiente —dijo Jules en voz baja mientras hacía el tren con un trozo de pan con mantequilla y Tavvy lo cogía con manos pegajosas.
—Está triste. Es un bebé, pero sabe que ha pasado algo malo —explicó Emma—. Echa en falta a Mark y a tu padre.
Jules se frotó los ojos, cansado, y se dejó una mancha de salsa de tomate en la mejilla.
—No puedo reemplazar a Mark o a papá. —Le puso un trozo de manzana a Tavvy en la boca. El pequeño la escupió con una expresión de triste placer. Julian suspiró—. Debería ir a ver qué hacen Dru y los mellizos —dijo—. Estaban jugando al Monopoly en la habitación, pero nunca se sabe cuándo las cosas se van a liar.
Era cierto. Tiberius, con su mente analítica, solía ganar la mayoría de los juegos. A Livvy no le importaba, pero a Dru, que era muy competitiva, sí, y a menudo podían acabar tirándose de los pelos.
—Ya voy yo. —Emma le pasó a Tavvy, y estaba a punto de ponerse en pie cuando Helen, con rostro serio, entró en la habitación. Cuando los vio a ambos, la seriedad se convirtió en recelo. Emma notó que se le erizaban los pelos de la nuca.
—Helen —dijo Julian—. ¿Qué pasa?
—Las fuerzas de Sebastian han atacado el Instituto de Londres.
Emma vio tensarse a Julian. Casi lo sintió, como si los nervios de él fueran los de ella, el pánico de él el de ella. El rostro de Julian, ya muy delgado, pareció afilarse aún más, aunque siguió sujetando al bebé con la misma suavidad.
—¿El tío Arthur?
—Está bien —se apresuró a contestar Helen—. Lo han herido. Eso retrasará su llegada a Idris, pero está bien. De hecho, todos los del Instituto de Londres están bien. El ataque no tuvo éxito.
—¿Cómo? —La voz de Julian era un susurro.
—Aún no lo sabemos exactamente —respondió Helen—. Voy ahora al Gard con Aline, la Cónsul y el resto, a ver si averiguamos qué ha pasado. —Se arrodilló y le acarició los rizos a Tavvy—. Son buenas noticias —le aseguró a Julian, que parecía más anonadado que nadie—. Ya sé que asusta que Sebastian atacara de nuevo, pero no ha ganado.
Emma miró a Julian a los ojos. Pensó que debería estar encantada por la buena noticia, pero por dentro era como si algo la arañara: una envidia terrible. ¿Por qué los del Instituto de Londres iban a vivir cuando su familia había muerto? ¿Qué habían hecho para luchar mejor, para hacer más?
—No es justo —dijo Julian.
—Jules —lo reprendió Helen mientras se ponía en pie—. Es una derrota. Eso significa algo. Significa que podemos derrotar a Sebastian y a sus fuerzas. Acabar con ellos. Hacer que cambien las cosas. Eso hará que todos tengan menos miedo. Es importante.
—Espero que lo cojan vivo —dijo Emma, con los ojos clavados en los de Julian—. Espero que lo maten en la plaza del Ángel para que podamos verlo morir, y espero que lo hagan lentamente.
—¡Emma! —exclamó Helen, como si se escandalizara, pero los ojos azules de Julian reflejaban la misma ferocidad que los de Emma, sin asomo de desaprobación. Emma nunca lo había querido tanto como lo quería en aquel momento, por compartir con ella incluso sus sentimientos más oscuros y ocultos en lo profundo de su corazón.
La armería era hermosísima. Clary nunca antes había pensado en que se podía describir un lugar donde vendían armas como hermosísimo; quizá una puesta de sol, o la silueta de Nueva York en una noche clara, pero no una tienda llena de mazas, hachas y bastones con espadas en su interior.
Sin embargo, lo era. El cartel de metal que colgaba fuera tenía la forma de un carcaj, y el nombre de la tienda, La Flecha de Diana, estaba tallado en él en letras curvas. Dentro de la tienda se exhibían diferentes armas blancas formando letales abanicos de oro, acero y plata. Una enorme araña colgaba del techo pintado con un dibujo rococó de flechas doradas en vuelo. Flechas de verdad se exhibían en bases de madera tallada. Sables tibetanos, con las empuñaduras decoradas con turquesa, plata y coral, colgaban de las paredes junto a espadas dha, de Bruma, con espigas de cobre y bronce incrustadas.
—¿Y qué te ha despertado esto? —preguntó Jace con curiosidad mientras cogía una naginata grabada con caracteres japoneses. Cuando la dejó en el suelo, la espada se alzó sobre su cabeza, y él la agarró con sus largos dedos para sujetarla—. Este deseo de tener una espada, quiero decir.
—Cuando una niña de doce años te dice que el arma que tienes es una mierda, es el momento de cambiarla —contestó Clary.
La mujer que los atendía tras el mostrador se echó a reír. Clary la reconoció como la mujer con el tatuaje del pez que había hablado en la reunión del Consejo.
—Bueno, pues has venido al mejor sitio.
—¿Esta tienda es tuya? —preguntó Clary, mientras comprobaba la punta de una larga espada con empuñadura de hierro.
La mujer sonrió.
—Sí, soy Diana. Diana Wrayburn.
Clary fue a coger un estoque, pero Jace, que había apoyado la naginata en la pared, negó con la cabeza.
—Ese mandoble es más alto que tú; lo que no es difícil.
Clary le sacó la lengua y cogió una espada corta que colgaba de la pared. Tenía arañazos a lo largo de la hoja, arañazos que, al mirarlos bien, vio que eran letras de un idioma que ella desconocía.
—Son runas, pero no runas de cazadores de sombras —explicó Diana—. Es una espada vikinga, muy antigua. Y muy pesada.
—¿Sabes lo que dice?
—«Solo los dignos» —contestó Diana—. Mi padre solía decir que podías saber que era una gran espada si tenía un nombre o una inscripción.
—Ayer vi una —recordó Clary—. Decía algo como: «Soy del mismo acero y temple que Joyeuse y Durendal».
—¡Cortana! —A Diana se le iluminaron los ojos—. La espada de Ogier. Eso sí que es impresionante. Es como tener a Excálibur o a Kusanagi-no-Tsurugi. Creo que Cortana pertenece a los Carstairs. ¿Es Emma Carstairs, la niña que estuvo ayer en la reunión del Consejo, quien la tiene ahora?
Clary asintió.
Diana apretó los labios.
—Pobre niña —dijo—. Y también los Blackthorn. Haber perdido a tantos de un solo golpe… Ojalá pudiera hacer algo por ellos.
—Lo mismo pienso yo —afirmó Clary.
Diana la miró de arriba abajo y se agachó detrás del mostrador. Un momento después se levantó con una espada que medía más o menos lo mismo que el antebrazo de Clary.
—¿Qué te parece esta?
Clary miró la espada. Sin duda era hermosa. La guarda, el mango y el pomo eran de oro con obsidiana encastada, y la hoja estaba hecha de una plata tan oscura que era casi negra. Clary repasó rápidamente los tipos de armas que había memorizado en las lecciones: bracamartes, sables, cimitarras, montantes…
—¿Es una cinquedea? —aventuró.
—Es una espada corta. Quizá quieras mirar el otro lado —le sugirió Diana, y le dio la vuelta a la espada. En la acanaladura de ese lado de la hoja había un dibujo de estrellas negras.
—Oh. —El corazón le golpeó dolorosamente dentro del pecho; dio un paso atrás y casi chocó con Jace, que estaba detrás de ella con el ceño fruncido—. Es una espada Morgenstern.
—Sí, lo es. —Diana la miró con ojos sagaces—. Hace mucho tiempo los Morgenstern encargaron dos espadas a Wayland el Herrero, un par a juego. Una más grande y otra más pequeña, para un padre y su hijo. Como Morgenstern significa «estrella matutina», les dieron el nombre de diferentes aspectos de las estrellas. La pequeña, esta, se llama Heosphoros, que significa «portadora del alba», y la más larga, Phaesphoros, o «portadora de la luz». Sin duda ya has visto a Phaesphoros, porque la llevaba Valentine Morgenstern, y ahora la lleva su hijo.
—Sabes quiénes somos —dijo Jace. No era una pregunta—. Sabes quién es Clary.
—El mundo de los cazadores de sombras es pequeño —explicó Diana, y miró a uno y luego a la otra—. Estoy en el Consejo. Te he visto testificar, hija de Valentine.
Clary miró la espada, dudando.
—No lo entiendo —dijo finalmente—. Valentine nunca habría cedido una espada Morgenstern. ¿Cómo es que la tienes?
—Su esposa la vendió —contestó Diana—. A mi padre, que regentaba esta tienda en los días antes del Alzamiento. Era de ella. Ahora debería ser tuya.
Clary se estremeció.
—He visto a dos hombres llevar la versión larga de esa espada, y los he odiado a ambos. No hay Morgenstern en este mundo ahora que no se dedique a nada que no sea la maldad.
—Estás tú —señaló Jace.
Ella lo miró, pero la expresión de Jace era inescrutable.
—De todas formas, no la podría pagar —dijo Clary—. Eso es oro, y oro negro y adamas. No tengo dinero para un arma así.
—No importa; te la daré —repuso Diana—. Tienes razón en lo de que la gente odia a los Morgenstern; cuentan historias de cómo las espadas se crearon para contener una magia letal, para matar a miles de una vez. Pero solo son fábulas, claro, no hay verdad en ellas; aun así… no es la clase de artículo que podría vender en otro lado. O que quisiera vender. Debe ir a parar a buenas manos.
—No la quiero —susurró Clary.
—Si te retraes ante ella, le estás dando poder sobre ti —explicó Diana—. Cógela, córtale el cuello a tu hermano con ella y recupera el honor de tu sangre.
Deslizó la espada sobre el mostrador hacia Clary. En silencio, Clary la empuñó, los dedos curvados alrededor del mango. Notó que se ajustaba exactamente a su mano, como si la hubieran forjado para ella. A pesar del acero y los metales preciosos con que estaba hecha, la notaba ligera como una pluma. La alzó. Las estrellas negras de la hoja parecieron guiñarle el ojo, la luz era como fuego corriendo, destellando sobre el acero.
Levantó los ojos y vio a Diana coger algo en el aire: un destello de luz que resultó ser un trozo de papel. Lo leyó y frunció el ceño, preocupada.
—Por el Ángel —exclamó—. Han atacado el Instituto de Londres.
Clary casi dejó caer la espada. Oyó a Jace resoplar a su lado.
—¡¿Qué?! —exclamó este.
Diana los miró.
—No ha pasado nada —dijo—. Al parecer había algún tipo de protección especial en el Instituto de Londres, algo que ni el Consejo sabía. Ha habido heridos, pero ningún muerto. Las fuerzas de Sebastian han sido rechazadas. Por desgracia, tampoco han podido capturar a ninguno de los Oscurecidos. —Mientras Diana hablaba, Clary se fijó en que la dueña de la tienda llevaba las ropas blancas de luto. ¿Habría perdido a alguien en la guerra contra Valentine? ¿En los ataques de Sebastian a los Institutos?
¿Cuánta sangre habían derramado las manos Morgenstern?
—Lo… lo siento mucho —siseó Clary. Podía ver a Sebastian, verlo claramente en su cabeza, en ropa de combate roja, cabello y espada plateados. Se echó hacia atrás.
De repente, notó una mano en su brazo, y se dio cuenta de que estaba respirando aire frío. De algún modo, había salido de la tienda y se hallaba en una calle llena de gente, con Jace a su lado.
—Clary —le decía él—. No pasa nada. Todo va bien. Los cazadores de sombras del Instituto de Londres han escapado todos.
—Diana ha dicho que ha habido heridos —replicó ella—. Más sangre derramada por culpa de los Morgenstern.
Él bajó la mirada hacia la espada, que ella seguía agarrando con la mano derecha, los dedos tan apretados alrededor de la empuñadura que se le habían puesto blancos.
—No tienes por qué aceptar la espada.
—No. Diana tiene razón. Tener miedo a todo lo que es Morgenstern le da… le da a Sebastian poder sobre mí. Que es exactamente lo que él quiere.
—Estoy de acuerdo —asintió Jace—. Por eso te he comprado esto.
Le pasó una vaina de cuero oscuro trabajada con dibujos de estrellas plateadas.
—No puedes ir por la calle con una espada desenfundada —añadió—. Bueno, sí que puedes, pero seguramente hará que nos miren mal.
Clary cogió la vaina, enfundó la espada y se la colgó del cinturón; luego se cerró el abrigo encima.
—¿Mejor?
Él le apartó un mechón de cabello rojo del rostro.
—Es tu primera arma de verdad, una que realmente te pertenece. El nombre Morgenstern no está maldito, Clary. Es un nombre de cazadores de sombras, antiguo y glorioso, que tiene cientos de años. La estrella matutina.
—La estrella matutina no es una estrella —replicó Clary de mal humor—. Es un planeta. Lo aprendí en clase de astronomía.
—La educación mundana es lamentablemente prosaica —declaró Jace—. Mira —dijo, y señaló hacia arriba. Clary miró, pero no al cielo. Lo miró a él, al sol en su rubio cabello, a la curva de su boca al sonreír—. Mucho antes de que nadie supiera nada de planetas, sabían que había brillantes agujeros en el tejido de la noche: las estrellas. Y sabían que una se alzaba por el este, al amanecer, y la llamaron la estrella matutina, la portadora de la luz, el heraldo del alba. ¿Acaso es tan malo traer la luz al mundo?
Impulsivamente, Clary se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.
—Vale, de acuerdo —dijo—. Eso es más poético que la clase de astronomía.
Él bajó la mano y le sonrió.
—Bien —repuso—. Y ahora vamos a hacer más cosas poéticas. Ven. Quiero enseñarte algo.
Unos dedos fríos en la sien despertaron a Simon.
—Abre los ojos, diurno —dijo una voz impaciente—. No tenemos todo el día.
Simon se sentó con tal celeridad que la persona que tenía delante se echó hacia atrás con un siseo. Simon se quedó mirando. Seguía rodeado por los barrotes de la jaula de Maureen, aún en la asquerosa habitación del hotel Dumort. Ante él se hallaba Raphael. Llevaba una camisa blanca y vaqueros, y un destello de oro le rodeaba el cuello. Aun así… Simon siempre lo había visto pulcro y peinado, como si fuera a una reunión de negocios. Sin embargo, en ese momento tenía el cabello revuelto, la camisa rota y sucia de tierra.
—Buenos días, diurno —dijo Raphael.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le espetó Simon. Se sentía sucio, con náuseas y enfadado. Y aún llevaba aquella camisa holgada—. ¿De verdad es por la mañana?
—Dormías y ahora estás despierto; es por la mañana. —Raphael parecía obscenamente alegre—. Y en cuanto a lo que estoy haciendo aquí: estoy aquí por ti, claro.
Simon se apoyó contra los barrotes de la jaula.
—¿Qué quieres decir? ¿Y cómo has entrado aquí?
Raphael lo miró como si le tuviera lástima.
—La jaula se abre desde fuera. Me ha resultado muy fácil entrar.
—Entonces ¿esto es soledad y el deseo de tener compañía fraternal o qué? —preguntó Simon—. La última vez que te vi me pediste que fuera tu guardaespaldas, y cuando te dije que no, me hiciste saber sin lugar a dudas que si alguna vez perdía la Marca de Caín me matarías.
Raphael le sonrió.
—¿Es esta la parte en la que me matas? —preguntó Simon—. Tengo que decir que no es nada sutil. Probablemente te pillarán.
—Sí —asintió con desgana Raphael—. Probablemente, a Maureen no le hará nada feliz tu defunción. Una vez toqué el tema de venderte a unos brujos sin escrúpulos, y no le gustó nada. Una pena. Con sus poderes curativos, la sangre de vampiro diurno alcanza un alto precio. —Suspiró—. Habría sido toda una oportunidad. Pero Maureen es demasiado tonta para ver las cosas desde mi punto de vista. Ella prefiere tenerte aquí vestido de muñeca. Pero, claro, está loca.
—¿Y se supone que tú puedes decir esas cosa sobre tu reina vampira?
—Hubo un tiempo en que te quise ver muerto, diurno —replicó Raphael en un tono anodino, como si le estuviera contando a Simon que una vez había pensado en comprarle una caja de bombones—. Pero tengo un enemigo mayor. Tú y yo estamos del mismo lado.
Los barrotes de la jaula se le clavaban a Simon en la espada. Se movió.
—¿Maureen? —aventuró—. Siempre has querido ser el jefe de los vampiros, y ahora ella te ha cogido el puesto.
Raphael curvó el labio en un gruñido.
—¿Crees que esto es solo un juego de poder? —preguntó—. No lo entiendes. Antes de que Maureen se convirtiera en vampira, la aterrorizaron y la torturaron hasta volverla loca. Cuando se alzó, salió de su ataúd a arañazos. No había nadie para enseñarle. Nadie que le diera su primera sangre. Como yo hice contigo.
Simon se lo quedó mirando. De repente recordó el cementerio, salir de debajo de la tierra hacia el aire frío; la suciedad y el hambre, el hambre desgarradora, y a Raphael tirándole una bolsa llena de sangre. Nunca lo había considerado un favor o un servicio, pero habría destrozado a cualquier criatura viviente que se hubiera cruzado en su camino de no haber tenido esa primera comida. Casi había destrozado a Clary. Había sido Raphael quien había impedido que eso ocurriera.
Había sido Raphael quien había llevado a Simon del Dumort al Instituto; lo había dejado, sangrando, en la puerta principal cuando no pudieron ir más lejos, y había explicado a los amigos de Simon lo ocurrido. Simon suponía que Raphael podría haber intentado ocultarlo, podría haber mentido a los nefilim, pero había confesado y aceptado las consecuencias.
Raphael nunca había sido especialmente amable con Simon, pero a su manera tenía un extraño tipo de honor.
—Yo te hice —le recordó Raphael—. Mi sangre en tus venas te convirtió en vampiro.
—Siempre has dicho que yo era un vampiro terrible —le recordó a su vez Simon.
—No espero tu gratitud —replicó Raphael—. Tú nunca has querido ser lo que eres. Ni tampoco Maureen, es de imaginar. Ella se volvió loca en su transformación, y aún está loca. Mata sin pensar. No considera los peligros de exponernos al mundo de los humanos al matar sin ningún cuidado. No piensa que quizá, si los vampiros mataran sin necesidad ni consideración, un día no quedaría más comida.
—Humanos —lo corrigió Simon—. Un día no quedarían más humanos.
—Eres un vampiro terrible —dijo Raphael—. Pero en esto estamos igual. Tú deseas proteger a los humanos y yo deseo proteger a los vampiros. Nuestro objetivo es uno y el mismo.
—Pues mátala —sugirió Simon—. Mata a Maureen y hazte con el clan.
—No puedo. —Raphael se puso muy serio—. Los otros hijos del clan la adoran. No ven, a largo plazo, la oscuridad en el horizonte. Solo ven que tienen libertad para matar y consumir a voluntad. No tienen que someterse a los Acuerdos ni seguir una ley externa. Ella les ha dado toda la libertad del mundo, y ellos serán su propia perdición. —Su tono era de amargura.
—De verdad te importa lo que le ocurra al clan —reconoció Simon, sorprendido—. Serías un buen líder.
Raphael lo miró con cara de pocos amigos.
—Aunque no sé qué tal te quedaría una corona de huesos —añadió Simon—. Mira, comprendo lo que me dices, pero ¿cómo puedo ayudarte? Por si no lo has notado, estoy encerrado en una jaula. Si me liberas, te atraparán. Si me voy, Maureen me encontrará.
—No en Alacante, allí no —repuso Raphael.
—¿Alacante? —Simon se lo quedó mirando—. ¿Quieres decir Alacante, la capital de Idris?
—No eres muy listo —le soltó Raphael—. Sí, me refiero a ese Alacante. —Al ver la expresión anonadada de Simon, sonrió levemente—. Hay un representante de los vampiros en el Consejo. Anselm Nightshade. Un tipo reservado, el líder del clan de Los Ángeles, pero un hombre que conoce a ciertos… amigos míos. Brujos.
—¿Magnus? —preguntó Simon, sorprendido. Raphael y Magnus eran inmortales, ambos residían en Nueva York y ambos eran representantes de alto rango de sus respectivas clases de subterráneos. Y sin embargo, Simon nunca había considerado la posibilidad de que se conocieran, o hasta qué punto se conocieran.
Raphael no hizo caso de la pregunta de Simon.
—Nightshade ha aceptado enviarme a mí como el representante en su lugar, aunque Maureen no lo sabe. Así que iré a Alacante y me sentaré en el Consejo para su gran reunión, pero quiero que vengas conmigo.
—¿Por qué?
—Los cazadores de sombras no confían en mí —contestó Raphael sin ambages—. Pero confían en ti. Sobre todo los nefilim de Nueva York. Mírate. Llevas el colgante de Isabelle Lightwood. Saben que eres más como otro cazador de sombras que como un hijo de la noche. Y te creerán cuando les digas que Maureen ha roto los Acuerdos y debe ser detenida.
—Cierto —afirmó Simon—, confían en mí. —Raphael lo miró con ojos muy abiertos y sinceros—. Y esto no tiene nada que ver con que no quieras que el clan descubra que tú tienes intención de denunciar a Maureen, porque a ellos les gusta, y entonces se pueden volver contra ti como comadrejas.
—Conoces a los hijos del Inquisidor —insistió Raphael—. Puedes testificar directamente ante él.
—Seguro —repuso Simon—. Y a nadie del clan le importará que yo haya delatado a su reina y haya conseguido que la maten. Estoy seguro de que mi vida será fantástica cuando vuelva.
Raphael se encogió de hombros.
—Aquí tengo quien me apoya —explicó—. Alguien ha tenido que dejarme entrar en esta habitación. Una vez se haya resuelto lo de Maureen, es muy posible que podamos regresar a Nueva York con pocas consecuencias negativas.
—Pocas consecuencias negativas —resopló Simon—. Me tranquilizas.
—Aquí, de todas formas, estás en peligro —le recordó Raphael—. Si no tuvieras un licántropo que te protege, o a tus cazadores de sombras, hace tiempo que te habrías encontrado con la muerte eterna, más de una vez. Si no quieres venir conmigo a Alacante, estaré encantado de dejarte en esta jaula para que seas el juguete de Maureen. O puedes reunirte con tus amigos en la Ciudad de Cristal. Catarina Loss está abajo esperando para abrirnos un Portal. Tú eliges.
Raphael estaba inclinado hacia atrás, con una pierna doblada y la mano colgando sobre la rodilla como si estuviera relajándose en un parque. Tras él, a través de los barrotes de la jaula, Simon vio la silueta de otro vampiro junto a la puerta, una chica morena. La que había dejado entrar a Raphael, supuso Simon. Pensó en Jordan. «Tu licántropo protector». Pero eso, ese choque de clanes y lealtades, y sobre todo el deseo asesino de Maureen por la sangre y la muerte, era demasiado para dejárselo a Jordan.
—No tengo mucha elección, ¿verdad? —dijo Simon.
Raphael sonrió.
—No, diurno, no mucha.
La última vez que Clary había estado en la Sala de los Acuerdos, esta casi había resultado destruida: el techo de cristal destrozado, el suelo de mármol resquebrajado, la fuente del centro seca…
Tenía que admitir que, desde entonces, los cazadores de sombras habían hecho un trabajo impresionante para arreglarla. El techo estaba otra vez entero, el suelo de mármol limpio, liso y con venas de oro. Los arcos se alzaban en lo alto, la luz que penetraba a través del techo iluminaba las runas grabadas en ellos. La fuente central, con su sirena de piedra, destellaba bajo el sol de primeras horas de la tarde, que volvía el agua de color bronce.
—Cuando tienes tu primera arma, la costumbre es venir aquí y bendecir la hoja con el agua de la fuente —explicó Jace—. Los cazadores de sombras llevan generaciones haciéndolo. —Avanzó, bajo la luz dorada, hasta el borde de la fuente. Clary recordó haber soñado que bailaba con él en ese mismo lugar. Jace miró hacia atrás y le hizo un gesto para que se reuniera con él—. Ven aquí.
Clary se puso a su lado. La estatua central de la fuente, la sirena, tenía escamas hechas de láminas sobrepuestas de bronce y cobre llenas de cardenillo. La sirena sujetaba una jarra de la que brotaba agua, y en su rostro se dibujaba una media sonrisa de guerrero.
—Pon la hoja en la fuente y repite conmigo —le indicó Jace—: «Que las aguas de esta fuente limpien esta hoja. Conságrala solo para mi uso. Permíteme usarla solo en ayuda de las causas justas. Permíteme que la blanda con rectitud. Que me guíe para ser un guerrero digno de Idris. Y que me proteja para poder regresar a esta fuente y bendecir de nuevo su metal. En el nombre de Raziel».
Clary metió la espada en el agua y repitió aquellas palabras. El agua ondeó y destelló alrededor de la hoja, y Clary recordó otra fuente, en otro lugar, y a Sebastian sentado tras ella, mirando la imagen distorsionada de su rostro. «Tienes un corazón oscuro dentro de ti, hija de Valentine».
—Bien —dijo Jace. Clary notó su mano en la muñeca; el agua de la fuente los salpicó, refrescándole la piel a Jace y humedeciéndosela allí donde estaba en contacto con la de ella. Tiró de su mano hacia atrás y con ella la espada, y la soltó para que ella pudiera alzarla. El sol ya estaba más bajo, pero brillaba lo suficiente para arrancar chispas de las estrellas de obsidiana de la acanaladura—. Ahora dale su nombre a la espada.
—Heosphoros —dijo Clary. La volvió a meter en la vaina y se la colgó del cinturón—. La portadora del alba.
Jace contuvo una carcajada y luego se inclinó para besarla muy suavemente en la comisura de los labios.
—Debería llevarte a tu casa… —apuntó mientras se incorporaba.
—Has estado pensando en él —dijo ella.
—Tendrás que ser un poco más específica —le pidió Jace, aunque Clary sospechaba que él sabía qué quería decir.
—Sebastian —precisó—. Quiero decir, más que de costumbre. Y algo te inquieta. ¿Qué es?
—¿Qué no es? —Comenzó a alejarse de ella, cruzando el suelo de mármol hacia la gran puerta doble de la sala, que estaba abierta. Ella lo siguió y salieron al amplio porche en lo alto de la escalera que llevaba a la plaza del Ángel. El cielo estaba volviéndose de color cobalto, el color del cristal de mar.
—No —protestó Clary—. No te cierres en banda.
—No pensaba hacerlo —replicó él con aspereza—. Es que no es nada nuevo. Sí, pienso en él. Pienso en él todo el rato. Ojalá no fuera así. No puedo explicarlo, solo a ti, porque tú estabas allí. Yo era como él, y ahora, cuando me dices cosas como que él dejó esa caja en casa de Amatis, sé exactamente por qué. Y odio saberlo.
—Jace…
—No me digas que no soy como él —replicó—. Lo soy. Nos crio el mismo padre; ambos tenemos los beneficios de la educación «especial» de Valentine. Hablamos los mismos idiomas. Aprendimos el mismo estilo de lucha. Nos enseñaron la misma moral. Tuvimos las mismas mascotas. Todo cambió, claro; todo cambió cuando cumplí los diez años, pero lo que aprendes en la infancia, permanece. A veces me pregunto si todo esto no es mi culpa.
Eso sorprendió a Clary.
—No puedes decirlo en serio. Nada de lo que hiciste cuando estabas con Sebastian fue tu decisión…
—Me gustaba —confesó él, y había algo duro en su voz, como si esa verdad le arrancara la piel como papel de lija—. Sebastian es brillante, pero había vacíos en sus ideas, lugares que él no sabe… Lo ayudé con eso. Nos sentábamos y hablábamos de cómo quemar el mundo, y era excitante. Yo lo quería. Acabar con todo, comenzar de nuevo, un holocausto de sangre y fuego, y después una reluciente ciudad en una colina.
—Él te hizo creer que querías todo eso —insistió Clary, pero le temblaba un poco la voz. «Tienes un corazón oscuro dentro de ti, hija de Valentine»—. Él te hizo darle lo que quería.
—Me gustaba dárselo —repuso Jace—. ¿Por qué crees que podía pensar con tanta facilidad en modos de romper y destrozar pero ahora no se me ocurre ninguna forma de arreglarlo? Quiero decir, ¿para qué me cualifica eso? ¿Para un empleo en el ejército del Infierno? Podría ser general, como Asmodeus o Sammael.
—Jace…
—Una vez fueron los sirvientes más brillantes de Dios —continuó Jace—. Eso es lo que pasa cuando caes. Todo lo que era brillante en ti se vuelve oscuro. Tan brillante como eras antes, así de malvado te vuelves. Es una larga caída.
—Tú no has caído.
—Aún no —admitió él, y luego el cielo estalló en lentejuelas de colores rojo y dorado. Por un momento, Clary recordó los fuegos artificiales que habían coloreado el cielo la noche que habían celebrado en la plaza del Ángel. En ese momento se echó hacia atrás, intentando tener mejor vista.
Pero no era ninguna celebración. Cuando los ojos se le adaptaron al brillo, vio que la luz provenía de las torres de los demonios. Cada una como una antorcha ardiendo roja y dorada contra el cielo.
Jace se había quedado blanco.
—Las luces de batalla —dijo—. Tenemos que ir al Gard. —Le cogió la mano y comenzó a tirar de ella escaleras abajo.
—Pero mi madre, Isabelle, Alec… —protestó Clary.
—Todos estarán yendo hacia el Gard. —Habían llegado al final de la escalera. La plaza del Ángel se estaba llenando de gente que abría la puerta de su casa y salía a la calle, todos corriendo hacia el sendero iluminado que subía por la ladera de la colina hasta el Gard, en lo alto—. Eso es lo que significa la señal roja y dorada: «Id al Gard». Eso es lo que esperan que hagamos… —Se apartó para dejar paso a un cazador de sombras que los avanzó corriendo mientras se ataba un protector en el brazo—. ¿Qué está pasando? —le gritó Jace—. ¿A qué viene la alarma?
—¡Ha habido otro ataque! —gritó en respuesta un hombre mayor en un gastado traje de combate.
—¿Otro Instituto? —preguntó Clary. Se hallaba de nuevo en la calle llena de tiendas que recordaba haber visitado antes con Luke; corrían colina arriba, pero no se sentía sin aliento. En silencio, agradeció el entrenamiento de los últimos meses.
El hombre con el protector de brazo se volvió y les respondió:
—Aún no lo sabemos. El ataque está ocurriendo ahora.
Se volvió de nuevo y redobló la velocidad mientras corría por la calle en curva hacia el principio del sendero del Gard. Clary se concentró en no chocar con nadie. Era una riada de gente moviéndose y amontonándose. Corrió cogiendo la mano a Jace, su nueva espada rebotándole en el muslo al avanzar, como para recordarle que estaba allí, y dispuesta a ser usada.
El sendero que daba al Gard era empinado y de tierra. Clary trató de correr con cuidado. Llevaba botas y vaqueros, con la chaqueta de combate cerrada encima, pero no era lo mismo que ir con todo el equipo. Se le había metido una piedrecita en la bota izquierda, y ya se le estaba clavando en el talón cuando llegaron a la verja principal del Gard y redujeron la velocidad.
Las verjas estaban abiertas. En el interior había un patio amplio, cubierto de hierba en verano pero desnudo en ese momento, que rodeaba los muros interiores del Gard. Sobre uno de esos muros se agitaba un enorme cuadrado vacío.
Un Portal. En su interior, Clary creyó captar imágenes de negro y verde, de blanco ardiente, incluso un trozo de cielo manchado de estrellas…
Robert Lightwood estaba ante ellos, cerrándoles el paso; Jace casi se estrelló contra él, y tuvo que soltar la mano de Clary para equilibrarse. El viento que llegaba del Portal era frío y fuerte; atravesaba la tela de la chaqueta de combate de Clary y le alborotaba el cabello.
—¿Qué está pasando? —preguntó Jace, tenso—. ¿Es por el ataque de Londres? Pensaba que lo habían rechazado.
Robert negó con la cabeza, con expresión adusta.
—Parece que Sebastian, al no poder con Londres, ha vuelto su atención hacia otro lado.
—¿Dónde…?
—¡La Ciudadela Infracta está sitiada! —Era la voz de Jia Penhallow, que se alzaba por encima de los gritos de la multitud. Se había puesto delante del Portal; el torbellino de aire que brotaba de su interior hacía que su capa se abriera como las alas de un gran pájaro negro—. ¡Vayamos a socorrer a las Hermanas de Hierro! ¡Todos los cazadores de sombras armados y listos, por favor, presentaos a mí!
El patio estaba lleno de nefilim, pero no había tantos como Clary había pensado al principio. Le habían parecido una marea mientras subían por la colina hacia el Gard, pero en ese momento vio que era un grupo de cuarenta o cincuenta guerreros. Algunos llevaban el traje de combate; otros, ropa de calle. No todos iban armados. Los nefilim de servicio en el Gard iban de un lado para otro en la puerta de la armería, y añadían armas a una pila de espadas, cuchillos serafines, hachas y mazas que se amontonaban delante del Portal.
—Crucemos —dijo Jace a Robert. Con el traje de combate completo y envuelto en su capa gris de Inquisidor, Robert Lightwood le recordó a Clary la escabrosa pared vertical de un acantilado: escarpada e inamovible.
Robert negó con la cabeza.
—No hace falta —dijo—. Sebastian ha tratado de atacar por sorpresa. Solo tiene veinte o treinta guerreros Oscurecidos. Hay suficientes guerreros para ocuparse de él sin que tengamos que enviar a nuestros niños.
—No soy un niño —replicó Jace con furia. Clary se preguntó qué pensaba Robert cuando miraba al chico que había adoptado, si Robert vería el rostro del padre de Jace en el de este, o si todavía buscaba los rastros de Michael Wayland que no encontraría allí. Jace escrutó la expresión de Robert Lightwood, y la sospecha oscureció sus ojos dorados—. ¿Qué estás haciendo? Hay algo que no quieres que yo sepa.
El rostro de Robert se endureció. En ese momento, una mujer rubia en traje de combate pasó junto a Clary, hablando excitadamente a su compañero.
—… nos han dicho que intentemos capturar a los Oscurecidos, traerlos aquí para ver si se pueden curar. Lo que significa que quizá puedan salvar a Jason.
Clary miró a Robert echando chispas por los ojos.
—No vas a hacerlo. No vas a permitir que la gente que tenga parientes transformados vaya al otro lado. No les estarás diciendo que los Oscurecidos pueden salvarse, ¿verdad?
Robert la miró muy serio.
—No sabemos que no se pueda hacer.
—Lo sabemos —replicó Clary enfadada—. ¡No los podemos salvar! ¡Ya no son quienes eran! No son humanos. Pero cuando esos soldados vean los rostros de personas que conocen, vacilarán, querrán que no sea cierto…
—Y acabarán masacrados —concluyó Jace, sombrío—. Robert. Tienes que detener esto.
Robert negaba con la cabeza.
—Es la voluntad de la Clave. Eso es lo que quieren que se haga.
—Entonces ¿para qué enviarlos siquiera? —quiso saber Jace—. ¿Por qué no quedarnos aquí y matar directamente a cincuenta de los nuestros? ¿Ahorrar tiempo?
—No te atrevas a bromear —le espetó Robert.
—No estoy bromeando…
—Y no me digas que cincuenta nefilim no pueden derrotar a veinte Oscurecidos. —Los cazadores de sombras estaban comenzando a cruzar el Portal, dirigidos por Jia. Clary notó un estremecimiento de pánico recorrerle la espada. Jia estaba dejando pasar solo a los que llevaban el traje de combate completo, pero muchos de ellos eran o muy jóvenes o muy viejos, y un gran número de ellos había llegado sin armas y simplemente las cogían antes de cruzar de la pila que habían sacado de la armería.
—Sebastian está esperando exactamente esta respuesta —aseguró Jace, desesperado—. Si ha atacado con veinte guerreros, entonces hay una razón, y tendrá refuerzos…
—¡No puede tener refuerzos! —Robert alzó la voz—. No puedes abrir un Portal a la Ciudadela Infracta a no ser que las Hermanas de Hierro lo permitan. Nos lo están permitiendo a nosotros, pero Sebastian tendrá que ir por tierra. Sebastian no supondrá que estaremos esperándolo en la Ciudadela. Sabe que no lo podemos rastrear; sin duda pensó que solo vigilaríamos los Institutos. Eso es un regalo.
—¡Sebastian no hace regalos! —gritó Jace—. ¡Estáis ciegos!
—¡No estamos ciegos! —rugió Robert—. Quizá tú le tengas miedo, Jace, pero solo es un crío; ¡no es la mente militar más brillante que existe! Luchó contra vosotros en el Burren, y ¡perdió!
Robert se volvió y se dirigió a grandes zancadas hacia Jia. Jace estaba como si hubiera recibido una bofetada. Clary dudaba de que alguien lo hubiera acusado jamás de tener miedo.
Jace se volvió hacia ella. El movimiento de cazadores de sombras hacia el Portal casi había acabado. Jia despedía a la gente que se introducía en él. Jace tocó la espada que le colgaba a Clary de la cadera.
—Voy a cruzar —dijo.
—No te dejarán —le advirtió Clary.
—No hace falta que me dejen. —Bajo las luces rojas y doradas de las torres, el rostro de Jace parecía tallado en mármol. Detrás de él, Clary vio a más cazadores de sombras subiendo por la colina. Iban charlando entre ellos como si fuera una pelea corriente, una situación que podían controlar enviando a unos cincuenta nefilim al lugar del ataque. No habían estado en el Burren. No lo habían visto. No sabían. Clary miró a Jace a los ojos.
Vio las arrugas de tensión en su rostro, que le marcaban aún más los ángulos de los pómulos y la prominencia del mentón.
—La pregunta es —dijo él— si hay alguna posibilidad de que tú aceptes quedarte aquí.
—Ya sabes que no —contestó ella.
Jace inspiró nervioso.
—De acuerdo. Clary, esto puede ser peligroso, muy peligroso…
Clary oía gente murmurando alrededor, voces excitadas que se alzaban en la noche como volutas de aliento, gente comentando que la Cónsul y el Consejo habían estado reunidos para tratar sobre el ataque a Londres cuando Sebastian había aparecido de repente en el mapa rastreador, que solo llevaba allí un momento y con pocos refuerzos, que tenían una auténtica oportunidad de detenerlo, que había fracasado en Londres y volvería a ocurrirle…
—Te amo —dijo ella—. Pero no intentes detenerme.
Jace le cogió la mano.
—Muy bien —dijo—. Entonces corramos juntos hacia el Portal.
—Corramos —asintió ella, y eso hicieron.