5

CIERTA VENGANZA

Maia alzó la mirada cuando la puerta del apartamento de Jordan se abrió de golpe y este entró corriendo, casi patinando sobre el resbaladizo suelo de madera.

—¿Hay algo? —preguntó.

Maia negó con la cabeza. La expresión de Jordan se ensombreció. Después de matar al Oscurecido, Maia había llamado a la manada para que los ayudara. A diferencia de los demonios, los Oscurecidos no se evaporaban al matarlos. Había que deshacerse de ellos. Normalmente, habrían llamado a los cazadores de sombras y a los Hermanos Silenciosos, pero las puertas del Instituto y de la Ciudad de Hueso estaban cerradas. Por lo tanto, Bat y el resto de la manada se habían presentado con una bolsa para cadáveres, mientras Jordan, aún sangrando por la pelea con el Oscurecido, había ido en busca de Simon.

Había tardado horas en volver, y cuando lo hizo, la mirada de sus ojos le había contado a Maia toda la historia. Había encontrado el móvil de Simon, destrozado y abandonado al pie de la escalera de incendios, como un detalle burlón. Aparte de eso, no había ni rastro de él.

Después de eso, ninguno de ellos había dormido. Maia había vuelto a la guarida de la manada con Bat, quien había prometido, aunque un poco a regañadientes, que diría a los lobos que buscaran a Simon, e intentaría (remarcando lo de intentar) contactar con los cazadores de sombras en Alacante. Había líneas abiertas con la capital de los cazadores de sombras, líneas que solo los jefes de manadas o de clanes podían usar.

Maia había regresado al apartamento de Jordan al amanecer, desanimada y agotada. Estaba en la cocina cuando él entró, con una toalla de papel mojada presionada contra la frente. Ella se la apartó mientras Jordan la miraba, y notó el agua caerle por el rostro como lágrimas.

—No —contestó—. No hay noticias.

Jordan se apoyó con gesto cansado en la pared. Solo llevaba una camiseta de manga corta y los versos de los Upanisad, tatuados con tinta negra, destacaban alrededor de los bíceps. Tenía el pelo húmedo de sudor y pegado a la frente, y se veía una marca roja en el cuello donde la correa de su bolsa de armas se le había clavado en la piel. Se lo veía abatido.

—No puedo creerlo —dijo, en lo que Maia supuso que sería la millonésima vez—. Lo he perdido. Era mi responsabilidad, y lo he perdido.

—No es culpa tuya. —Maia sabía que no conseguiría hacer que se sintiera mejor, pero no podía evitar decírselo—. Mira, no puedes hacer huir a todos los vampiros y los malos del área de los tres estados, y el Praetor no debería habértelo pedido. Cuando Simon perdió la Marca, pediste refuerzos, ¿no es cierto? Y no te enviaron a nadie. Has hecho todo lo que has podido.

Jordan se miró las manos y murmuró para sí:

—No ha sido suficiente.

Maia sabía que tenía que acercarse a él, abrazarlo, consolarlo, decirle que no era culpa suya.

Pero no podía. La culpa le pesaba en el pecho como una barra de hierro, las palabras seguían contenidas en la garganta. Ya llevaba así varias semanas.

«Jordan, tengo que decirte algo. Jordan, tengo que hacerlo. Jordan, yo. Jordan…».

El timbre de un teléfono truncó el silencio que había entre ellos. A toda prisa, Jordan metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil; lo abrió y se lo llevó a la oreja.

—¿Diga?

Maia lo observó, tan inclinada hacia adelante que la encimera se le clavó en las costillas. Pero solo oía murmullos, y para cuando Jordan cerró el teléfono y la miró, ya estaba a punto de gritar de impaciencia.

—Era Teal Waxelbaum, el segundo al mando del Praetor —explicó—. Quieren que vaya inmediatamente a la central. Creo que van a ayudarme a buscar a Simon. ¿Vienes conmigo? Si salimos ahora, deberíamos llegar allí a mediodía.

Había un ruego en su voz. No era estúpido, pensó Maia. Sabía que pasaba algo. Lo sabía…

Maia respiró hondo. Las palabras se le apiñaron de nuevo en la garganta: «Jordan, tengo que hablar contigo…», pero se las tragó. En ese momento la prioridad era Simon.

—Claro —contestó—. Claro que voy.

Lo primero que Simon vio fue el papel de la pared, que no era tan terrible. Un poco pasado de moda y levantado en algunos puntos. Un auténtico problema con el moho. Pero, en conjunto, no era lo peor que había visto al abrir los ojos. Parpadeó una o dos veces, fijándose en las gruesas rayas que cortaban el dibujo floreado. Tardó un segundo en darse cuenta de que esas rayas eran, en realidad, barrotes. Estaba en una jaula.

Rápidamente se puso sobre la espalda y luego en pie, sin comprobar lo alta que era la jaula. Su cráneo chocó con los barrotes de arriba, lo que le hizo inclinar la cabeza mientras soltaba una maldición.

Y entonces se vio.

Llevaba una vaporosa camisa blanca. Incluso era más inquietante el hecho de que también parecían haberle puesto unos pantalones de cuero muy ajustados.

Muy ajustados.

Muy de cuero.

Simon se miró fijándose en todo. La amplia caída de la camisa. La larga V por la que mostraba el pecho. Lo ajustado del cuero.

—¿Por qué será —dijo pasado un momento— que siempre que pienso que ya me ha pasado lo peor que puede pasarme, me equivoco?

Como si eso fuera el pie de entrada, la puerta se abrió y un pequeño cuerpecillo entró en la habitación. Una oscura silueta cerró la puerta al instante, con la velocidad del Servicio Secreto.

Se acercó de puntillas a la jaula y colocó el rostro entre dos barrotes.

—Siiimon —susurró.

Maureen.

Normalmente, Simon habría tratado de pedirle que lo sacara de allí, que buscara la llave, que lo ayudara. Pero algo en el aspecto de Maureen le dijo que eso no serviría de nada. En concreto, la corona de huesos que llevaba puesta. Huesos de dedos. Quizá de pies. Y la corona de huesos parecía llevar joyas, aunque quizá solo deslumbraba. Y luego estaba el raído vestido de fiesta de color rosa y gris ancho en las caderas, con un estilo que le recordó a Simon los disfraces de los dramas ambientados en el siglo XVIII. No era una indumentaria que inspirara confianza.

—Hola, Maureen —saludó cauteloso.

Maureen sonrió y apretó aún más el rostro entre los barrotes.

—¿Te gusta tu atuendo? —preguntó ella—. Tengo unos cuantos para ti. Te he conseguido una levita y un kilt, y todo tipo de cosas, pero quería que llevaras esto primero. También te he maquillado yo. He sido yo.

Simon no necesitó un espejo para saber que llevaba los ojos pintados. Lo supo al instante.

—Maureen…

—Te estoy haciendo un collar —continuó ella, interrumpiéndolo—. Quiero que lleves más joyas. Quiero que lleves más pulseras. Quiero que lleves cosas en las muñecas.

—Maureen, ¿dónde estoy?

—Conmigo.

—Vale. ¿Dónde estamos?

—El hotel, el hotel, el hotel…

El hotel Dumort. Al menos tenía algún tipo de sentido.

—De acuerdo —dijo Simon—. ¿Y por qué estoy en una jaula?

Maureen comenzó a canturrear una canción para sí y pasó la mano por los barrotes de la jaula, perdida en su propio mundo.

—Juntos, juntos, juntos… ahora estamos juntos. Tú y yo. Simon y Maureen. Por fin.

—Maureen…

—Esta será tu habitación —dijo ella sin dejarlo hablar—. Y cuando estés listo, podrás salir. Tengo cosas para ti. Tengo una cama. Y otras cosas. Unas sillas. Cosas que te gustarán. ¡Y la banda puede tocar!

Dio vueltas sobre sí misma, y casi perdió el equilibrio bajo el extraño peso del vestido.

Simon pensó que seguramente debería elegir sus próximas palabras con mucho cuidado. Sabía que tenía una voz relajante. Podía ser sensible. Tranquilizante.

—Maureen… sabes… que me gustas…

Maureen dejó de rodar y volvió a agarrar los barrotes.

—Solo necesitas tiempo —repuso ella con una amabilidad aterradora en la voz—. Solo tiempo. Aprenderás. Te enamorarás. Ahora estamos juntos. Y gobernaremos. Tú y yo. Gobernaremos mi reino. Ahora que soy reina.

—¿Reina?

—Reina. Reina Maureen. Reina Maureen de la noche. Reina Maureen de la oscuridad. Reina Maureen. Reina Maureen. Reina Maureen de los muertos.

Cogió una vela que ardía en un candelabro colgado en la pared y bruscamente la introdujo entre los barrotes en dirección a Simon. La inclinó levemente y sonrió mientras la cera blanca caía en forma de lágrimas sobre los podridos restos de la alfombra escarlata del suelo. Se mordió el labio inferior en un gesto de concentración mientras giraba la muñeca con cuidado para que las gotas cayeran juntas.

—¿Eres… reina? —preguntó Simon con un hilillo de voz.

Sabía que Maureen era la jefa del clan de vampiros de Nueva York. Ella había matado a Camille y ocupado su lugar. Pero a los jefes de clan no se los llama reyes ni reinas. Vestían normal, como lo hacía Raphael, no disfrazados. Eran personajes importantes en la comunidad de los Hijos de la Noche.

Pero Maureen, claro, era diferente. Maureen era una niña, una niña no muerta. Simon recordaba sus calentadores de arco iris, su vocecita suave, sus grandes ojos. Era una niña con toda la inocencia de una niña cuando Simon la había mordido, cuando Camille y Lilith la habían cogido y la habían transformado, inyectándole una maldad en las venas que había acabado con toda su inocencia y la había corrompido hasta la locura.

Simon sabía que era culpa suya. Si Maureen no lo hubiera conocido, no lo hubiera seguido a todas partes, nada de eso le habría pasado.

Maureen asintió y sonrió, concentrada en el montoncito de cera, que ya parecía un pequeño volcán.

—Tengo que… hacer cosas —dijo de repente, y dejó caer la vela, aún ardiendo. Esta se apagó al chocar contra el suelo mientras Maureen corría hacia la puerta. La misma silueta oscura la abrió en cuanto ella se acercó. Y Simon volvió a quedarse solo, con el humeante resto de la vela, sus nuevos pantalones de cuero y el horrible peso de la culpa.

Maia había permanecido en silencio todo el camino hasta el Praetor, mientras el sol se alzaba en el cielo y el paisaje había cambiado los apiñados edificios de Manhattan por el denso tráfico de la Long Island Expressway hasta los pintorescos pueblecitos y granjas de North Fork. Ya estaban aproximándose al Praetor, y se veían las aguas azules del Sound a la izquierda, ondeando bajo el fresco viento de la mañana. Maia se imaginó lanzándose a ellas, y se estremeció al pensar en el frío.

—¿Estás bien? —Jordan tampoco había hablado mucho. Hacía frío en la camioneta y llevaba mitones de cuero para conducir, aunque no le cubrían los nudillos, blancos por la fuerza de aferrar el volante. Maia notaba la ansiedad que manaba de él como olas.

—Estoy bien —contestó ella. No era cierto. Estaba preocupada por Simon, y aún luchaba con las palabras que no podía decir y se le atascaban en la garganta. Ese no era un buen momento para ello, no mientras Simon estuviera desaparecido, y sin embargo, cada instante que pasaba sin decirlas le parecía como una mentira.

Entraron en el largo camino que llevaba hacia el Sound. Jordan carraspeó.

—Sabes que te amo, ¿verdad?

—Lo sé —asintió Maia en voz baja, y contuvo el impulso de decirle «gracias». No tenías que dar las gracias cuando alguien decía que te amaba. Se suponía que debías decir lo que Jordan estaba esperando oír…

Maia miró por la ventana y se sorprendió, lo que la sacó de su ensueño.

—Jordan, ¿está nevando?

—No lo creo. —Sin embargo unos densos copos blancos pasaban ante las ventanillas de la camioneta y se apilaban en el parabrisas.

Jordan detuvo el vehículo y bajó una de las ventanillas. Abrió la mano para coger un copo. Volvió a meter la mano en el interior de la camioneta y su expresión se ensombreció.

—No es nieve —dijo—. Es ceniza.

A Maia le dio un vuelco el corazón mientras él arrancaba de nuevo y tomaba la curva del camino. Ante ellos, donde la central del Praetor Lupus debía alzarse, dorada contra el cielo gris del mediodía, se veía una mancha de humo negro. Jordan soltó un taco y giró el volante hacia la izquierda; la camioneta se metió en una zanja y se caló. Jordan abrió la puerta de una patada y saltó afuera; Maia lo siguió un segundo más tarde.

El cuartel general del Praetor Lupus se había asentado sobre un enorme prado que descendía hacia el Sound. El edificio central estaba construido en piedra dorada, una mansión de estilo romántico rodeada de pórticos en arco. O lo había estado. En ese momento era un amasijo de madera y piedra humeante, requemada como huesos en un crematorio. Polvo blanco de ceniza flotaba como una densa nube sobre los jardines, y Maia se cubrió el rostro con una mano para protegerse del espeso aire que la ahogaba.

El cabello castaño de Jordan estaba cubierto de ceniza. Miraba alrededor con una expresión de sorpresa y desconcierto.

—No sé…

Algo llamó la atención de Maia, un leve movimiento entre el humo. Agarró a Jordan por la manga.

—Mira… hay alguien allí…

Jordan salió corriendo, bordeando la humeante ruina que había sido el edificio del Praetor. Maia lo siguió, aunque no pudo evitar quedarse atrás, horrorizada, contemplando los calcinados restos de la estructura que se alzaba del suelo: paredes que sujetaban un techo ya inexistente, vidrios de ventanas que habían estallado o se habían derretido, aquí y allá pequeños montones blancos de lo que podrían haber sido ladrillos o huesos…

Jordan se detuvo hasta que Maia lo alcanzó. La ceniza se le pegaba a los zapatos, se le metía entre los cordones. Jordan y ella se hallaban en la que había sido la entrada principal de los edificios calcinados. Veía el agua no muy lejos. El fuego no se había propagado, aunque había hojas quemadas y ceniza en suspensión, y entre los setos recortados se veían cadáveres.

Licántropos de todas las edades, pero sobre todo jóvenes, yacían tirados por los bien cuidados senderos, y sus cuerpos se iban cubriendo lentamente de ceniza, como si se los estuviera tragando una tormenta de nieve.

Los licántropos tenían el instinto de rodearse de otros de su especie, de vivir en manadas, de sacar fuerzas los unos de los otros. Tantos licántropos muertos eran un dolor desgarrador, una sensación de pérdida irreparable. Maia recordó las palabras de Kipling escritas en las paredes del Praetor: «Porque la fuerza de la manada es el lobo, y la fuerza del lobo es la manada».

Jordan miraba a su alrededor; los labios se le movían mientras murmuraba los nombres de los muertos: Andrea, Teal, Amon, Kurosh, Mara. En la orilla, Maia vio algo que se movía: un cuerpo medio sumergido. Echó a correr con Jordan tras ella. Patinó sobre la ceniza, donde la hierba daba paso a la arena, y se dejó caer junto al cadáver.

Era el Praetor Scott; el cadáver flotaba boca abajo, el cabello gris empapado, el agua a su alrededor de color rosa. Maia se inclinó para darle la vuelta y casi vomitó. Tenía los ojos abiertos, mirando hacia el cielo, y un gran corte en el cuello.

—Maia. —Ella notó una mano en la espalda; la de Jordan—. No…

La frase se cortó con un grito ahogado, y Maia se volvió en redondo; la sensación de horror fue tan intensa que casi la cegó. Jordan estaba tras ella, con una mano estirada y una expresión de absoluta sorpresa en el rostro.

Del centro del pecho le salía la hoja de una espada, el metal estampado con estrellas negras. Era una visión totalmente grotesca, como si alguien le hubiera pegado la espada allí, o como si fuera algún tipo de accesorio teatral.

La sangre comenzó a extenderse en círculo alrededor de la hoja, manchando la pechera de la chaqueta. Jordan profirió otro borboteante quejido y se le doblaron las rodillas mientras la espada retrocedía y salía de su cuerpo. Cayó al suelo y dejó ver lo que había tras de sí.

Un chico con una enorme espada negra y plata miraba a Maia por encima del cuerpo arrodillado de Jordan. La empuñadura estaba manchada de sangre; lo cierto era que todo él estaba manchado de sangre, desde el cabello claro hasta las botas, con manchas que parecía haber recibido al estar ante un ventilador que diseminara pintura escarlata. Sonreía de oreja a oreja.

—Maia Roberts y Jordan Kyle —dijo el chico—. He oído mucho sobre vosotros.

Maia se puso de rodillas justo cuando Jordan se desplomaba de lado. Lo sujetó y se lo apoyó en el regazo. Se sentía como entumecida de horror, como si estuviera tumbada en el helado fondo del Sound. Jordan se estremecía en sus brazos, y ella lo abrazó; le salía sangre por la comisura de la boca.

Maia miró al chico que estaba ante ella. Durante un momento le pareció que había salido de una de sus pesadillas sobre su hermano Daniel. El chico era guapo, como Daniel, aunque no podían ser más diferentes. La piel de Daniel había sido del mismo tono marrón que la de ella, mientras que ese chico parecía tallado en hielo. Piel blanca, pómulos pálidos y marcados, cabello del color de la sal caído sobre la frente. Tenía los ojos negros, ojos de tiburón, inexpresivos y fríos.

—Sebastian —dijo Maia—. Eres el hijo de Valentine.

—Maia —susurró Jordan. Ella tenía las manos sobre su pecho y se le habían empapado de sangre, igual que la camisa y la arena bajo ellos, los granos apelmazados por un pegajoso fluido escarlata—. No te quedes… Huye…

—Shh. —Lo besó en la mejilla—. Te pondrás bien.

—No, no es cierto —dijo Sebastian con tono aburrido—. Va a morir.

Maia alzó la cabeza de golpe.

—Cierra la boca —siseó—. Cállate… cosa…

Él hizo un rápido gesto de muñeca y Maia, que nunca había visto a nadie moverse tan rápido, excepto quizá a Jace, notó la punta de la espada en el cuello.

—Silencio, subterránea —ordenó Sebastian—. Mira cuántos yacen muertos alrededor. ¿Crees que vacilaría en matar a uno más?

Maia tragó saliva, pero no se movió.

—¿Por qué? Pensaba que tu guerra era con los cazadores de sombras…

—Es una historia muy larga —contestó él—. Digamos que el Instituto de Londres está tan protegido que es una mierda, y el Praetor ha pagado el precio. Iba a matar a alguien hoy. Cuando me he levantado esta mañana no estaba seguro de a quién. Me encantan las mañanas. Tan cargadas de posibilidades.

—El Praetor no tiene nada que ver con el Instituto de Londres…

—Oh, en eso te equivocas. Es una buena historia. Pero carece de importancia. Tienes razón al decir que mi guerra es con los nefilim, lo que significa que también estoy en guerra con sus aliados. Esto —movió la mano libre para abarcar las ruinas que tenía a la espalda— es mi mensaje. Y tú lo entregarás por mí.

Maia comenzó a negar con la cabeza, pero notó que algo le agarraba la mano; eran los dedos de Jordan. Lo miró. Estaba pálido como un hueso, y le buscaba los ojos con la mirada. «Por favor —parecía decir—. Haz lo que te dice».

—¿Qué mensaje? —susurró Maia.

—Que deben recordar su Shakespeare —contestó él—. «Nunca más pararé, ni estaré quieto, hasta que la muerte me haya cerrado los ojos o la fortuna me conceda cierta venganza». —Las pestañas le rozaron la ensangrentada mejilla al guiñarle un ojo—. Díselo a todos los subterráneos: voy en busca de venganza y la tendré. Trataré de este mismo modo a todos los que se alíen con los cazadores de sombras. No tengo ningún problema con los de tu especie, a no ser que sigáis a los nefilim en la batalla, en cuyo caso seréis alimento para mi espada y las espadas de mi ejército hasta que el último de vosotros sea arrancado de la faz de la Tierra. —Bajó la punta de la espada, como si fuera a hacerle un corte en el cuerpo. Aún seguía sonriendo cuando apartó la hoja—. ¿Crees que podrás recordarlo, chica lobo?

—Yo…

—Claro que puedes —afirmó Sebastian, y miró el cuerpo de Jordan, que se había quedado inmóvil en brazos de Maia—. Por cierto, tu novio ha muerto —añadió. Metió la espada en la vaina que le colgaba de la cintura y se alejó. Sus botas levantaban nubecillas de humo al caminar.

Magnus no había estado en el Hunter’s Moon desde que este había sido un bar clandestino durante los años de la Prohibición, un lugar al que los mundanos acudían para beber hasta perder el sentido. En algún momento de los años cuarenta, los dueños habían pasado a ser subterráneos, y desde entonces se especializaban en esa clientela, sobre todo en licántropos. Había sido agobiante entonces y era agobiante ahora, con el suelo cubierto de una capa de pegajoso serrín. Había una barra de madera con el sobre marcado por décadas de anillos dejados por vasos húmedos y profundos arañazos de garras. Sneaky Pete, el camarero, estaba sirviéndole una Coca-Cola a Bat Velasquez, el jefe temporal de la manada de Luke en Manhattan. Magnus lo miró entrecerrando los ojos, pensativo.

—¿Le estás echando el ojo al nuevo jefe de la manada? —preguntó Catarina, que estaba apretujada en un sombrío compartimento con Magnus, sus largos dedos azules sujetando un té helado Long Island—. Pensaba que después de Woolsey Scott no querías más licántropos.

—No le estoy echando el ojo —replicó Magnus dándose importancia. Bat no era feo, si se iba por los de mentón cuadrado y anchos hombros, pero Magnus estaba perdido en sus pensamientos—. Tenía la cabeza en otras cosas.

—Sea lo que sea, ¡no lo hagas! —le advirtió Catarina—. Es una mala idea.

—¿Y por qué dices eso?

—Porque es el único tipo de ideas que tienes —contestó ella—. Hace mucho que te conozco, y estoy totalmente segura de eso. Si estás pensando en volver a ser pirata, es una mala idea.

—No repito mis errores —replicó Magnus, ofendido.

—Tienes razón. Los cometes nuevos y peores —insistió Catarina—. No lo hagas, sea lo que sea. No dirijas una revuelta de los licántropos, no hagas nada que pudiera contribuir accidentalmente al apocalipsis y no inicies tu propia línea de cremas corporales y trates de vendérsela a Sephora.

—Esa última idea tiene mucho mérito —remarcó Magnus—. Pero no estoy pensando en cambiar de profesión. Estaba pensando en…

—¿Alec Lightwood? —Catarina sonrió irónica—. Nunca he visto que te colgaras de nadie como de ese chico.

—No me conoces desde siempre —masculló Magnus, aunque sin mucha convicción.

—Por favor. Hiciste que me ocupara yo del Portal en el Instituto para no tener que verlo, y luego te presentaste solo para decirle adiós. No lo niegues; te vi.

—No iba a negarlo. Me presenté para decirle adiós, y fue un error. No debería haberlo hecho. —Magnus se echó al coleto un trago.

—Oh, por el amor de los dioses —exclamó Catarina—. ¿De qué va esto realmente, Magnus? Nunca te he visto tan feliz como cuando estabas con Alec. Por lo general, cuando estás enamorado eres de lo más desgraciado. Mira a Camille. Yo la odiaba. Ragnor la odiaba…

Magnus apoyó la cabeza en la mesa.

—Todo el mundo la odiaba —continuó Catarina sin piedad—. Era mala y egoísta. Y así que tu pobre y dulce novio se dejó llevar por sus engaños. Bueno, eso no es motivo para acabar con una relación que funciona bien, ¿no? Es como enfrentar un conejito a una pitón y luego cabrearse porque el conejito pierde.

—Alec no es ningún conejito. Es un cazador de sombras.

—Y tú nunca antes había salido con un cazador de sombras. ¿Es eso?

Magnus levantó la cabeza de la mesa, lo que fue un alivio, porque olía a cerveza.

—En cierto sentido —respondió—, el mundo está cambiando. ¿No lo notas, Catarina?

Ella lo miró por encima del borde de su vaso.

—No puedo decir que no.

—Los nefilim han aguantado durante mil años —prosiguió Magnus—. Pero algo está llegando, un gran cambio. Siempre los hemos aceptado como algo permanente en nuestra existencia, pero hay brujos tan viejos que recuerdan un tiempo en que los nefilim no habitaban la Tierra. Podrían desaparecer tan deprisa como aparecieron.

—Pero no creerás de verdad…

—Lo he soñado —repuso Magnus—. Y ya sabes que a veces tengo sueños que se convierten en realidad.

—Por tu padre. —Catarina dejó el vaso sobre la mesa. Su expresión era intensa, el humor había quedado a un lado—. Puede ser que solo esté tratando de asustarte.

Catarina era una de las pocas personas que sabía quién era realmente el padre de Magnus; Ragnor Fell había sido otra. No era algo que a Magnus le gustara contar. Una cosa era tener a un demonio por padre; otra muy diferente que tu padre poseyera una parte importante de los terrenos del Infierno.

—¿Con qué intención? —Magnus se encogió de hombros—. No soy el centro del tornado que se avecina, sea cual sea.

—Pero tienes miedo de que Alec sí —aventuró Catarina—. Y quieres alejarlo de ti antes de perderlo.

—Has dicho que no haga nada que pueda contribuir accidentalmente al apocalipsis —le recordó Magnus—. Ya sé que bromeabas, pero no es tan divertido cuando no puedo quitarme de encima la sensación de que el apocalipsis se acerca de algún modo. Valentine Morgenstern casi acabó con los cazadores de sombras, y su hijo es el doble de listo y seis veces más malo. Y no vendrá solo. Tiene ayuda, de demonios más poderosos que mi padre, de otros…

—¿Cómo lo sabes? —La voz de Catarina sonó dura.

—Lo he investigado.

—Pensaba que ya no ibas a ayudar más a los cazadores de sombras —dijo, y luego alzó la mano antes de que él pudiera decir algo—. No importa. Te he oído decir cosas así las veces suficientes como para saber que nunca lo dices de corazón.

—Ahí está el problema —puntualizó Magnus—. Lo he investigado, pero no he encontrado nada. Sean quienes sean los aliados de Sebastian, no han dejado ninguna pista de su alianza. Sigo sintiendo como si estuviera a punto de descubrir algo, y luego me encuentro dando palos al aire. No creo que pueda ayudarlos, Catarina. No sé si alguien puede.

Magnus apartó la mirada para no ver la repentina expresión de pena de Catarina, y la dirigió hacia la barra. Bat estaba apoyado en ella, jugando con su móvil; la luz de la pantalla le proyectaba sombras en el rostro. Sombras que Magnus veía en todos los rostros mortales; todo humano, todo cazador de sombras, toda criatura condenada a morir.

—Los mortales mueren —dijo Catarina—. Siempre lo has sabido, y sin embargo, ya los has amado antes.

—No —replicó Magnus—, no de ese modo.

Catarina cogió aire, sorprendida.

—Oh —exclamó—. Oh… —Agarró el vaso—. Magnus —dijo con ternura—, eres de lo más estúpido.

Él la miró entrecerrando los párpados.

—¿Lo soy?

—Si eso es lo que sientes, deberías estar con él —le aconsejó ella—. Piensa en Tessa. ¿No aprendiste nada de ella? ¿Qué amores merecen el dolor de perderlos?

—Está en Alacante.

—¿Y? —replicó Catarina—. Se supone que eres el representante de los brujos en el Consejo, pero me has cargado a mí con esa responsabilidad. Yo te la devuelvo. Ve a Alacante. Además, me parece que tienes más que decir al Consejo de lo que yo podría decirles. —Metió la mano en el bolsillo de la bata de enfermera que llevaba; había ido al bar directamente desde su trabajo en el hospital—. Oh, y toma esto.

Magnus cogió el arrugado papel que le tendía.

—¿Una invitación a cenar? —preguntó sorprendido.

—Meliorn, de los seres mágicos, desea que todos los subterráneos del Consejo se reúnan para cenar la noche antes del Gran Consejo —explicó Catarina—. Una especie de gesto de paz y buena voluntad, o quizá quiere fastidiar a todos con adivinanzas. De una forma u otra será interesante.

—Comida de hadas —dijo Magnus con pesar—. Odio la comida de las hadas. Quiero decir, incluso la que no te hace quedarte bailando durante un siglo entero. Todas esas verduras y esos escarabajos crudos…

Se calló de golpe. Al otro lado de la sala, Bat hablaba por el móvil. Con la otra mano se aferraba a la barra.

—Pasa algo malo —anunció Magnus—. Algo relacionado con la manada.

Catarina dejó el vaso sobre la mesa. Conocía muy bien a Magnus y sabía cuándo era probable que tuviera razón. Miró también a Bat, que había cerrado el móvil de golpe. Se había quedado tan blanco que la cicatriz de la mejilla destacaba en su rostro. Se inclinó para decirle algo a Sneaky Pete al otro lado de la barra, luego se llevó dos dedos a la boca y silbó.

Sonó como el silbato de una locomotora de vapor, y se elevó por encima de los murmullos del bar. En un momento, todos los licántropos estaban en pie acercándose a Bat. Magnus también se levantó, aunque Catarina lo agarró de la manga…

—No…

—No me pasará nada. —Se soltó y se abrió paso entre la gente en dirección a Bat. El resto de la manada se hallaba formando un semicírculo ante él. Se tensaron, desconfiados, al ver a un brujo entre ellos tratando de acercarse a su jefe. Una mujer loba rubia se puso delante de Magnus para cerrarle el paso, pero Bat alzó la mano.

—No pasa nada, Amabel —dijo. Su voz no era amistosa, pero sí correcta—. Magnus Bane, ¿me equivoco? ¿Brujo supremo de Brooklyn? Maia Roberts dice que puedo confiar en ti.

—Puedes.

—Bien, pero la manada tiene asuntos urgentes. ¿Qué quieres?

—Has recibido una llamada. —Magnus hizo un gesto hacia el móvil de Bat—. ¿Era Luke? ¿Ha pasado algo en Alacante?

Bat negó con la cabeza. Su expresión resultaba inescrutable.

—Entonces ¿otro ataque a un Instituto? —preguntó Magnus.

Estaba acostumbrado a ser el que tenía las respuestas, y odiaba no saber algo. Y aunque el Instituto de Nueva York estuviera vacío, no quería decir que otros Institutos estuvieran desprotegidos, que no pudiera haber habido una batalla, una en la que Alec podría haber decidido involucrarse…

—No en un Instituto —contestó Bat—. Me ha llamado Maia. El cuartel general del Praetor Lupus ha ardido hasta los cimientos. Al menos hay cien licántropos muertos, incluido Praetor Scott y Jordan Kyle. Sebastian Morgenstern nos ha metido en su lucha.