MÁS OSCURO QUE EL ORO
Cuando Clary llamó a la puerta de la casa del Inquisidor, fue Robert Lightwood quien le abrió.
Por un instante se quedó parada, sin saber muy bien qué decir. Nunca había mantenido una conversación con el padre adoptivo de Jace, casi no lo conocía. Siempre había sido una sombra al fondo, por lo general detrás de Maryse, con una mano sobre la silla de esta. Era un hombre alto y corpulento, de cabello oscuro y una barba pulcramente recortada. No podía imaginárselo siendo amigo de su padre, aunque sabía que había pertenecido al Círculo de Valentine. Tenía demasiadas arrugas y un rictus excesivamente severo para poder imaginárselo de joven.
Cuando la miró, Clary vio que tenía los ojos de un azul muy oscuro, tan oscuro que ella siempre había creído que eran negros. La expresión del señor Lightwood no cambió; Clary notó la desaprobación que emanaba de él. Sospechó que Jia no era la única que se había enfadado con ella por haber salido corriendo de la reunión del Consejo detrás de Emma.
—Si buscas a mis hijos, están arriba —fue todo lo que Robert Ligthwood dijo—. Último piso.
Clary pasó junto a él y entró en el enorme vestíbulo. La casa, la que se asignaba oficialmente al Inquisidor y a su familia, era espléndida, con techos altos y muebles pesados y caros. Era un espacio lo bastante grande como para tener arcos interiores, una gigantesca escalera y una araña de luces que relucía con luz mágica colgando del techo. Clary se preguntó dónde estaría Maryse, y si a ella le gustaría la casa.
—Gracias —contestó Clary.
Robert Lightwood se encogió de hombros y desapareció entre las sombras sin decir nada más. Clary subió los escalones de dos en dos, y pasó varios descansillos antes de llegar al último piso, que estaba después de una escalera de desván muy empinada que daba a un pasillo. Una puerta se abría al final de este, y Clary oyó voces al otro lado.
Entró dentro después de llamar. Las paredes del desván estaban pintadas de blanco, y había un enorme armario en un rincón con las puertas abiertas; la ropa de Alec, práctica y un poco gastada, colgaba en un lado, y la de Jace, en negros y grises impecables, en el otro. Sus trajes de combate estaban doblados cuidadosamente en el fondo.
Clary casi sonrió; no estaba muy segura de por qué. Que Alec y Jace compartieran habitación le resultaba, en cierto modo, enternecedor. Se preguntó si se quedaban despiertos por la noche hablando, como Simon y ella siempre habían hecho.
Alec e Isabelle estaban sentados en el alféizar de la ventana. Detrás de ellos, Clary alcanzó a ver los colores de la puesta de sol reflejados en las aguas del canal que corría por abajo. Jace estaba tirado en una de las camas individuales, con las botas plantadas, de un modo bastante desafiante, sobre la colcha de terciopelo.
—Creo que querían decir que no pueden quedarse esperando sentados a que Sebastian ataque más Institutos —estaba diciendo Alec—. Eso sería esconderse. Los cazadores de sombras no se esconden.
Jace se frotó la mejilla en el hombro; parecía cansado, el pálido cabello alborotado.
—Parece como si nos escondiéramos —asintió—. Sebastian está por ahí fuera y nosotros aquí dentro. Con salvaguardas dobles. Todos los Institutos vacíos. Nadie para proteger el mundo de los demonios. ¿Quién vigilará a los vigilantes?
Alec suspiró y se pasó una mano por la cara.
—Con suerte, no nos quedaremos mucho tiempo.
—Es difícil imaginar lo que podría pasar —intervino Isabelle—. Un mundo sin cazadores de sombras. Demonios por todas partes. Subterráneos atacándose unos a otros.
—Si yo fuera Sebastian… —comenzó Jace.
—Pero no lo eres. No eres Sebastian —lo cortó Clary.
Todos la miraron. Alec y Jace no se parecían en absoluto, pensó Clary, pero de vez en cuando había una semejanza en la forma de mirar o en los gestos que le recordaba que habían crecido juntos. Ambos parecían curiosos, un poco preocupados. Isabelle se veía más cansada e inquieta.
—¿Estás bien? —preguntó Jace a modo de saludo mientras le sonreía de medio lado—. ¿Cómo está Emma?
—Hecha polvo —contestó Clary—. ¿Qué pasó después de que me marchara de la reunión?
—El interrogatorio casi había acabado —respondió Jace—. Es evidente que Sebastian está detrás de los ataques, y que tiene una fuerza considerable de guerreros Oscurecidos apoyándolo. Nadie sabe exactamente cuántos, pero debemos suponer que todos los que faltan han sido transformados.
—Aun así, seguimos siendo muchísimos más —añadió Alec—. Él cuenta con sus fuerzas originales y los seis Cónclaves que ha transformado; nosotros tenemos a todos los demás.
Había algo en los ojos de Jace que los volvía más oscuros que el oro.
—Sebastian lo sabe —murmuró—. Sabe cuáles son sus fuerzas, hasta el último hombre. Sabe exactamente a qué puede enfrentarse y a qué no.
—Tenemos a los subterráneos de nuestra parte —informó Alec—. Esa es la razón de la reunión de mañana, ¿no es así? Hablar con los representantes, reforzar nuestras alianzas. Ahora que sabemos lo que Sebastian está haciendo, podemos idear una estrategia, atacarlo con los Hijos de la Noche, las cortes, los brujos…
Los ojos de Clary y Jace se encontraron en una silenciosa comunicación.
«Ahora que sabemos lo que Sebastian está haciendo, hará alguna otra cosa. Algo que aún no nos esperamos».
—Y luego todo el mundo habló sobre Jace —añadió Isabelle—. Como de costumbre.
—¿De Jace? —Clary se apoyó en los pies de la cama de su amigo—. ¿Qué dijeron sobre él?
—Ha habido mucha controversia sobre si Sebastian es básicamente invulnerable y si existen maneras de herirlo y matarlo. Gloriosa podría haberlo hecho, por lo del fuego celestial, pero en este momento la única fuente de fuego celestial es…
—Jace —concluyó Clary tristemente—. Pero los Hermanos Silenciosos lo han probado todo para separar a Jace del fuego celestial y no consiguen hacerlo. Lo tiene metido en el alma. Y ¿ese es su plan? ¿Darle duro a Sebastian en la cabeza con Jace hasta que pierda el conocimiento?
—El hermano Zachariah ha dicho más o menos lo mismo —comentó Jace—. Quizá con un poco menos de sarcasmo.
—Sea como sea, acabaron hablando de maneras de capturar a Sebastian sin matarlo; si no puedes destruir a todos los Oscurecidos, pero puedes atraparlo a él en algún sitio y de algún modo, quizá no importe tanto que no se lo pueda matar —explicó Alec.
—Meterlo en un ataúd de adamas y tirarlo al mar —apuntó Isabelle—. Yo sugiero eso.
—Bueno, pues cuando acabaron de hablar de mí, lo que fue la mejor parte, claro —continuó Jace—, volvieron a hablar de cómo curar a los Oscurecidos. Están pagando una fortuna al Laberinto Espiral para que traten de averiguar qué hechizo empleó Sebastian para crear la Copa Infernal y llevar a cabo el ritual.
—Tienen que dejar de obsesionarse con curar a los Oscurecidos y empezar a pensar en cómo vencerlos —soltó Isabelle con voz dura.
—Muchos conocen a gente que ha sido transformada, Isabelle —remarcó Alec—. Claro que los quieren recuperar.
—Bueno, y yo quiero recuperar a mi hermanito —replicó Isabelle, alzando la voz—. ¿No comprenden lo que ha hecho Sebastian? Los ha matado. Ha matado lo que tenían de humano y ha dejado a demonios caminando en unos trajes de carne que se parecen a la gente que conocían, eso es todo…
—Baja la voz —dijo Alec adoptando un tono de hermano mayor—. Sabes que mamá y papá están en casa, ¿no? Acabarán por subir.
—Oh, están aquí —repuso Isabelle—. Tan lejos el uno del otro, en cuanto a dormitorios, como puedan estarlo, pero están aquí.
—No es asunto nuestro dónde duermen, Isabelle.
—Son nuestros padres.
—Pero tienen su propia vida —replicó Alec—. Y tenemos que respetarlo y no inmiscuirnos. —Se le oscureció la expresión—. Hay mucha gente que se separa después de que se les muera un hijo.
Isabelle soltó un gritito ahogado.
—¿Isabelle? —Alec pareció darse cuenta de que había ido demasiado lejos. La mención de Max parecía ser más devastadora para Isabelle que para cualquiera de los otros Lightwood, incluyendo Maryse.
Isabelle salió corriendo de la habitación con un portazo.
Alec se pasó los dedos por el cabello, que le quedó de punta como las plumas de un pato.
—Maldita sea —exclamó, y luego se sonrojó. Alec casi nunca soltaba exabruptos, y cuando lo hacía, normalmente era en un susurro. Dirigió a Jace una mirada casi de disculpa y fue tras su hermana.
Jace suspiró, bajó las largas piernas de la cama y se puso en pie. Se estiró como un gato y le crujieron los hombros.
—Supongo que esta es mi excusa para acompañarte a casa.
—Puedo ir sola…
Jace negó con la cabeza y cogió su chaqueta del cabezal de la cama. Había algo impaciente en sus movimientos, algo vigilante y sigiloso que hizo que a Clary le cosquilleara la piel.
—Quiero salir de aquí. Vamos.
—Ha pasado una hora. Como mínimo una hora. Lo juro —protestó Maia. Estaba tumbada en el sofá del apartamento de Jordan y Simon, con los pies descalzos sobre el regazo de Jordan.
—No deberías haber pedido comida tailandesa —comentó Simon sin prestar mucha atención. Estaba sentado en el suelo, revisando el mando de la Xbox. Hacía un par de días que no funcionaba. Había un grueso leño en la chimenea. Como todo lo demás en el apartamento, la chimenea no estaba muy limpia, y la mitad de las veces que la usaban, la sala se llenaba de humo. Jordan siempre se quejaba del frío, de las grietas en las ventanas y las paredes, y de la falta de interés del dueño por arreglar nada—. Nunca llegan a la hora.
Jordan sonrió maliciosamente.
—¿Y a ti qué te importa? No comes.
—Ahora puedo beber —le recordó Simon. Era cierto. Había acostumbrado a su estómago a aceptar la mayoría de los líquidos: leche, café, té, pero los alimentos sólidos aún le producían arcadas. Dudaba que las bebidas le aportaran algo nutritivo, solo la sangre parecía hacerlo, pero ser capaz de consumir algo en público que no hiciera gritar al personal lo hacía sentirse más humano. Con un suspiro, dejó caer el mando—. Creo que este trasto está roto. De forma permanente. Lo que es estupendo, porque no tengo dinero para comprar otro.
Jordan lo miró con curiosidad. Simon se había llevado todos sus ahorros al mudarse allí, pero no era mucho. Por suerte, también tenía muy pocos gastos. El apartamento era un préstamo del Praetor Lupus, que también proveía la sangre para Simon.
—Yo tengo dinero —dijo Jordan—. No pasa nada.
—Es tu dinero, no el mío. Y no vas a estar vigilándome eternamente —repuso Simon con los ojos clavados en las llamas azules de la chimenea—. Y luego ¿qué? No habría tardado en solicitar plaza en la universidad si… no hubiera pasado todo. Facultad de Música. Podría aprender, conseguir un trabajo. Nadie va a contratarme ahora. Parece que tenga dieciséis años; siempre lo pareceré.
—Hum —soltó Maia—. Supongo que los vampiros no trabajan, ¿verdad? Quiero decir, algunos licántropos sí; Bat es DJ, y Luke es dueño de una librería. Pero los vampiros se reúnen en clanes. No hay científicos vampiros.
—O músicos vampiros —añadió Simon—. Tengo que aceptarlo. Mi carrera ahora es de vampiro profesional.
—Lo cierto es que me sorprende bastante que los vampiros no estén corriendo por las calles comiéndose a los turistas, con Maureen como jefa —comentó Maia—. Es bastante sanguinaria.
Simon hizo una mueca.
—Supongo que algunos de los del clan tratan de controlarla. Raphael, probablemente. Lily también; es uno de los vampiros más inteligentes del clan. Lo sabe todo. Raphael y ella siempre han sido como uña y carne. Pero yo no tengo exactamente amigos vampiros. Teniendo en cuenta que soy un objetivo, a veces me sorprende contar con algún amigo.
Oyó la amargura en su propia voz y miró las fotos que Jordan había pegado en la pared; fotos de él con sus amigos, en la playa, con Maia. Simon había pensado en poner sus propias fotos. Aunque no se había llevado ninguna de su casa, Clary tenía algunas. Podía pedírselas y de ese modo hacer más suyo el apartamento. Pero aunque le gustaba vivir con Jordan y estaba cómodo allí, no era su hogar. No lo sentía como algo permanente, como si fuera el lugar donde iba a hacer su vida.
—Ni siquiera tengo una cama —dijo en voz alta.
Maia volvió la cabeza hacia él.
—Simon, ¿de qué va esto? ¿Es porque Isabelle se ha ido?
Simon se encogió de hombros.
—No lo sé. Quiero decir, sí, echo de menos a Izzy, pero… Clary dice que tenemos que DLR.
—Oh, definir la relación —tradujo Maia ante la mirada de confusión de Jordan—. Ya sabes, cuando decides si realmente sois novio y novia. Y creo que deberíais hacerlo, por cierto.
—¿Por qué todo el mundo conoce ese acrónimo excepto yo? —se preguntó Simon en voz alta—. ¿Quiere Isabelle ser mi novia?
—No puedo decírtelo —contestó Maia—. Reglas entre chicas. Pregúntaselo.
—Está en Idris.
—Pregúntaselo cuando vuelva —insistió ella. Simon se quedó en silencio y Maia añadió, esta vez en tono más amable—: Volverá, y Clary también. Solo es una reunión.
—No sé. Los Institutos no están seguros.
—Ni tú tampoco —repuso Jordan—. Por eso me tienes a mí.
Maia miró a Jordan. Había algo raro en esa mirada, algo que Simon no llegaba a identificar. Desde hacía algún tiempo, pasaba algo entre Maia y Jordan, cierta distancia por parte de Maia, una pregunta en sus ojos cuando miraba a su novio. Simon había estado esperando a que Jordan le dijera algo, pero este no lo había hecho. Simon se preguntaba si él había notado la actitud de Maia, ya que era evidente, o si se obstinaba en no verla.
—¿Seguirías siendo un diurno —le preguntó Maia, y centró su atención en Simon— si pudieras cambiarlo?
—No lo sé. —Él se había hecho la misma pregunta, y luego se la había sacado de la cabeza; no servía de nada comerse el coco con cosas que no podía cambiar. Ser un vampiro diurno significaba tener oro en las venas. Otros vampiros lo querían, porque si bebían su sangre, también podrían caminar bajo el sol. Pero otros querían verlo destruido, porque la mayoría de los vampiros creían que los diurnos eran una abominación que había que arrancar de raíz. Recordó las palabras de Raphael en el tejado de un hotel de Manhattan: «Y será mejor que reces, diurno, por no perder esa Marca antes de que comience la guerra. Porque si lo haces, tendrás una cola de enemigos esperando para matarte. Y yo estaré a la cabeza».
—Echaría de menos el sol —dijo finalmente—. Creo que me mantiene humano.
La luz de la chimenea destelló en los ojos de Jordan cuando este miró a Simon.
—Ser humano está sobrevalorado —replicó con una sonrisa.
Maia levantó las piernas de su regazo de golpe. Jordan la miró, preocupado, justo cuando sonó el timbre.
Simon se puso en pie al instante.
—Comida —anunció—. Ya voy yo. Además —añadió con la cabeza vuelta hacia atrás mientras avanzaba por el pasillo hacia la puerta—, nadie ha tratado de matarme en dos semanas. Quizá se hayan aburrido y lo hayan dejado correr.
Oyó un murmullo de voces a su espalda, pero no les prestó atención; estaban hablando entre ellos. Cogió el picaporte y abrió la puerta mientras iba sacando la cartera.
Y entonces notó una pulsación sobre el pecho. Bajó la mirada, vio el colgante de Isabelle brillando con un escarlata intenso y se echó hacia atrás. Dio un fuerte grito; había un individuo alto vestido con un traje de combate rojo en la puerta, un cazador de sombras con feas Marcas de runas en ambas mejillas, nariz de halcón y frente plana y amplia. Gruñó a Simon y dio un paso adelante.
—¡Simon, agáchate! —gritó Jordan, y Simon se tiró al suelo y rodó hacia el lado justo cuando el dardo de una ballesta cruzó el pasillo. El cazador oscuro se apartó hacia un lado a una velocidad casi increíble y el dardo se clavó en la puerta. Simon oyó a Jordan maldecir, y luego Maia, en su forma de lobo, pasó a su lado corriendo y saltó sobre el Oscurecido.
Se oyó un satisfactorio aullido de dolor cuando Maia hundió los dientes en el cuello del hombre. La sangre salió en un chorro pulverizado y llenó el aire de una neblina roja y salada. Simon inhaló profundamente, y notó el sabor amargo de la sangre contaminada por demonios mientras se ponía en pie. Se lanzó hacia adelante en el momento en que el Oscurecido agarraba a Maia y la lanzaba por el pasillo, como una bola aullante de dientes y garras.
Jordan gritó. De la garganta de Simon brotó un sonido grave, una especie de siseo vampírico, y notó que le salían los colmillos. El Oscurecido avanzó, sangrando pero aún firme. Simon sintió una punzada de temor en el estómago. Había visto luchar en el Burren a los soldados de Sebastian, y sabía que eran más fuertes, más rápidos y más difíciles de matar que los cazadores de sombras. No había pensado en lo mucho más difíciles que eran de matar que los vampiros.
—¡Sal de en medio! —Jordan agarró a Simon del hombro y lo empujó detrás de Maia, que ya se había puesto en pie. Tenía sangre en el pelaje y sus ojos de lobo estaban oscuros de furia—. Vete, Simon. Deja que nosotros nos ocupemos. ¡Vete!
Simon se quedó donde estaba.
—No me iré. Está aquí por mí…
—¡Ya lo sé! —gritó Jordan—. ¡Soy tu Praetor Lupus guardián! ¡Déjame hacer mi trabajo!
Jordan se volvió y alzó de nuevo la ballesta. Esta vez el dardo se hundió en el hombro del cazador oscuro. Este se tambaleó hacia atrás y soltó una serie de maldiciones en un idioma que Simon no entendía. Alemán, pensó. El Instituto de Berlín había sido atacado…
Maia se puso de un salto delante de Simon, y ella y Jordan avanzaron hacia el cazador oscuro. Jordan miró una vez a Simon con sus ojos castaños feroces y salvajes. Este asintió y corrió hacia el salón. Abrió la ventana, que cedió con un fuerte chirrido de madera hinchada y una explosión de trocitos de pintura vieja, y salió a la escalera de incendios, donde las plantas de acónito de Jordan cubrían la barandilla de metal.
Todo en él le gritaba que no debía marcharse, pero se lo había prometido a Isabelle, le había prometido que dejaría a Jordan hacer su trabajo de guardaespaldas, le había prometido que no se pondría de objetivo. Cerró la mano alrededor del colgante de Izzy, cálido bajo sus dedos como si hubiera estado hacía poco alrededor del cuello de la chica, y bajó por la escalera de metal. Era ruidosa y estaba resbaladiza por la nieve; varias veces estuvo a punto de caer antes de llegar al último peldaño y saltar al ensombrecido pavimento.
Al instante se encontró rodeado de vampiros. Simon tuvo tiempo de reconocer solo a dos de ellos como parte del clan del hotel Dumort: la delicada y morena Lily y el rubio Zake, ambos sonriendo como hienas; luego le cubrieron la cabeza con algo. Le apretaron la tela contra el cuello, ahogándolo, no porque necesitara aire, sino porque la presión en la garganta le causaba dolor.
—Maureen te envía saludos —le dijo Zake al oído.
Simon abrió la boca para gritar, pero la oscuridad se lo tragó antes de que pudiera articular ningún sonido.
—No me había dado cuenta de que eras tan famoso —comentó Clary mientras Jace y ella avanzaban por la estrecha acera que bordeaba el canal Oldway. Caía la tarde y estaba oscureciendo; las calles estaban llenas de gente que corría de aquí para allí envuelta en gruesas capas y con los rostros fríos e inescrutables.
Comenzaban a verse las estrellas, suaves puntas de luz en el cielo del este que iluminaron los ojos de Jace cuando este miró a Clary con curiosidad.
—Todo el mundo conoce al hijo de Valentine.
—Lo sé, pero… cuando Emma te vio, actuó como si fueras el famoso del que está colgada. Como si salieras en la portada del Semanario de los Cazadores de Sombras todos los meses.
—Ya sabes, cuando me pidieron que posara, dijeron que sería elegante…
—Siempre y cuando tuvieras en la mano un cuchillo serafín estratégicamente colocado, no veo el problema —bromeó Clary, y Jace rio, un sonido breve, que indicaba que ella lo había hecho reír sin esperárselo. Era la risa de Jace que más gustaba a Clary. Jace siempre se controlaba tanto… Era una delicia ser una de las pocas personas que podían atravesar su armadura, construida con tanto cuidado, y sorprenderlo.
—Te ha gustado, ¿verdad? —le preguntó Jace.
—¿Quién? —quiso saber Clary, pillada por sorpresa. Estaban pasando por una plaza que ella recordaba; adoquinada, con un pozo en el centro cubierto por un círculo de piedra, seguramente para evitar que se congelara el agua.
—Esa niña. Emma.
—Tiene algo —reconoció Clary—. Quizá sea el modo en que defendió al hermano de Helen, Julian. Haría cualquier cosa por él. Quiere mucho a los Blackthorn, y ha perdido todo lo demás…
—Te ha recordado a ti a su edad.
—No creo —repuso Clary—. Creo que quizá me haya recordado a ti.
—¿Porque soy pequeño, rubio y me quedan bien las coletas?
Clary lo empujó con el hombro. Habían llegado al final de una calle llena de tiendas. En ese momento estaban cerradas, aunque se veía luz mágica a través de los escaparates. Clary tuvo la sensación de estar en un sueño o en un cuento de hadas, una sensación que siempre tenía en Alacante: el inmenso cielo en lo alto, los viejos edificios con escenas de leyendas talladas, y por encima de todo eso, las claras torres de los demonios que daban a Alacante su nombre común: la Ciudad de Cristal.
—Porque —contestó mientras pasaban ante una tienda con hogazas de pan apiladas en el mostrador— ha perdido a toda su familia. Pero tiene a los Blackthorn. No tiene a nadie más, ni tíos, ni tías, ni nadie que la acoja, pero los Blackthorn se ocuparán de ella. Así que tendrá que aprender lo mismo que tú: que la familia no la da la sangre. Es la gente que te quiere; la gente que te guarda la espalda. Como los Lightwood hicieron por ti.
Jace se había detenido. Clary se volvió para mirarlo. La multitud pasó caminando junto a ellos. Jace se hallaba ante la entrada de un estrecho callejón, frente a una tienda. El viento le alborotaba el rubio cabello y le agitaba la chaqueta sin abrochar; Clary le vio latir el pulso en el cuello.
—Ven aquí —dijo, y su voz era áspera.
Clary dio un paso hacia él, un poco inquieta. ¿Habría dicho algo que lo había molestado? Aunque Jace pocas veces se enfadaba con ella, cuando eso ocurría se lo decía directamente. Le cogió la mano con ternura y la llevó tras él mientras doblaba la esquina del edificio y se metía en las sombras de un estrecho pasaje que iba a dar a un canal.
No había nadie más en el pasaje, y su estrecha entrada los ocultaba de la vista. El rostro de Jace se mostraba anguloso bajo la escasa luz: pómulos marcados, boca suave, los ojos dorados de un león.
—Te amo —dijo él—. No te lo digo lo suficientemente a menudo. Te amo.
Ella se apoyó en la pared. La piedra estaba fría. En otras circunstancias habría sido incómoda, pero en ese momento no le importaba. Tiró de él hacia sí con cuidado hasta que sus cuerpos estuvieron frente a frente, sin tocarse, pero tan cerca que podía notar el calor que él irradiaba. Claro que no tenía que abrocharse la chaqueta, con todo el fuego que le ardía en las venas… El olor a pimienta negra, jabón y aire frío lo envolvía cuando ella le puso el rostro sobre el hombro y aspiró.
—Clary. —La voz de Jace era un susurro y una advertencia. Percibió la aspereza del anhelo en ella, anhelo del consuelo físico de la cercanía, de cualquier contacto. Con cuidado, él estiró los brazos a su alrededor y colocó la palma de las manos contra la pared de piedra, enjaulándola en aquel estrecho espacio. Ella notó su aliento en el cabello, el ligerísimo roce de sus cuerpos, cada milímetro de su piel hipersensible: Donde él la rozaba, Clary sentía como si le clavaran minúsculas agujas de placer y de dolor al mismo tiempo.
—Por favor, no me digas que me has arrastrado a un callejón y me estás tocando y no piensas besarme, porque no sé si podré resistirlo —dijo ella en un susurro.
Jace cerró los ojos. Clary veía sus oscuras pestañas rozándole los pómulos, y recordó la sensación de dibujarle la forma del rostro con el dedo, el peso de su cuerpo sobre el de ella, la sensación de su piel contra la de ella.
—No —repuso él, y Clary percibió la tensión en su voz bajo la suavidad de su tono. Miel sobre agujas. Estaban lo suficientemente cerca como para que ella notara cómo a Jace se le expandía el pecho al respirar—. No podemos.
Le puso la mano sobre el pecho y notó que el corazón le latía como alas atrapadas.
—Entonces, llévame a casa —susurró Clary, y se inclinó para rozarle con los labios la comisura de la boca. O al menos pretendía que solo fuera un roce, una ligerísima presión de labios sobre labios, pero él se inclinó y su movimiento cambió el ángulo; ella lo besó con más fuerza de la que pretendía, y sus labios se deslizaron hacia el centro de los de Jace. Lo notó exhalar, sorprendido, contra su boca, y de repente estaban besándose, besándose de verdad, de forma exquisitamente lenta, ardiente e intensa.
«Llévame a casa». Pero eso era casa: los brazos de Jace rodeándola; el frío viento de Alacante en su ropa; los dedos hundidos en la nuca de él, en el lugar donde el cabello se le rizaba suavemente contra la piel. Él seguía con las manos en la piedra, pero apoyó el cuerpo en el suyo, y la apretó con suavidad contra el muro. Clary oyó la aspereza de su respiración. Él no la tocaría con las manos, pero ella podía tocarlo, y dejó que sus manos se movieran libremente sobre las curvas de los brazos, por el pecho, dibujando los bordes de los músculos. Deslizó las manos hacia fuera para rodearle los costados hasta que tuvo la camiseta de él arrugada entre los dedos. Le acarició la piel desnuda suavemente, y luego le metió las manos bajo la camisa. No lo había tocado así desde hacía tanto tiempo que casi había olvidado lo suave que era su piel allí donde no tenía cicatrices, cómo se le contraían los músculos de la espalda bajo sus caricias. Él ahogó un grito en su boca; sabía a té y chocolate y sal.
Clary había tomado el control del beso. Notó que él se tensaba y tomaba de nuevo la iniciativa; le mordisqueó el labio inferior hasta que ella se estremeció, le acarició con la lengua la comisura de la boca, la besó en el mentón y le chupó el cuello donde le latía una vena, tragándose el acelerado latido. La piel de Jace ardía bajo las manos de Clary, ardía.
Jace se apartó y se tambaleó hacia atrás como si estuviera borracho, hasta chocar con la pared del otro lado. Tenía los ojos muy abiertos, y por un momento, Clary creyó ver llamas en ellos, como dos fuegos gemelos en la oscuridad. Luego esa luz se apagó y Jace se quedó jadeando, como si hubiera estado corriendo, con las palmas apretadas contra el rostro.
—Jace.
Él dejó caer las manos.
—Mira la pared a tu espalda —dijo en un tono seco.
Clary se volvió y se quedó atónita. Tras ella, donde el muchacho había estado apoyándose, había dos marcas de quemaduras en la piedra, con la forma exacta de las manos de Jace.
La reina seelie yacía sobre la cama mirando el techo de piedra de su dormitorio. Estaba engalanado con emparrados colgantes de rosas, cada una de ellas perfecta y de color rojo sangre, las espinas aún intactas. Todas las noches se marchitaban y morían, y todas las mañanas salían nuevas, tan frescas como el día anterior.
Las hadas dormían poco, y raramente soñaban, pero a la reina le gustaba que su cama fuera cómoda. Era un amplio sofá de piedra con un colchón de plumas encima, cubierto con gruesos mantos de terciopelo y deslizante satén.
—¿Alguna vez —dijo el chico que estaba a su lado en la cama— se ha pinchado su majestad con una de las espinas?
La reina se volvió para mirar a Jonathan Morgenstern, tumbado sobre la colcha. Aunque él le había pedido que lo llamara Sebastian, y ella lo respetaba, ninguna hada permitiría a nadie llamarlos por su auténtico nombre. Él estaba tumbado boca abajo, la cabeza apoyada en los brazos cruzados, e incluso bajo la tenue luz, las viejas cicatrices de látigo eran visibles en su espalda.
La reina siempre se había sentido fascinada por los cazadores de sombras (eran en parte ángel, como los seres mágicos; sin duda debía de haber algún parentesco entre ellos), pero siempre había pensado que nunca encontraría a uno cuyo carácter pudiera soportar más de cinco minutos, hasta que encontró a Sebastian. Todos eran terriblemente mojigatos. No así Sebastian. Era de lo más poco común como humano, e incluso más como cazador de sombras.
—Creo que no tan a menudo como tú te cortas con tu sarcasmo, querido —contestó—. Ya sabes que no quiero que me llamen «majestad», sino solo «señora», o «mi señora», si insistes.
—No parece importarte cuando te llamo «hermosa» o «mi hermosa señora». —Su tono era falsamente contrito.
—Humm —murmuró ella mientras le pasaba los finos dedos por la cabellera plateada. Tenía un color muy hermoso para ser un mortal: cabello como una espada, ojos de ónix. Recordó a la hermana de Sebastian, tan diferente, ni mucho menos tan elegante—. ¿Te ha recompuesto el sueño? ¿Estás cansado?
Él rodó para quedar sobre la espalda y le sonrió.
—No agotado del todo, me parece.
Ella se inclinó para besarlo, y él le hundió los dedos en el cabello rojo. Contempló un rizo, escarlata contra la piel de sus nudillos llenos de cicatrices, y se llevó el rizo a la mejilla. Antes de que ella pudiera decir nada más, llamaron a la puerta del dormitorio.
—¿Qué pasa? —preguntó la reina—. Si no es un asunto de suma importancia, lárgate, o te echaré al río para que se te coman los nixies.
Se abrió la puerta y entró una de las jóvenes damas de la corte: Kaelie Whitewillow. Una pixi. Hizo una reverencia.
—Mi señora, Meliorn está aquí, y querría hablar con vos.
Sebastian enarcó una pálida ceja.
—El trabajo de una reina no acaba nunca.
La reina suspiró y se levantó de la cama.
—Hazlo entrar —dijo—, y tráeme también una de mis batas; el aire es frío.
Kaelie asintió y salió del dormitorio. Un momento después, Meliorn entró e inclinó la cabeza en una reverencia. Si a Sebastian le pareció extraño que la reina recibiera a sus cortesanos totalmente desnuda en medio de su dormitorio, no lo demostró ni de gesto ni de palabra. Una mujer mortal se habría sentido avergonzada, habría tratado de cubrirse, pero la reina era la reina, eterna y orgullosa, y sabía que era tan magnífica sin ropa como con ella.
—Meliorn —dijo—. ¿Tienes noticias de los nefilim?
Meliorn se cuadró. Llevaba, como de costumbre, una armadura blanca hecha con escamas superpuestas. Tenía los ojos verdes y una melena muy larga y muy negra.
—Mi señora —comenzó, y miró detrás de ella a Sebastian, que estaba sentado en la cama, con la colcha enrollada en la cintura—. Tengo muchas noticias. Nuestras nuevas fuerzas de Oscuros se han situado en la fortaleza de Edom. Esperan órdenes.
—¿Y los nefilim? —preguntó la reina mientras Kaelie entraba en la habitación con una bata tejida con pétalos de lirios. La sostuvo abierta y la reina se la puso, envolviéndose en la sedosa blancura.
—Los niños que escaparon del Instituto de Los Ángeles han dado la suficiente información para que se sepa que Sebastian está detrás de los ataques —explicó Meliorn con bastante acritud.
—De todas formas se lo habrían imaginado —dijo aquel—. Tienen la lamentable costumbre de culparme de todo.
—La pregunta es: ¿han identificado a nuestra gente? —inquirió la reina.
—No —contestó Meliorn con satisfacción—. Los niños han supuesto que todos los atacantes eran Oscurecidos.
—Eso es impresionante, teniendo en cuenta que el niño Blackthorn tiene sangre de hada en las venas —comentó Sebastian—. Siempre he pensado que los iguales se reconocerían. ¿Y qué planeáis hacer con él?
—Tiene sangre de hada; es nuestro —contestó Meliorn—. Gwyn lo ha reclamado para que se una a la Caza Salvaje. Lo enviaremos allí. —Se volvió hacia la reina—. Necesitamos más soldados. Los Institutos se están vaciando; los nefilim huyen hacia Idris.
—¿Y qué hay del Instituto de Nueva York? —preguntó Sebastian de forma abrupta—. ¿Qué hay de mi hermano y mi hermana?
—Clary Fray y Jace Lightwood han sido enviados a Idris —contestó Meliorn—. Aún no podemos intentar recuperarlos sin mostrar nuestro juego.
Sebastian tocó el brazalete que llevaba en la muñeca. Era una costumbre que le había hecho notar la reina, algo que hacía cuando estaba enfadado e intentaba no demostrarlo. El metal tenía grabadas unas palabras en un viejo idioma de los humanos: «Si no puedo convencer al Cielo, moveré a los Infiernos».
—Los quería —dijo Sebastian.
—Y los tendrás —repuso la reina—. No he olvidado que eso era parte de nuestro trato. Pero debes ser paciente.
Sebastian sonrió, aunque no puso el alma en ello.
—Los mortales podemos ser demasiado impacientes.
—Tú no eres un mortal corriente —replicó la reina, y se volvió hacia Meliorn—. Mi caballero —inquirió—, ¿qué aconsejas a tu reina?
—Necesitamos más soldados —repitió Meliorn—. Debemos tomar otro Instituto. Más armas serían un buen extra.
—¿Me ha parecido oír que decías que todos los cazadores de sombras estaban en Idris?
—No todos —respondió Meliorn—. Algunas ciudades han tardado más de lo esperado en evacuar a todos los nefilim: los cazadores de sombras de Londres, Río de Janeiro, El Cairo, Estambul y Taipéi siguen en sus Institutos. Debemos tomar al menos un Instituto más.
Sebastian sonrió. Era la clase de sonrisa que no transformaba su hermoso rostro en algo aún más hermoso, sino en una máscara cruel, todo dientes, como la sonrisa de la quimera.
—Entonces, me quedaré con el de Londres —dijo Sebastian—. Si eso no va contra tus deseos, mi reina.
Ella no pudo evitar sonreír. Habían pasado tantos siglos desde que un amante mortal la había hecho sonreír… Se inclinó para besarlo, y notó que él deslizaba las manos sobre los pétalos de la bata.
—Quédate Londres, amor, y báñalo en sangre —proclamó—. Es mi regalo.
—¿Estás bien? —le preguntó Jace en lo que a Clary le pareció la millonésima vez. Estaban ante los escalones de la fachada de la casa de Amatis, parcialmente iluminada por las luces que salían de las ventanas. Jace estaba más abajo que ella, con las manos metidas en los bolsillos, como si tuviera miedo de dejarlas libres.
Se había quedado un buen rato mirando las marcas chamuscadas que había dejado en la pared de la tienda antes de meterse la camisa en los pantalones y arrastrar a Clary a la concurrida calle, como si ella no debiera estar a solas con él. El resto del camino hasta la casa, Jace había estado muy taciturno, la boca cerrada en una tensa línea.
—Estoy bien —le aseguró ella—. Mira, has quemado la pared, no a mí. —Dio una vuelta inesperada sobre sí misma, como si le estuviera enseñando un nuevo modelito—. ¿Lo ves?
Jace tenía unas pronunciadas ojeras.
—Si te llegara a hacer daño…
—No me lo has hecho —lo tranquilizó Clary—. No soy tan frágil.
—Creía que había aprendido a controlarlo mejor, que trabajar con Jordan me estaba ayudando. —La frustración envolvía sus palabras.
—Y así es. Mira, has sido capaz de concentrar el fuego en las manos; eso ya es un adelanto. Te he estado tocando, besándote, y no estoy herida. —Le puso la mano en la mejilla—. Estaremos juntos en esto, ¿recuerdas? Nada de dejarme a oscuras, nada de enfurruñamientos épicos.
—Estaba pensando en enfurruñarme por Idris en los próximos Juegos Olímpicos —repuso Jace, pero la voz ya se le estaba suavizando, el tonillo de profundo desprecio hacia sí mismo había desaparecido, la ironía y el buen humor ocupaban su lugar.
—Alec y tú podríais presentaros a enfurruñamiento por parejas —bromeó Clary sonriendo—. Ganaríais el oro.
Jace volvió la cabeza y le besó la palma de la mano. Su cabello rozó las puntas de los dedos de Clary. Todo alrededor parecía callado y tranquilo; casi podría pensarse que eran las únicas personas en Alacante.
—Sigo preguntándome —dijo él hablando contra la piel de la mano de Clary— qué pensará el dueño de esa tienda cuando vaya por la mañana y se encuentre dos quemaduras en la pared en forma de manos.
—Espero que tenga un seguro.
Jace rio.
—Y hablando de eso —continuó Clary—, la siguiente reunión del Consejo es mañana, ¿no?
—Un Consejo para preparar la guerra —asintió Jace—. Solo los miembros selectos de la Clave. —Levantó las manos en un gesto de irritación. Clary notó su fastidio; Jace era un excelente estratega y uno de los mejores luchadores de la Clave, y le molestaba mucho quedar fuera de una reunión en la que se hablara de batallas. Sobre todo, pensó Clary, si se iba a discutir sobre usar el fuego celestial como arma.
—Entonces quizá me puedas ayudar en una cosa. Necesito una tienda de armas. Tengo que comprar una espada. Una buena de verdad.
Jace pareció sorprendido.
—¿Para qué?
—Oh, ya sabes. Matar. —Clary hizo un gesto con la mano con la esperanza de que expresara sus intenciones asesinas contra todo lo malo—. Quiero decir que ya hace tiempo que soy una cazadora de sombras. Debería tener un arma adecuada, ¿no?
Una lenta sonrisa se fue abriendo en el rostro de Jace.
—La mejor tienda de espadas es Diana’s, en la calle Flintlock —contestó con los ojos brillantes—. Te recogeré mañana a primera hora de la tarde.
—Es una cita —asintió Clary—. Una cita de armas.
—Mucho mejor que la de cena y peli —repuso Jace, y desapareció entre las sombras.