3

PÁJAROS A LA MONTAÑA

Clary dejó su bolsa junto a la puerta y miró alrededor.

Oía a su madre y a Luke moviéndose cerca de ella, dejando el equipaje, encendiendo las luces mágicas que iluminaban la casa de Amatis. Clary se hizo fuerte. Aún no sabían cómo Sebastian se había llevado a Amatis. Aunque el lugar ya había sido examinado por miembros del Consejo en busca de materiales peligrosos, Clary conocía a su hermano. Si se le hubiera antojado, habría destruido todo lo que había en la casa, solo para demostrar que podía hacerlo; habría convertido los sofás en cenizas, destrozado los espejos, hecho añicos las ventanas.

Oyó a su madre suspirar aliviada y supo que Jocelyn debía de haber estado pensando lo mismo que Clary: fuera lo que fuese que hubiera pasado, la casa parecía estar bien. No había nada en ella que indicara que Amatis había sufrido ningún daño. Había libros apilados sobre la mesita de café, los suelos estaban polvorientos pero libres de trastos, las fotografías de la pared colgaban rectas. Clary notó una punzada de dolor al ver que había una fotografía reciente de Luke, Jocelyn y ella en Coney Island, cogidos del brazo, sonriendo.

Pensó en la última vez que había visto a la hermana de Luke, en Sebastian obligándola a beber de la Copa Infernal mientras ella gritaba negándose. El modo en que su carácter había desaparecido de sus ojos después de haber tragado el contenido de la Copa. Clary se preguntó si sería así ver morir a alguien. Aunque también había visto la muerte. Valentine había muerto ante ella. Sin duda era demasiado joven para tener tantos fantasmas.

Luke estaba mirando la chimenea y las fotos que colgaban sobre ella. Tocó una en la que se veía a dos niños de ojos azules. El más pequeño, el niño, estaba dibujando, mientras su hermana lo miraba con cariño.

Luke parecía agotado. El viaje por el Portal los había llevado hasta el Gard, y luego habían caminado por la ciudad hasta la casa de Amatis. Luke aún se encogía a menudo por el dolor que le causaba la herida en el costado, que no acababa de sanar, pero Clary dudaba de que fuera la herida lo que lo estaba afectando en ese momento. El silencio de la casa de Amatis, las confortables alfombras del suelo, los recuerdos personales cuidadosamente colocados; todo hablaba de una vida corriente interrumpida de la manera más horrible.

Jocelyn se acercó a Luke y le puso la mano en el brazo, murmurando algo tranquilizador. Él se volvió y apoyó la cabeza en su hombro. Era más consolador que romántico, pero aun así Clary sintió como si se encontrara ante un momento íntimo. Sin hacer ruido, cogió la bolsa y subió la escalera.

La habitación de invitados no había cambiado. Pequeña, las paredes pintadas de blanco, las ventanas circulares como ojos de buey (ahí estaba la ventana por la que Jace se había colado una noche) y la misma colorida colcha en la cama. Dejó la bolsa en el suelo cerca de la mesilla de noche. La mesilla de noche en la que Jace le había dejado una nota por la mañana, diciéndole que se marchaba y no iba a regresar.

Se sentó en el borde de la cama, tratando de librarse de la telaraña de recuerdos. No había pensado en lo duro que sería regresar a Idris. Nueva York era su hogar, un lugar normal. Idris era la guerra y la devastación. En Idris había visto la muerte por primera vez.

La sangre le golpeaba con fuerza en los oídos. Quería ver a Jace, ver a Alec e Isabelle; ellos la ayudarían a situarse, le proporcionarían una sensación de normalidad. Podía oír, muy bajito, a su madre y a Luke moviéndose en el piso de abajo, quizá hasta el tintineo de las tazas en la cocina. Se levantó y se dirigió a los pies de la cama, donde había un baúl cuadrado. Era el baúl que Amatis había subido para ella la vez anterior para que buscara algo de ropa.

Se arrodilló ante él y lo abrió. La misma ropa, cuidadosamente colocada entre capas de papel: uniformes escolares, jerséis y vaqueros, camisas y faldas de vestir, y bajo todo eso un vestido que Clary había pensado al principio que era un vestido de novia. Lo sacó. Ahora que sabía más sobre los cazadores de sombras y su mundo, supo lo que era.

Ropa de luto. Un sencillo vestido blanco y una chaqueta entallada, con runas plateadas de luto tejidas en la tela, y en los puños, un dibujo casi invisible de pájaros.

Garzas[1]. Clary colocó la ropa cuidadosamente sobre la cama. Podía imaginarse a Amatis con esas prendas después de la muerte de Stephen Herondale. Poniéndoselas, alisando el tejido, abotonándose la chaqueta, para llorar por un hombre con el que ya no estaba casada. Prendas de luto para alguien que no había podido llamarse viuda.

—¿Clary? —Era su madre, apoyada en la puerta, observándola—. ¿Qué son esas…? Oh. —Cruzó la habitación, acarició las telas del vestido y suspiró—. Oh, Amatis.

—Nunca olvidó a Stephen, ¿verdad? —preguntó Clary.

—A veces, la gente no olvida. —Jocelyn apartó la mano del vestido y se la pasó a Clary por el cabello, echándoselo hacia atrás con precisión maternal—. Y los nefilim… tendemos a amar de un modo apabullante. A enamorarnos solo una vez, a morir de pena de amor; mi viejo tutor solía decir que el corazón de los nefilim era como el corazón de los ángeles: sentía todos los dolores humanos y nunca sanaba.

—Pero tú sí. Tú amaste a Valentine, pero ahora amas a Luke.

—Lo sé. —La mirada de Jocelyn era muy lejana—. Pero no fue hasta que pasé más tiempo viviendo como mundana que empecé a darme cuenta de que no era así como los humanos concebían el amor. Me di cuenta de que puedes enamorarte de nuevo, que el corazón puede sanar, que puedes amar una y otra vez. Y siempre he amado a Luke. Quizá no lo supiera, pero siempre lo he amado. —Jocelyn señaló las prendas tendidas sobre la cama—. Deberías llevar esa chaqueta de luto. Mañana.

—¿A la reunión? —preguntó Clary, sorprendida.

—Hay cazadores de sombras que han muerto o que se han vuelto Oscuros —contestó Jocelyn—. Cada uno de los cazadores perdidos es el hijo de alguien, el hermano, la hermana, el primo. Los nefilim somos una familia. Una familia con problemas, pero… —Acarició el rostro de su hija; aunque mantuvo su expresión oculta entre las sombras—. Duerme un poco, Clary. Mañana será un día muy largo.

Después de que su madre cerrara la puerta al salir, Clary se puso el camisón y se metió en la cama, obediente. Cerró los ojos y trató de dormir, pero el sueño no llegaba. Las imágenes no paraban de estallar tras sus párpados como fuegos artificiales: ángeles cayendo del cielo; sangre dorada; Ithuriel encadenado, con los ojos cegados, explicándole la forma de las runas que le había dado a lo largo de su vida, las visiones y los sueños del futuro. Recordó los sueños en los que había visto a su hermano con alas negras que salpicaban sangre caminando sobre un lago helado…

Apartó la colcha. Tenía calor y le picaba todo; estaba demasiado tensa para dormir. Se levantó de la cama y bajó en busca de un vaso de agua. El salón estaba en tinieblas, una tenue luz mágica iluminaba el pasillo. Le llegaron murmullos desde el otro lado de la puerta. Alguien estaba despierto y hablando en la cocina. Clary avanzó cautelosamente hacia allí hasta que los susurros comenzaron a tomar forma y contenido. Primero reconoció la voz de su madre, tensa de inquietud.

—Pero no entiendo cómo puede haber estado en este armario —estaba diciendo—. No la había visto desde… desde que Valentine se llevó todo lo que teníamos, en Nueva York.

Luego habló Luke.

—¿No dijo Clary que la tenía Jonathan?

—Sí, pero entonces hubiera sido destruida con aquel maldito apartamento, ¿no? —La voz de Jocelyn se alzó mientras Clary se acercaba hasta la entrada de la cocina—. El que tenía toda la ropa que Valentine me había comprado. Como si yo fuera a regresar.

Clary se quedó muy quieta. Su madre y Luke estaban sentados ante la mesa de la cocina; ella tenía la cabeza apoyada en una mano y Luke le estaba frotando la espalda. Clary le había explicado a su madre todo lo referente al apartamento, cómo Valentine había conservado allí todas las cosas de Jocelyn, convencido de que algún día su esposa volvería a vivir con él. Su madre la había escuchado con calma, pero era evidente que esa historia la había afectado más de lo que Clary llegó a pensar.

—Ya no está, Jocelyn —dijo Luke—. Sé que puede parecer casi imposible. Valentine siempre había sido esa imponente presencia, incluso cuando estaba oculto. Pero está muerto de verdad.

—Pero mi hijo no —repuso Jocelyn—. ¿Sabes que solía sacar esta caja y llorar sobre ella, todos los años, el día de su cumpleaños? A veces soñaba con un niño de ojos verdes, un niño que nunca había sido envenenado con sangre de demonio, un niño que podía reír y amar y ser humano, y ese era el niño por el que lloraba, pero ese niño nunca existió.

«Sacarla y llorar sobre ella», pensó Clary. Sabía a qué caja se refería su madre. Una caja que era un memorial a un niño que había muerto, aunque aún vivía. La caja había contenido mechones de cabello del bebé, fotos y un zapatito. La última vez que Clary la había visto estaba en posesión de su hermano. Valentine debía de habérsela dado, aunque Clary nunca había entendido por qué Sebastian la conservó. No era un tipo sentimental.

—Tendrás que decírselo a la Clave —dijo Luke—. Si es algo que tiene relación con Sebastian, querrán saberlo.

Clary notó que se le helaba el estómago.

—Ojalá no tuviera que hacerlo —repuso Jocelyn—. Ojalá pudiera tirarlo todo al fuego. No soporto que todo esto sea culpa mía —gimió—. Y lo único que siempre he querido ha sido proteger a Clary. Pero lo que más miedo me da, por ella, por todos nosotros, es alguien que ni siquiera estaría vivo si no fuera por mí. —La voz de Jocelyn se había vuelto seca y amarga—. Debí haberlo matado cuando era un bebé —dijo, y se echó hacia atrás, apartándose de Luke. Clary vio entonces lo que había encima de la mesa de la cocina. La caja de plata, tal y como ella la recordaba. Pesada, con un cierre sencillo y las iniciales J. C. talladas en el costado.

El sol de la mañana destellaba sobre las verjas nuevas frente al Gard. Las viejas, supuso Clary, habrían sido destruidas en la batalla que había arrasado una gran parte del Gard y había requemado los árboles que se alineaban en la ladera de la colina. Al otro lado de la verja vio Alacante a sus pies, el agua reluciendo en los canales, las torres de los demonios que se alzaban hasta donde los rayos del sol las hacían refulgir como mica al reflejarse sobre la piedra.

El propio Gard había sido restaurado. El fuego no destruyó las paredes de piedra o las torres. Un muro aún lo rodeaba, y las nuevas verjas estaban hechas del duro y claro adamas, del que también estaban hechas las torres de los demonios. Parecían haber sido forjadas a mano; las líneas se curvaban para rodear el símbolo del Consejo, las cuatro C formando un cuadrado, que representaban el Consejo, el Convenio, la Clave y el Cónsul. La curvatura de cada C contenía un símbolo de una de las razas de los subterráneos: una luna creciente para los lobos, un libro de hechizos para los brujos, una flecha élfica para los seres mágicos y una estrella para los vampiros.

Una estrella. A ella nunca se le había ocurrido algo que simbolizara a los vampiros. ¿Sangre? ¿Colmillos? Pero había algo sencillo y elegante en la estrella. Brillaba en la oscuridad, una oscuridad que nunca se iluminaría, y era solitaria de un modo que solo lo que nunca muere podía serlo.

Clary echaba de menos a Simon con un dolor agudo. Estaba agotada después de una noche casi en vela, y sus recursos emocionales estaban en los niveles más bajos. No la ayudó mucho sentirse como si fuera el centro de cientos de miradas hostiles. Había docenas de cazadores de sombras rondando por las verjas, la mayoría desconocidos para ella. Muchos lanzaban miradas disimuladas a Jocelyn y a Luke; unos cuantos se acercaban a saludarlos mientras que otros los miraban de lejos con curiosidad. Jocelyn parecía estar haciendo cierto esfuerzo para mantener la calma.

Más cazadores de sombras subían por el sendero de la colina del Gard. Aliviada, Clary reconoció a los Lightwood: Maryse delante con Robert a su lado; Isabelle, Alec y Jace detrás. Todos llevaban ropa de luto. Maryse parecía especialmente sombría. Clary no pudo evitar fijarse en que Robert y ella caminaban juntos, pero sus manos ni siquiera se rozaban.

Jace se apartó del grupo y fue hacia ella. Lo siguieron muchas miradas, aunque él no pareció notarlo. Entre los nefilim, era famoso de un modo peculiar: el hijo de Valentine, que no era realmente su hijo. Raptado por Sebastian y rescatado por la espada del Cielo. Clary conocía bien la historia, igual que cualquiera cercano a Jace, pero los rumores habían crecido como el coral, añadiendo capas de color a la historia.

—… sangre de ángel…

—… poderes especiales…

—… dicen que Valentine le enseñó trucos…

—… fuego en la sangre…

—… no está bien para un nefilim…

Clary oía los murmullos, incluso mientras Jace avanzaba entre ellos.

Era un brillante día de invierno, frío y soleado, y la luz se le enredaba en los mechones dorados y plateados del cabello; Clary tuvo que entornar los párpados cuando él llegó junto a la verja.

—¿Ropa de luto? —le preguntó, tocándole la manga de la chaqueta.

—Tú también la llevas —indicó ella.

—No pensaba que tuvieras.

—Es de Amatis —explicó Clary—. Escucha, tengo que decirte algo.

Él la llevó a un lado. Clary le contó la conversación que había oído entre su madre y Luke acerca de la caja.

—Sin duda es la caja que recuerdo. Es la que mi madre tenía cuando yo era pequeña, y la que estaba en el piso de Sebastian cuando estuve allí.

Jace se pasó la mano por los brillantes mechones de su cabello.

—Ya me parecía que pasaba algo —dijo—. Esta mañana, Maryse ha recibido un mensaje de tu madre. —Tenía perdida la mirada—. Sebastian ha transformado a la hermana de Luke —añadió—. Lo hizo a propósito, para hacerle daño a Luke y a tu madre a través de él. La odia. Debió de entrar en Alacante para coger a Amatis la noche que luchamos en el Burren. Más o menos me dijo que iba a hacerlo, cuando aún estábamos unidos. Dijo que iba a raptar a un cazador de sombras de Alacante, pero no a quién.

Clary asintió. Le resultaba extraño oír a Jace hablar del que había sido, del Jace amigo de Sebastian, o más que su amigo, su aliado. El Jace que llevaba la piel de Jace pero que era otra persona totalmente diferente.

—Debió de traer la caja entonces, y dejarla en la casa —añadió Jace—. Sabría que tu familia la encontraría algún día. Lo habría considerado como un mensaje o una firma.

—¿Es eso lo que piensa la Clave? —preguntó Clary.

—Es lo que yo pienso —respondió Jace, mirándola—. Y tú sabes que ambos podemos interpretar las acciones de Sebastian mucho mejor de lo que ellos pueden o podrán. No lo comprenden en absoluto.

—Pues qué suerte tienen.

El tañido de una campana resonó en el aire y las verjas se abrieron. Clary y Jace se reunieron con los Lightwood, Luke y Jocelyn en la marea de cazadores de sombras que las atravesaban. Cruzaron el jardín exterior de la fortaleza, subieron la escalera y luego pasaron bajo otras puertas que los llevaron al largo pasillo que acababa en la Cámara del Consejo.

Jia Penhallow, con la túnica de Cónsul, se hallaba a las puertas de la Cámara mientras cazador tras cazador iban entrando. La Cámara tenía forma de anfiteatro: un semicírculo con bancos situados en gradas de cara a un estrado rectangular. Había dos atriles en el estrado, uno para la Cónsul y otro para el Inquisidor, y detrás de los atriles, dos enormes ventanas rectangulares daban a Alacante.

Clary fue a sentarse con los Lightwood y con su madre; Robert Lightwood se separó de ellos y avanzó por el pasillo central para ocupar el puesto del Inquisidor. En el estrado, detrás de los atriles, había cuatro sillas, cada una con el respaldo marcado con un símbolo: el libro de hechizos, la luna, la flecha y la estrella. Los asientos de los subterráneos del Consejo. Luke miró el suyo, pero se sentó junto a Jocelyn. No se trataba de una reunión del Consejo en toda regla, con la asistencia de los subterráneos. Luke no estaba ahí en representación de su cargo oficial. Ante los asientos se había colocado una mesa cubierta de terciopelo azul. Sobre el terciopelo yacía algo largo y afilado, algo que destellaba bajo la luz que entraba por las ventanas. La Espada Mortal.

Clary miró alrededor. El torrente de cazadores de sombras se había reducido a un goteo; la sala estaba casi llena hasta el resonante techo. Antes había habido más entradas que únicamente a través del Gard. La abadía de Westminster había sido una, Clary lo sabía, igual que la Sagrada Familia y San Basilio en Moscú, pero las habían sellado cuando inventaron los Portales. Clary no pudo evitar preguntarse si algún tipo de magia evitaba que la Cámara del Consejo rebosara de gente. Estaba más llena de lo que la había visto nunca, pero aún quedaban asientos vacíos cuando Jia Penhallow subió al estrado y dio una seca palmada.

—Por favor, pido la atención del Consejo —dijo.

Enseguida se hizo el silencio. Muchos de los cazadores de sombras estaban inclinados hacia adelante en actitud de máxima atención. Los rumores habían estado volando como pájaros asustados y el ambiente estaba cargado de electricidad, una corriente de gente desesperada por tener información.

—Bangkok, Buenos Aires, Oslo, Berlín, Moscú, Los Ángeles —enumeró Jia—. Atacados en una rápida sucesión, antes de que pudiéramos informar de los ataques. Antes de que pudiéramos advertirlos. Los cazadores de los Cónclaves de todas esas ciudades han sido capturados y transformados. A unos cuantos, demasiado pocos, los muy viejos o los muy jóvenes, los han matado y han dejado sus cuerpos para que nosotros los quememos, para añadir a las voces de los cazadores de sombras perdidos en la Ciudad Silenciosa.

Una voz habló desde una de las primeras filas. Una mujer de cabello negro. El tatuaje con forma de pez koi destacaba sobre la oscura piel de su mejilla. Clary pocas veces había visto a cazadores de sombras con tatuajes que no fueran Marcas, pero no era algo muy raro.

—Has dicho «transformados» —apuntó la mujer—. Pero ¿no quieres decir «asesinados»?

Jia tensó su expresión.

—No quiero decir «asesinados» —contestó—. Quiero decir «transformados». Hablamos de los Oscurecidos, aquellos a los que Jonathan Morgenstern, o como él prefiere que lo llamen, Sebastian, ha transformado empleando la Copa Infernal. A todos los Institutos se enviaron informes sobre lo que pasó en el Burren. La existencia de los Oscurecidos es algo que conocemos desde hace ya cierto tiempo, aunque hubiera algunos que no querían creerlo.

Un murmullo recorrió la cámara. Clary casi ni lo oyó. Sabía que Jace le había cogido la mano, pero solo oía el viento del Burren, y veía a cazadores de sombras alzándose ante la Copa Infernal, ante Sebastian, con las Marcas del Libro Gris ya casi borradas de la piel…

—Los cazadores de sombras no luchan contra cazadores de sombras —declaró un anciano en una de las primera filas. Jace le susurró al oído que era el director del Instituto de Reikiavik—. Es una blasfemia.

—Sí que es una blasfemia —admitió Jia—. Una blasfemia es el credo de Sebastian Morgenstern. Su padre quería limpiar el mundo de subterráneos. Sebastian quiere algo diferente. Quiere a los nefilim reducidos a cenizas, y quiere emplear a los propios nefilim para lograrlo.

—Seguro que si él es capaz de convertir a los nefilim en… en monstruos, nosotros deberíamos ser capaces de encontrar un modo de revertir esa conversión —manifestó Nasreen Choudhury, el director del Instituto de Mumbai, imponente en su sari blanco decorado con runas—. Sin duda no debemos rendirnos con tanta facilidad.

—En Berlín encontramos el cuerpo de uno de los Oscurecidos —explicó Robert—. Estaba herido, pero seguramente lo dieron por muerto. Los Hermanos Silenciosos lo están examinando en estos momentos para ver si logran extraer alguna información que pueda llevarnos a una cura.

—¿Qué Oscurecido? —preguntó la mujer con el koi tatuado—. Tenía un nombre antes de que lo transformaran. Un nombre de cazador de sombras.

—Amalric Kriegsmesser —contestó Robert después de un momento de vacilación—. Su familia ya ha sido informada.

«Los brujos del Laberinto Espiral también están trabajando en una cura». El susurro omnidireccional del Hermano Silencioso resonó en la cámara. Clary reconoció al hermano Zachariah cerca del estrado, con las manos unidas. Junto a él se hallaba una angustiada Helen Blackthorn, vestida con las prendas blancas de luto.

—Son brujos —soltó alguien en un tono de menosprecio—. Seguro que no lo sabrán hacer mejor que nuestros Hermanos Silenciosos.

—¿Se puede interrogar a Kriegsmesser? —intervino una mujer alta de pelo blanco—. Quizá conozca el siguiente paso de Sebastian, o incluso el modo de curarse.

«Amalric Kriegsmesser está casi inconsciente, y además es un siervo de la Copa Infernal —contestó el hermano Zachariah—. La Copa Infernal lo controla totalmente. No tiene voluntad propia y por tanto no puede venirse abajo».

—¿Es cierto que Sebastian Morgenstern es ahora invulnerable? —preguntó la mujer del tatuaje koi, interviniendo de nuevo—. ¿No se lo puede matar?

Se oyó otro murmullo en la sala.

—Como he dicho —comenzó Jia, alzando la voz—, no hay supervivientes nefilim de los primeros ataques. Pero el último ataque ha sido contra el Instituto de Los Ángeles, y tenemos seis supervivientes. Seis niños. —Se volvió—. Helen Blackthorn, por favor, trae a los testigos.

Clary vio a Helen asentir con la cabeza y desaparecer por una puerta lateral. Un momento después regresó; caminaba lenta y cuidadosamente, la mano sobre el hombro de un niño delgado con una mata de cabello castaño rizado. No podía tener más de doce años. Clary lo reconoció inmediatamente. Lo había visto en la nave del Instituto cuando conoció a Helen. Su hermana lo llevaba agarrado por la muñeca, las manos cubiertas de cera por haber estado jugando con las velas que ardían en el interior de la catedral. Tenía una sonrisa de diablillo y los mismos ojos verde azulado que su hermana.

Julian, lo había llamado Helen. Su hermano pequeño.

La sonrisa de diablillo había desaparecido. Se lo veía cansado, sucio y asustado. Las delgadas muñecas asomaban por los puños de la camisa de luto, que tenía las mangas demasiado cortas. Llevaba a un niño más pequeño en brazos, seguramente de no más de tres años, con rizos castaños alborotados que parecían ser una marca de familia. El resto de los niños llevaba también ropa de luto prestada. Detrás de Julian había una niña de unos diez años que cogía de la mano con fuerza a un niño de la misma edad. El cabello de la niña era castaño oscuro, pero el niño tenía espesos rizos negros que casi le cubrían el rostro. Mellizos, supuso Clary. Los seguía una niña de unos ocho o nueve años, el rostro redondo y muy pálido enmarcado por unas trenzas castañas. Todos eran Blackthorn, porque el aire familiar era evidente, y todos parecían anonadados y aterrorizados, excepto Helen, cuya expresión era una mezcla de furia y dolor.

La tristeza de sus rostros le llegó al alma a Clary. Pensó en su poder con las runas, y deseó conseguir crear una que suavizara el golpe de la pérdida de un ser querido. Existían la runas de luto, pero solo para honrar a los muertos, para simbolizar el vínculo del amor. No podías hacer que alguien te amara con una runa, y tampoco podías paliarle la tristeza. Tanta magia, pensó Clary, y nada para sanar un corazón roto.

—Julian Blackthorn —lo llamó Jia Penhallow con voz amable—. Acércate, por favor.

Julian tragó saliva y asintió. Entonces le pasó el niño pequeño a su hermana. Avanzó, explorando el estrado con la mirada. Era evidente que estaba buscando a alguien. Había comenzado a hundir los hombros cuando otra persona apareció corriendo hacia el estrado: una niña, también de unos doce años, con una melena rubia alborotada que le llegaba hasta los hombros. Llevaba unos vaqueros y una camiseta que no eran de su talla, y tenía la cabeza gacha, como si le incomodara que tanta gente la mirara. Resultaba evidente que no quería estar ahí, en el estrado, o quizá ni siquiera en Idris, pero en cuando Julian la vio, pareció relajarse. La expresión de terror se le borró del rostro cuanto la niña se puso junto a Helen, mirando al suelo, esquivando la mirada de la gente.

—Julian —dijo Jia con la misma voz amable—, ¿harás algo por nosotros? ¿Cogerás la Espada Mortal?

Clary se incorporó en el asiento. Ella había sujetado la Espada Mortal, había notado su peso. El frío, como ganchos en la piel, te arrancaba la verdad. No se podía mentir sujetando la Espada Mortal, pero la verdad, incluso la verdad que se quería decir, resultaba una agonía.

—No pueden hacer eso —susurró—. Solo es un crío…

—Es el mayor de los niños que escaparon del Instituto de Los Ángeles —le explicó Jace a media voz—. No tienen alternativa.

Julian asintió e irguió los delgados hombros.

—La cogeré.

Robert Lightwood salió de detrás del atril y se acercó a la mesa. Cogió la Espada y se colocó delante de Julian. El contraste entre ellos era casi divertido: el hombre robusto de ancho pecho y el delgaducho niño de pelo revuelto.

Julian tendió la mano y cogió la Espada. Cuando cerró los dedos alrededor de la empuñadura, se estremeció, y contuvo rápidamente una oleada de dolor. La niña rubia que tenía a su espalda comenzó a avanzar, y Clary captó un destello de la expresión de su rostro: pura furia. Helen la agarró y la hizo volver a su lado.

Jia se arrodilló. Era un cuadro realmente extraño: el niño con la Espada, flanqueado por un lado por la Cónsul, con la túnica extendida ante ella, y por el otro, por el Inquisidor.

—Julian —empezó Jia, y aunque habló en voz baja, se la oyó en toda la Cámara del Consejo—. ¿Puedes decirnos quién está hoy aquí contigo en el estrado?

—Usted. El Inquisidor. Mi familia: mis hermanos Helen, Tiberius y Livia, y Drusilla y Tavvy. Octavian, quiero decir. Y mi mejor amiga, Emma Carstairs.

—¿Y estabais todos en el Instituto cuando fue atacado?

Julian negó con la cabeza.

—Helen no —contestó—. Ella estaba aquí.

—¿Puedes contarnos lo que viste, Julian? ¿Sin dejarte nada?

Julian tragó saliva. Estaba pálido. Clary podía imaginarse el dolor que estaba sintiendo, el peso de la Espada.

—Era por la tarde —comenzó Julian—. Estábamos practicando en la sala de entrenamiento. Katerina nos enseñaba. Mark miraba. Los padres de Emma se encontraban de patrulla rutinaria por la playa. Vimos un destello de luz; pensé que era un relámpago, o fuegos artificiales. Pero… no lo era. Katerina y Mark nos dejaron y se fueron para abajo. Nos dijeron que nos quedáramos en la sala de entrenamiento.

—Pero no lo hicisteis —dijo Jia.

—Oímos ruidos de pelea. Salimos con cuidado. Emma fue a buscar a Drusilla y a Octavian, y yo fui al despacho con Livia y Tiberius para llamar a la Clave. Teníamos que pasar por la entrada principal para llegar allí. Cuando lo hicimos, lo vi.

—¿A él?

—Sabía que era un cazador de sombras, pero no. Llevaba una capa roja cubierta de runas.

—¿Qué runas?

—Yo no las conocía, pero tenían algo raro. No eran como las runas del Libro Gris. Me sentí mal con solo mirarlas. Y él se sacó la capucha; tenía el pelo blanco, así que al principio pensé que era viejo. Luego caí en que era Sebastian Morgenstern. Sujetaba una espada.

—¿Puedes describir la espada?

—Plateada, con un dibujo de estrellas negras en la hoja y la empuñadura. La sacó y… —Julian respiró entrecortadamente, y Clary casi pudo sentirlo, sentir su horror al recordar la lucha contra la compulsión de contarlo, de revivirlo. Clary estaba echada hacia adelante, con los puños apretados, sin darse ni cuenta de que se estaba clavando las uñas en las palmas—. Se la puso a mi padre en el cuello —continuó Julian—. Había otros con Sebastian. También iban de rojo…

—¿Cazadores de sombras? —preguntó Jia.

—No lo sé. —Julian jadeaba—. Algunos llevaban capas negras. Otros el traje de combate, pero era rojo. Nunca he visto un traje rojo. Había una mujer, con el pelo castaño, que sujetaba una copa que se parecía a la Copa Mortal. Obligó a mi padre a beber de ella. Mi padre cayó al suelo gritando. Y oí gritar también a mi hermano.

—¿A qué hermano? —preguntó Robert Lightwood.

—Mark —respondió Julian—. Lo vi dirigirse hacia la entrada, y Mark se volvió y nos gritó que corriéramos arriba y nos marcháramos. Tropecé con el primer escalón, y cuando miré otra vez hacia abajo, estaban todos rodeándolo… —Julian hizo un ruido estrangulado—. Mi padre estaba allí de pie, y sus ojos también eran negros, y comenzó a ir hacia Mark, como los demás, como si no lo conociera…

A Julian se le quebró la voz. En ese momento la chica rubia se soltó de Helen y corrió hacia adelante para ponerse entre Julian y la Cónsul.

—¡Emma! —exclamó Helen dando un paso, pero Jia alzó una mano para que se detuviera. Emma estaba pálida y boqueaba. Clary pensó que nunca había visto tanta rabia contenida en un cuerpo tan pequeño.

—¡Dejadlo en paz! —gritó la niña abriendo los brazos, como si pudiera proteger a Julian tras ella, aunque era una cabeza más baja—. ¡Lo estáis torturando! ¡Dejadlo en paz!

—No pasa nada, Emma —dijo Julian, que estaba comenzando a recuperar el color una vez dejaron de interrogarlo—. Tienen que hacerlo.

Ella se volvió y lo miró.

—No, no tienen. Yo también estaba allí. Vi lo que pasó. Hacédmelo a mí. —Extendió las manos como si pidiera que le pusieran la Espada en ellas—. Yo soy quien le clavó un cuchillo a Sebastian en el corazón. Yo soy quien lo vio no morir. ¡Deberíais interrogarme a mí!

—No —comenzó Julian, pero Jia lo interrumpió.

—Emma, te preguntaremos después. La Espada duele, pero no hiere…

—Parad —insistió Emma—. Parad de una vez. —Y se acercó a Julian, que sujetaba la Espada con fuerza. Era evidente que no tenía la intención de entregársela. Estaba negando con la cabeza mientras la miraba, incluso cuando ella puso las manos sobre las suyas, para que ambos sujetaran la Espada juntos.

—Yo le clavé una daga a Sebastian —dijo Emma con una voz que resonó en toda la sala—. Y él se la arrancó y rio. Dijo: «Es una pena que no vayas a vivir. Vivir para contarle a la Clave que Lilith me ha fortalecido más allá de todo límite. Quizá Gloriosa podría acabar con mi vida. Es una pena para los nefilim no poder pedir más favores al Cielo, y que ninguno de esos tontos instrumentos de guerra que forjan en su Ciudadela Infracta pueda herirme ya».

Clary se estremeció. Había oído a Sebastian en las palabras de Emma, y casi podía verlo ante sí. Los murmullos se habían disparado entre la Clave, y apagaron lo que Jace le dijo.

—¿Estás segura de que le diste en el corazón? —preguntó Robert, juntando sus oscuras cejas.

—Emma no falla —respondió Julian, en tono ofendido, como si acabaran de insultarlo a él.

—Yo sé dónde está el corazón —replicó Emma, mientras se apartaba de Julian y miraba enfadada, o más que enfadada, herida, a la Cónsul y al Inquisidor—. Pero creo que vosotros no.

Dio media vuelta y corrió fuera del estrado, casi apartando a Robert de un codazo. Desapareció por la misma puerta por la que había entrado, y Clary oyó su propia respiración saliéndole entre los dientes; ¿acaso nadie iba a ir tras ella? Era evidente que Julian quería hacerlo, pero, atrapado entre la Cónsul y el Inquisidor, con el peso de la Espada Mortal en la mano, no podía moverse. Helen se había quedado mirando cómo Emma desaparecía con una expresión de descarnado dolor, mientras sujetaba en los brazos al niño más pequeño, Tavvy.

Y entonces, Clary se puso en pie. Su madre fue a cogerla, pero ella ya corría por el inclinado pasillo entre las filas de asientos. El pasillo se convirtió en escalones de madera; Clary corrió sobre ellos, pasó ante la Cónsul y el Inquisidor, ante Helen, y se metió por la puerta de madera en pos de Emma.

Casi tiró a Aline, que rondaba por allí, observando lo que pasaba en la Cámara del Consejo con el ceño fruncido. Su gesto ceñudo desapareció al ver a Clary, y pasó a ser una expresión de sorpresa.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.

—La niña —dijo Clary casi sin aliento—. Emma. Ha salido corriendo por aquí.

—Lo sé. He intentado detenerla, pero se ha soltado. Está muy… —Aline suspiró y miró hacia la Cámara del Consejo, donde Jia había comenzado a interrogar a Julian de nuevo—. Ha sido muy duro para ellos, para Helen y los demás. Ya sabes que su madre murió hace unos años. Lo único que les queda ahora es un tío en Londres.

—¿Quiere eso decir que van a trasladar a los niños a Londres? —preguntó Clary—. Ya sabes, cuando todo esto acabe.

Aline negó con la cabeza.

—Han ofrecido a su tío la dirección del Instituto de Los Ángeles. Creo que esperan que acepte el trabajo y se encargue de los niños. Aunque no sé si lo ha aceptado ya. Probablemente esté en estado de shock. Quiero decir, ha perdido a su sobrino, a su hermano… Andrew Blackthorn no está muerto, pero como si lo estuviera. En cierto modo, es peor aún —concluyó en tono amargo.

—Lo sé —repuso Clary—. Sé exactamente cómo es eso.

Aline la miró fijamente.

—Supongo que sí —asintió—. Pero es que… Helen. Ojalá pudiera hacer más por ella. Se está reconcomiendo de culpabilidad porque estaba aquí conmigo y no en Los Ángeles cuando atacaron el Instituto. Y lo intenta con todas sus fuerzas, pero no puede ser la madre de todos esos niños, y su tío aún no ha llegado, y luego está Emma, que el Ángel la ayude. No le queda familia…

—Me gustaría hablar con ella. Con Emma.

Aline se puso un mechón de cabello tras la oreja. El anillo de los Blackthorn le destelló en la mano.

—No quiere hablar con nadie que no sea Julian.

—Déjame intentarlo —insistió Clary—. Por favor.

Aline miró la expresión decidida de Clary y suspiró.

—Por el pasillo; la primera puerta a la izquierda.

El pasillo se curvaba alejándose de la Cámara del Consejo. Clary fue oyendo cada vez más lejos las voces de los cazadores de sombras mientras caminaba. Las paredes eran de piedra pulida, cubiertas con tapices que mostraban diferentes escenas gloriosas de la historia de los cazadores de sombras. La primera puerta que apareció a la izquierda era de madera y muy sencilla. Estaba un poco entreabierta, pero ella llamó rápidamente antes de abrirla, para no sorprender a quien estuviera dentro.

Era una habitación sencilla, revestida de madera y con un montón de sillas colocadas de cualquier manera. A Clary le recordó la sala de espera de un hospital. Tenía el espeso ambiente de un lugar donde la gente sufría su angustia y dolor en un entorno desconocido.

En un rincón había una silla apoyada en la pared, y en la silla estaba Emma. Era más pequeña de lo que le había parecido de lejos. Solo llevaba una camiseta de manga corta y tenía Marcas en los brazos desnudos; la runa de visión en la mano izquierda (así que debía de ser zurda, como Jace), que tenía sobre una corta espada desenvainada tendida sobre el regazo. De cerca, Clary vio que su cabello era de un rubio pálido, pero tan enredado y sucio que parecía más oscuro. Desde detrás de los enredos, la niña miraba directamente a Clary, desafiante.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué quieres?

—Nada —contestó Clary, y cerró la puerta a su espalda—. Solo hablar contigo.

Emma entrecerró los ojos, suspicaz.

—¿Quieres usar la Espada Mortal conmigo? ¿Interrogarme?

—No. La han usado conmigo y es horrible. Lamento que la estén empleando con tu amigo. Creo que deberían encontrar otra manera.

—Creo que simplemente podrían confiar en él —replicó Emma—. Julian no miente. —Miró a Clary desafiante, como si la retara a contradecirla.

—Claro que no —asintió Clary, y avanzó un paso; se sentía como si estuviera tratando de no asustar a algún animalillo del bosque—. Julian es tu mejor amigo, ¿verdad?

Emma asintió.

—Mi mejor amigo también es un chico. Se llama Simon.

—¿Y dónde está? —Emma miró más allá de Clary, como si esperara que Simon se materializara de repente.

—Está en Nueva York —contestó Clary—. Lo echo mucho de menos.

Emma la miró como si eso tuviera muchísimo sentido.

—Julian fue una vez a Nueva York —explicó—. Lo eché de menos, y cuando regresó le hice prometer que no volvería a irse a ningún sitio sin mí.

Clary sonrió y se acercó más a Emma.

—Tu espada es muy bonita —comentó, señalando el arma que tenía la niña en el regazo.

La expresión de Emma se suavizó un poco. Tocó la espada, que estaba grabada con un delicado dibujo de hojas y runas. La cruz era de oro, y a lo largo de la hoja había unas palabras grabadas: «Soy Cortana, del mismo acero y temple que Joyeuse y Durendal».

—Era de mi padre. Ha ido pasando de un miembro a otro de la familia Carstairs. Es una espada famosa —añadió con orgullo—. La forjaron hace mucho tiempo.

—Del mismo acero y temple que Joyeuse y Durendal —repitió Clary—. Ambas son espadas famosas. ¿Sabes quiénes tienen espadas famosas?

—¿Quiénes?

—Los héroes —afirmó Clary, y se arrodilló en el suelo para poder mirar a la niña a la cara.

Emma frunció el ceño.

—No soy ningún héroe —replicó—. No hice nada para salvar al padre de Julian, ni a Mark.

—Lo siento muchísimo —le aseguró Clary—. Sé lo que es ver a alguien a quien quieres volverse Oscuro. Convertirse en otra cosa.

Pero Emma estaba negando con la cabeza.

—Mark no se volvió Oscuro. Se lo llevaron.

—¿Se lo llevaron? —preguntó Clary, ceñuda.

—No querían que bebiera de la Copa porque tiene sangre de hada —explicó Emma, y Clary recordó a Alec diciendo que había antepasados hadas en el árbol genealógico de los Blackthorn. Como si adivinara la siguiente pregunta de Clary, Emma añadió—: Solo Mark y Helen tienen sangre de hada. Son de la misma madre, pero los dejó con el señor Blackthorn cuando eran pequeños. Julian y los otros son de otra madre.

—Oh —exclamó Clary, y no quiso presionarla mucho, para que esa niña herida no pensara que era otra adulta que la veía tan solo como una fuente de respuestas para sus preguntas—. Conozco a Helen. ¿Mark se le parece?

—Sí. Helen y Mark tienen las orejas un poco en punta y el cabello claro. Ninguno de los otros Blackthorn es rubio. Todos tienen el cabello castaño excepto Ty, y nadie sabe por qué él tiene el pelo negro. Livvy no lo tiene, y es su melliza. —El rostro de Emma había recuperado un poco de color y animación; era evidente que le gustaba hablar de los Blackthorn.

—¿Y no quisieron que Mark bebiera de la Copa? —preguntó Clary. Personalmente, le sorprendía que a Sebastian le importara lo que Mark fuera. Nunca había tenido la obsesión de Valentine con los subterráneos, aunque tampoco era que le gustasen—. Quizá no funciona si tienes sangre de subterráneo.

—Quizá —repuso Emma.

Clary puso una mano sobre la de ella. Temía la respuesta, pero no podía evitar hacerse una pregunta.

—¿También transformó a tus padres?

—No… no —contestó Emma, y la voz le comenzó a temblar—. Están muertos. No estaban en el Instituto; se hallaban investigando un informe de actividad demoníaca. El mar arrastró sus cadáveres a la playa después del ataque. Pude haber ido con ellos, pero preferí quedarme en el Instituto. Quería entrenar con Jules. Si hubiera ido con ellos…

—Si hubieras ido, también estarías muerta —la interrumpió Clary.

—¿Y cómo puedes saberlo? —preguntó Emma, pero había algo en sus ojos, algo que quería creerla.

—Puedo ver lo buena cazadora de sombras que eres —continuó Clary—. Te veo las Marcas. Te veo las cicatrices. Y el modo en que sujetas la espada. Si eres tan buena, solo puedo pensar que ellos también lo eran. Y algo que consiguió matarlos a los dos no es algo de lo que los pudieras haber salvado. —Pasó los dedos suavemente por la espada—. Los héroes no son siempre los que ganan —sentenció—. A veces, son los que pierden. Pero siguen luchando, y siguen aguantando. No se rinden. Eso es lo que los convierte en héroes.

Emma inspiró, trémula, y justo en ese momento llamaron a la puerta. Clary se volvió a medias mientras la puerta se abría, dejando pasar la luz del exterior y a Jace. Él la miró a los ojos y sonrió mientras se apoyaba en el marco de la puerta. Su cabello se veía muy dorado, y los ojos de un tono un poco más claro. A veces, Clary creía poder ver el fuego dentro de él, iluminándole los ojos, la piel y las venas, moviéndose bajo la superficie.

—Clary —dijo él.

Ella creyó oír un gritito a su espalda. Emma se aferraba a la espada y pasaba la mirada de Clary a Jace con los ojos muy abiertos.

—El Consejo ha acabado —las informó Jace—. Y me parece que a Jia no le ha gustado mucho que salieras corriendo de allí.

—Así que estoy metida en un lío —concluyó Clary.

—Como de costumbre —declaró Jace, pero su sonrisa suavizó sus palabras—. Nos vamos. ¿Estás lista?

Clary negó con la cabeza.

—Nos veremos en la casa. Y luego podréis contarme lo que ha pasado en el Consejo.

Jace vaciló.

—Haz que Aline o Helen te acompañen —dijo finalmente—. La casa del Cónsul está un poco más allá en la misma calle que la del Inquisidor. —Se subió la cremallera de la chaqueta, salió de la habitación y cerró la puerta tras él.

Clary se volvió hacia Emma, que seguía mirándola muy fijamente.

—¿Conoces a Jace Lightwood? —preguntó Emma.

—Yo… ¿Qué?

—Es famoso —afirmó Emma con evidente asombro—. Es el mejor cazador de sombras. El mejor.

—Es mi amigo —dijo Clary, y se dio cuenta de que la conversación había tomado un giro inesperado.

Emma la miró desafiante.

—Es tu novio.

—¿Cómo lo…?

—He visto cómo te miraba —explicó Emma—, y además, todo el mundo sabe que Jace Lightwood tiene novia, y que es Clary Fairchild. ¿Por qué no me has dicho tu nombre?

—Supongo que no esperaba que lo reconocieras —contestó Clary, impresionada.

—No soy tonta —soltó Emma en un tono de enfado que hizo que Clary se sobresaltara antes de echarse a reír.

—No, no lo eres. Eres muy lista —afirmó—. Y me alegro de que te hayas enterado de quién soy, porque quiero que sepas que puedes venir a hablar conmigo siempre que lo desees. No solo de lo que pasó en el Instituto, sino de todo lo que te parezca. Y puedes hablar con Jace también. ¿Hace falta que te explique dónde encontrarnos?

Emma negó con la cabeza.

—No. —Su voz volvía a ser tranquila—. Sé dónde está la casa del Inquisidor.

—Vale. —Clary se cogió las manos, sobre todo para no lanzarse a abrazar a la niña. No creía que a Emma le gustara. Se volvió hacia la puerta.

—Si eres la novia de Jace Lightwood, deberías tener una espada mejor —dijo Emma de repente, y Clary miró la espada que se había colgado esa mañana, una vieja que había metido con sus cosas de Nueva York.

Tocó la empuñadura.

—¿Esta no sirve?

—Para nada —repuso Emma negando con la cabeza.

Lo decía tan en serio que Clary sonrió.

—Gracias por el consejo.