RESISTIR O CAER
Despertar era como verse sumergida en un baño de agua helada. Emma se sentó de golpe, el sueño roto, la boca abierta en un grito.
—¡Jules! ¡Jules!
Había movimiento en la oscuridad, una mano sobre su brazo, y una inesperada luz que se le clavó en los ojos. Emma ahogó un grito y manoteó hacia atrás, apretándose contra las almohadas. Se dio cuenta de que se hallaba en una cama, con las almohadas apiladas tras la espalda y las sábanas enrolladas en el cuerpo en un sudado revoltijo. Parpadeó para alejar la oscuridad de sus ojos, e intentó enfocarlos.
Helen Blackthorn estaba inclinada sobre ella, sus ojos verde azulado marcados de preocupación y una luz mágica en la mano. Se hallaban en una habitación con un techo muy inclinado hacia ambos lados, como en una cabaña de un cuento de hadas. Una gran cama con dosel se hallaba en el centro de la habitación, y entre las sombras que había a la espalda de Helen, Emma pudo ver muebles: un armario cuadrado, un sofá largo, una mesa con patas desvencijadas…
—¿D… dónde estoy? —A Emma le castañeteaban los dientes—. ¿Dónde están mis padres?
—Has llegado a través del Portal con Julian —le explicó Helen con suavidad, sin responder a su pregunta—. De algún modo, todos conseguisteis llegar. Es un milagro, ¿sabes? La Clave abrió el camino, pero el Portal es un viaje duro. Dru pasó con Tavvy en brazos, y los mellizos llegaron juntos, claro. Y luego, cuando ya casi habíamos perdido la esperanza, vosotros dos. Estabas inconsciente, Emma. —Le apartó el cabello de la frente—. Estábamos muy preocupados. Deberías haber visto a Jules…
—¿Qué está pasando? —quiso saber Emma. Se apartó de la mano de Helen, no porque no le cayese bien, sino porque el corazón le golpeaba dentro del pecho—. ¿Qué hay de Mark, y del señor Blackthorn…?
Helen vaciló un momento.
—Sebastian Morgenstern ha atacado seis Institutos en los últimos días. O los ha matado a todos o los ha transformado. Puede emplear la Copa Infernal para hacer que los cazadores de sombras… ya no sean ellos.
—Lo vi hacerlo —susurró Emma—. A Katerina. Y también ha transformado a tu padre. E iban a hacérselo a Mark, pero Sebastian dijo que no lo quería porque tenía sangre de hada.
Helen hizo una mueca de dolor.
—Tenemos motivos para creer que Mark sigue vivo —explicó—. Han podido rastrearlo hasta el lugar donde desapareció, pero las runas indican que no está muerto. Es posible que Sebastian lo retenga como rehén.
—Mis… mis padres —repitió Emma, esta vez con la garganta aún más seca. Sabía lo que significaba que Helen no le hubiera contestado enseguida—. ¿Dónde están? No estaban en el Instituto, así que Sebastian no ha podido hacerles daño.
—Hmm… —Helen soltó aire. De repente parecía muy joven, tanto como Jules—. Sebastian no solo ataca los Institutos; asesina o se lleva a los miembros del Cónclave de sus propias casas. Tus padres… La Clave trató de localizarlos, pero no pudo. El mar ha arrastrado sus cuerpos hasta Marina del Rey; han aparecido en la playa esta mañana. La Clave no sabe exactamente lo que ocurrió, pero…
La voz de Helen pasó a soltar una retahíla de palabras sin sentido, palabras como «identificación positiva» y «cicatrices y marcas en los cuerpos» y «no se han encontrado pruebas». Cosas como «en el agua durante horas» y «no hay forma de transportar los cadáveres» y «han tenido todos los ritos funerarios adecuados, los han quemado en la playa como ambos habían pedido, ¿lo entiendes…?».
Emma gritó. Al principio era un grito sin palabras que se hacía más y más fuerte; un grito que le rasgó la garganta y le puso el sabor del metal en la boca. Era un grito de pérdida tan inmensa que no había palabras para expresarla. Era el grito inarticulado de tener el cielo sobre la cabeza, el aire en los pulmones, arrancado para siempre. Gritó y gritó de nuevo, tiró del colchón con las manos hasta que lo agujereó y tuvo plumas y sangre bajo las uñas. Y Helen sollozaba, tratando de sujetarla, diciéndole: «Emma, Emma, por favor, Emma, por favor».
Y entonces, de repente, la iluminación aumentó. Alguien había encendido una lámpara en la habitación, y Emma oyó sus nombres en una voz urgente y conocida, y Helen la soltó y ahí estaba Jules, inclinado sobre el borde de la cama y tendiéndole algo, algo que brillaba dorado bajo la nueva y brusca luz.
Cortana. Desenvainada, desnuda sobre la palma de su mano como una ofrenda. Emma pensó que aún seguía gritando, pero cogió la espada, y las palabras destellaron sobre la hoja, deslumbrándola: «Soy Cortana, del mismo acero y temple que Joyeuse y Durendal».
Oyó la voz de su padre en su interior: «Durante generaciones esta espada ha pertenecido a los Carstairs. La inscripción nos recuerda que los cazadores de sombras somos las armas del Ángel. Templados por el fuego, nos hacemos más fuertes. Cuando sufrimos, sobrevivimos».
Emma se atragantó al tragarse los gritos, al obligarlos a quedarse dentro de ella y en silencio. Eso era lo que su padre había querido decir: al igual que Cortana, ella tenía acero en las venas y debía ser fuerte. Incluso si sus padres no estaban ahí para verlo, sería fuerte por ellos.
Abrazó la espada contra el pecho. Como en la distancia, oyó a Helen soltar una exclamación e ir hacia ella, pero Julian, que siempre sabía lo que Emma necesitaba, le detuvo la mano a Helen. Emma rodeaba la hoja con los dedos, y la sangre le corría por los brazos y el pecho donde la punta le había hecho un corte en la clavícula. No lo notó. Meciéndose adelante y atrás, apretó la espada como si fuera la única cosa que jamás hubiera amado, y dejó que cayera la sangre en vez de las lágrimas.
Simon no podía quitarse de encima la sensación de déjà vu.
Había estado ahí antes, de pie fuera del Instituto, observando a los Lightwood desaparecer por un brillante Portal. Aunque entonces, incluso antes de llevar la Marca de Caín, el Portal lo había abierto Magnus, y esta vez estaba bajo la supervisión de una bruja de piel azul llamada Catarina Loss. En aquella ocasión, lo habían llamado porque Jace había querido hablar con él de Clary antes de desaparecer en otro país.
Esta vez, Clary iba a desaparecer con ellos.
Notó la mano de ella en la suya, los dedos rodeándole suavemente la muñeca. Todo el Cónclave, casi todos los cazadores de sombras de Nueva York, habían atravesado la verja del Instituto y traspasado el brillante Portal. Los Lightwood, como guardianes del Instituto, serían los últimos. Simon había estado allí desde el principio del ocaso, tiras de cielo rojo cayendo por detrás de los edificios que dibujaban el perfil de Nueva York, y en ese momento la luz mágica iluminaba la escena, realzando pequeños detalles relucientes: el látigo de Isabelle, la chispa de fuego que saltaba del anillo familiar de Alec al mover las manos, los destellos del cabello claro de Jace.
—Parece diferente —comentó Simon.
Clary lo miró. Como el resto de los cazadores de sombras, iba vestida con lo que Simon solo podía describir como una capa. Al parecer era lo que se ponían durante el frío del invierno; estaba hecha de un material negro pesado y aterciopelado, y se cerraba con una hebilla sobre el pecho. Se preguntó de dónde la habría sacado Clary. Tal vez acabaran de repartirlas.
—¿El qué?
—El Portal —contestó Simon—. Parece diferente del que abrió Magnus. Más… azul.
—Quizá todos tengan diferentes estilos.
Simon miró a Catarina. Parecía muy eficiente, como una enfermera o una maestra de jardín de infancia. Definitivamente no era como Magnus.
—¿Cómo está Izzy?
—Preocupada, creo. Todos estamos preocupados.
Un breve silencio. Clary suspiró, su aliento quedó flotando, blanco, en el aire invernal.
—No me gusta que te vayas —dijo Simon.
—No me gusta marcharme y dejarte aquí —decía Clary justo al mismo tiempo.
—No me pasará nada —repuso Simon—. Tengo a Jordan para cuidarme.
Porque Jordan estaba allí, sentado en lo alto del muro que rodeaba el Instituto y con aspecto vigilante.
—Y nadie ha tratado de matarme en las dos últimas semanas.
—No tiene ninguna gracia —replicó Clary frunciendo el ceño.
El problema, pensó Simon, era que resultaba difícil asegurar a alguien que no te iba a pasar nada cuando eras un vampiro diurno. Algunos vampiros querían a Simon a su lado, ansiosos por beneficiarse de sus extraños poderes. Camille había tratado de reclutarlo, y otros quizá lo intentaran, pero Simon tenía la impresión de que la mayoría de los vampiros querían matarlo.
—Estoy seguro de que Maureen aún espera ponerme las manos encima —comentó Simon. Maureen era la nueva jefa del clan de los vampiros de Nueva York y creía estar enamorada de Simon. Lo que habría sido menos incómodo ni no tuviera solo trece años—. Sé que la Clave advirtió a todos que no me tocaran, pero…
—Maureen quiere tocarte —dijo Clary con una sonrisa de medio lado—. Tocarte mal.
—Silencio, Fray.
—Jordan te la sacará de encima.
Simon miró al frente, meditabundo. Había estado tratando de no mirar a Isabelle, que solo lo había saludado con un breve gesto de la mano desde que él había llegado al Instituto. Estaba ayudando a su madre, su negra melena ondeando bajo el fuerte viento.
—Podrías ir a hablar con ella —sugirió Clary—. En vez de quedarte mirándola como un tonto.
—No la estoy mirando como un tonto. La miro sutilmente.
—Yo me he dado cuenta —señaló Clary—. Mira, ya sabes cómo se pone Isabelle. Cuando está mal, se cierra en banda. No habla con nadie excepto con Jace o Alec, porque no confía en casi nadie. Pero si vas a ser su novio, tienes que demostrarle que eres una de las personas en las que puede confiar.
—No soy su novio. Al menos, no creo ser su novio. Además, ella nunca ha usado la palabra «novio».
Clary le dio una patada en el tobillo.
—Vosotros dos necesitáis DLR más que nadie que haya conocido.
—¿Definiendo las relaciones por aquí? —proclamó una voz a su espalda. Simon se volvió y vio a Magnus, muy alto contra el oscuro cielo. Iba vestido con sobriedad: vaqueros y una camiseta negra, el cabello negro caído en parte sobre los ojos—. Ya veo que incluso mientras el mundo se hunde en la oscuridad y el peligro, vosotros dos os quedáis ahí discutiendo vuestra vida amorosa. Adolescentes.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Simon, demasiado sorprendido para responderle con alguna ironía.
—He venido a ver a Alec —contestó Magnus.
Clary lo miró alzando las cejas.
—¿Qué era eso de los adolescentes?
Magnus alzó un dedo amenazador.
—No te pases de la raya, bomboncito —le advirtió. Pasó junto a ellos y se perdió entre la multitud que rodeaba el Portal.
—¿Bomboncito? —repitió Simon, extrañado.
—Lo creas o no, ya me ha llamado eso antes —confesó Clary—. Simon, mira. —Se volvió hacia él y le sacó la mano del bolsillo de los vaqueros. Se la miró y sonrió—. El anillo —dijo—. Muy cómodo cuando funcionaba, ¿no?
Simon también bajó la mirada. Un anillo de oro con la forma de una hoja le rodeaba el dedo anular. En un tiempo había sido una conexión con Clary. En ese momento, con el de ella destruido, solo era un anillo, pero de todas formas lo había conservado. Sabía que se parecía bastante a tener la mitad de un collar de «mejores amigos», pero no podía evitarlo. Era un objeto bonito, y todavía era un símbolo de la conexión que había entre ellos.
Ella le apretó la mano con fuerza y lo miró a los ojos. Había sombras moviéndose en el verde de sus iris, y él supo que estaba asustada.
—Ya sé que solo es una reunión del Consejo… —comenzó Clary.
—Pero os quedaréis en Idris.
—Solo hasta que averigüemos qué ha pasado en los Institutos y cómo protegerlos —explicó Clary—. Luego volveremos. Sé que los teléfonos, los mensajes y todo eso no funcionan en Idris, pero si necesitas hablar conmigo, díselo a Magnus. Él encontrará el modo de hacerme llegar el mensaje.
Simon notó un nudo en la garganta.
—Clary…
—Te quiero —lo cortó ella—. Eres mi mejor amigo. —Le soltó la mano con los ojos brillantes—. No, no digas nada, no quiero que digas nada. —Se volvió y casi salió corriendo hacia el Portal, donde Jocelyn y Luke la estaban esperando, con tres bolsos de viaje a sus pies. Luke miró a Simon desde el patio con expresión pensativa.
Pero ¿dónde estaba Isabelle? La multitud de cazadores de sombras se había reducido. Jace se puso junto a Clary, con la mano en su hombro; Maryse estaba cerca del Portal, pero Isabelle, que había estado con ella…
—Simon —lo llamó una voz junto al hombro, y al volverse vio a Izzy, su rostro una mancha pálida entre el oscuro cabello y la aún más oscura capa, mirándolo con una expresión medio de enfado medio de pena—. Supongo que ahora es cuando nos decimos adiós, ¿no?
—Muy bien —empezó Magnus—. Querías hablar conmigo. Así que habla.
Alec lo miró con los ojos muy abiertos. Habían rodeado la iglesia y se hallaban en un pequeño jardín, quemado por el frío, entre los setos deshojados. Gruesas ramas cubrían la piedra del muro y la oxidada verja cercana, tan desnuda por el invierno que Alec podía ver la calle a través de los espacios en la puerta de hierro. Cerca había un banco de piedra, su áspera superficie cubierta de hielo.
—Yo quería… ¿Qué?
Magnus lo miraba torvamente, como si hubiera hecho algo estúpido. Alec sospechó que así era. Tenía los nervios repiqueteándole como campanillas al viento y un nudo en el estómago. La última vez que había visto a Magnus, el brujo se alejaba de él por un túnel en desuso del metro, cada vez más pequeño hasta desaparecer en la distancia. Aku cinta kamu, le había dicho a Alec. «Te amo», en indonesio.
Eso le había dado una chispa de esperanza, la suficiente para llamar a Magnus docenas de veces, la suficiente para seguir mirando su móvil, comprobando el correo y lanzando la mirada por la ventana de su habitación, que parecía extraña, vacía y desconocida sin Magnus en ella, en absoluto su habitación de siempre, permanentemente a la espera de mensajes o notas enviados de forma mágica.
Y en ese momento Magnus estaba ante él, con su despeinado cabello negro y las pupilas de gato, su voz como una melaza oscura y su rostro frío, anguloso y hermoso, que no revelaba nada en absoluto, y Alec se sintió como si hubiera comido pegamento.
—Querías hablar conmigo —repitió Magnus—. He supuesto que ese era el significado de todas esas llamadas. Y la razón por la que habías enviado a tus estúpidos amigos a mi apartamento. ¿O acaso haces eso con todo el mundo?
Alec tragó para humedecerse un poco la garganta y dijo lo primero que le pasó por la cabeza.
—¿No vas a perdonarme nunca?
—Yo… —Magnus calló y apartó la mirada, negando con la cabeza—. Alec. Te he perdonado.
—Pues no lo parece. Pareces enfadado.
Cuando Magnus volvió a mirarlo, su expresión era más dulce.
—Estoy preocupado por ti —dijo—. Los ataques a los Institutos. Lo acabo de oír.
Alec sintió que el mundo le daba vueltas. Magnus lo perdonaba; Magnus estaba preocupado por él.
—¿Sabías que nos vamos a Idris?
—Catarina me dijo que la habían llamado para abrir un Portal. Lo he supuesto —contestó Magnus con ironía—. Me ha sorprendido un poco que no me llamaras o me enviaras un mensaje para decirme que te marchabas.
—Nunca has contestado ni a las llamadas ni a los mensajes —le recordó Alec.
—Eso no te ha detenido antes.
—Todo el mundo se detiene, al final —replicó Alec—. Además, Jace me ha roto el móvil.
Magnus soltó una carcajada contenida.
—Oh, Alexander.
—¿Qué? —preguntó Alec, realmente confuso.
—Eres tan… eres… Lo que quiero es besarte —dijo Magnus de golpe, y luego negó con la cabeza—. ¿Ves?, por esto no he querido verte.
—Pero ahora estás aquí —repuso Alec. Recordó la primera vez que Magnus lo había besado, contra la pared exterior de su apartamento. Todos los huesos se le habían vuelto de mantequilla y había pensado: «Oh, bien, así es como se supone que es. Ahora lo entiendo»—. Podrías…
—No puedo —lo cortó Magnus—. No está funcionando. No estaba funcionando. Tienes que haberte dado cuenta, ¿no? —Tenía las manos en los hombros de Alec. Este notaba los pulgares de Magnus rozarle el cuello, la clavícula, y todo su cuerpo se estremeció—. ¿No? —repitió Magnus, y lo besó.
Alec se dejó llevar por el beso. Fue totalmente silencioso. Oyó el crujido de sus botas sobre el suelo nevado al avanzar, la mano de Magnus deslizándose hasta su nuca, y Magnus, que sabía igual que siempre, dulce y amargo y familiar, y Alec abrió los labios para lanzar un grito ahogado, o para respirar o para aspirar a Magnus, pero fue demasiado tarde, porque Magnus se apartó de él y dio un paso atrás. Se había acabado.
—¿Qué? —preguntó Alec, como atontado y extrañamente menguado—. Magnus, ¿qué?
—No debería haber hecho esto —se apresuró a decir Magnus. Estaba claramente agitado, de un modo que Alec pocas veces le había visto, con el rubor instalado en los marcados pómulos—. Te perdono, pero no puedo estar contigo. No puedo. No funciona. Voy a vivir eternamente, o al menos hasta que alguien finalmente me mate, y tú no, y es demasiado para que lo aceptes…
—No me digas lo que es demasiado para mí —le espetó Alec con una letal sequedad.
Tan pocas veces había visto sorprendido a Magnus que esa expresión casi parecía ajena a su rostro.
—Es demasiado para la mayoría de la gente —dijo—. La mayoría de los mortales. Tampoco es fácil para nosotros. Ver a alguien que amas envejecer y morir. Una vez conocí a una chica, inmortal igual que yo…
—¿Y estaba con algún mortal? —preguntó Alec—. ¿Qué sucedió?
—Él murió —contestó Magnus. Había una irreversibilidad tal en el modo en que lo dijo que demostraba un dolor más profundo del que podían expresar las palabras. Sus ojos felinos brillaron en la oscuridad—. No sé cómo pude pensar que esto podría funcionar. Lo siento, Alec. No debería haber venido.
—No —replicó Alec—. No deberías.
Magnus lo miraba con cierto recelo, como si se hubiera acercado a un conocido por la calle y hubiese descubierto que no era tal sino un desconocido.
—No sé por qué lo has hecho —continuó diciendo Alec—. Sé que me he estado torturando durante semanas por ti, y por lo que hice, y pensando en que no debería haberlo hecho, que nunca debí haber hablado con Camille. Lo he lamentado y lo he entendido y me he disculpado y disculpado, y tú ni siquiera estabas ahí. Lo he hecho todo sin ti. Así que me pregunto qué más puedo hacer, sin ti. —Miró a Magnus pensativo—. Lo que pasó fue culpa mía. Pero también tuya. Podría haber aprendido a que no me importara que seas inmortal y yo no. Todas las parejas tienen juntos el tiempo que tienen, y no más. Quizá no seamos tan diferentes en eso. Pero no sé cuándo naciste. No sé nada de tu vida, ni cómo te llamas de verdad ni nada de tu familia, ni cómo era el primer rostro que amaste, ni la primera vez que te rompieron el corazón. Tú lo sabes todo de mí, y yo no sé nada de ti. Ese es el auténtico problema.
—Te dije en nuestra primera cita que tendrías que aceptarme como era, sin preguntas…
Alec hizo un gesto de rechazo.
—No es justo pedir eso, y tú sabes, sabías, que yo no conocía lo suficiente sobre el amor para comprenderlo. Actúas como si fueras la parte ofendida, pero has tenido mucho que ver en esto, Magnus.
—Sí —asintió este después de un instante—. Sí, supongo que sí.
—Pero eso no cambia nada, ¿verdad? —continuó Alec, y notó que el aire frío le entraba en los pulmones—. Nunca cambia, no contigo.
—No puedo cambiar —repuso Magnus—. Ha pasado demasiado tiempo. Los inmortales nos petrificamos, como fósiles convertidos en piedra. Pensé, cuando te conocí, que tenías toda esa maravilla, toda esa alegría y que todo era nuevo para ti, y pensé que eso me cambiaría, pero…
—Cambia, pues —lo interrumpió Alec, pero el tono no le salió furioso ni severo, como pretendía, sino suave, casi como un ruego.
Pero Magnus solo negó con la cabeza.
—Alec, tú conoces mi sueño. El de la ciudad hecha de sangre, y la sangre en las calles y las torres de hueso. Si Sebastian consigue lo que quiere, eso será este mundo. La sangre será la de los nefilim. Vete a Idris. Estarás más seguro allí, pero no te confíes, no bajes la guardia. Necesito que vivas —le susurró; se dio la vuelta de golpe, y se alejó.
«Necesito que vivas».
Alec se sentó en el helado banco de piedra y hundió la cabeza entre las manos.
—No adiós para siempre —protestó Simon, pero Isabelle solo frunció el ceño.
—Ven aquí —le dijo, tirándolo de la manga. Llevaba unos guantes de terciopelo rojo, y sus manos parecían una mancha de sangre contra la tela azul marino de la chaqueta de Simon.
Este apartó esa idea de su cabeza. Ojalá no pensara en la sangre en los momentos más inoportunos.
—¿Adónde?
Isabelle puso los ojos en blanco y lo empujó hacia un lado para meterlo en un oscuro recoveco cercano a la entrada de la verja del Instituto. No era un sitio muy grande, y Simon notó el calor que emanaba del cuerpo de Isabelle; ni el calor ni el frío lo afectaban desde que se había transformado en un vampiro, a no ser que fuera el calor de la sangre. No sabía si era porque ya había bebido antes la sangre de Isabelle o por algo más profundo, pero le notaba el pulso en las venas de un modo que no notaba el de nadie más.
—Ojalá pudiera ir contigo a Idris —dijo Simon sin preámbulos.
—Estás más seguro aquí —repuso ella, aunque sus oscuros ojos se dulcificaron—. Además, no nos vamos para siempre. Los únicos subterráneos que pueden entrar en Alacante son los miembros del Consejo, porque tienen que asistir a la reunión. Se les ocurrirá lo que tenemos que hacer y seguramente nos enviarán de vuelta. No podemos escondernos en Idris mientras Sebastian arrasa todo lo que le viene en gana. Los cazadores de sombras no hacen eso.
Él le acarició la mejilla con el dedo.
—Pero ¿quieres que me esconda aquí?
—Aquí tienes a Jordan para echarte un ojo —contestó ella—. Tu guardaespaldas personal. Eres el mejor amigo de Clary —añadió—. Sebastian lo sabe. Eres un rehén en potencia. Debes estar donde no esté él.
—Nunca antes ha mostrado ningún interés por mí; no sé por qué iba a empezar ahora.
Isabelle se encogió de hombros y se envolvió más estrechamente en la capa.
—Nunca antes había mostrado ningún interés por quien no fuera Clary o Jace, pero eso no significa que no vaya a empezar ahora. No es estúpido. —Lo dijo como a regañadientes, como si le molestara incluso reconocer eso de Sebastian—. Clary haría cualquier cosa por ti.
—Y también por ti, Izzy. —Al ver la mirada de duda de Isabelle, le tomó el rostro entre las manos—. Vale, entonces si no vais a estar fuera mucho tiempo, ¿a qué viene todo esto?
Isabelle hizo una mueca. Tenía las mejillas y la boca sonrosadas; el frío le sacaba el rubor a la superficie. Simon deseó poder presionar sus fríos labios sobre los de ella, tan llenos de sangre, vida y calor, pero no olvidaba que sus padres la observaban.
—He oído a Clary cuando se estaba despidiendo te ti. Ha dicho que te quería.
Simon la miró fijamente.
—Sí, pero no lo decía en ese sentido… Izzy…
—Ya lo sé —lo cortó Isabelle—. Por favor, eso ya lo sé. Pero es que lo ha dicho con tanta facilidad, y tú se lo has dicho a ella igual de fácil… y yo nunca se lo he dicho a nadie que no fuera de mi familia.
—Porque si lo dices —intervino Simon—, podrías sufrir. Por eso no lo haces.
—Tú también. —Los ojos de Isabelle eran grandes y negros, y las estrellas se reflejaban en ellos—. Sufrir. También tú podrías sufrir.
—Lo sé —repuso Simon—. Lo sé y no me importa. Jace me dijo una vez que me pisotearías el corazón con tus botas de tacón, y eso no me ha hecho cambiar.
Isabelle soltó un leve bufido de risa contenida.
—¿Eso te dijo? ¿Y tú te has quedado?
Él se inclinó hacia ella. Si hubiera tenido aliento, le habría agitado el cabello.
—Lo consideraría un honor.
Isabelle volvió la cabeza y sus labios se rozaron. Los de ella eran dolorosamente cálidos. Estaba haciendo algo con las manos… desabrochándose la capa, pensó Simon por un momento, pero sin duda Isabelle no iba a comenzar a sacarse la ropa delante de toda la familia, ¿no? Tampoco era que Simon creyera tener la fuerza necesaria para detenerla. Era Isabelle, después de todo, y casi, casi le había dicho que lo quería.
Los labios de Isabelle rozaron la piel de Simon al hablar.
—Ten esto —susurró ella, y Simon notó algo frío en la nuca, y el suave roce del terciopelo cuando ella se apartó y le tocó el cuello con los guantes.
Simon bajó la mirada. Sobre su pecho brillaba un cuadrado rojo sangre: el colgante de rubí de Isabelle. Era una herencia de cazadores de sombras, una piedra encantada para detectar la presencia de la energía demoníaca.
—No puedo aceptarlo —repuso él, sorprendido—. Iz, debe de valer una fortuna.
Ella se cuadró de hombros.
—Es un préstamo, no un regalo. Quédatelo hasta que nos veamos de nuevo. —Acarició el rubí con un dedo enguantado—. Según una vieja historia, entró en mi familia por un vampiro. Así que resulta adecuado.
—Isabelle, yo…
—No —lo cortó ella, aunque él no sabía muy bien qué había estado a punto de decir—. No lo digas, no ahora. —Se estaba apartando de él. Simon veía a su familia más allá, todo lo que quedaba del Cónclave. Luke ya había pasado por el Portal y Jocelyn estaba a punto de seguirlo. Alec, que apareció por el lado del Instituto con las manos en los bolsillos, miró hacia Isabelle y Simon, alzó una ceja y siguió caminando—. Solo que… no salgas con nadie mientras yo no estoy, ¿de acuerdo?
Él se la quedó mirando.
—¿Quiere eso decir que estamos saliendo? —preguntó, pero ella solo curvó los labios en una sonrisa; luego se volvió y salió corriendo hacia el Portal. Simon la vio cogerle la mano a Alec, y juntos lo atravesaron. Maryse los siguió, y luego Jace, y finalmente Clary junto a Catarina, enmarcada por la chispeante luz azul.
Le guiñó un ojo a Simon y cruzó. Él vio el remolino del Portal atrapándola, y luego Clary desapareció.
Simon puso la mano sobre el rubí que llevaba al cuello. Creyó notar un latido en el interior de la piedra, un pulso. Era casi como volver a tener un corazón.