CAE COMO LA LLUVIA
Instituto de Los Ángeles, diciembre 2007
El día que mataron a los padres de Emma Carstairs hacía un tiempo estupendo.
Por otra parte, el tiempo solía ser siempre estupendo en Los Ángeles. La madre y el padre de Emma la dejaron una clara mañana de invierno en el Instituto, en las colinas detrás de la Autopista de la Costa del Pacífico, con vistas al océano azul. El cielo era una explanada sin nubes que se extendía desde los acantilados de las Pacific Palisades hasta las playas de Point Dume.
La noche anterior había llegado un informe sobre actividades demoníacas en las cuevas de la playa de Leo Carrillo. Habían encargado a los Carstairs que echaran un vistazo. Más tarde, Emma recordaría a su madre recogiéndose tras la oreja un mechón que el viento le había soltado, mientras se ofrecía a dibujarle un runa de temeridad al padre de Emma, y a este, John Carstairs, riendo y diciendo que no estaba muy seguro de qué opinaba de esas runas nuevas. Ya le iba bien con las que se hallaban en el Libro Gris, muchas gracias.
En aquel momento, Emma se había impacientado con sus padres, y los había abrazado apresuradamente antes de echar a correr escalera arriba hacia la puerta del Instituto, con la mochila que le saltaba entre los hombros mientras les decía adiós con la mano desde el patio.
Emma estaba entusiasmada de poder entrenar en el Instituto. No solo su mejor amigo, Julian, vivía allí, sino que ella siempre se sentía como si estuviera volando hacia el océano al entrar en él. Era una estructura enorme, de madera y piedra, situada al final de un largo camino de gravilla que serpenteaba entre las colinas. Todas las habitaciones, todos los pisos, daban al océano, a las montañas y al cielo, grandes extensiones ondeantes de azules, verdes y dorados. El sueño de Emma era subir al tejado con Jules (aunque hasta ese momento los padres les habían chafado el plan) para contemplar la vista que se abría hasta el desierto del sur.
La puerta principal la reconoció y se abrió con facilidad bajo su empujón. La entrada y los pisos bajos del Instituto estaban llenos de cazadores de sombras adultos que iban de un lado para otro. Algún tipo de reunión, supuso Emma. En medio del gentío, vio de refilón al padre de Julian, Andrew Blackthorn, el director del Instituto. Como no quería que la entretuvieran con saludos, se apresuró a ir al vestuario del segundo piso, donde se cambió los tejanos y la camiseta por el equipo de entrenamiento: una camisa amplia, unos pantalones anchos de algodón y lo más importante: una espada a la espalda.
Cortana. Su nombre solo quería decir «espada corta», pero para Emma no era corta. Tenía la longitud de su antebrazo, de metal brillante y con una inscripción en la hoja que siempre la hacía estremecerse: «Soy Cortana, del mismo acero y temple que Joyeuse y Durendal». Su padre le había explicado lo que eso significaba el día que se la había puesto en sus manos de niña de diez años por primera vez.
—Puedes usar esta espada para entrenarte hasta que cumplas los dieciocho, momento en que será tuya —le había dicho John Carstairs, sonriéndole mientras pasaba los dedos por encima de la inscripción—. ¿Entiendes lo que quiere decir?
Ella había negado con la cabeza. «Acero» lo entendía, pero no lo de «temple». «Temple» significaba «temperamento», algo que su padre siempre le estaba diciendo que debía controlar. ¿Qué tenía eso que ver con la hoja de una espada?
—Ya conoces a la familia Wayland —le había dicho su padre—. Eran famosos por las armas que hacían, antes de que las Hermanas de Hierro comenzaran a forjar todas las armas de filo de los cazadores de sombras. Wayland el Herrero creó a Excálibur y a Joyeuse, las espadas de Arturo y Lancelot, y a Durendal, la espada del héroe Rolando. E hicieron también esta espada, del mismo acero. Y todo acero se debe templar, someterlo a un gran calor, casi el suficiente para derretir o destruir el metal; eso lo hace más fuerte. —La besó en la coronilla—. Durante generaciones, esta espada ha pertenecido a los Carstairs. La inscripción nos recuerda que los cazadores de sombras somos las armas del Ángel. Templados por el fuego, nos hacemos más fuertes. Cuando sufrimos, sobrevivimos.
A Emma se le hacía eterno esperar los seis años que le faltaban para cumplir los dieciocho, cuando podría viajar por el mundo luchando contra los demonios, cuando podría templarse en el fuego. En ese momento, se sujetó la espada y salió del vestuario, mientras se imaginaba cómo sería ese futuro. En su imaginación, se hallaba en lo alto de los acantilados ante el mar de Point Dume, rechazando a una horda de demonios raum con Cortana. Julian estaba con ella, claro, empleando su arma favorita: la ballesta.
En la imaginación de Emma, Jules, como llamaban a Julian, siempre estaba allí. Emma lo conocía desde que tenía uso de razón. Los Blackthorn y los Carstairs siempre habían estado unidos, y Jules solo tenía unos meses más que ella; Emma nunca había vivido en un mundo sin él. Había aprendido a nadar en el mar con él, cuando ambos eran bebés. Habían aprendido a andar y a correr juntos. Los padres de él la habían llevado en brazos, y los hermanos mayores de Jules la reñían cuando se portaba mal.
Y se había portado mal a menudo. Teñir de azul brillante al gato blanco de la familia Blackthorn, Oscar, había sido una idea de Emma cuando tenían siete años. De todas formas, Julian había cargado con la culpa, como solía hacer. Después de todo, había dicho, ella era hija única y él tenía seis hermanos; sus padres olvidarían su enfado con él mucho antes que los de ella.
Emma recordaba la muerte de la madre de Julian, justo después de nacer Tavvy, y de haberle cogido la mano a Jules mientras el cadáver ardía en los desfiladeros y el humo subía hacia el cielo. Recordaba que él había llorado; recordaba haber pensado que los chicos lloraban de un modo muy diferente del de las chicas, con unos horribles sollozos entrecortados que parecían que se los arrancaran con ganchos. Quizá para ellos fuera más duro, porque se suponía que no debían llorar.
—¡Uff! —Emma se tambaleó hacia atrás; estaba tan sumida en sus pensamientos que se había ido directa contra el padre de Julian, un hombre alto, con el mismo cabello castaño alborotado que la mayoría de sus hijos—. Perdón, señor Blackthorn.
Este sonrió de medio lado.
—Nunca he visto a nadie con tantas ganas de ir a clase —bromeó mientras ella atravesaba corriendo el vestíbulo.
La sala de entrenamiento era una de las favoritas de Emma. Ocupaba casi todo un piso, y tanto la pared del este como la del oeste eran de cristal transparente. Se podía ver el mar azul desde casi cualquier punto en que se mirase. La curva de la costa se veía en toda su extensión, las infinitas aguas del Pacífico extendiéndose hacia Hawái.
En el centro del pulido suelo de madera se hallaba la tutora de la familia Blackthorn, una mujer autoritaria llamada Katerina, que en ese momento estaba ocupada enseñando a los mellizos a lanzar los cuchillos. Livvy seguía las instrucciones obediente, como siempre, pero Ty fruncía el ceño y se resistía.
Julian, vestido con la holgada ropa de entrenamiento, estaba tumbado de espaldas cerca de la ventana y hablaba con Mark, que pretendía leer un libro y hacía todo lo posible para no hacer caso a su medio hermano pequeño.
—¿No crees que Mark es un nombre raro para un cazador de sombras? —estaba diciendo Julian cuando Emma se les acercó—. Quiero decir, si te lo piensas de verdad, es confuso. «Ponme una Marca, Mark».
Mark alzó la rubia cabeza del libro que estaba leyendo y miró molesto a su hermano. Julian jugueteaba con la estela, haciéndola girar en la mano. La cogía como un pincel, algo por lo que Emma siempre lo reñía. Se suponía que debía coger la estela como una estela, como si fuera una prolongación de la mano, no una herramienta artística.
Mark suspiró con exageración. A los dieciséis años era lo suficientemente mayor que Emma y Julian para encontrar que todo lo que estos hacían era molesto o ridículo.
—Si te molesta, puedes llamarme por mi nombre completo —contestó.
—¿Mark Anthony Blackthorn? —Julian arrugó la nariz—. Se tarda mucho en decirlo. ¿Y si nos atacara un demonio? Para cuando llegara a la mitad de tu nombre ya estarías muerto.
—En esa situación, ¿no serías tú quien me salvaría la vida? —preguntó Mark—. ¿No crees que estás yendo demasiado deprisa, eh, renacuajo?
—Podría pasar. —Julian, al que no le había gustado nada que lo llamara renacuajo, se incorporó hasta quedar sentado. Tenía mechones de cabello alborotados por toda la cabeza. Su hermana mayor, Helen, siempre intentaba peinárselo, pero no servía de nada. Tenía el cabello de los Blackthorn, como su padre y la mayoría de sus hermanos: desordenado de cualquier manera y de color castaño. El parecido entre los miembros de la familia fascinaba a Emma, que se parecía muy poco a su madre o a su padre, excepto si se consideraba que su padre también era rubio.
Helen llevaba meses en Idris con su novia, Aline; se habían intercambiado los anillos familiares e iban «muy en serio», según los padres de Emma, lo que sobre todo quería decir que se miraban con ojos de besugo. Emma estaba decidida, si alguna vez se enamoraba, a no ser tan pava. Sabía que había algo de revuelo por el hecho de que Helen y Aline fueran dos chicas, pero no entendía por qué, y los Blackthorn parecían apreciar mucho a Aline. Era una presencia relajante, y hacía que Helen no se pusiera de los nervios.
La ausencia de Helen significaba que nadie le cortaba el pelo a Jules, y el sol que entraba en la sala le teñía de oro las rizadas puntas. Las ventanas de la pared este mostraban el umbrío perfil de las montañas que separaban el mar del valle de San Fernando; unas colinas secas y polvorientas, llenas de cañones, cactus y matorrales espinosos. A veces, los cazadores de sombras salían a entrenar, y a Emma le encantaban esos momentos, le fascinaba descubrir senderos ocultos y cascadas secretas, y los lagartos adormilados que tomaban el sol en las rocas cercanas. Julian era un experto haciendo que los lagartos se le subieran a la mano y se durmieran allí mientras él les acariciaba la cabeza con el dedo.
—¡Cuidado!
Emma esquivó el cuchillo con punta de madera que pasó volando junto a su cabeza y chocó contra la ventana, salió rebotado y le dio a Mark en la pierna. Este dejó el libro a un lado y se puso en pie, enfadado. Técnicamente, Mark estaba haciendo de segundo supervisor, ayudando a Katerina, aunque prefería leer a enseñar.
—Tiberius —lo reprendió Mark—. No me tires cuchillos.
—Ha sido un accidente. —Livvy se interpuso entre su mellizo y Mark. Tiberius tenía el cabello tan oscuro como rubio lo tenía Mark; era el único de los Blackthorn, aparte de Mark y Helen, que no contaban por tener sangre de subterráneos, que no tenía el cabello castaño y los ojos verde grisáceos de la familia. Ty tenía el cabello negro y rizado, y los ojos del color gris profundo del hierro.
—No, no lo ha sido —replicó Ty—. He apuntado hacia ti.
Mark respiró profundamente con cierta exageración y se pasó las manos por el cabello, lo que contribuyó a dejárselo de punta. Mark tenía los ojos de los Blackthorn, de color verde grisáceo, pero el cabello, igual que el de Helen, era de un rubio casi blanco, como había sido el de su madre. Corría el rumor de que la madre de Mark y Helen había sido una princesa de la corte seelie que había tenido una aventura con Andrew Blackthorn, lo cual había dado como resultado dos niños, a los que, una noche, había abandonado a la puerta del Instituto de Los Ángeles antes de desaparecer para siempre.
El padre de Julian había recogido a sus hijos medio hada y los había criado como cazadores de sombras. La sangre de cazador de sombras era dominante, y aunque al Consejo no le gustara, aceptaba a niños medio subterráneos en la Clave siempre y cuando su piel soportara las runas. Tanto Helen como Mark habían recibido su primera runa a los diez años, y su piel la había aceptado sin problemas, aunque Emma notaba que a Mark le dolía más ponerse una runa que a un cazador de sombras corriente. Se había fijado en sus muecas de dolor cuando la estela le tocaba la piel, aunque él trataba de ocultarlas. En los últimos tiempos, Emma se había fijado en muchas cosas más de Mark; en lo atractiva que resultaba la forma de su rostro, extraña e influida por su sangre de hada, y en la anchura de los hombros bajo la camiseta. No sabía por qué se estaba fijando en esas cosas, y no acababa de gustarle. Hacía que tuviera ganas de soltarle un improperio a Mark o de esconderse, o a menudo ambas cosas al mismo tiempo.
—Lo estás mirando muy fijamente —dijo Julian, observando a Emma por encima de las rodillas manchadas de pintura de su ropa de entrenamiento.
Emma se puso tensa de golpe.
—¿A qué?
—A Mark… otra vez. —Parecía molesto.
—¡Cierra el pico! —susurró Emma por lo bajo, y le agarró la estela. Él tiró hacia sí y se inició un forcejeo. Emma soltó una risita y se apartó de Julian. Había estado entrenando con él durante tanto tiempo que sabía qué movimiento iba a hacer antes de que lo hiciera. El único problema era que tendía a no darle tanta caña como podría. La idea de que alguien pudiera hacer daño a Julian la enfurecía, y a veces esa furia la incluía a sí misma.
—¿Es por las abejas de tu habitación? —preguntó Mark mientras se acercaba a Tiberius—. ¡Ya sabes que teníamos que tirarlas!
—Supongo que lo hiciste para fastidiarme —replicó Ty. Ty era pequeño para su edad, diez años, pero tenía el vocabulario y la dicción de un chico de dieciocho. Por lo general, no mentía, sobre todo porque no entendía qué necesidad tenía de hacerlo. No podía comprender por qué algunas de las cosas que hacía molestaban o herían a la gente, y sus enfados le resultaban incomprensibles o lo asustaban, dependiendo de su humor en aquel momento.
—No tiene nada que ver con fastidiarte, Ty. No puedes tener abejas en la habitación…
—¡Las estaba estudiando! —protestó Ty, y el rubor le cubrió el pálido rostro—. Era importante, y eran mis amigas, y sabía lo que estaba haciendo.
—¿Igual que sabías lo que estabas haciendo con aquella serpiente de cascabel? —replicó Mark—. A veces te sacamos cosas porque no nos gusta que te hagas daño. Sé que es difícil de entender, Ty, pero te queremos.
Ty lo miró sin expresión. Sabía lo que «te queremos» significaba, y sabía que era algo bueno, pero no entendía por qué con eso se explicaba cualquier cosa.
Mark se inclinó con las manos en las rodillas, los ojos a la altura de los de Ty.
—Vale, esto es lo que vamos a hacer…
—¡Ja! —Emma había conseguido tumbar a Julian de espaldas y arrebatarle la estela de la mano. Este se echó a reír, y se revolvió bajo ella hasta que Emma le apresó el brazo contra el suelo.
—Me rindo —dijo Julian—. Me…
Él se estaba riendo de ella, y de repente Emma se dio cuenta de que la sensación de estar tumbada directamente sobre Jules era extraña, y también se dio cuenta de que, igual que Mark, Julian tenía un rostro hermoso. Redondo, de niño y muy familiar, pero casi podía ver más allá del rostro que su amigo tenía en ese momento e imaginar el que tendría cuando fuera mayor.
El sonido de la campana del Instituto resonó en la sala. Era un ruido profundo, dulce y cantarín, como el de las campanas de una iglesia. Desde fuera, los mundanos veían el Instituto como las ruinas de una antigua misión española. Aunque por todas partes había carteles de PROPIEDAD PRIVADA y NO PASAR, a veces, la gente, sobre todo los mundanos con cierta dosis de Visión, conseguían llegar hasta la puerta principal.
Emma se separó de Julian y se sacudió la ropa. Había dejado de reír. Julian se incorporó apoyado en las manos y la miró con ojos curiosos.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Me he dado un golpe en el codo —mintió Emma, y miró hacia los otros.
Livvy estaba dejando que Katerina le mostrara cómo sujetar un cuchillo, y Ty negaba con la cabeza mirando hacia Mark. Ty. Había sido ella la que le había puesto ese apodo a Tiberius cuando nació, porque, con solo dieciocho meses, era incapaz de decir «Tiberius» y siempre lo llamaba «Ty-Ty». A veces se preguntaba si él lo recordaría. Era raro, las cosas que le importaban a Ty y las que no se podían predecir.
—¿Emma? —Julian se inclinó hacia adelante, y todo a su alrededor pareció estallar.
Hubo un repentino destello de luz, y el mundo al otro lado de la ventana se volvió rojo y de un dorado casi blanco, como si el Instituto estuviera ardiendo. Al mismo tiempo, el suelo se sacudió bajo ellos como la cubierta de un barco. Emma resbaló mientras desde abajo se alzaba un grito terrible, un chillido horrible e irreconocible.
Livvy ahogó un alarido y rodeó a Ty con los brazos, como si pudiera protegerlo con su propio cuerpo. Livvy era una de las pocas personas que podían tocar a Ty sin que a este le importara; él se quedó con los ojos muy abiertos, una mano agarrando la manga de la camisa de su hermana. Mark ya se había puesto en pie; Katerina estaba pálida bajo sus rizos oscuros.
—Quedaos aquí —le dijo a Emma y a Julian, mientras sacaba la espada de la vaina que le colgaba de la cintura—. Vigilad a los mellizos. Mark, ven conmigo.
—¡No! —exclamó Julian, poniéndose en pie—. Mark…
—No me pasará nada, Jules —le aseguró Mark con una sonrisa confiada; ya tenía la daga en la mano. Era rápido y seguro lanzando cuchillos, nunca fallaba—. Quédate con Emma —insistió, señalándolos a ambos con la cabeza, y luego desapareció en pos de Katerina; la puerta de la sala de entrenamiento se cerró tras ellos.
Jules se acercó más a Emma, le cogió la mano y la ayudó a levantarse; ella quiso decirle que estaba bien y que podía levantarse sola, pero no dijo nada. Entendía la necesidad de Jules de sentir que estaba haciendo algo, alguna cosa para ayudar. De repente, otro grito llegó desde abajo al mismo tiempo que un estruendo de cristales rompiéndose. Emma corrió hacia los mellizos, que permanecían inmóviles como pequeñas estatuas. Livvy estaba pálida y Ty se le agarraba a la camisa con todas sus fuerzas.
—No va a pasar nada —los tranquilizó Jules mientras colocaba la mano entre los finos omoplatos de su hermano—. Sea lo que sea…
—No tienes ni idea de lo que es —replicó Ty con voz entrecortada—. No puedes decir que no va a pasar nada. No lo sabes.
Entonces se oyó otro ruido. Era peor que el propio sonido del grito. Era un terrible aullido, salvaje y malvado. ¿Licántropos? Emma lo pensó, asombrada, pero ya había oído antes el aullido de los licántropos; eso era algo mucho más siniestro y cruel.
Livvy se apretujó contra el hombro de Ty. Este alzó el rostro, completamente blanco, y deslizó la mirada sobre Emma para posarla en Julian.
—Si nos escondemos aquí —dijo Ty— y lo que sea eso nos encuentra y hacen daño a nuestra hermana, será culpa tuya.
Livvy escondía el rostro en Ty. Este había hablado con calma, pero Emma no tenía ninguna duda de que lo decía en serio. A pesar del impresionante intelecto de Ty, a pesar de toda su rareza y su indiferencia hacia otra gente, era inseparable de su melliza. Si Livvy enfermaba, Ty dormía al pie de su cama; si ella sufría un arañazo, a él le entraba el pánico, y era lo mismo a la inversa.
Emma vio las emociones encontradas que recorrían el rostro de Julian; la buscó con la mirada y ella asintió disimuladamente. La idea de quedarse en la sala de entrenamiento y esperar a que lo que fuera que había hecho esos ruidos fuera hacia ellos, hacía que se sintiera como si la carne se le estuviera separando del hueso.
Julian cruzó la sala y regresó con una ballesta recurvada y dos dagas.
—Tienes que soltar a Livvy, Ty —dijo, y al cabo de un instante los mellizos se separaron. Jules le pasó una daga a Livvy y le ofreció la otra a Tiberius, que la miró como si fuera un bicho raro—. Ty —continuó Jules mientras bajaba la mano—, ¿por qué tenías las abejas en tu cuarto? ¿Qué te gustaba de ellas?
Ty no contestó.
—Te gustaba que trabajaran todas juntas, ¿verdad? —aventuró Julian—. Bueno, pues ahora nosotros tenemos que trabajar juntos. Vamos a ir al despacho y llamar a la Clave, ¿de acuerdo? Una llamada de emergencia. Para que vengan a protegernos.
Ty extendió la mano para coger la daga mientras asentía con sequedad.
—Eso es lo que habría sugerido si Mark y Katerina me hubieran escuchado.
—Lo habría hecho —corroboró Livvy. Había cogido la daga con más seguridad que Ty, y la sujetaba como si supiera qué estaba haciendo con ella—. Eso era lo que Ty estaba pensando.
—Ahora no tenemos que hacer nada de ruido —indicó Jules—. Vosotros dos vais a seguirme hasta el despacho. —Alzó los ojos y miró a Emma—. Emma va a ir a buscar a Tavvy y a Dru, y todos nos reuniremos allí. ¿De acuerdo?
El corazón de Emma subió y bajó en picado en el interior de su pecho como un pájaro marino. Octavius, Tavvy, el bebé, solo de dos años. Y Dru, de ocho, aún demasiado pequeña para entrenarse. Claro que alguien tenía que ir a por ellos. Y Jules se lo rogaba con la mirada.
—Sí —repuso Emma—. Eso es exactamente lo que voy a hacer.
Cortana le colgaba de la espalda a Emma, que también tenía un puñal en la mano. Creyó notar el metal palpitándole en las venas como un corazón mientras avanzaba sigilosamente por el pasillo del Instituto, con la espalda pegada a la pared. De vez en cuando pasaba frente a una ventana, y el panorama del mar azul, las montañas verdes y las tranquilas nubes blancas se burlaba de ella. Pensó en sus padres, en algún punto de la playa, totalmente ignorantes de lo que estaba ocurriendo en el Instituto. Deseó tenerlos allí, y al mismo tiempo se alegraba de que no fuera así. Al menos estaban a salvo.
Se hallaba en la parte del Instituto que mejor conocía: los aposentos de la familia. Pasó ante el dormitorio vacío de Helen, con la ropa amontonada y el cobertor polvoriento. Ante el de Julian, tan familiar después de haberse quedado a dormir allí millones de veces, y el de Mark, con la puerta bien cerrada. La siguiente habitación correspondía al señor Blackthorn, y justo al lado se hallaba la habitación de los niños. Emma respiró hondo y empujó la puerta con el hombro.
La visión con que se encontró en el cuartito pintado de azul le hizo abrir mucho los ojos por la sorpresa. Tavvy se hallaba en la cuna; agarraba las barras con las manitas y tenía las mejillas rojas de tanto berrear. Drusilla estaba ante la cuna con una espada en la mano (el Ángel sabría de dónde la habría sacado) apuntando directamente a Emma. A Dru le temblaba tanto la mano que la punta de la espada bailaba ante ella; las trenzas le sobresalían a ambos lados de la carita regordeta, pero la mirada en sus ojos Blackthorn era de una determinación de acero: «No te atrevas a tocar a mi hermano».
—Dru —dijo Emma tan bajo como pudo—. Dru, soy yo. Jules me ha enviado a buscaros.
Dru dejó caer la espada y se echó a llorar. Emma pasó junto a ella, sacó al bebé de la cuna con el brazo que tenía libre y se lo sentó a horcajadas en la cadera. Tavvy era pequeño para su edad, pero aun así pesaba unos buenos once kilos; Emma hizo una mueca de dolor cuando el niño se le agarró del pelo.
—Memma —balbuceó el pequeño.
—Shuuu. —Lo besó en la coronilla. Olía a jabón de bebé y a lágrimas—. Dru, agárrate de mi cinturón, ¿vale? Vamos al despacho. Allí estaremos a salvo.
Dru se agarró con las manitas al cinturón de armas de Emma; ya había dejado de llorar. Los cazadores de sombras no lloraban mucho, aunque solo tuvieran ocho años.
Emma los llevó al pasillo. Los ruidos que llegaban de abajo eran aún peores que antes. Los gritos seguían, el profundo aullido, el sonido de cristal rompiéndose y madera quebrándose. Emma avanzó lentamente, agarrando a Tavvy, murmurando sin parar que todo iría bien, que no ocurriría nada. Y pasó ante más ventanas, y el sol cayó sobre ellos sin piedad, casi cegándola.
Estaba cegada, de pánico y por el sol; esa sería la única explicación posible de su equivocación en el siguiente cruce. Se metió en otro pasillo, y en vez de encontrarse en el corredor que esperaba, se halló en lo alto de una amplia escalinata que llevaba al vestíbulo y a la gran puerta de dos hojas de la entrada principal.
El vestíbulo estaba lleno de cazadores de sombras. Algunos sabía que eran los nefilim del Cónclave de Los Ángeles, vestidos de negro; otros vestían de rojo. Había filas de estatuas, y algunas estaban caídas, hechas pedazos o machacadas. El gran ventanal que daba al mar estaba destrozado; había cristales y sangre por todas partes.
Emma notó que se le revolvía el estómago. En medio del vestíbulo se hallaba un hombre alto vestido de escarlata. Era muy rubio, el pelo casi blanco, y su cara parecía el tallado rostro marmóreo de Raziel, solo que totalmente carente de piedad. Los ojos eran negros como la brea, y en una mano llevaba una espada grabada con un dibujo de estrellas; en la otra, una copa hecha de resplandeciente adamas.
Al ver la copa, Emma recordó algo. A los adultos no les gustaba hablar de política cuando había cerca jóvenes cazadores de sombras, pero Emma sabía que el hijo de Valentine Morgenstern se había cambiado el nombre y había jurado vengarse de la Clave. Sabía que había hecho una copa opuesta a la copa del Ángel, que volvía malos a los cazadores de sombras, los convertía en criaturas demoníacas. Había oído al señor Blackthorn llamar Oscurecidos a los cazadores de sombras convertidos, y dijo que prefería morir a convertirse en uno de ellos.
Por tanto, ese era él, Jonathan Morgenstern, a quien todo el mundo llamaba Sebastian, un personaje salido de un cuento de hadas hecho realidad, un cuento para asustar a los niños. El hijo de Valentine.
Emma puso la mano en la nuca de Tavvy y le hundió el rostro en su hombro. No podía moverse. Se sentía como si tuviera plomo en los pies. Sebastian estaba rodeado de cazadores de sombras rojos y negros, y de otra gente con capas oscuras. ¿Serían también cazadores de sombras? No podía saberlo; tenían el rostro oculto. Y ahí estaba Mark. Un cazador de sombras vestido de rojo le sujetaba las manos a la espalda, y tenía la ropa manchada de sangre.
Sebastian alzó la mano e hizo una señal con un dedo largo y blanco.
—Traedla —ordenó. Hubo un murmullo entre la gente y el señor Blackthorn se acercó arrastrando a Katerina tras él. Ella se resistía y lo golpeaba con los puños, pero él era demasiado fuerte. Emma observó con incrédulo horror cómo el señor Blackthorn obligaba a Katerina a ponerse de rodillas.
—Ahora —dijo Sebastian con voz aterciopelada—, bebe de la Copa Infernal. —Y le metió a Katerina la copa entre los labios.
Entonces fue cuando Emma descubrió de dónde provenían los terribles aullidos que había oído antes. Katerina trató de soltarse, pero Sebastian era demasiado fuerte, y Emma la vio tragar a la fuerza. Katerina se apartó, y en esta ocasión el señor Blackthorn no la retuvo; se reía, igual que Sebastian. Katerina cayó al suelo entre espasmos y de su garganta se alzó un solo grito, o algo peor que un grito, un aullido de dolor como si le estuvieran arrancando el alma del cuerpo.
Una carcajada recorrió la sala. Sebastian sonrió, y había en él algo horrible y hermoso al mismo tiempo, del mismo modo que había algo horrible y hermoso en las serpientes venenosas y en los enormes tiburones blancos. Emma se fijó en que estaba flanqueado por dos personajes: una mujer de cabello canoso con un hacha en las manos, y un hombre alto completamente envuelto en una capa negra. Lo único visible de él eran unas botas negras por debajo de la capa. Su altura y la anchura de sus hombros la hicieron pensar que era un hombre fuerte.
—¿Es el último cazador de sombras que hay aquí? —preguntó Sebastian.
—Está el chico, Mark Blackthorn —contestó la mujer que estaba a su lado mientras apuntaba a Mark con el dedo—. Debe de ser lo suficientemente mayor.
Sebastian miró a Katerina, que había dejado de sacudirse y yacía inmóvil, el oscuro cabello enredado sobre el rostro.
—Levántate, hermana Katerina —dijo Sebastian—. Ve y tráeme a Mark Blackthorn.
Clavada en el sitio, Emma observó cómo Katerina se levantaba lentamente. Katerina había sido su tutora en el Instituto desde que Emma podía recordar; era su profesora cuando Tavvy nació, cuando la madre de Jules murió, cuando Emma comenzó el entrenamiento físico. Les había enseñado idiomas, vendado sus heridas, limpiado arañazos y dado sus primeras armas: había sido como de la familia, y en ese momento avanzó, con ojos muertos, sobre el destrozado suelo y cogió a Mark.
Dru ahogó un grito, lo que hizo que Emma reaccionara. Se dio la vuelta y le puso a Tavvy en los brazos; Dru se tambaleó un poco pero recuperó el equilibrio y sujetó a su hermano con fuerza.
—Corre —le ordenó Emma—. Corre al despacho. Dile a Julian que enseguida voy.
La urgencia en la voz de Emma era evidente. Drusilla no discutió, agarró a Tavvy con más fuerza y salió corriendo. Sus piececitos descalzos no hacían ningún ruido contra el suelo. Emma se volvió a mirar el horror que tenía delante. Katerina estaba detrás de Mark, empujándolo, con una daga entre los omoplatos. Se tambaleó y estuvo a punto de caer ante Sebastian. Ahora Mark se hallaba más cerca de la escalera, y Emma pudo ver que había estado luchando. Vio que tenía heridas en las muñecas y las manos, cortes en el rostro; sin duda no había habido tiempo para las runas curativas. Tenía la mejilla derecha cubierta de sangre. Sebastian lo miró y torció el gesto, molesto.
—Este no es nefilim del todo —manifestó—. Parte de hada, ¿me equivoco? ¿Por qué no se me ha informado?
Se oyó un murmullo.
—¿Quiere eso decir que la Copa no funcionará con él, lord Sebastian? —preguntó la mujer canosa.
—Quiere decir que yo no lo quiero —replicó Sebastian.
—Lo podemos llevar al valle de sal —sugirió la mujer canosa—. O a los altos de Edom, y sacrificarlo allí para complacer a Asmodeus y a Lilith.
—No —contestó Sebastian lentamente—. No, creo que no sería buena idea hacerle eso a uno con la sangre de los seres mágicos.
Mark le escupió.
Sebastian pareció sorprendido. Se volvió hacia el padre de Julian.
—Ve y cógelo —le ordenó—. Mátalo, si quieres. No voy a tener paciencia con tu hijo mestizo.
El señor Blackthorn se acercó con un sable en la mano. La hoja ya estaba manchada de sangre. Mark abrió los ojos aterrorizado. El sable se alzó…
El cuchillo dejó la mano de Emma, cortó el aire y se hundió en el pecho de Sebastian Morgenstern.
Este trastabilló unos pasos hacia atrás, y la mano con la que el señor Blackthorn sujetaba la espada descendió. Los otros gritaron. Mark se puso en pie de un salto mientras Sebastian miraba la daga que tenía clavada en el pecho, el mango a la altura del corazón. Frunció el ceño.
—¡Au! —exclamó y se arrancó el cuchillo. La hoja estaba cubierta de sangre, pero a Sebastian ni tan solo parecía molestarle la herida. Tiró el arma y alzó la mirada. Emma sintió esos ojos negros y vacíos sobre ella, como el tacto de unos dedos fríos. Notó que él la evaluaba, la resumía y la reconocía, y luego pasaba de ella.
—Es una pena que no vayas a vivir —le dijo—. Vivir para contarle a la Clave que Lilith me ha fortalecido más allá de todo límite. Quizá Gloriosa podría acabar con mi vida. Es una pena para los nefilim no poder pedir más favores al Cielo, y que ninguno de esos tontos instrumentos de guerra que forjan en su Ciudadela Infracta pueda herirme ya. —Se volvió hacia los otros—. Matad a esa niña —ordenó mientras se sacudía la ensangrentada chaqueta en un gesto de desagrado.
Emma vio que Mark se lanzaba hacia la escalera, intentando llegar a ella primero, pero la persona envuelta en la capa oscura junto a Sebastian lo agarró enseguida y tiró de él hacia atrás con sus manos enguantadas. Sus brazos rodearon a Mark y lo sujetaron, casi como si lo protegieran. Mark forcejeaba, y luego Emma dejó de verlo mientras los Oscurecidos corrían en su dirección.
Emma echó a correr. Había aprendido a correr en las playas de California, donde la arena se movía bajo los pies a cada paso, así que sobre un suelo firme era rápida como el rayo. Se lanzó por el pasillo, con el cabello flotando a su espalda; bajó de un salto unos escalones, torció a la derecha y entró en el despacho a toda prisa. Cerró la puerta tras de sí y echó el pasador antes de volverse a mirar.
El despacho era una estancia de buen tamaño, con las paredes cubiertas de libros. Había otra biblioteca en el último piso, pero ahí era desde donde el señor Blackthorn había dirigido el Instituto. Estaba su escritorio de caoba, y sobre él dos teléfonos: uno blanco y otro negro. El auricular del teléfono negro estaba descolgado y lo sujetaba Julian, que hablaba a gritos:
—¡Tenéis que dejar abierto el Portal! ¡Aún no estamos a salvo! Por favor…
Se oyó un fuerte golpe en la puerta cuando los Oscurecidos se lanzaron contra ella. Julian alzó una mirada asustada y el auricular le cayó de las manos al ver a Emma. Ella le devolvió la mirada y luego miró más allá, hacia donde toda la pared este refulgía brillante. En el centro había un Portal, un agujero rectangular a través del cual Emma podía ver sinuosas formas plateadas, un caos de nubes y viento.
Avanzó hacia Julian y este la cogió por los hombros. Le clavó los dedos con fuerza en la piel, como si no pudiera creer que ella estuviera allí, o que fuera real.
—Emma —suspiró, y luego habló deprisa—. Em, ¿dónde está Mark? ¿Dónde está mi padre?
Emma negó con la cabeza.
—No pueden… No he podido… —Tragó saliva—. Es Sebastian Morgenstern —consiguió decir. Y se estremeció cuando la puerta tembló bajo otra embestida—. Tenemos que volver a por ellos… —decidió al tiempo que se daba la vuelta, pero Julian ya la había agarrado por la muñeca.
—¡El Portal! —gritó por encima del ruido del viento y los golpes en la puerta—. ¡Lleva a Idris! ¡Lo ha abierto la Clave! Emma… ¡solo estará abierto unos segundos más!
—¡Pero Mark…! —insistió ella, aunque no tenía ni idea de qué podrían hacer, de cómo abrirse paso entre la multitud de Oscurecidos que se apiñaba en el vestíbulo, de cómo vencer a Sebastian Morgenstern, que era mucho más poderoso que cualquier cazador de sombras normal—. Tenemos que…
—¡Emma! —gritó Julian, y entonces la puerta se abrió de golpe y los Oscurecidos entraron en tropel en la sala.
Emma oyó a la mujer canosa gritar algo, algo sobre que los nefilim iban a arder, que todos arderían en las hogueras de Edom, que arderían y morirían y serían destruidos.
Julian saltó hacia el Portal arrastrando a Emma de la mano. Después de un aterrorizado vistazo a lo que había a su espalda, esta se dejó llevar. Esquivó una flecha que pasó entre ellos y destrozó una ventana a su derecha. Julian la cogió a toda prisa y la rodeó con los brazos; ella notó cómo lo agarraba de la camisa mientras ambos caían hacia el Portal y se los tragaba la tempestad.