EL TRAIDOR

Otro año, otro Día de Visita.

Hace dos años, cuando era iniciado, fingía que mi Día de Visita no existía, me escondía en la sala de entrenamiento con un saco de boxeo. Me pasaba tanto tiempo allí dentro que el olor a polvo y sudor se me quedaba varios días metido en las fosas nasales. El año pasado, el primer año que entrené iniciados, hice lo mismo, aunque Zeke y Shauna me invitaron a pasar el día con sus respectivas familias.

Este año tengo cosas más importantes que hacer que pegarle a un saco de boxeo y lamentarme por mi familia disfuncional. Voy a la sala de control.

Atravieso el Pozo esquivando reuniones llorosas y chillidos de risa. Las familias siempre pueden reunirse el Día de Visita, aunque sean de facciones distintas, pero, con el tiempo, suelen dejar de venir. Al fin y al cabo, «la facción antes que la sangre». La mayoría de las ropas mezcladas que veo pertenecen a familias de trasladados: la hermana erudita de Will va vestida de azul claro; los padres veraces de Peter van de blanco y negro. Por un momento los observo y me pregunto si ellos lo habrán convertido en la persona que es. Aunque supongo que esto no es fácil de explicar a la gente.

Se supone que tengo una misión, pero me detengo al lado del abismo y me asomo a la barandilla. Trocitos de papel flotan en el agua. Ahora que sé dónde están tallados los escalones en la piedra de la pared opuesta, los veo a la primera, al igual que la entrada oculta que lleva hasta ellos. Esbozo una leve sonrisa y pienso en las noches que he pasado en esas rocas con Zeke o Shauna, a veces hablando y a veces simplemente escuchando el movimiento del agua.

Oigo pisadas que se acercan y vuelvo la vista atrás. Tris se me acerca, caminando bajo el brazo vestido de gris de una mujer abnegada: Natalie Prior. Me pongo rígido y, de repente, deseo desesperadamente escapar. ¿Y si Natalie Prior sabe quién soy, de dónde vine? ¿Y si se le escapa aquí, rodeados de gente?

No es posible que me identifique, ya no me parezco al chico que ella conocía, que era desgarbado y encorvado, e iba enterrado en tela.

Cuando se acerca lo suficiente, me ofrece una mano.

—Hola, me llamo Natalie. Soy la madre de Beatrice.

Beatrice. Qué nombre más inapropiado para ella.

Le doy la mano a Natalie. Nunca me han gustado los apretones de manos osados, son demasiado impredecibles: nunca sabes lo mucho que debes apretar ni durante cuánto tiempo.

—Cuatro —respondo—. Encantado de conocerte.

—Cuatro —dice Natalie, y sonríe—. ¿Es un apodo?

—Sí —respondo, y cambio de tema—. A tu hija le va bien. Yo superviso su entrenamiento.

—Me alegra oírlo. Sé unas cuantas cosas sobre la iniciación osada, así que estaba preocupada por ella.

Miro a Tris. Tiene las mejillas sonrosadas y parece contenta, como si ver a su madre le sentara bien. Me doy cuenta de verdad de lo mucho que ha cambiado desde la primera vez que la vi, cuando bajó tambaleándose hasta la plataforma de madera con aquel aspecto tan frágil, como si no se hubiera roto contra la red de milagro. Con las sombras de los moratones en la cara y una postura más equilibrada, lista para todo, ya no parece frágil.

—No deberías preocuparte —le aseguro a Natalie.

Tris aparta la vista. Creo que sigue enfadada por haberle cortado la oreja con el cuchillo. Supongo que no puedo culparla.

—No sé por qué, pero me resultas familiar, Cuatro —comenta Natalie.

Lo tomaría como un comentario sin importancia, pero me mira de un modo curioso, intimidándome.

—No debería —respondo con toda la frialdad posible—. No tengo costumbre de relacionarme con abnegados.

Ella no reacciona como esperaba, con sorpresa, miedo o rabia. Se limita a reírse.

—Poca gente lo hace estos días. No me lo tomo como algo personal.

Si me reconoce, no parece desear hacerlo saber, así que intento relajarme.

—Bueno, os dejo solas —me despido.

En mi pantalla, las grabaciones de seguridad pasan del vestíbulo de la Espira al agujero rodeado de cuatro edificios, la entrada de los iniciados a Osadía. Alrededor del agujero se reúne una multitud que entra y sale trepando de él, supongo que para comprobar la red.

—¿No te va el Día de Visita? —pregunta mi supervisor, Gus, que se ha puesto detrás de mí a tomarse su café.

No es demasiado viejo, aunque se le ve una calva en la coronilla. Tiene el resto del pelo corto, incluso más que yo. Lleva en las orejas unos discos anchos que le alargan los lóbulos.

—Creía que no volvería a verte hasta que terminara la iniciación.

—Se me ocurrió hacer algo productivo.

En mi pantalla, todos salen del agujero y se apartan, de espaldas a uno de los edificios. Una figura oscura se acerca al borde del tejado que hay sobre el agujero, corre unos pasos y salta. El estómago se me cae a los pies, como si cayera yo, y la figura desaparece bajo el pavimento. Nunca me acostumbraré a ver eso.

—Parece que se lo pasan bien —comenta Gus, bebiendo su café otra vez—. Bueno, siempre eres bienvenido a tu trabajo aunque no te toque, pero no hay nada malo en divertirse de vez en cuando, Cuatro.

—Eso dicen —mascullo mientras se aleja.

Echo un vistazo a mi alrededor. La sala de control está casi vacía; el Día de Visita hay poca gente que tenga que trabajar, normalmente solo lo hacen los mayores. Gus está encorvado sobre su pantalla, flanqueado por otras dos personas que examinan las grabaciones con los auriculares medio quitados. Y, por último, estoy yo.

Escribo un comando para recuperar la grabación que guardé la semana pasada. En ella se ve a Max en su despacho, sentado a su ordenador. Pulsa las teclas con el índice y tarda varios segundos en pasar de una a otra. No hay muchos osados que sepan mecanografía, y menos todavía Max, que, según me cuentan, dedicaba casi todo su tiempo de osado a patrullar el sector de los sin facción con un arma al hombro. Seguramente nunca pensó que tendría que utilizar un ordenador. Me acerco a la pantalla para asegurarme de que los números que apunté antes son los correctos. Si lo son, tengo la contraseña de la cuenta de Max escrita en el trozo de papel que llevo en el bolsillo.

Desde que me di cuenta de que Max trabajaba codo con codo con Jeanine Matthews y empecé a sospechar que tenían algo que ver con la muerte de Amar, he estado buscando el modo de investigarlo a fondo. Cuando lo vi escribir su contraseña el otro día, encontré ese modo.

084628. Sí, el número parece correcto. Vuelvo a la grabación de seguridad en directo y recorro las cámaras hasta dar con las que muestran el despacho de Max y el pasillo de fuera. Después escribo el comando para sacar de la rotación el despacho de Max, de modo que Gus y los demás no lo vean; solo aparecerá en mi pantalla. Las grabaciones de toda la ciudad siempre se dividen entre las personas que estén en la sala de control para que no estemos todos mirando lo mismo. Se supone que solo debemos sacar cámaras de la rotación general por unos segundos si necesitamos ver algo más de cerca, pero, con suerte, no tardaré demasiado. Me escabullo de la sala y voy hacia los ascensores.

Este nivel de la Espira está casi vacío; todos se han ido. Así me resultará más sencillo hacer lo que tengo que hacer. Subo al ascensor hasta la décima planta y me dirijo al despacho de Max como si tuviera todo el derecho a hacerlo. He descubierto que cuando te cuelas en un sitio es mejor que parezca que no te estás colando. Mientras camino, le doy golpecitos a la memoria USB que llevo en el bolsillo. Doblo la esquina que da al despacho de Max.

Abro la puerta con la punta del zapato; antes, después de asegurarme de que se había ido al Pozo para iniciar los preparativos del Día de Visita, me colé aquí y puse cinta sobre la cerradura. Cierro con precaución la puerta al entrar y, sin encender la luz, me agacho junto a su escritorio. No quiero mover la silla para sentarme; no quiero que vea nada fuera de su sitio cuando regrese a este cuarto.

La pantalla me pide una contraseña. Tengo la boca seca. Saco el papel del bolsillo y lo aprieto contra la mesa mientras lo escribo: 084628.

La pantalla cambia; no puedo creerme que funcione.

«Deprisa». Si Gus descubre que me he ido, que estoy aquí, no sé qué le diré, qué excusa razonable podría inventarme. Introduzco la memoria y transfiero el programa que metí antes. Le pedí a Lauren, una de las osadas del personal técnico y mi compañera instructora de iniciados, que me proporcionara un programa que convirtiera un ordenador en espejo de otro, con la excusa de que quería gastarle una broma a Zeke en el trabajo. Me ayudó encantada: otra cosa que he descubierto es que los osados siempre están dispuestos a gastar una broma y casi nunca se esperan una mentira.

Tras pulsar unas cuantas teclas, el programa queda instalado y oculto en algún rincón del ordenador de Max al que seguro que nunca se molesta en entrar. Vuelvo a guardarme la memoria en el bolsillo junto con el trozo de papel con la contraseña y salgo del despacho sin dejar mis huellas en el cristal de la puerta.

«Qué fácil», pienso mientras camino de vuelta a los ascensores. Según mi reloj, solo he tardado cinco minutos. Si alguien pregunta, puedo decir que estaba en el cuarto de baño.

Pero cuando regreso a la sala de control, Gus está frente a mi ordenador, mirando la pantalla.

Me quedo paralizado: ¿cuánto tiempo lleva ahí? ¿Me habrá visto entrar en el despacho de Max?

—Cuatro —dice Gus con un tono de voz serio—. ¿Por qué has aislado esta cámara? Se supone que no hay que sacar cámaras de la rotación, ya lo sabes.

—Es que…

«¡Miente! ¡Miente ya!».

—Es que me pareció ver algo —termino de decir tontamente—. Podemos aislar cámaras si vemos algo fuera de lo común.

Gus se me acerca.

—Bueno, entonces ¿por qué te acabo de ver en pantalla saliendo de este mismo pasillo?

Señala el pasillo de mi pantalla. Se me contrae la garganta.

—Me pareció ver algo y subí para investigar. Lo siento, solo quería dar una vuelta.

Se me queda mirando mientras se muerde el interior de la mejilla. No me muevo. No aparto la vista.

—Si alguna vez ves algo fuera de lo común, sigues el protocolo. Informas a tu supervisor, que es… Venga, ¿quién es?

—Tú —respondo, suspirando un poco.

No me gusta que me tomen por tonto.

—Correcto. Veo que eres capaz de entenderlo. En serio, Cuatro, después de un año trabajando aquí no deberían producirse tantas irregularidades en tu trabajo. Tenemos normas muy claras, y solo hay que seguirlas. Es tu última advertencia, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —respondo.

Me han regañado varias veces por sacar cámaras de la rotación para espiar las reuniones de Jeanine Matthews con Max o de Max con Eric. No he sacado nada útil y casi siempre me pillan.

—Bien —responde, animándose un poco—. Buena suerte con los iniciados. ¿Este año vuelven a tocarte los trasladados?

—Sí, Lauren se queda con los de Osadía.

—Ah, qué pena. Esperaba que conocieras a mi hermana pequeña. Si yo fuera tú haría algo para relajarme. Aquí estamos cubiertos, solo tienes que soltar esa cámara antes de irte.

Regresa a su ordenador, y relajo la mandíbula. Ni siquiera era consciente de que la estuviese apretando. Con la cara palpitando, apago el ordenador y salgo de la sala de control. No puedo creerme que me haya librado de esta.

Ahora, con el programa de control remoto instalado en el ordenador de Max, puedo examinar todos sus archivos desde la relativa privacidad de la sala de control. Puedo averiguar qué traman exactamente Jeanine Matthews y él.

Por la noche sueño que recorro los pasillos de la Espira y que estoy solo, pero que los pasillos no terminan y que la vista desde las ventanas no cambia: vías elevadas que se introducen en altos edificios y el sol enterrado entre las nubes. Me siento como si llevara caminando varias horas y, cuando me despierto, sobresaltado, es como si no hubiera dormido nada.

Entonces oigo que alguien llama a la puerta y una voz que grita:

—¡Abre!

Esto parece más una pesadilla que el sueño aburrido del que acabo de escapar: seguro que son soldados osados que vienen a detenerme porque han descubierto que soy divergente, que espío a Max o que me mantengo en contacto desde hace un año con mi madre abandonada. Todas esas cosas que me etiquetan como «traidor a mi facción».

Soldados osados que vienen a matarme… Pero, al llegar a la puerta, me doy cuenta de que, si fueran a hacerlo, no harían tanto ruido en el pasillo. Además, es la voz de Zeke.

—Zeke —digo al abrir la puerta—. ¿Qué te pasa? ¿Sabes la hora que es?

Un reguero de sudor le cubre la frente, y está sin aliento. Debe de haber venido corriendo.

—Estaba en el turno de noche de la sala de control —explica—. Ha pasado algo en el dormitorio de los trasladados.

Por algún motivo, lo primero que pienso es en ella, en sus grandes ojos mirándome desde los rincones de mi memoria.

—¿Qué? ¿A quién?

—Hablamos de camino —responde Zeke.

Me calzo los zapatos, me pongo la chaqueta y lo sigo por el pasillo.

—Al chico erudito, el rubio —dice.

Reprimo un suspiro de alivio: no es ella, a ella no le ha pasado nada.

—¿Will?

—No, el otro.

—Edward.

—Sí, Edward. Lo han atacado. Apuñalado.

—¿Está muerto?

—No. Le dieron en el ojo.

Me detengo.

—¿En el ojo?

Zeke asiente.

—¿A quién se lo has contado?

—Al supervisor del turno de noche. Él fue a contárselo a Eric, y Eric dijo que él se haría cargo de todo.

—Claro que sí.

Giro a la derecha, alejándome del dormitorio de los trasladados.

—¿Adónde vas? —me pregunta Zeke.

—¿Edward está en la enfermería? —pregunto, caminando de espaldas mientras hablo.

Zeke asiente.

—Entonces voy a ver a Max.

El complejo de Osadía no es tan grande, así que sé dónde vive la gente. El piso de Max está al fondo de los pasillos subterráneos del complejo, cerca de una puerta trasera que da a las vías del tren. Voy hacia allí siguiendo las lámparas azules de emergencia que se alimentan de nuestro generador solar.

Llamo a la puerta de metal con el puño y despierto a Max igual que Zeke me ha despertado a mí. Abre la puerta de un tirón unos segundos después, descalzo y con ojos de loco.

—¿Qué ha pasado?

—Han apuñalado en el ojo a uno de mis iniciados —respondo.

—¿Y vienes aquí? ¿No ha informado nadie a Eric?

—Sí, por eso quiero hablar con usted. ¿Puedo pasar?

No espero a que me responda, sino que lo aparto y entro en su salón. Enciende la luz y deja al descubierto la vivienda más desordenada que he visto en mi vida: tazas y platos sucios desperdigados por la mesa de centro, todos los cojines del sofá descolocados y el suelo gris de polvo.

—Quiero que la iniciación vuelva a ser lo que era antes de que Eric la hiciera más competitiva —explico—, y lo quiero a él fuera de mi sala de entrenamiento.

—No pensarás que es culpa de Eric lo que le ha pasado a ese iniciado —dice Max, cruzando los brazos—. Ni que tienes derecho a exigir nada.

—Sí, es culpa suya, ¡claro que es culpa suya! —exclamo, más fuerte de lo que pretendía—. Si no estuvieran peleándose por diez plazas, ¡no estarían tan desesperados como para atacarse los unos a los otros! ¡Los tiene tan presionados que estaba claro que estallarían tarde o temprano!

Max guarda silencio. Parece enfadado, pero todavía no me ha dicho que es ridículo, algo es algo.

—¿No crees que el responsable es el iniciado que ha atacado a su compañero? —pregunta Max—. ¿No crees que la culpa es suya, y no de Eric?

—Claro que él o ella, quien sea, es el culpable, pero esto no habría pasado nunca si Eric…

—No puedes afirmarlo con certeza.

—Puedo afirmarlo con la certeza de una persona razonable.

—¿Yo no soy razonable? —pregunta en voz baja, peligrosa, y, de repente, recuerdo que Max no es solo el líder al que, por algún motivo, le caigo bien, sino que también es el líder que trabaja con Jeanine Matthews, la que eligió a Eric, la que seguramente tiene algo que ver con la muerte de Amar.

—No quería decir eso —digo, intentando calmarme.

—Deberías procurar comunicar con más precisión lo que quieres decir —responde Max, que se me acerca—. Si no, puede que alguien empiece a pensar que estás insultando a tus superiores.

No replico. Él se acerca más.

—O cuestionando los valores de tu facción —añade, y sus ojos inyectados en sangre pasan a mi hombro, donde las llamas osadas de mi tatuaje sobresalen por encima del cuello de mi camiseta.

Desde que me tatué en la columna los símbolos de las cinco facciones, los llevo ocultos, pero, no sé por qué, ahora mismo me aterra que Max sepa que los llevo. Que sepa lo que significan, que es que no soy un perfecto miembro de Osadía, sino alguien que cree que hay que valorar más de una virtud; que soy divergente.

—Tuviste tu oportunidad de convertirte en líder de Osadía —dice Max—. Quizás habrías evitado este incidente si no te hubieras rajado como un cobarde. Pero lo hiciste. Así que ahora tienes que enfrentarte a las consecuencias.

Se le nota la edad en la cara. Tiene arrugas que no tenía el año pasado, ni el anterior, y la piel ha adquirido una tonalidad marrón grisáceo, como si estuviera cubierta de ceniza.

—Eric está tan metido en la iniciación porque tú te negaste a cumplir órdenes el año pasado…

El año pasado, en la sala de entrenamiento, detuve todas las peleas antes de que las heridas fueran demasiado graves, lo que contradecía la orden de Eric de que solo debían parar cuando uno de los dos luchadores fuese incapaz de continuar. Por culpa de eso estuve a punto de perder mi puesto de instructor; lo habría hecho si Max no hubiese intervenido.

—… Y quise darte otra oportunidad para hacerlo bien, más vigilado —dice Max—. No lo estás consiguiendo. Has ido demasiado lejos.

Se me ha enfriado el sudor acumulado en el camino hasta aquí. Max retrocede y abre de nuevo la puerta.

—Sal de mi piso y encárgate de tus iniciados —me dice—. Que no vuelva a ver que te pasas de la raya.

—Sí, señor —respondo en voz baja, y me marcho.

Voy a ver a Edward a la enfermería a primera hora de la mañana, cuando sale el sol y sus rayos atraviesan el techo de cristal del Pozo. Tiene la cabeza envuelta en vendajes y ni se mueve ni habla. No le digo nada, me limito a sentarme a la cabecera de su cama mientras observo el paso de los minutos en el reloj de pared.

He sido un idiota. Me creía invencible, que Max nunca dejaría de quererme como líder, que, en cierto modo, confiaba en mí. Debería haber sido más listo: lo único que quería Max de verdad era una marioneta, como dijo mi madre.

No puedo ser una marioneta, pero no estoy seguro de qué otra opción me queda.

El escenario que se inventa Tris Prior es espeluznante y casi hermoso, con un cielo amarillo verdoso y varios kilómetros a la redonda de hierba amarilla.

Observar la simulación del miedo de otro es raro. Íntimo. No me parece bien obligar a otras personas a ser vulnerables, ni siquiera a las que no me gustan. Todos los seres humanos tienen derecho a guardar sus secretos. Observar los miedos de mis iniciados, uno tras otro, es como si me lijaran la piel hasta dejarme en carne viva.

En la simulación de Tris, la hierba amarilla está completamente inmóvil. Si el aire no estuviese estancado, diría que esto es un sueño, no una pesadilla; pero el aire en calma solo significa una cosa para mí: que se acerca una tormenta.

Una sombra se mueve sobre la hierba, y un gran pájaro negro aterriza sobre su hombro y le clava las garras en la camiseta. Noto un cosquilleo en la punta de los dedos al recordar el momento en que le toqué el hombro al entrar en la sala de la simulación, en que le aparté el pelo del cuello para ponerle la inyección. Estúpido. Descuidado.

Ella golpea al pájaro negro con fuerza y después todo sucede a la vez. Se oye un trueno; el cielo se oscurece, no con nubes de tormenta, sino con pájaros, una bandada de un tamaño imposible que se mueve al unísono como partes de una misma mente.

Su grito es el peor sonido del mundo, desesperado; necesita ayuda desesperadamente y yo estoy desesperado por ayudarla, a pesar de que sé que no es real, lo sé. Los cuervos no dejan de llegar, implacables, la rodean, la entierran viva en plumas oscuras. Ella grita pidiendo ayuda, y no puedo ayudarla, no quiero ver esto, no quiero verlo ni un segundo más.

Entonces, Tris empieza a moverse, se mueve hasta quedar tumbada en la hierba, rindiéndose, relajándose. Si ahora siente dolor, no lo demuestra; se limita a cerrar los ojos y entregarse, y no sé por qué, pero eso es mucho peor que sus gritos pidiendo ayuda.

Entonces se acaba.

Se echa hacia delante en la silla de metal mientras se da manotazos para espantar los pájaros, que ya no están. Después se hace un ovillo y oculta el rostro.

Me acerco para tocarle el hombro y consolarla, pero ella me golpea el brazo con fuerza.

—¡No me toques!

—Se acabó —le digo, haciendo una mueca, ya que me pega más fuerte de lo que cree.

Hago caso omiso del dolor y le acaricio el pelo porque soy estúpido, inapropiado y estúpido…

—Tris.

Ella se mece adelante y atrás para calmarse.

—Tris, te voy a llevar al dormitorio, ¿vale?

—¡No! No quiero que me vean… así…

Es lo que ha creado el nuevo sistema de Eric: un ser humano valiente acaba de vencer uno de sus peores miedos en menos de cinco minutos, una hazaña que a la mayoría de la gente le lleva al menos el doble de tiempo, pero le aterra salir al pasillo y que lo tomen por vulnerable o débil. Tris es osada, sin más ni más, pero esta facción, en realidad, ya no lo es.

—Venga, cálmate —contesto, más irritado de lo que pretendía—. Te sacaré por la puerta de atrás.

—No necesito…

Veo que le tiemblan las manos incluso al agitarlas para rechazar mi oferta.

—Tonterías —respondo.

La cojo del brazo y la ayudo a ponerse en pie. Se restriega los ojos de camino a la puerta trasera. Amar me llevó una vez por esta puerta e intentó acompañarme al dormitorio a pesar de que yo no quería, igual que ella seguramente no quiere que yo lo haga. ¿Cómo es posible vivir dos veces la misma historia desde dos puntos de vista distintos?

Tris se zafa de mi brazo y se vuelve hacia mí.

—¿Por qué me habéis hecho esto? ¿Qué sentido tiene, eh? ¡Cuando elegí Osadía no me imaginaba que me presentaba voluntaria a varias semanas de tortura!

Si fuera otra persona, cualquier otro iniciado, ya le habría gritado veinte veces por insubordinada. Me habría sentido amenazado por sus constantes ataques a mi personalidad y habría intentado aplastar su rebelión con crueldad, como hice con Christina el primer día de la iniciación. Pero Tris se ganó mi respeto cuando saltó la primera a la red; cuando me retó en su primera comida; cuando no se dejó desanimar por mis desagradables respuestas a sus preguntas; cuando defendió a Al y me miró a los ojos mientras yo le lanzaba cuchillos. No es mi subordinada, no puede serlo.

—¿Creías que superar la cobardía sería fácil? —le pregunto.

—¡Esto no es superar la cobardía! La cobardía es cómo decides ser en la vida real, ¡y en la vida real no me va a matar a picotazos una bandada de cuervos, Cuatro!

Empieza a llorar, aunque yo estoy demasiado pasmado con lo que acaba de decir para que sus lágrimas me hagan sentir incómodo. No está aprendiendo las lecciones que Eric quiere que aprenda, sino otras distintas, más sabias.

—Quiero irme a casa —se lamenta.

Sé dónde están las cámaras de este pasillo. Espero que ninguna de ellas haya captado lo que acaba de decir.

—Aprender a pensar en una situación aterradora es una lección que todos, incluida tu familia de estirados, necesitan aprender —le digo.

Dudo de muchas cosas de la iniciación osada, pero las simulaciones del miedo no son una de ellas; se trata de la forma más directa de que una persona se enfrente a sus miedos y los conquiste, mucho más directa que arrojar cuchillos o luchar.

—Si no puedes aprenderla, tendrás que salir de aquí, porque no te queremos.

Soy duro con ella porque sé que puede soportarlo… y porque soy así.

—Lo intento, pero he fracasado. Estoy fracasando.

Me dan ganas de reír.

—¿Cuánto tiempo crees que has estado en esa habitación, Tris?

—No lo sé, ¿media hora?

—Tres minutos —respondo—. Has salido tres veces antes que los demás iniciados. No sé qué serás, pero está claro que no eres una fracasada.

«Quizá seas divergente», pienso. Sin embargo, no ha hecho nada para cambiar la simulación, así que puede que no lo sea. Puede que simplemente sea valiente. Le sonrío.

—Mañana se te dará mejor, ya lo verás.

—¿Mañana?

Está más tranquila. Le toco la espalda, justo debajo de los hombros.

—¿Qué fue tu primera alucinación? —me pregunta.

—No fue un «qué», sino un «quién».

Mientras lo digo, pienso que debería haberle hablado del primer obstáculo de mi paisaje del miedo, el temor a las alturas, aunque no sea exactamente lo que me pregunta. Cuando estoy con otras personas suelo controlar mis palabras, pero con ella no puedo. Digo vaguedades porque es lo único que puedo hacer para no soltar cualquier cosa, porque la sensación de su cuerpo a través de la camiseta me nubla la mente.

—No tiene importancia —añado.

—¿Y has superado ya ese miedo?

—Todavía no. —Estamos en la puerta del dormitorio. Nunca había recorrido este camino tan deprisa. Meto las manos en los bolsillos para no volver a cometer una estupidez con ellas—. Puede que nunca lo consiga.

—Entonces ¿no desaparecen?

—A veces, sí. Y, a veces, aparecen nuevos miedos para sustituirlos. Pero el objetivo no es no tenerle miedo a nada, eso es imposible. El objetivo es aprender a controlar el miedo y a liberarse de él.

Ella asiente con la cabeza. No sé a qué ha venido a Osadía, pero apostaría a que lo ha hecho por la libertad. Abnegación habría ahogado su chispa hasta extinguirla. Osadía, a pesar de todos sus defectos, ha alimentado la chispa y la ha convertido en una llama.

—De todos modos, tus miedos rara vez son lo que parecen ser en la simulación.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, ¿de verdad te dan miedo los cuervos? —pregunto, sonriendo—. Cuando ves uno, ¿sales corriendo pegando gritos?

—No, supongo que no.

Ella se me acerca. Me sentía más seguro teniéndola lejos. Se acerca aún más, y se me queda la boca seca al pensar en tocarla. Casi nunca pienso así en la gente, en las chicas.

—Entonces ¿qué es lo que me da miedo en realidad? —me pregunta.

—No lo sé. Solo puedes saberlo tú.

—No sabía que convertirme en osada sería tan difícil.

Me alegro de tener algo más en lo que pensar, otra cosa que no sea lo fácilmente que encajaría mi mano en el arco de su espalda.

—No siempre ha sido así, según me cuentan. Ser osado, me refiero.

—¿Qué ha cambiado?

—El liderazgo. La persona que controla el entrenamiento establece el estándar de comportamiento de la facción. Hace seis años, Max y los demás líderes cambiaron los métodos de entrenamiento para hacerlos más competitivos y brutales.

Hace seis años, la parte del entrenamiento dedicada al combate era breve y no incluía peleas a puño descubierto. Los iniciados llevaban protección. Se enfatizaba la necesidad de ser fuerte y capaz, y se fomentaba la camaradería entre los iniciados. Incluso cuando yo era iniciado, las cosas estaban mejor que ahora: plazas ilimitadas para que los iniciados se convirtieran en miembros y peleas que se detenían cuando uno se rendía.

—Se suponía que era para comprobar la fortaleza de los iniciados. Y eso cambió las prioridades de Osadía en su conjunto. Seguro que ya te imaginas quién es el nuevo protegido del líder.

Por supuesto, se lo imagina de inmediato.

—Entonces, si fuiste el primero de tu clase de iniciados, ¿en qué puesto quedó Eric?

—El segundo.

—Así que era la segunda opción para el liderazgo. Tú eras su primera opción.

Muy perspicaz. No sé si yo era la primera, pero sin duda era mejor opción que Eric.

—¿Por qué lo dices?

—Por la forma en que Eric actuó la primera noche, en la cena. Estaba celoso a pesar de que tiene lo que quiere.

Nunca había pensado eso de Eric: ¿celoso? ¿De qué? No le he quitado nada, nunca he supuesto una verdadera amenaza para él. Él es el que fue detrás de Amar, el que fue detrás de mí. Aunque quizá Tris tenga razón: quizá no me di cuenta de lo frustrado que se sentía por quedar segundo detrás de un trasladado de Abnegación después de trabajar tanto; o porque Max me prefiriera a mí como líder, a pesar de que a Eric lo habían colocado aquí específicamente para ocupar ese puesto.

Ella se seca la cara.

—¿Se nota que he estado llorando?

La pregunta casi me hace gracia. Sus lágrimas se desvanecieron tan deprisa como surgieron, y ahora vuelve a tener un rostro hermoso, unos ojos secos y un pelo suave. Como si no hubiera sucedido nada, como si no acabara de vivir tres minutos de puro terror. Es más fuerte de lo que yo era.

—Hmmm —mascullo, y me acerco para examinarla de broma.

Pero no es una broma y estoy muy cerca, compartimos el aliento.

—No, Tris. Pareces… —Pruebo con una expresión osada— tan dura como una roca.

Ella esboza una sonrisita. Yo también.

—Hola —me saluda Zeke, medio dormido, con la cabeza apoyada en un puño—. ¿Me relevas? Voy a tener que pegarme los ojos con cinta adhesiva para mantenerlos abiertos.

—Lo siento, solo necesito utilizar un ordenador. Sabes que solamente son las nueve, ¿verdad?

—Me canso cuando me muero de aburrimiento —responde, bostezando—. Pero ya queda poco para que termine el turno.

Me encanta la sala de control de noche. Solo hay tres personas supervisando las grabaciones, así que la habitación está en silencio, salvo por el zumbido de los ordenadores. A través de las ventanas solo veo una astilla de luna; lo demás está a oscuras. Cuesta encontrar un momento de paz en el complejo de Osadía, y en este sitio es donde más a menudo lo encuentro.

Zeke regresa a su pantalla. Me siento frente a un ordenador a unos cuantos asientos de él y muevo la pantalla para que no se vea desde la sala. Después me conecto y utilizo el nombre de cuenta falso que creé hace meses para que nadie pudiera seguirme el rastro.

Una vez conectado, abro el programa que me permite usar en modo remoto el ordenador de Max. Tarda unos segundos en iniciarse, pero, cuando lo hace, es como estar sentado en su despacho, utilizando la misma máquina que utiliza él.

Trabajo deprisa, sistemáticamente. Max etiqueta sus carpetas con números, así que no sé qué tienen hasta que las abro. La mayoría son inocuas, listas de miembros de Osadía u horarios de acontecimientos. Las abro y las cierro en cuestión de segundos.

Me sumerjo en los archivos, carpeta a carpeta, hasta que encuentro algo raro: una lista de suministros que no son ni comida, ni telas, ni nada de lo que esperaría de la vida osada cotidiana. La lista es de armas. Jeringas. Y algo llamado suero D2.

Solo se me ocurre una cosa para la que los osados necesitarían tantas armas: un ataque. Pero ¿contra quién?

Con el pulso latiéndome en la cabeza, vuelvo a echar un vistazo a la sala de control. Zeke se entretiene con un juego de ordenador que escribió él mismo. La segunda operadora está prácticamente tirada en la silla, con los ojos medio cerrados. El tercero agita perezosamente con una pajita su vaso de agua mientras mira por las ventanas. Nadie me presta atención.

Abro más archivos. Al cabo de unos cuantos intentos infructuosos, encuentro un mapa. Está marcado con letras y números, básicamente, así que al principio no sé qué me muestra.

Entonces abro un mapa de la ciudad en la base de datos osada para compararlos y me echo atrás en la silla al darme cuenta de qué calles del mapa son las que preocupan a Max.

El sector abnegado.

El ataque será contra Abnegación.

Debería haberme resultado obvio, claro. ¿A quién si no se molestarían en atacar Max y Jeanine? Su vendetta es contra Abnegación, siempre ha sido contra Abnegación. Debería haberme dado cuenta cuando los eruditos publicaron aquella historia sobre mi padre, el marido y padre monstruoso. Lo único cierto que han escrito, por lo que sé.

Zeke me da con el pie en la pierna.

—Se acabó el turno. ¿A dormir?

—No, necesito un trago.

Se anima. No es muy habitual que decida abandonar mi existencia estéril e insociable para pasar una noche de desenfreno osado.

—Soy tu hombre —responde.

Cierro el programa, mi cuenta, todo. Intento dejar también atrás la información sobre el ataque a los abnegados hasta poder averiguar qué hacer con ella. Sin embargo, me persigue durante todo el camino hacia el ascensor, a través del vestíbulo y por los caminos que llevan al fondo del Pozo.

Salgo de la simulación con un nudo en la boca del estómago. Me desengancho de los cables y me levanto. Ella todavía se está recuperando de la sensación de estar a punto de ahogarse, le tiemblan las manos y respira hondo. La observo un momento sin saber bien cómo decir lo que tengo que decir.

—¿Qué? —me pregunta.

—¿Cómo has hecho eso?

—¿El qué?

—Romper el cristal.

—No lo sé.

Asiento con la cabeza y le ofrezco una mano. Ella se levanta sin problemas, aunque evita mirarme a los ojos. Compruebo las esquinas de la sala en busca de cámaras. Hay una justo donde creía, frente a nosotros. Cojo a Tris por el codo y la saco de la habitación para llevarla a un lugar donde sé que no nos observarán: un punto ciego entre dos cámaras de vigilancia.

—¿Qué? —pregunta, irritada.

—Eres divergente.

Hoy no he sido demasiado amable con ella. Anoche la vi con sus amigos junto al abismo y cometí un error de juicio (o de sobriedad) que me hizo acercarme demasiado, decirle que estaba guapa. Me preocupa haber ido demasiado lejos. Ahora estoy aún más preocupado, aunque por otros motivos.

Ha roto el cristal. Es divergente. Está en peligro.

Se me queda mirando.

Después se apoya en la pared y adopta una pose de indiferencia casi convincente.

—¿Qué es divergente?

—No te hagas la tonta. Lo sospeché la última vez, pero esta vez resulta obvio. Has manipulado la simulación, eres divergente. Aunque borraré la grabación, si no quieres acabar muerta en el fondo del abismo, ¡tienes que encontrar la manera de ocultarlo durante las simulaciones! Ahora, si me disculpas…

Regreso a la sala de la simulación y cierro la puerta. Es fácil borrar la grabación: unas cuantas teclas y hecho, registro limpio. Compruebo dos veces su archivo para asegurarme de que solo queden los datos de su primera simulación. Tendré que inventarme una excusa para explicar qué pasó con los datos de la segunda. Una buena mentira, una que Eric y Max se crean de verdad.

Saco mi navaja a toda prisa y la meto entre los paneles que cubren la placa base del ordenador para sacarlos. Después salgo al pasillo, voy a la fuente y me lleno la boca de agua.

Cuando regreso, escupo un poco de agua en el hueco entre los paneles. Después guardo la navaja y espero.

Aproximadamente un minuto más tarde, la pantalla se queda en negro. La sede de Osadía es una cueva con goteras. El agua causa problemas continuamente.

Estaba desesperado.

Envié un mensaje a través del mismo abandonado al que le entregué el mensaje la última vez que quise ponerme en contacto con mi madre. Acordé encontrarme con ella en el último vagón del tren de las diez y cuarto que sale de la sede de Osadía. Supongo que sabrá cómo encontrarme.

Me siento con la espalda apoyada en la pared y un brazo sobre las rodillas, y veo la ciudad pasar. Los trenes nocturnos no van tan deprisa entre paradas como los diurnos. Así resulta más sencillo contemplar el cambio de los edificios a medida que el tren se acerca al centro de la ciudad; se hacen más altos, aunque más estrechos, con pilares de cristal junto a estructuras de piedra más antiguas. Como una ciudad colocada encima de otra.

Alguien corre junto al tren cuando llegamos al norte de la ciudad. Me levanto y me agarro a una de las barandas que rodean la pared. Evelyn entra tambaleándose en el vagón vestida con botas cordiales, vestido erudito y chaqueta osada. Lleva el pelo peinado hacia atrás, lo que hace que su rostro, ya de por sí severo, lo sea aún más.

—Hola —me saluda.

—Hola.

—Cada vez que te veo estás más grande. Supongo que no tiene sentido preocuparme por si comes bien.

—Podría decirte lo mismo, pero por motivos distintos.

Sé que no está comiendo bien. No tiene facción, y los abnegados ya no proporcionan tanta ayuda como antes por culpa de la presión de los eruditos.

Recojo la mochila que tengo detrás, llena de latas de la despensa osada.

—No es más que sopa insípida y verduras, pero es mejor que nada —explico mientras se la ofrezco.

—¿Quién te ha dicho que necesito ayuda? —pregunta Evelyn con precaución—. Me va bien, ¿sabes?

—Sí, no es para ti, sino para tus esqueléticos amigos. Yo en tu lugar no rechazaría comida.

—No lo hago —responde, aceptando la mochila—. Es que no estoy acostumbrada a que le importe a alguien. Es un poco desconcertante.

—Conozco la sensación —digo con frialdad—. ¿Cuánto has tardado en interesarte por mi vida? ¿Siete años?

Evelyn suspira.

—Si me has pedido que venga para volver a la misma discusión, me temo que no tengo mucho tiempo.

—No, no te he pedido que vinieras por eso.

En realidad no quería ponerme en contacto con ella, pero sabía que no podía contar a los osados lo que había averiguado sobre el ataque a Abnegación (no sé hasta qué punto son leales a la facción y sus políticas), y tenía que contárselo a alguien. La última vez que hablé con Evelyn, parecía saber cosas sobre la ciudad que yo desconocía. Supuse que quizás ella supiera cómo ayudarme antes de que sea demasiado tarde.

Es un riesgo, pero no sé bien a quién más acudir.

—He estado vigilando a Max —explico—. Dijiste que los eruditos estaban trabajando con los osados y tenías razón: planean algo juntos. Max, Jeanine y quién sabe quién más.

Le cuento lo que vi en el ordenador de Max, la lista de suministros y los mapas. Le cuento lo que observé sobre la actitud de los eruditos hacia Abnegación, los informes, que están envenenando las mentes osadas contra nuestra antigua facción.

Cuando termino, Evelyn no parece sorprendida, ni siquiera preocupada. De hecho, no sé cómo interpretar su expresión. Se queda callada unos segundos y dice:

—¿Alguna pista de cuándo podría suceder?

—No.

—¿Y de números? ¿Qué cantidad de efectivos pretenden usar los osados y los eruditos? ¿De dónde la sacarán?

—No lo sé —respondo, frustrado—. Y la verdad es que no me importa. Da igual el número de reclutas con el que cuenten, masacrarán a los abnegados en cuestión de segundos. Los abnegados no están entrenados para defenderse…, ni lo harían si supieran cómo hacerlo.

—Sabía que estaba cociéndose algo —dice Evelyn, frunciendo el ceño—. Los eruditos dejan las luces encendidas en su sede toda la noche, lo que significa que ya no les da miedo meterse en líos con los líderes del consejo. Lo que… dice mucho sobre sus crecientes discrepancias.

—Vale. ¿Cómo se lo advertimos?

—¿A quiénes?

—¡A los abnegados! —exclamo, alterado—. ¿Cómo advertimos a los abnegados que los van a matar? ¿Cómo advertimos a los osados que sus líderes conspiran contra el consejo? ¿Cómo…?

Me detengo. Evelyn permanece quieta, con las manos caídas a los lados, y el rostro relajado e impasible. «Nuestra ciudad está cambiando, Tobias». Eso me dijo cuando volvimos a vernos por primera vez. «Dentro de poco, todos tendremos que elegir un bando, y yo sé en cuál preferirías estar».

—Tú ya lo sabías —digo, despacio, intentando procesar la verdad—. Sabías que planeaban algo así, lo sabes desde hace tiempo. Lo estabas esperando. Contabas con ello.

—No siento afecto por mi antigua facción. No quiero que ni ellos ni ninguna otra facción siga controlando esta ciudad y a su gente. Si alguien quiere acabar con mis enemigos por mí, pienso permitirlo.

—No me lo puedo creer —replico—. No todos son como Marcus, Evelyn. Están indefensos.

—Crees que son personas inocentes, Tobias, pero no los conoces. Yo sí, yo he visto cómo son en realidad —dice con voz grave y ronca—. ¿Cómo crees que tu padre consiguió mentirte sobre mí durante todos esos años? ¿Crees que los demás líderes de Abnegación no lo ayudaron, que no perpetuaron la mentira? Sabían que yo no estaba embarazada, que nadie había llamado a un médico y que no había cadáver, pero, a pesar de todo, te contaron que yo estaba muerta, ¿no?

No se me había ocurrido antes. No había cadáver. No había cadáver, y sin embargo todos los hombres y mujeres sentados en la casa de mi padre en aquella terrible mañana y en el funeral de la noche siguiente fingieron por mí y por el resto de la comunidad abnegada diciendo, incluso en su silencio: «Nadie nos abandonará nunca, ¿quién querría hacerlo?».

No debería sorprenderme tanto descubrir que una facción está llena de mentirosos, pero supongo que una parte de mí todavía conserva la inocencia de un niño.

Eso se acabó.

—Piénsalo —sigue diciendo Evelyn—. ¿Es esa la gente a la que quieres ayudar? ¿La clase de gente capaz de decirle a un niño que su madre ha muerto solo para quedar bien? ¿O preferirías arrebatarles el poder?

Creía que lo sabía. Los inocentes abnegados con sus continuos actos de servicio y sus deferentes saludos de cabeza; había que salvarlos.

Pero a esos mentirosos que me obligaron a sufrir, que me abandonaron con el hombre que me hacía daño… ¿Habría que salvarlos a ellos?

No soy capaz de mirarla, no soy capaz de responder. Espero a que el tren pase por un andén y salto sin mirar atrás.

—No te lo tomes a mal, pero tienes una pinta horrible.

Shauna se deja caer en la silla que tengo al lado y pone la bandeja en la mesa. Es como si la conversación de ayer con mi madre fuese un ruido repentino y ensordecedor que amortiguara cualquier otro sonido. Siempre he sabido que mi padre era cruel. Sin embargo, creía que los demás abnegados eran inocentes; en el fondo, siempre me he considerado débil por abandonarlos, como si fuera un traidor a mis propios valores.

Ahora parece que, decida lo que decida, traicionaré a alguien. Si advierto a los abnegados sobre los planes de ataque que descubrí en el ordenador de Max, traicionaré a Osadía. Si no lo hago, traiciono a mi antigua facción de un modo mucho peor que la vez anterior. No tengo más alternativa que decidirme, y la idea de hacerlo me revuelve el estómago.

He sobrevivido a este día de la única forma que conozco: levantándome y yendo a trabajar. Colgué la clasificación, que dio lugar a una disputa, puesto que deseaba dar más peso a la mejora, mientras que Eric defendía la regularidad. Fui a comer. Sigo los pasos del día a día casi como un robot.

—¿Te vas a comer eso? —me pregunta Shauna señalando mi plato lleno de comida.

—Puede —respondo encogiéndome de hombros.

Me doy cuenta de que está a punto de preguntarme qué me pasa, así que cambio de tema.

—¿Cómo le va a Lynn?

—Seguro que tú lo sabes mejor que yo. Después de ver sus miedos y todo eso.

Corto un pedazo de mi trozo de carne y lo mastico.

—¿Cómo es eso? —pregunta con precaución, arqueando una ceja—. Lo de ver los miedos de todos, me refiero.

—No puedo hablarte de sus miedos, ya lo sabes.

—¿Esa regla es tuya o de Osadía?

—¿Importa?

—Es que a veces es como si ya no la conociera —responde, suspirando.

Terminamos la comida sin hablar. Es lo que más me gusta de Shauna: no siente la necesidad de rellenar los silencios. Cuando acabamos, salimos juntos del comedor y Zeke nos llama desde el otro lado del Pozo.

—¡Hola! —grita mientras le da vueltas en el dedo a un rollo de cinta adhesiva—. ¿Queréis ir a pegarle a algo?

—Sí —respondemos Shauna y yo al unísono.

Nos dirigimos a la sala de entrenamiento, y Shauna informa a Zeke por el camino sobre su semana en la valla…

—Hace dos días, el idiota con el que estaba de patrulla empezó a perder los nervios y a jurar que había visto algo ahí fuera… Al final resultó que era una bolsa de plástico.

Zeke le ha pasado un brazo sobre los hombros. Me acaricio los nudillos e intento no entrometerme.

Cuando nos acercamos a la sala, me parece oír voces dentro. Frunzo el ceño y abro la puerta con el pie. En la sala están Lynn, Uriah, Marlene y… Tris. El choque de ambos mundos me deja desconcertado.

—Me había parecido escuchar a alguien —saludo.

Uriah dispara a un blanco con una de las pistolas de balas de plástico que los osados usan para divertirse. Estoy seguro de que no tiene una, así que debe de ser de Zeke. Y Marlene mastica algo. Me sonríe y me saluda con una mano cuando entro.

—Resulta que es el idiota de mi hermano —dice Zeke—. Se supone que no podéis estar aquí fuera de las horas de clase. Tened cuidado, a ver si Cuatro se lo va a contar a Eric para que os arranque el cuero cabelludo.

Uriah se guarda la pistola en la cintura del pantalón, contra la parte baja de la espalda, sin echarle el seguro. Es probable que se le dispare dentro de los pantalones y acabe con un verdugón en el culo. No se lo menciono.

Abro la puerta para echarlos. Al pasar junto a mí, Lynn dice:

—No se lo contarás a Eric, ¿verdad?

—No, claro.

Cuando Tris pasa por mi lado, extiendo una mano que encaja automáticamente en el espacio entre sus omóplatos. Ni siquiera sé si lo he hecho aposta o no. Y no me importa.

Los demás se alejan por el pasillo, olvidado nuestro plan original de pasar un tiempo en la sala de entrenamiento una vez que Uriah y Zeke empiezan a pelearse en broma, y Shauna y Marlene se ponen a compartir lo que queda de una magdalena.

—Espera un momento —le digo a Tris.

Se vuelve hacia mí con un gesto de preocupación, así que intento sonreír, aunque no me apetezca demasiado.

Me percaté de la tensión en la sala de entrenamiento cuando colgué la clasificación esta tarde; cuando sumaba los puntos, no pensé en que quizá debería quitarle algunos a ella para protegerla. Habría sido un insulto a sus habilidades bajarla de puesto en la lista, aunque quizás ella habría preferido ese insulto a soportar el abismo que sigue abriéndose entre ella y sus compañeros trasladados.

A pesar de estar pálida y agotada, y de tener cortecitos alrededor de cada una de las uñas y una mirada vacilante, sé que no es así. Esta chica no querría guarecerse en la seguridad del centro del grupo. Jamás.

—Este es tu sitio, espero que lo sepas —le digo—. Tu sitio está con nosotros. Todo terminará pronto, así que aguanta, ¿vale?

De repente me arde la nuca y me la rasco con una mano, incapaz de mirarla a los ojos, aunque los siento sobre mí a medida que se alarga el silencio.

Después entrelaza sus dedos con los míos, y me quedo mirándola, sorprendido. Le aprieto un poco la mano y, a través de mi confusión y agotamiento, se abre paso la idea de que la he tocado media docena de veces (todas ellas por culpa de un error de juicio), pero esta es la primera vez que ella me corresponde.

Entonces se da media vuelta y sale corriendo para alcanzar a sus amigos. Y me quedo en el pasillo, solo, sonriendo como un idiota.

Me paso casi una hora intentando dormir, dando vueltas entre las sábanas en busca de una postura cómoda. Sin embargo, es como si alguien me hubiese cambiado el colchón por una bolsa de rocas. O quizá sea que tengo demasiadas cosas en la cabeza.

Al final me rindo, me pongo los zapatos y la chaqueta, y me acerco a la Espira, como hago siempre que no puedo dormir. Se me ocurre ejecutar de nuevo el programa del paisaje del miedo, pero no tuve la precaución de reponer mi suministro de suero de la simulación esta tarde y sería un lío hacerlo ahora. Así que voy a la sala de control, donde Gus me recibe con un gruñido y los otros dos miembros de guardia ni siquiera se percatan de mi llegada.

No intento volver a examinar los archivos de Max; creo que ya sé todo lo que debo saber: que se avecina algo malo y que no tengo ni idea de si intentaré evitarlo o no.

Tengo que contárselo a alguien, necesito que alguien comparta esto conmigo, que me diga lo que debo hacer. Pero no confío en nadie para esto. Hasta mis amigos nacieron y crecieron en Osadía, ¿y si confían en sus líderes incondicionalmente? No lo sé.

Por algún motivo, el rostro de Tris me viene a la cabeza, franco, pero serio, dándome la mano en el pasillo.

Repaso las grabaciones de las calles de la ciudad y regreso al complejo de Osadía. Casi todos los pasillos están tan oscuros que no vería nada ni estando allí. Por los auriculares me llega el susurro del agua en el abismo y el silbido del viento por los callejones. Suspiro y apoyo la cabeza en la mano mientras observo pasar las imágenes, una tras otra, y dejo que me sosieguen hasta dejarme casi dormido.

—Vete a la cama, Cuatro —me dice Gus desde el otro lado de la sala.

Me despierto de golpe y asiento con la cabeza. Si en realidad no estoy mirando las grabaciones, no es buena idea estar en la sala de control. Salgo de mi cuenta y vuelvo por el pasillo hacia el ascensor, parpadeando para despejarme.

Mientras cruzo el vestíbulo oigo un grito que surge de abajo, del Pozo. No es un afable grito osado, ni el de alguien que está asustado, pero disfrutándolo, sino el tono concreto y distintivo del terror.

Las piedras salen disparadas detrás de mí al bajar corriendo al fondo del Pozo con la respiración acelerada pero regular.

Tres personas altas vestidas de negro están cerca de la barandilla, reunidas alrededor de un cuarto objetivo más pequeño. Aunque no veo gran cosa, sé reconocer una pelea. O lo que sería una pelea si no fueran tres contra uno.

Uno de los agresores se vuelve, me ve y sale corriendo en dirección contraria. Cuando me acerco, veo a uno de los otros agresores sosteniendo en alto al objetivo por encima del abismo, así que grito:

—¡Eh!

Veo su cabello rubio y ya soy incapaz de ver mucho más. Choco contra uno de los agresores (Drew, lo sé por el color de su pelo, de un rojo anaranjado) y lo estrello contra la barrera del abismo. Le doy un puñetazo, dos, tres en la cara, y él se derrumba en el suelo, donde me pongo a darle patadas sin poder pensar, sin poder pensar en absoluto.

—Cuatro.

Tris habla en voz baja e irregular, y eso es lo único que puede llegar hasta mí. Está colgada de la barandilla, suspendida sobre el abismo como un cebo en un anzuelo. El otro, el último agresor, ha desaparecido.

Corro hasta ella, la agarro por los hombros y la subo por encima de la barandilla. Después la abrazo. Ella aprieta la cara contra mi hombro y entierra los dedos en mi camiseta.

Drew está en el suelo, desmayado. Lo oigo gruñir cuando me la llevo…, no a la enfermería, donde los otros agresores podrían buscarla, sino a mi piso, que está en un pasillo solitario y apartado. Abro la puerta de un empujón y tumbo a Tris en la cama. Le recorro la nariz y los pómulos con los dedos por si hay algo roto, le busco el pulso y me inclino sobre ella para comprobar su respiración. Todo parece normal y fuerte. Ni siquiera el chichón de la nuca, que está hinchado y magullado, parece serio. No ha sufrido heridas graves, aunque podría haber acabado mal.

Me tiemblan las manos cuando me aparto. No está malherida, pero puede que Drew sí. Ni siquiera sé cuántas veces le he golpeado antes de que Tris dijera mi nombre y me despertara. El resto de mi cuerpo empieza también a temblar, así que me aseguro de que tenga una almohada para apoyar la cabeza y salgo del piso para regresar a la barandilla del Pozo. De camino intento repasar mentalmente los últimos minutos, trato de recordar dónde, cuándo y con cuánta fuerza he golpeado, pero todo está borroso, perdido en un ataque de rabia.

«Me pregunto si es lo que le pasaba a él», pienso mientras recuerdo la mirada salvaje y frenética de Marcus cada vez que se enfadaba.

Cuando llego a la barandilla, Drew sigue ahí, retorcido en una extraña postura. Me echo su brazo al hombro y lo llevo a la enfermería medio a rastras, medio a cuestas.

Cuando llego a mi piso, lo primero que hago es entrar en el baño para limpiarme la sangre de las manos. Tengo unos cuantos nudillos desgarrados, magullados al golpear la cara de Drew. Si Drew estaba allí, el otro agresor debía de ser Peter, pero ¿y el tercero? No era Molly; la figura era demasiado alta y grande. De hecho, solo hay un iniciado de ese tamaño.

Al.

Me miro en el espejo como si esperase encontrarme con pedacitos de Marcus devolviéndome la mirada. Tengo un corte en la comisura de los labios; ¿es que Drew consiguió devolverme algún puñetazo? Da igual. Mi laguna de memoria da igual. Lo que importa es que Tris sigue respirando.

Meto las manos bajo el agua fresca hasta que sale transparente, me las seco en la toalla y voy al congelador a por una bolsa de hielo. Cuando se la llevo, descubro que está despierta.

—Tus manos —dice, y es ridículo decir algo así, tan estúpido, preocuparse por mis manos cuando ella ha estado colgada del abismo por el cuello.

—No son asunto tuyo —respondo, irritado.

Me inclino sobre ella y le pongo la bolsa de hielo bajo la cabeza, donde antes palpé el chichón. Ella levanta una mano y me toca con cuidado la boca con la punta de los dedos.

Nunca imaginé que podría sentir algo así al tocarme otra persona, como una descarga de energía. Sus dedos son suaves y curiosos.

—Tris, estoy bien.

—¿Por qué estabas allí?

—Volvía de la sala de control y oí un grito.

—¿Qué les has hecho?

—Dejé a Drew en la enfermería hace media hora. Peter y Al salieron corriendo. Drew aseguraba que solo querían asustarte. Por lo menos, creo que eso era lo que intentaba decir.

—¿Está mal?

—Vivirá, aunque no sé en qué condiciones —escupo.

No debería permitir que viera esta parte de mí, esta parte salvaje que se deleita con el dolor de Drew. Ni siquiera debería tener una parte así.

Ella levanta una mano y me aprieta el brazo.

—Bien —dice.

La miro. Ella también tiene ese lado. Lo vi cuando le dio la paliza a Molly, como si pensara seguir estuviera su oponente consciente o no. A lo mejor ella y yo somos iguales.

Se le contrae el rostro y empieza a llorar. Casi siempre, cuando alguien llora delante de mí, me siento oprimido, como si necesitara escapar para seguir respirando. No me siento así con ella. Con ella no me preocupa que espere demasiado de mí ni que necesite algo de mí. Me dejo caer en el suelo para estar a su altura y la contemplo atentamente un momento. Después le toco la mejilla procurando no rozar ninguno de sus crecientes moratones. Le paso el pulgar por el pómulo. Tiene la piel caliente.

No sé cuál es la palabra adecuada para describir su aspecto, pero incluso ahora, con parte del rostro hinchado y manchado, tiene algo impresionante, algo que no había visto nunca antes.

En este momento soy capaz de aceptar la inevitabilidad de lo que siento, aunque no con alegría. Necesito hablar con alguien. Necesito confiar en alguien. Y, por algún motivo, sé, estoy convencido, de que es ella.

Tendré que empezar por decirle mi nombre.

Me acerco a Eric en la cola del desayuno y me coloco detrás de él mientras utiliza una cuchara de mango largo para echarse huevos revueltos en el plato.

—Si te dijera que unos iniciados atacaron a uno de sus compañeros anoche, ¿te importaría?

Eric echa los huevos a un lado del plato y levanta un hombro.

—Podría importarme que su instructor no parezca capaz de controlar a sus iniciados —responde mientras cojo un cuenco con cereales para mí. Ve mis nudillos magullados—. Podría importarme que ese hipotético ataque sea el segundo que ocurre bajo la supervisión de ese instructor…, mientras que los nacidos en Osadía no parecen tener el mismo problema.

—La tensión entre los trasladados siempre es más alta porque no se conocen entre sí, ni conocen la facción, ni proceden del mismo entorno —respondo—. Y tú eres su líder, ¿no deberías ser el responsable de mantenerlos «bajo control»?

Eric usa unas pinzas para colocar una tostada al lado de los huevos. Después se acerca a mi oído y susurra:

—Pisas terreno resbaladizo, Tobias. Discutes conmigo delante de los demás, «pierdes» resultados de simulaciones, está claro que prefieres a los iniciados que van peor en la clasificación… Incluso Max está de acuerdo. Si se produjera un ataque, creo que no estaría contento contigo y quizá no objete nada cuando le proponga apartarte de tu puesto.

—Entonces te quedarías sin un instructor una semana antes del final de la iniciación.

—Puedo encargarme yo.

—Ya me imagino cómo sería con tu supervisión —respondo, entrecerrando los ojos—. Ni siquiera necesitaríamos echar a nadie: acabarían todos muertos o a la fuga.

—Como no tengas cuidado, no tendrás que imaginarte nada —replica mientras llega al final de la cola y se vuelve hacia mí—. Los entornos competitivos producen tensión, Cuatro. Es normal que se libere de algún modo. —Esboza una sonrisita que le estira la piel entre los piercings—. Sin duda, un ataque nos demostraría quiénes son los fuertes y quiénes los débiles en una situación real, ¿no crees? No habría que confiar en los resultados de las pruebas. Tomaríamos una decisión más informada sobre las personas que encajan aquí y las que no. Pero solo… si se produjera un ataque, por supuesto.

Las implicaciones quedan claras: como superviviente del ataque, Tris sería considerada más débil que los demás iniciados y acabaría eliminada. Eric no correría en ayuda de la víctima, sino que pediría su expulsión de Osadía, como hizo antes de que Edward se fuese por voluntad propia. No quiero que Tris se vea obligada a unirse a los abandonados.

—Claro —digo, como si nada—. Bueno, menos mal que no han atacado a nadie últimamente.

Vierto leche sobre los cereales y me acerco a mi mesa. Eric no hará nada con Peter, Drew y Al, y yo no puedo hacer nada sin pasarme de la raya y sufrir las consecuencias. Aunque puede que… puede que no tenga que hacerlo yo solo. Dejo mi bandeja entre Zeke y Shauna, y digo:

—Necesito que me ayudéis con una cosa.

Después de explicar el paisaje del miedo y permitir que los iniciados se vayan a comer, meto a Peter en la sala de observación de al lado de la sala de la simulación vacía. Hay filas de sillas listas para que los iniciados se sienten a esperar su última prueba. Y también están Zeke y Shauna.

—Tenemos que charlar —le digo.

Zeke se abalanza sobre Peter y lo estrella contra el muro de hormigón con una fuerza alarmante. Peter se golpea la cabeza y hace una mueca.

—Hola —dice Zeke, y Shauna se les acerca mientras hace girar un cuchillo en la palma de su mano.

—¿Qué es esto? —pregunta Peter.

No parece asustado, ni siquiera cuando Shauna agarra el cuchillo por el mango y le apoya la punta de la hoja en la mejilla creando un hoyuelo.

—¿Intentáis asustarme? —añade, burlón.

—No —respondo—. Intentamos dejarte clara una cosa: no eres el único con amigos dispuestos a hacer daño.

—Se supone que los instructores de iniciados no deberían amenazarlos, ¿no? —pregunta Peter, que me mira con esa expresión suya con los ojos muy abiertos, la que podría confundir por inocencia de no conocerlo mejor—. Tendré que preguntárselo a Eric, para asegurarme.

—Yo no te he amenazado. Ni siquiera te estoy tocando. Y, según las grabaciones de este cuarto almacenadas en los ordenadores de la sala de control, ni siquiera estamos aquí.

Zeke sonríe como si no pudiera contenerse. Eso fue idea suya.

—Yo soy la que te amenaza —dice Shauna, casi gruñendo—. Un estallido violento más y te enseñaré una lección sobre la justicia.

Sostiene la punta del cuchillo sobre el ojo de Peter y la baja despacio, apretándole el párpado. Peter se queda paralizado, apenas se mueve para respirar.

—Ojo por ojo. Moratón por moratón.

—Puede que a Eric no le importe que vayas a por tus compañeros —dice Zeke—, pero a nosotros, sí, y hay muchos osados como nosotros. Gente que cree que no deberías ponerles las manos encima a tus colegas de facción. Gente que hace caso a los cotilleos y los propaga como un incendio. No tardaremos demasiado en explicarles que eres un gusano, ni ellos tardarán en hacerte la vida muy, muy difícil. Verás, en Osadía, la reputación tiende a conservarse.

—Empezaremos con tus posibles empleadores —sigue Shauna—. Zeke puede encargarse de los supervisores de la sala de control; yo, de los líderes de la valla. Tori conoce a todo el mundo en el Pozo. Cuatro, tú eres amigo de Tori, ¿verdad?

—Sí —respondo; me acerco más a Peter y ladeo la cabeza—. Puede que tú seas capaz de provocar dolor, iniciado…, pero nosotros podemos hacerte desdichado de por vida.

Shauna aparta el cuchillo del ojo de Peter.

—Piénsatelo.

Zeke le suelta la camiseta y se la estira sin dejar de sonreír. No sé por qué, pero la combinación de la ferocidad de Shauna con la alegría de Zeke es lo bastante extraña como para resultar amenazante. Zeke se despide de Peter con la mano, y los tres nos alejamos juntos.

—De todos modos, quieres que hablemos con la gente, ¿no? —me pregunta Zeke.

—Oh, sí —respondo—. Sin duda. Y no solo de Peter, también de Drew y Al.

—Si sobrevive a la iniciación, a lo mejor lo hago tropezar por accidente y cae de cabeza al abismo —comenta Zeke, esperanzado, haciendo un gesto de caída libre con la mano.

A la mañana siguiente hay una multitud reunida junto al abismo, todos en silencio e inmóviles, aunque el olor del desayuno nos llama desde el comedor. No tengo que preguntar por qué están ahí.

Esto sucede casi todos los años, según me cuentan. Una muerte. Como la de Amar: repentina, terrible y lamentable. Sacan un cadáver del abismo como si fuera un pez en un anzuelo. Normalmente es alguien joven: un accidente por culpa de una acrobacia atrevida que sale mal o puede que aposta, una mente herida por la oscuridad, la presión y el dolor de Osadía.

No sé cómo sentirme por esas muertes. Culpable, quizá, por no haber visto ese dolor. Triste porque algunas personas no encuentren otra forma de escapar.

Alguien pronuncia el nombre de la persona fallecida más adelante, y ambas emociones me golpean con fuerza.

Al. Al. Al.

Mi iniciado, mi responsabilidad, y he fallado porque estaba tan obsesionado con atrapar a Max y a Jeanine, o con culpar de todo a Eric, o con mi indecisión sobre advertir o no a los abnegados… No, ninguna de esas cosas ha pesado tanto como esta: que me he distanciado de ellos para protegerme, cuando debería haberlos sacado de los rincones oscuros de Osadía para enseñarles los luminosos: reírse con amigos sobre las rocas del abismo, tatuajes a medianoche después de un juego de Atrevimiento, un mar de abrazos después de anunciar las clasificaciones… Esas son las luces que debería haberle enseñado; aunque no lo ayudaran, debería haberlo intentado.

Sé una cosa: después de terminar la iniciación de este año, Eric no tendrá que esforzarse tanto por echarme de mi puesto. Ya me he ido.

Al. Al. Al.

¿Por qué todos los muertos se convierten en héroes en Osadía? ¿Por qué necesitamos que lo sean? A lo mejor son los únicos héroes que encontramos en una facción de líderes corruptos, compañeros competitivos e instructores cínicos. Los muertos pueden ser nuestros héroes porque después no nos decepcionarán; solo mejoran con el tiempo, a medida que nos olvidamos de ellos.

Al era inseguro y sensible, después se volvió celoso y violento, y luego desapareció. Han existido hombres más blandos que Al, y hombres más duros que Al han muerto, y ninguna de las dos cosas tiene explicación alguna.

Pero Tris la quiere, la ansía, se lo veo en la cara, como una especie de hambre. O de rabia. O de ambas cosas. Imagino que no debe de ser fácil que te caiga bien alguien, después odiarlo y después perderlo antes de resolver todos esos sentimientos. La sigo cuando se aleja de los cánticos de los osados porque soy lo bastante arrogante como para creer que puedo ayudarla a sentirse mejor.

Sí, claro. O quizá la sigo porque estoy cansado de apartarme de todo el mundo y ya no estoy tan seguro de que sea lo mejor para mí.

—Tris.

—¿Qué haces aquí? —me pregunta con un tono de voz amargo—. ¿No deberías estar presentando tus respetos?

—¿Y tú? —pregunto, acercándome.

—No puedo presentar mis respetos cuando no los tengo.

Por un momento me sorprende que logre ser tan fría… Tris no siempre es simpática, pero rara vez se comporta con desdén.

—No quería decir eso —añade unos segundos después.

—Ah.

—Esto es ridículo —dice, y se sonroja—. Se tira por un precipicio ¿y Eric dice que es un valiente? ¿Eric, el que intentó que lanzaras cuchillos a la cabeza de Al? —Se le contrae el rostro—. ¡No era valiente! ¡Estaba deprimido, era un cobarde y casi me mata! ¿Esas son las cosas que se respetan aquí?

—¿Y qué quieres que hagan? —pregunto con toda la amabilidad que puedo…, que no es mucha—. ¿Que lo condenen? Al ya está muerto, no puede oírlo y es demasiado tarde.

—Esto no es por Al, ¡es por todos los que están mirando! Por todos los que ahora creen que tirarse al abismo es una opción viable. Quiero decir, ¿por qué no hacerlo si después todos dicen que eres un héroe? ¿Por qué no hacerlo si así todo el mundo recordará tu nombre? —Pero claro que es por Al, y ella lo sabe—. Es que… —Intenta explicarse, veo su lucha interna—. No puedo… ¡Esto nunca habría pasado en Abnegación! ¡Nada de esto! Nunca. Este sitio absorbió a Albert y lo destruyó, y no me importa que decirlo me convierta en una estirada. No me importa. ¡No me importa!

Mi paranoia está tan asentada que miro automáticamente hacia la cámara empotrada en la pared sobre la fuente, oculta bajo una lámpara azul. La gente de la sala de control puede vernos y, con un poco de mala suerte, también elegirán este preciso momento para escucharnos. Es como si lo viera: Eric acusando a Tris de traidora a su facción, el cadáver de Tris sobre el pavimento, cerca de las vías del tren…

—Ten cuidado, Tris.

—¿No tienes nada más que decir? —pregunta, frunciendo el ceño—. ¿Que tenga cuidado? ¿Ya está?

Entiendo que mi respuesta no era exactamente lo que ella esperaba, pero para alguien que acaba de despotricar contra la imprudencia osada, está actuando como una de ellos.

—Eres tan insoportable como los de Verdad, ¿lo sabías? —le digo.

Los veraces son unos bocazas que no piensan en las consecuencias. La aparto de la fuente; estoy cerca de su cara y veo sus ojos muertos flotando en el agua del río subterráneo. No lo soporto, no cuando acaban de atacarla y quién sabe lo que le habría ocurrido de no haberla oído gritar.

—No voy a repetirlo, así que escucha con atención —le digo, poniéndole las manos sobre los hombros—. Están observando. Te están observando a ti, en concreto.

Recuerdo los ojos de Eric sobre ella después del lanzamiento de cuchillos. Sus preguntas sobre los datos borrados de la simulación de Tris. Le aseguré que había sido por el agua. A él le pareció interesante que ocurriera justo cinco minutos después de que acabara la simulación de Tris. Interesante.

—Suéltame —me ordena.

Lo hago de inmediato. No me gusta oírle ese tono de voz.

—¿Te observan a ti también?

«Siempre lo han hecho y siempre lo harán».

—He intentado protegerte, pero tú te niegas a que te ayude.

—Ah, vale, me ayudas. Cortarme la oreja con un cuchillo, burlarte de mí y gritarme más que a nadie me ayuda un montón.

—¿Burlarme de ti? ¿Te refieres a lo de los cuchillos? No me burlaba —afirmo, negando con la cabeza—, te recordaba que, si fallabas, otra persona tendría que ocupar tu lugar.

A mí me parecía obvio en aquellos momentos. Creía que, como ella me entendía mejor que la mayoría, entendería también aquello. Pero, por supuesto, no lo entendió. No es telépata.

—¿Por qué? —pregunta.

—Porque eres de Abnegación, y eres más valiente cuando actúas de manera desinteresada. Te aconsejo que intentes fingir un poco mejor que estás perdiendo tus impulsos altruistas porque, si lo descubre la gente equivocada…, bueno, no te conviene.

—¿Por qué? ¿Por qué les iban a importar mis intenciones?

—Las intenciones son lo único que les importa. Intentan hacerte pensar que les importa lo que haces, pero no, no quieren que actúes de cierta manera. Lo que quieren es que pienses de cierta manera, así les resulta fácil entenderte y no les supones una amenaza.

Apoyo una mano en la pared, cerca de su cara, y me inclino sobre ella pensando en los tatuajes que forman una línea en mi espalda. Lo que me convirtió en traidor a mi facción no fue hacérmelos, sino lo que significaban para mí: escapar de la estrechez de miras de las facciones, esa estrechez que me arrebata las distintas partes que me componen y me reducen a una sola versión de mí mismo.

—No entiendo por qué les importa lo que piense, siempre que actúe como ellos quieren —insiste.

—Ahora estás actuando como ellos quieren, pero ¿qué pasa si tu cerebro de Abnegación te dice que hagas otra cosa, algo que ellos no quieren?

Aunque me cae muy bien, Zeke es el ejemplo perfecto: nacido en Osadía, criado en Osadía, en Osadía por elección. Puedo contar con que encare todos los temas del mismo modo, ya que lo educaron así desde que nació. Para él no existen otras opciones.

—Quizá no necesite tu ayuda, ¿se te ha ocurrido?

Me dan ganas de reír; claro que no me necesita. ¿Cuándo ha sido ese el problema?

—No soy débil, ¿sabes? Puedo hacerlo yo sola —añade.

—Crees que mi instinto me impulsa a protegerte porque eres bajita, una chica o una estirada —respondo, acercándome un poco más a ella—. Te equivocas.

Más cerca. Le toco la barbilla y, por un momento, pienso en acabar con la distancia que nos separa.

—Mi instinto me impulsa a presionarte hasta que estalles, solo por ver lo que aguantas —explico, y es una confesión extraña y peligrosa. No quería hacerle daño y nunca se lo he hecho, y espero que sepa que no me refiero a eso—. Pero resisto el impulso.

—¿Por qué te pide eso tu instinto? —me pregunta.

—A ti el miedo no te paraliza, sino que te despierta. Lo he visto. Es fascinante.

Sus ojos en todas las simulaciones del miedo: hielo, acero y una llama azul. La chica bajita y menuda con los brazos tensos como cables. Una contradicción andante. Deslizo las manos sobre su mandíbula y le toco el cuello.

—A veces… solo quiero verlo, verte despertar —añado.

Me toca la cintura y se aprieta contra mí o me aprieta contra ella, no logro distinguirlo. Mueve las manos por mi espalda, y la deseo, la deseo de un modo que no he sentido nunca antes, no como una especie de impulso físico sin sentido, sino como una necesidad real y específica. No de «alguien», sino de ella.

Le toco la espalda, el pelo. Por ahora, con eso basta.

—¿Debería llorar? —me pregunta, y tardo un segundo en darme cuenta de que vuelve a hablar de Al. Bien, porque si este abrazo le ha dado ganas de llorar, tendría que reconocer que no sé nada de romanticismo—. ¿Es que me pasa algo malo?

—¿Y qué sé yo de lágrimas?

Las mías aparecen sin previo aviso y desaparecen en cuestión de segundos.

—Si lo hubiera perdonado, ¿crees que seguiría vivo?

—No lo sé.

Apoyo una mano en su mejilla y estiro los dedos para llegar hasta su oreja. Sí que es menuda. No me importa.

—Me siento como si fuese por mi culpa —me dice.

«Y yo».

—No es culpa tuya.

Apoyo la frente en la suya. Noto la calidez de su aliento en la cara. Yo estaba en lo cierto: esto es mejor que guardar las distancias, mucho mejor.

—Pero debería haberlo hecho, debería haberlo perdonado.

—Quizá. Quizá todos deberíamos haber hecho algo más —respondo, y después suelto sin pensar un tópico abnegado—. Pero tenemos que permitir que la culpa nos recuerde hacerlo mejor la próxima vez.

Se aparta de inmediato, y vuelvo a sentir el familiar impulso de ser cruel con ella para que se olvide de lo que he dicho, para que no haga más preguntas.

—¿De qué facción vienes, Cuatro?

«Creía que ya lo sabías».

—Da igual. Ahora estoy en esta. Y a ti te vendría bien recordar lo mismo.

No quiero seguir estando cerca de ella; es lo único que quiero hacer.

Quiero besarla; no es el momento.

Le rozo la frente con los labios y los dos permanecemos inmóviles. Ya no hay vuelta atrás, al menos para mí.

Me paso el día pensando en algo que ha dicho: «Esto nunca habría pasado en Abnegación».

Lo primero que se me ocurre es que no sabe cómo son en realidad.

Sin embargo, me equivoco y ella tiene razón: Al no habría muerto con los abnegados y tampoco la habría atacado. Puede que no sean tan puros y buenos como antes creía (o quería creer), pero, sin duda, tampoco son malvados.

Cada vez que cierro los ojos veo el mapa del sector abnegado, el que encontré en el ordenador de Max. Los avise o no, seré un traidor a una u otra facción. Así que, si la lealtad es imposible, ¿qué debería motivarme?

Tardo un tiempo en elaborar un plan de acción. Si se tratara de una osada normal y yo fuera un osado normal, le pediría una cita, nos enrollaríamos junto al abismo y quizá le enseñara todo lo que sé sobre la sede de Osadía. Pero eso parece demasiado normal después de lo que nos hemos dicho, después de ver las partes más oscuras de su mente.

A lo mejor ahí radica el problema: la relación es muy desigual porque yo la conozco, conozco sus miedos, lo que le gusta y lo que odia, mientras que ella solo sabe de mí lo que le he contado. Y lo que le he contado es tan vago como para que no sirva de nada, porque me cuesta entrar en detalles.

Entonces sé lo que debo hacer; el problema es cómo hacerlo.

Enciendo el ordenador de la sala del paisaje del miedo y lo configuro para ejecutar mi programa. Saco dos jeringas de suero de simulación del almacén y las meto en la cajita negra que uso para eso. Después me dirijo al dormitorio de los trasladados sin saber bien cómo quedarme un rato a solas con ella para pedirle que me acompañe.

Sin embargo, la veo con Will y Christina junto a la barandilla y, aunque debería llamarla y preguntárselo, no lo hago. ¿Estoy loco por pensar en dejarla entrar en mi cabeza? ¿Por dejarla ver a Marcus, por enseñarle mi nombre, por permitirle saber todo lo que he procurado ocultar?

Vuelvo a subir por los caminos del Pozo con el estómago revuelto. Llego al vestíbulo y veo que las luces de la ciudad empiezan a apagarse a nuestro alrededor. Oigo pisadas en la escalera: me ha seguido.

Le doy vueltas a la caja negra.

—Ya que estás aquí —comento, como si nada, lo que resulta ridículo—, podrías entrar conmigo.

—¿En tu paisaje del miedo?

—Sí.

—¿Puedo hacer eso?

—El suero te conecta al programa, pero el programa determina de quién es el paisaje que atraviesas. Y, ahora mismo, está configurado para que sea el mío.

—¿Y me dejas verlo?

No soy capaz de mirarla.

—¿Por qué crees que voy a entrar si no? —Cada vez me duele más el estómago—. Quiero enseñarte algunas cosas.

Abro la caja y saco la primera jeringa. Ladea la cabeza y le inyecto el suero, como siempre hacemos durante las simulaciones del miedo. Pero, en vez de inyectarme con la otra jeringa, le ofrezco la caja. Al fin y al cabo, se supone que es mi modo de igualar las cosas.

—No lo he hecho nunca —dice.

—Justo aquí.

Toco el punto. Tiembla un poco al introducir la aguja, y el dolor intenso es familiar, aunque ya no me preocupa, lo he hecho demasiadas veces. Observo su rostro. No hay vuelta atrás, no hay vuelta atrás. Es hora de ver de qué estamos hechos.

Le doy la mano, o puede que me la dé ella, y entramos juntos en la sala del paisaje del miedo.

—A ver si adivinas por qué me llaman Cuatro.

La puerta se cierra y la habitación está a oscuras. Ella se me acerca más y pregunta:

—¿Cómo te llamas de verdad?

—A ver si también puedes adivinarlo.

Empieza la simulación.

La habitación da paso a un amplio cielo azul, y estamos en el tejado del edificio, rodeados de la ciudad, que reluce bajo el sol. Es precioso un instante, hasta que el viento empieza a soplar, feroz y potente, y la rodeo con un brazo porque sé que, aquí, ella está más firme que yo.

Me cuesta respirar, lo normal en mí en este sitio. Las ráfagas de viento me ahogan y la altura hace que me den ganas de enroscarme en un ovillo y esconderme.

—Tenemos que saltar, ¿no? —pregunta, y recuerdo que no puedo hacerme un ovillo y esconderme; debo enfrentarme a esto.

Asiento con la cabeza.

—A la de tres, ¿vale?

Asiento de nuevo. Solo tengo que seguirla, nada más.

Tris cuenta hasta tres y me arrastra detrás de ella mientras corre, como si fuera un velero y yo, el ancla que nos frena. Caemos y lucho contra la sensación con cada centímetro de mi cuerpo mientras el terror me aúlla en los nervios. Y de repente me encuentro en el suelo, agarrándome el pecho.

Me ayuda a levantarme. Me siento estúpido al recordar que ella trepó sin vacilar por aquella noria.

—¿Qué toca ahora?

Quiero advertirle que no es un juego, que mis miedos no son emocionantes atracciones de feria. Pero seguramente no lo ha dicho con esa intención.

—Es…

La pared sale de la nada y se estrella contra su espalda, mi espalda, nuestros costados. Nos empuja hasta acercarnos más que nunca.

—Encierro —respondo, y es peor de lo normal con ella aquí, gastando la mitad del aire.

Gruño un poco, encorvado sobre ella. Odio estar aquí. Odio estar aquí.

—Eh, no pasa nada. Ven…

Se rodea con mi brazo. Siempre he pensado que era delgada, sin un gramo de nada que sobrara. Sin embargo, su cintura es blanda.

—Es la primera vez que me alegro de ser tan bajita.

—Hmmm.

Está hablando de cómo salir. Estrategia de paisaje del miedo. Intento concentrarme en respirar. Después nos baja a los dos para hacer la caja más pequeña y se gira de modo que su espalda quede contra mi pecho y yo la envuelva por completo.

—Ah, esto es peor —le digo, porque con mis nervios por la caja y por tocarla juntos, apenas puedo pensar con claridad—, sin duda…

—Chisss, rodéame con los brazos.

Le rodeo la cintura y oculto la cara en su hombro. Huele a jabón osado y a algo dulce, como a manzana.

Se me olvida dónde estoy.

Está hablando otra vez del paisaje del miedo y la escucho, aunque también estoy concentrado en su tacto.

—Intenta olvidar que estamos aquí —concluye.

—¿Sí?

Coloco los labios justo encima de su oreja, esta vez aposta, para mantener la distracción, aunque también porque me da la sensación de que no soy el único que se distrae.

—Así de fácil, ¿no? —añado.

—A la mayoría de los chicos les gustaría quedarse atrapados en un sitio estrecho con una chica, ¿sabes?

—¡No a los claustrofóbicos, Tris!

—Vale, vale.

Guía mi mano hacia su pecho, justo donde se hunde la clavícula. Solo soy capaz de pensar en lo que deseo y, de repente, lo que deseo no tiene nada que ver con salir de la caja.

—Nota mis latidos, ¿los notas? —me pregunta.

—Sí.

—¿Ves lo regulares que son?

—Van deprisa —respondo, sonriendo.

—Sí, bueno, pero eso no tiene que ver con la caja. —Claro que no—. Cada vez que me sientas respirar, respira. Concéntrate en eso.

Respiramos juntos, una vez, dos.

—¿Por qué no me cuentas de dónde viene este miedo? A lo mejor hablar de eso nos ayuda… de alguna manera.

Me da la impresión de que este miedo tendría que haber desaparecido ya, pero lo que hace Tris es mantenerme a un nivel constante de ansiedad, no acabar por completo con mi miedo. Intento concentrarme en el origen de la caja.

—Hmmm…, vale.

«Venga, hazlo de una vez, di algo real».

—Este viene de mi fantástica niñez. Castigos de la niñez. El diminuto armario de la planta de arriba.

Me encerraba a oscuras para que pensara en lo que había hecho. Era mejor que otros castigos, aunque a veces me pasaba demasiado tiempo allí dentro, desesperado por respirar aire fresco.

—Mi madre guardaba los abrigos de invierno en nuestro armario —comenta, y es una estupidez después de lo que acabo de contarle, pero sé que no sabe qué otra cosa hacer.

—No quiero seguir hablando de eso.

Ella no sabe qué decir porque nadie puede saberlo, porque mi dolor de infancia es demasiado lamentable para manejarlo; vuelve a acelerárseme el pulso.

—Vale, pues… yo hablo. Pregúntame algo.

Levanto la cabeza. Concentrarme en ella funcionó antes. Su corazón acelerado, su cuerpo contra el mío. Dos esqueletos fuertes atrapados en músculo, enredados; dos trasladados de Abnegación intentando dejar atrás los coqueteos vacilantes.

—¿Por qué te late tan deprisa el corazón, Tris?

—Bueno… Apenas te conozco. —Está frunciendo el ceño, como si la viera—. Apenas te conozco y estoy apretujada a tu lado en una caja, Cuatro, ¿tú qué crees?

—Si estuviéramos en tu paisaje del miedo, ¿yo estaría dentro?

—No me das miedo.

—Claro que no, pero no me refería a eso.

No le preguntaba si tenía miedo de mí, sino si soy lo bastante importante para ella como para salir en su paisaje del miedo.

Seguramente no. Tiene razón, apenas me conoce. Pero, aun así: tiene el corazón acelerado.

Me río, y las paredes se rompen como sacudidas por mi risa. Estamos a cielo abierto. Respiro hondo con ganas y nos apartamos. Ella me mira con suspicacia.

—A lo mejor estás hecha para Verdad, porque eres una pésima mentirosa.

—Creo que mi prueba de aptitud lo descartó bastante bien.

—La prueba de aptitud no sirve para nada.

—¿Qué intentas decirme? ¿Que tu prueba no es la razón por la que acabaste en Osadía?

—No del todo, no, es que… —respondo, encogiéndome de hombros.

Veo algo con el rabillo del ojo y me giro para enfrentarme a ello. Una mujer de rostro anodino, perfectamente olvidable, está de pie al otro lado de la sala. Entre ella y nosotros hay una mesa con una pistola.

—Tienes que matarla —dice Tris.

—Todas y cada una de las veces.

—No es real.

—Parece real. Me parece real.

—Si lo fuera, ya te habría matado.

—No pasa nada, lo… haré —respondo, avanzando hacia la mesa—. Este no es tan… malo. No me entra tanto pánico.

El pánico y el terror no son los únicos tipos de miedo. Hay miedos más profundos, más terribles. El recelo y el pavor extremo.

Cargo el arma sin pensar, la sostengo frente a mí y la miro a la cara. No se lee nada en su rostro, como si supiera lo que voy a hacer y lo aceptara.

No lleva la ropa de mi facción, pero podría ser abnegada, allí de pie, esperando a que le haga daño, como harían ellos. Como harían si Max, Jeanine y Evelyn se salieran con la suya.

Cierro un ojo para concentrarme en mi objetivo y disparo.

Ella cae, y pienso en la paliza que le di a Drew hasta dejarlo casi inconsciente.

La mano de Tris se cierra en torno a mi brazo.

—Vamos. Sigue moviéndote.

Dejamos la mesa atrás y me estremezco de miedo. Esperar al último obstáculo puede ser un miedo en sí mismo.

—Allá vamos.

Una figura oscura se acerca al círculo de luz que ocupamos, avanza de modo que solo le vemos la punta del zapato. Entonces da un paso adelante: Marcus, con sus ojos negros profundos, sus ropas grises y su corte de pelo, rasurado, el que muestra los contornos de su cráneo.

—Marcus —susurra.

Lo observo. Espero el golpe final.

—Ahora es cuando tienes que averiguar mi nombre.

—¿Es…?

Ahora lo sabe. Lo sabrá siempre; no puedo hacer que lo olvide aunque quisiera.

—Tobias —dice.

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que oí decir mi nombre así, como si fuera una revelación y no una amenaza.

Marcus se desenrolla un cinturón del puño.

—Es por tu propio bien —dice, y me entran ganas de gritar.

Se multiplica de inmediato, nos rodea, hay cinturones arrastrándose por todo el suelo de baldosas blancas. Me encojo, me encorvo, retrocedo y espero, espero. El cinturón vuela hacia atrás y me preparo para el golpe, pero no cae.

Tris se coloca delante de mí con un brazo levantado y tensa de pies a cabeza. Aprieta los dientes cuando el cinturón se le enrolla en el brazo, y después se lo arranca y ataca. El movimiento es tan potente que me sorprende lo fuerte que parece, lo fuerte que el cinturón azota la piel de Marcus.

Marcus se abalanza sobre ella, y me coloco delante. Esta vez estoy preparado, dispuesto a luchar.

Pero el momento no llega nunca: las luces cambian y el paisaje del miedo termina.

—¿Ya está? —pregunta Tris mientras me quedo mirando el punto en el que estaba Marcus—. ¿Esos eran tus peores miedos? ¿Por qué solo tienes cuatro…? Oh. —Me mira—. Por eso te llaman…

Temía que, al enterarse de lo de Marcus, me mirara con lástima, y que eso me hiciera sentir débil, pequeño y vacío.

Sin embargo, ha visto a Marcus y lo ha mirado con rabia y sin miedo. No me ha hecho sentir débil, sino poderoso. Lo bastante fuerte como para defenderme.

La cojo por el codo y tiro de ella hacia mí para darle un lento beso en la mejilla, dejando que su piel me queme. La abrazo con fuerza, apoyándome en ella.

—Eh —suspira—, lo hemos conseguido.

Le paso los dedos por el pelo.

—Gracias a ti.

A última hora de la noche, la llevo a las rocas a las que vamos Zeke, Shauna y yo algunas veces. Tris y yo nos sentamos en una piedra plana que cuelga sobre el agua, y las salpicaduras me empapan los zapatos, pero el frío no resulta desagradable. Como todos los iniciados, está demasiado concentrada en la prueba de aptitud, y a mí me cuesta hablar con ella sobre el tema. Creía que, después de soltar un secreto, el resto saldría solo, pero acabo de descubrir que la franqueza es una costumbre que se adquiere con el tiempo, no un interruptor que se enciende siempre que quieras.

—No le cuento estas cosas a la gente, ¿sabes? Ni siquiera a mis amigos.

Me quedo mirando las aguas oscuras y turbias, y las cosas que transportan: basura, ropa vieja, botellas que flotan como barquitos que inician un viaje.

—Mi resultado era el que cabía esperar: Abnegación.

—Oh —responde, frunciendo el ceño—. Pero elegiste Osadía de todos modos.

—Por necesidad.

—¿Por qué tenías que irte?

Aparto la mirada sin saber bien si soy capaz de reconocer en voz alta mis razones, porque eso me convierte en un traidor a mi facción, me hace sentir como un cobarde.

—Tenías que huir de tu padre. ¿Por eso no querías ser líder de Osadía? ¿Porque, si lo fueras, a lo mejor tendrías que volver a verlo?

Me encojo de hombros.

—Por eso y porque siempre he sentido que, en realidad, no pertenezco a Osadía. Al menos, no como es ahora.

No es del todo cierto. No estoy seguro de que sea el momento apropiado para contarle lo que sé de Max, Jeanine y el ataque… por motivos egoístas. Quiero que este momento sea mío, al menos un poco más.

—Pero eres… increíble —dice, y arqueo las cejas. Parece avergonzada—. Quiero decir, según los estándares de Osadía. Cuatro miedos es algo inaudito. ¿Cómo no vas a pertenecer a Osadía?

Me encojo de hombros de nuevo. Cuanto más tiempo pasa, más extraño me parece que mi paisaje del miedo no está abarrotado de miedos, como el de todos los demás. Muchas cosas me ponen nervioso, ansioso, incómodo… Pero cuando me enfrento a esas cosas, puedo reaccionar, no me quedo paralizado. Si no tengo cuidado, mis cuatro miedos me paralizan. Es la única diferencia.

—Tengo una teoría: creo que el altruismo y la valentía no son tan distintos —explico, y miro al Pozo, que se alza sobre nosotros. Desde aquí veo un trocito de cielo nocturno—. Te entrenan toda la vida para olvidarte de ti, de modo que, cuando estás en peligro, ese es tu primer instinto. Encajaría igual de bien en Abnegación.

—Sí, bueno, dejé Abnegación porque no era lo bastante altruista, por mucho que lo intentara.

—Eso no es del todo cierto —replico, sonriendo—. Esa chica que dejó que le lanzaran cuchillos para salvar a un amigo, que recibió un golpe con el cinturón de mi padre para protegerme…, ¿no eras tú?

Con esta luz parece un ser de otro mundo, sus ojos son tan pálidos que casi brillan en la oscuridad.

—Has estado prestándome mucha atención, ¿no? —pregunta, como si acabara de leerme la mente. Pero no está hablando de mi forma de contemplar su rostro.

—Me gusta observar a la gente —respondo con astucia.

—A lo mejor estás hecho para Verdad, Cuatro, porque eres un pésimo mentiroso.

Pongo una mano junto a las suyas y me acerco más.

—De acuerdo. —Ya no tiene la larga y estrecha nariz inflamada por el ataque, ni tampoco la boca. Tiene una boca bonita—. Te observaba porque me gustas. Y no me llames Cuatro, ¿vale? Me gusta volver a oír mi nombre.

Por un momento, parece desconcertada.

—Pero eres mayor que yo…, Tobias.

Suena tan bien en sus labios…, como si no fuera un nombre del que avergonzarse.

—Sí, ese insalvable abismo de dos años que nos separa, ¿no?

—No intento menospreciarme —insiste con cabezonería—, es que no lo entiendo. Soy más joven, no soy guapa…

Me río y la beso en la sien.

—No finjas —dice, como si le faltara un poco el aliento—, sabes que no lo soy. No soy fea, pero tampoco es que sea guapa.

La palabra «guapa» y todo lo que representa es tan absurda e inútil en estos momentos que pierdo la paciencia.

—Vale, no eres guapa, ¿y qué? —Acerco los labios a su mejilla mientras intento reunir valor—. Me gusta tu aspecto —añado, retirándome—, eres tan lista que das miedo, eres valiente y, a pesar de saber lo de Marcus…, no me estás echando la típica mirada que se le echa a un cachorrito maltratado o algo así.

—Es que no lo eres —afirma, como si fuera un hecho probado.

Mi instinto estaba en lo cierto: es de confianza. Puedo confiarle mis secretos, mi vergüenza y el nombre que abandoné. Las verdades bonitas y las terribles. Lo sé.

Acerco mis labios a los suyos. Nos miramos a los ojos, y sonrío y vuelvo a besarla, esta vez con más seguridad.

No basta. La aprieto contra mí, la beso con más intensidad. Ella cobra vida, me rodea con sus brazos y se apoya en mí, pero sigue sin ser suficiente. ¿Cómo iba a serlo?

La acompaño de vuelta al dormitorio de los trasladados, con los zapatos todavía empapados de agua de río, y me sonríe mientras entra con sigilo por la puerta. Me voy a mi piso flotando en una nube de alivio, aunque no tarda en desvanecerse para dar paso de nuevo a la intranquilidad. Entre el momento en que vi el cinturón enrollársele en el brazo en mi paisaje del miedo y el momento en que le conté que el altruismo y la valentía eran, con frecuencia, lo mismo, tomé una decisión.

Doblo la siguiente esquina, no hacia mi piso, sino hacia una escalera que da al exterior, justo al lado de la casa de Max. Freno al pasar junto a su puerta, temiendo que el ruido de mis pisadas baste para despertarlo. Irracional.

Me late el corazón a mil por hora cuando llego arriba. Está pasando un tren, su costado plateado refleja la luz de la luna. Camino bajo las vías y me dirijo al sector abnegado.

Tris vino de Abnegación, parte de su poder innato procede de ellos, el que la impulsa a proteger a las personas más débiles que ella. Y no puedo soportar la idea de que las armas eruditas y osadas acaben con una facción en la que hay hombres y mujeres como ella. Puede que me mintieran y puede que yo les fallara al elegir Osadía, y quizás esté fallando a Osadía en estos instantes, pero no tengo por qué fallarme a mí mismo. Y, esté en la facción que esté, sé lo que tengo que hacer.

El sector abnegado está tan limpio que no hay ni una pizca de basura ni en las calles, ni en las aceras, ni en el césped. Los edificios grises idénticos, aunque desgastados en algunos puntos porque esta gente altruista se niega a repararlos cuando el sector abandonado necesita tanto los materiales, se conservan pulcros y anodinos. Las calles de este lugar podrían ser un laberinto, pero todavía no he olvidado cómo llegar a casa de Marcus, a pesar del tiempo que he pasado fuera.

Qué raro lo deprisa que la he convertido en su casa, en vez de en la mía.

A lo mejor no tengo que contárselo; podría hablar con otro líder de Abnegación. Sin embargo, es el más influyente y, en parte, sigue siendo mi padre, el que intentó protegerme por ser divergente. Intento recordar el estallido de fuerza que sentí en el paisaje del miedo cuando Tris me demostró que solo era un hombre, no un monstruo, y que podía enfrentarme a él. Pero Tris no está conmigo, así que me siento endeble, como de papel.

Recorro el camino hasta la casa con las piernas rígidas, como si no tuviera articulaciones. No llamo, no quiero despertar a nadie. Meto la mano debajo del felpudo y saco la llave de repuesto para abrir la puerta principal.

Aunque es tarde, la luz de la cocina aún está encendida. Cuando entro, está de pie donde puedo verlo. Detrás de él, la mesa de la cocina está cubierta de papeles. Va descalzo (los zapatos están en la alfombra del salón, con los cordones desatados) y tiene los ojos ensombrecidos, como en mis pesadillas.

—¿Qué haces aquí?

Me mira de arriba abajo. Me pregunto qué estará mirando, hasta que recuerdo que voy de negro osado, llevo botas pesadas y chaqueta, y un tatuaje en el cuello. Se acerca un poco más, y me doy cuenta de que soy tan alto como él y más fuerte de lo que él haya sido nunca.

Ahora no podría vencerme.

—Ya no eres bienvenido en esta casa —dice.

—No… —Me pongo derecho, y no porque él odie las malas posturas—. No me importa —concluyo, y él arquea las cejas como si lo acabara de sorprender.

A lo mejor lo he hecho.

—He venido a advertiros —continúo—. He descubierto algo, unos planes de ataque. Max y Jeanine van a atacar Abnegación. No sé cuándo ni cómo.

Marcus se me queda mirando un segundo, como si me midiera, y su expresión se convierte en una mueca de burla.

—Max y Jeanine nos van a atacar —repite—. Ellos dos solos, ¿armados con jeringas de simulación? —Entorna los ojos—. ¿Te ha enviado Max? ¿Te has convertido en su lacayo osado? ¿Qué? ¿Quiere asustarme?

Cuando pensé en advertir a los abnegados estaba seguro de que lo más complicado sería cruzar esta puerta. Nunca se me ocurrió la posibilidad de que no me creyera.

—No seas estúpido —le digo.

Jamás le habría dicho algo así cuando vivía en esta casa, pero tras dos años procurando adoptar el estilo de habla osado, es algo que me sale solo.

—Si sospechas de Max, es por una razón —le explico—, y lo que te estoy diciendo es que no te equivocas: haces bien en sospechar de él. Estás en peligro, todos lo estáis.

—Te atreves a venir a mi casa después de traicionar a tu facción —dice en voz baja—, después de traicionar a tu familia… ¿y me insultas? —Sacude la cabeza—. Me niego a dejarme intimidar para hacer lo que Max y Jeanine quieran, y menos a dejarme intimidar por mi hijo.

—¿Sí? Pues olvídalo. Debería haber ido a hablar con otro.

Me vuelvo hacia la puerta, y me increpa:

—No me des la espalda.

Cierra la mano en torno a mi brazo y aprieta. Me quedo mirándola y me mareo durante un segundo, como si saliera de mi cuerpo y me separara de este momento para poder sobrevivir a él.

«Puedes luchar contra él», pienso al recordar cómo Tris le quitó el cinturón en mi paisaje del miedo para golpearlo.

Me zafo de su mano, soy demasiado fuerte para que me sujete. Sin embargo, solo logro reunir el valor necesario para marcharme, y él no se atreve a gritarme que vuelva; no se atreve a que lo oigan los vecinos. Me tiemblan un poco las manos, así que me las meto en los bolsillos. No oigo cómo se cierra la puerta, y eso me deja claro que me observa.

No ha sido el regreso triunfal que me imaginaba.

Me siento culpable cuando entro en la Espira, como si todos los osados me miraran y me juzgaran por lo que he hecho. He actuado contra los líderes osados y ¿para qué? ¿Para ayudar a un hombre al que odio y que ni siquiera me ha creído? ¿Para eso merecía la pena arriesgarse a ser un traidor a mi facción?

Contemplo el abismo a través del suelo de cristal, el agua tranquila y oscura, demasiado lejos para que refleje la luz de la luna. Hace unas horas estaba aquí mismo, a punto de enseñarle a una chica a la que apenas conocía todos los secretos que tanto he luchado por proteger.

Ella sí era digna de mi confianza, a diferencia de Marcus. Todavía merece la pena protegerla a ella, a su madre y al resto de la facción en la que ella cree. Así que eso es lo que pienso hacer.