EL TRASLADADO

Salgo de la simulación con un grito. Me escuecen los labios y, cuando aparto la mano, compruebo que tengo sangre en la punta de los dedos: debo de haberme mordido durante la prueba.

La mujer osada que se encarga de la prueba de aptitud (se llama Tori, según me ha dicho) me mira raro mientras se estira el cabello hacia atrás y se lo recoge en un moño. Tiene los brazos completamente cubiertos de tinta: llamas, rayos de luz y alas de halcón.

—Cuando estabas en la simulación…, ¿eras consciente de que no se trataba de algo real? —me pregunta Tori mientras apaga la máquina.

Su tono es despreocupado, al igual que su expresión, pero se trata de una despreocupación premeditada, aprendida tras años de práctica. Sé reconocerla en cuanto la veo; siempre la reconozco.

De repente noto cómo me late el corazón. Es lo que mi padre dijo que sucedería: que me preguntarían si había sido consciente de que era una simulación. También me dijo lo que debía responder cuando lo hicieran.

—No. Si lo hubiera sido, ¿crees que me habría mordido así el labio?

Tori me observa atentamente durante unos segundos; después se muerde el aro del labio antes de anunciar:

—Felicidades. Has conseguido un resultado de Abnegación perfecto.

Asiento con la cabeza, aunque la palabra «Abnegación» es como una sentencia de muerte.

—¿No estás contento? —me pregunta.

—Los miembros de mi facción lo estarán.

—No te pregunto por ellos, sino por ti.

Las comisuras de los labios y de los ojos de Tori se inclinan hacia abajo, como si de ellos colgara un peso. Como si algo la entristeciera.

—Esta habitación es segura —añade—. Aquí puedes hablar con plena libertad.

Esta mañana, antes de llegar al colegio, yo ya sabía cuál sería el resultado de mis elecciones en la prueba de aptitud. He escogido la comida en vez del arma. Me he arrojado delante del perro para salvar a la niña. Sabía que, después de tomar esas decisiones, la prueba terminaría y me darían un resultado de Abnegación. Y no sé si habría tomado las mismas decisiones si mi padre no me hubiera entrenado, si no hubiera controlado a distancia cada segundo de la prueba. Entonces ¿qué esperaba? ¿Qué facción quería?

«Cualquiera de ellas. Cualquiera, menos Abnegación».

—Estoy satisfecho —respondo con determinación.

Por mucho que diga, no estoy en una habitación segura; las habitaciones seguras no existen, ni las verdades seguras, ni secretos que sea seguro contar.

Todavía noto los dientes del perro mordiéndome el brazo, desgarrándome la piel. Saludo con la cabeza a Tori y me dirijo a la puerta, pero, justo antes de marcharme, ella me sujeta por el hombro.

—Tú eres el que debe vivir con tu elección —dice—. Los demás se sobrepondrán y lo superarán, decidas lo que decidas, pero tú no lo harás nunca.

Abro la puerta y salgo.

Vuelvo al comedor y me siento a la mesa de Abnegación, entre una gente que apenas me conoce. Mi padre no me permite asistir a casi ningún acontecimiento de la comunidad. Asegura que causaré problemas, que perjudicaré su reputación. Me da igual, prefiero estar en mi dormitorio, en la casa en silencio, antes que rodeado de los deferentes y contritos abnegados.

Sin embargo, debido a mi continua ausencia, los demás abnegados desconfían de mí, están convencidos de que tengo algo malo, de que estoy enfermo, peco de inmoral o, simplemente, soy raro. Ni siquiera los dispuestos a saludarme con la cabeza llegan a mirarme a los ojos.

Me siento y me aprieto las rodillas con las manos mientras observo las otras mesas, mientras los demás alumnos terminan sus pruebas de aptitud. Los eruditos han cubierto su mesa de material de lectura, aunque no están todos estudiando, sino fingiendo, compartiendo conversación en vez de ideas y clavando rápidamente la mirada en las páginas cada vez que creen que alguien los mira. Los veraces hablan a voz en grito, como siempre. Los cordiales ríen, sonríen, se sacan comida de los bolsillos y se la reparten. Los osados son estridentes y chillones, se retrepan en mesas y sillas, se apoyan unos en otros o se pinchan y se provocan entre ellos.

Yo quería cualquier otra facción, cualquier otra facción que no fuera la mía, en la que todos han decidido ya que no merece la pena prestarme atención.

Al final, una mujer erudita entra en el comedor y levanta una mano para pedir silencio. Los abnegados y los eruditos se callan de inmediato, pero no consigue que los osados, los cordiales y los veraces sean conscientes de su presencia hasta que no grita: «¡Silencio!».

—Las pruebas de aptitud han terminado —anuncia—. Recordad que está prohibido hablar sobre los resultados, incluso con vuestros amigos y vuestra familia. La Ceremonia de la Elección será mañana por la noche en el Centro. Calculad que tendréis que llegar diez minutos antes del inicio. Podéis marcharos.

Todos corren a las puertas, salvo nuestra mesa, que espera a que todo el mundo salga antes de ponerse en pie. Conozco el camino que seguirán mis compañeros abnegados para salir, por el pasillo y las puertas principales hacia la parada del autobús. Es posible que estén allí más de una hora, dejando a los demás subir antes que ellos. Creo que no puedo seguir soportando este silencio.

En vez de seguirlos, me cuelo por una puerta lateral y salgo al callejón que hay junto al colegio. Ya conozco esta ruta, aunque suelo recorrerla despacio para que no me vean ni me oigan. Hoy me limito a correr.

Corro hasta el final del callejón y salgo a la calle vacía tras saltar por encima de un socavón de la acera. El viento me azota con mi chaqueta abnegada, suelta, así que me la quito de los hombros para que ondee detrás de mí, como una bandera, antes de soltarla. Me remango la camisa hasta los codos mientras corro, frenando un poco cuando mi cuerpo ya no es capaz de aguantar el ritmo. Es como si la ciudad entera pasara junto a mí, emborronada, unos edificios pegados a otros. Oigo mis pisadas como si me fueran ajenas.

Al final tengo que detenerme porque me arden los músculos. Estoy en el páramo sin facción, entre el sector de Abnegación y la sede de los eruditos, la de los veraces y nuestros lugares comunes. En todas las reuniones de la facción, nuestros líderes, normalmente a través de mi padre, nos piden que no tengamos miedo de los abandonados, que los tratemos como seres humanos y no como criaturas rotas y perdidas. Sin embargo, a mí jamás se me había ocurrido tenerles miedo.

Me acerco a la acera para mirar por las ventanas de los edificios. Casi todo lo que veo son muebles viejos en habitaciones vacías, algunas con basura en el suelo. Cuando se fueron prácticamente todos los habitantes de la ciudad (debieron irse, ya que nuestra población actual no basta para llenar los edificios), lo hicieron sin prisas, porque dejaron todo muy limpio. No queda nada interesante.

Sin embargo, al pasar frente a uno de los edificios de la esquina, veo algo dentro. La habitación del otro lado de la ventana está tan vacía como las demás por las que he pasado, pero, al otro lado de la puerta, veo una brasa encendida.

Frunzo el ceño y me detengo junto a la ventana para ver si se abre. Al principio no cede, pero la sacudo un poco y se levanta. Primero meto el torso por el hueco, después las piernas, y caigo al interior del otro lado con las extremidades hechas un ovillo. Me pican los codos cuando me los araño en el suelo.

El edificio huele a comida, humo y sudor. Me acerco despacio a la brasa mientras presto atención por si se oye alguna voz que me avise de la presencia de abandonados. Solo percibo silencio.

En la habitación de al lado han oscurecido las ventanas con pintura y tierra, pero unos cuantos rayos de luz consiguen abrirse paso a través de ellas, así que veo que hay camastros enroscados por el suelo y viejas latas con restos de comida seca dentro. En el centro de la habitación hay una parrillita de carbón. Casi todas las brasas están blancas, gastadas, pero queda una encendida, lo que sugiere que alguien ha estado aquí recientemente. Y, a juzgar por el olor y la abundancia de latas y mantas, no se trataba de una sola persona.

Desde siempre me han enseñado que los abandonados viven sin comunidad, aislados. Ahora, al ver este lugar, me pregunto por qué me lo creí. ¿Por qué no iban a formar grupos como nosotros? Es parte de nuestra naturaleza.

—¿Qué haces aquí? —me pregunta una voz que me recorre como una descarga eléctrica.

Me vuelvo y veo a un hombre mugriento de rostro cetrino en la habitación de al lado. Se está limpiando las manos en una toalla raída.

—Estaba… —empiezo a responder, mirando la parrilla—. Es que he visto fuego y he entrado.

—Ah.

El hombre se mete la esquina de la toalla en el bolsillo de atrás. Lleva pantalones negros de Verdad parcheados con tela azul de Erudición y una camisa gris de Abnegación como la que yo llevo puesta. Está delgado como un fideo, aunque parece fuerte. Lo bastante fuerte para hacerme daño, cosa que no creo que haga.

—Gracias, supongo —dice—. Aunque aquí no hay ningún fuego.

—Ya lo veo. ¿Qué es este lugar?

—Mi casa —responde con una sonrisa fría. Le falta un diente—. No sabía que tendría invitados, así que no me he molestado en ordenarla.

Aparto la vista del hombre y la dirijo a las latas del suelo.

—Debes de dar muchas vueltas en la cama para necesitar tantas mantas.

—Nunca había conocido a un estirado tan cotilla —responde mientras se me acerca con el ceño fruncido—. Me resultas familiar.

Sé que no nos hemos podido encontrar antes, no donde vivo, rodeado de casas idénticas en el barrio más monótono de la ciudad, rodeado de gente con idéntica ropa gris e idéntico pelo corto. Entonces se me ocurre: aunque mi padre trate de mantenerme oculto, no deja de ser el líder del consejo, una de las personas más importantes de la ciudad, y yo me parezco a él.

—Siento haberte molestado —le digo con mi mejor tono abnegado—. Me voy.

—Te conozco —insiste el hombre—. Eres el hijo de Evelyn Eaton, ¿no?

Me pongo rígido al oír su nombre. Hace años que no lo hago, ya que mi padre no lo pronuncia nunca y finge no reconocerlo cuando lo oye. Volver a estar conectado con ella, aunque sea solo por un parecido facial, me resulta extraño, como ponerme una prenda vieja que ya no me sirve.

—¿De qué la conocías?

Debió de conocerla bien para verla en mi rostro, que es más pálido que el de ella y con ojos azules, en vez de castaño oscuro. La mayoría de las personas no se fijan lo suficiente para descubrir los rasgos que teníamos en común: los dedos largos, la nariz aguileña, las cejas rectas y fruncidas.

Vacila un momento.

—De vez en cuando se presentaba voluntaria con los abnegados: repartía comida, mantas y ropa. Era fácil recordar su cara. Además, estaba casada con un líder del consejo. ¿No la conocía todo el mundo?

A veces sé cuándo miente la gente por la presión que ejercen sobre mí sus palabras, incómodas y erróneas, como una erudita cuando lee una oración gramaticalmente incorrecta. No sé de qué conocería a mi madre, pero no es porque una vez le diera una lata de sopa. Sin embargo, deseo tanto oír más sobre ella que no insisto.

—Murió, ¿lo sabías? Hace años.

—No, no lo sabía —responde, esbozando una mueca de tristeza—. Siento oírlo.

Me resulta extraño estar de pie en este lugar que huele a seres vivos y humo, entre estas latas vacías que hablan de pobreza y del fracaso de los que no logran encajar. Por otro lado, lo de negarse a pertenecer a unas categorías arbitrarias que hemos creado para nosotros mismos también posee cierto atractivo, un aire de libertad.

—Tu Ceremonia debe de ser mañana, porque tienes cara de preocupación —comenta—. ¿En qué facción has entrado?

—Se supone que no puedo contárselo a nadie —respondo automáticamente.

—Yo no soy nadie. Como si no existiera. Es lo que significa no tener facción.

Sigo sin decir nada. La prohibición de contar los resultados de la prueba de aptitud o cualquier otro secreto está bien asentada en el molde que me hace y rehace todos los días. Es imposible cambiarlo.

—Ah, eres de los que cumplen las normas —dice, como si se sintiera decepcionado—. Tu madre me dijo una vez que le daba la impresión de que la inercia era lo que la había conducido a Abnegación. Era el camino más fácil. —Se encoge de hombros—. Joven Eaton, créeme cuando te digo que merece la pena ir por el difícil.

Eso me cabrea. No debería hablar sobre mi madre como si le perteneciera a él y no a mí, no debería hacer que me cuestione todo lo que recuerdo de ella solo porque puede que una vez le sirviera comida. No debería decirme nada en absoluto: no es nadie, un abandonado, sin facción, sin nada.

—¿Ah, sí? —respondo—. Pues mira adónde te ha llevado el camino difícil, a vivir de latas en edificios en ruinas. No suena demasiado bien.

Me vuelvo hacia la puerta por la que ha salido él. Sé que ahí encontraré una salida que dé a un callejón; me da igual qué callejón sea, solo quiero largarme de aquí rápidamente.

Camino procurando no pisar las mantas. Cuando llego al pasillo, el hombre dice:

—Preferiría comer de una lata antes que estar asfixiado en una facción.

No miro atrás.

Cuando llego a casa me siento en el escalón delantero y me paro unos minutos a respirar el fresco aire primaveral.

Mi madre fue la que me enseñó a robar estos momentos, momentos de libertad, aunque ella no lo supiera. Yo la observaba hacerlo, escabullirse de noche por la puerta mientras mi padre dormía y volver a entrar en casa cuando la luz del día empezaba a asomar por detrás de los edificios. Lo hacía incluso cuando estaba con nosotros, de pie frente al fregadero, con los ojos cerrados, tan alejada del presente que ni siquiera me oía cuando le hablaba.

Pero aprendí algo más observándola: que los momentos de libertad siempre se acaban.

Me levanto y me sacudo los restos de cemento de los pantalones grises antes de abrir la puerta. Mi padre está sentado en el sillón del salón, rodeado de papeleo. Me yergo con orgullo para que no me regañe por andar encorvado. Me dirijo a la escalera; a lo mejor deja que me vaya a mi cuarto sin prestarme atención.

—Cuéntame lo de tu prueba de aptitud —dice, señalando el sofá para que me siente.

Recorro la habitación esquivando con cuidado los papeles de la alfombra y me siento en el punto que señala, justo al borde del cojín para poder levantarme deprisa.

—¿Y? —insiste, quitándose las gafas para mirarme con expectación. Noto la tensión en su voz, la tensión que solo brota después de un día difícil en el trabajo. Debo tener cuidado—. ¿Cuál ha sido el resultado?

Ni siquiera se me ocurre negarme a responder.

—Abnegación.

—¿Nada más?

—No, claro que no —respondo, frunciendo el ceño.

—No me mires así —me regaña, y mi ceño se alisa—. ¿No ha pasado nada raro durante la prueba?

Durante la prueba sabía dónde estaba, sabía que, aunque parecía que me hallaba en el comedor de mi instituto, en realidad estaba sentado en una silla de la sala de la prueba de aptitud, conectado a una máquina mediante una serie de cables. Fue extraño. Pero no quiero hablar de ello ahora, no cuando veo que el estrés hierve en su interior, preparándose para la tormenta.

—No.

—No me mientas —responde, y me coge por el brazo con dedos de hierro. No lo miro.

—No miento. Salió Abnegación, como esperábamos. La mujer apenas me miró al salir de la sala. Lo prometo.

Me suelta. Me palpita la piel del apretón.

—Bien. Algunos de mis compañeros del consejo van a venir esta noche, así que tienes que cenar temprano.

—Sí, señor.

Antes de que se ponga el sol saco algo de comer de los armarios de la cocina y del frigorífico: dos panecillos, zanahorias frescas que todavía llevan el rabo, un trozo de queso, una manzana y los restos de un pollo sin condimentos. Todo sabe a lo mismo, a polvo y engrudo. Mantengo la mirada fija en la puerta para no tropezarme con los colegas de mi padre. No le gustaría encontrarme aquí cuando lleguen.

Estoy acabando de beberme un vaso de agua cuando el primer miembro del consejo aparece en la puerta, así que atravieso corriendo el salón antes de que mi padre abra. Él espera con la mano en el pomo y la ceja enarcada mientras yo llego a la barandilla. Mi padre señala la escalera, y yo la subo deprisa mientras él abre la puerta.

—Hola, Marcus.

Reconozco la voz: es Andrew Prior, uno de los mejores amigos de mi padre en el trabajo, lo que no significa nada, ya que, en realidad, nadie conoce a mi padre. Ni siquiera yo.

Desde lo alto de la escalera miro a Andrew, que se limpia los zapatos en el felpudo. A veces los veo a él y a su familia, la perfecta unidad abnegada: Natalie y Andrew, y el hijo y la hija (no son gemelos, pero los dos están dos cursos por debajo de mí en el instituto), caminando muy formales por la acera y saludando con la cabeza a los viandantes. Natalie organiza los trabajos voluntarios de los abnegados, así que supongo que mi madre la conoció, aunque ella rara vez asistía a los acontecimientos sociales de Abnegación; prefería ocultar sus secretos en esta casa, como yo.

Andrew encuentra mi mirada, y yo me apresuro a recorrer el pasillo hasta mi dormitorio y cierro la puerta.

Aparentemente, mi cuarto está tan vacío y limpio como todos los demás dormitorios abnegados. Las sábanas y mantas grises de Abnegación están bien remetidas bajo el fino colchón, y mis libros de texto, bien colocados en una torre perfecta sobre el escritorio de contrachapado. Hay una pequeña cómoda con varios conjuntos idénticos de ropa junto a la ventanita, que solo deja entrar un diminuto rayo de luz a última hora de la tarde. A través de la rendija puedo ver la casa de al lado, que es igual que la mía, salvo porque está metro y medio más al este.

Sé cómo la inercia llevó a mi madre hasta Abnegación, si es que aquel hombre decía la verdad sobre lo que ella le había contado. Me veo en la misma situación mañana, cuando me ponga frente a los cuencos de los elementos de las facciones con un cuchillo en la mano. Hay cuatro facciones que no conozco y en las que no confío, con prácticas que no comprendo, y solo una que me resulta familiar, predecible y comprensible. Si bien elegir Abnegación no me reportará felicidad de por vida, al menos sí que será algo más cómodo.

Me siento en el borde de la cama. «No es verdad», pienso, y entonces me trago la idea porque sé de dónde viene: de mi parte infantil, la que teme al hombre que preside el salón. El hombre cuyos nudillos conozco mejor que su abrazo.

Me aseguro de que la puerta está cerrada y bloqueo el pomo con la silla del escritorio, por si acaso. Después me agacho junto a la cama y meto la mano para sacar el baúl que guardo debajo.

Me lo dio mi madre cuando yo era pequeño. A mi padre le dijo que era para las mantas de repuesto, que lo había encontrado en un callejón. Pero, cuando lo metió en mi dormitorio, no lo llenó de mantas, sino que cerró la puerta, se llevó un dedo a los labios y lo colocó sobre mi cama para abrirlo.

Dentro del baúl abierto había una estatuilla azul. Parecía agua cayendo, aunque en realidad era cristal, un cristal completamente transparente, pulido y perfecto.

«¿Qué hace?», le pregunté en aquel momento.

«No hace nada obvio —respondió, sonriendo, aunque era una sonrisa tensa, como si temiera algo—, pero quizá pueda hacer algo aquí dentro —explicó, tocándose el pecho justo por encima del esternón—. Es el poder de las cosas bellas».

A partir de entonces he ido llenando el baúl de objetos que a otros les parecerían inútiles: viejas gafas sin cristales, fragmentos de placas base desechadas, bujías, cables pelados, el cuello roto de una botella verde, una hoja de cuchillo oxidada. No sé si a mi madre le habrían parecido bellos, ni siquiera si a mí me lo parecen, pero todos me llamaron del mismo modo que la estatuilla: como si fueran cosas secretas y valiosas, aunque solo sea porque la gente las pasaba por alto.

En vez de pensar en el resultado de mi prueba de aptitud, cojo los objetos uno a uno y les doy vueltas en las manos hasta memorizarlos por completo.

Me despierto, sobresaltado, al oír los pasos de Marcus en el pasillo, justo frente a mi dormitorio. Estoy tumbado en la cama con los objetos esparcidos por el colchón, a mi alrededor. Sus pasos se detienen al acercarse a la puerta, y yo recojo las bujías, las placas base y los cables, los lanzo al interior del baúl, lo cierro con llave y me la guardo en el bolsillo. En el último segundo, cuando el pomo empieza a moverse, me doy cuenta de que la escultura sigue fuera, así que la meto debajo de la almohada y empujo el baúl para ocultarlo bajo la cama.

Después me abalanzo sobre la silla y la saco de debajo del pomo para que mi padre pueda entrar.

Cuando lo hace, se queda mirando con aire suspicaz la silla que tengo en las manos.

—¿Qué haces? —pregunta—. ¿Intentas evitar que entre?

—No, señor.

—Es la segunda vez que me mientes hoy —dice Marcus—. No he criado a un mentiroso.

—Es que…

No se me ocurre nada que decir, así que cierro la boca y devuelvo la silla a su sitio en el escritorio, justo detrás de la pila perfecta de libros de texto.

—¿Qué estabas haciendo que no querías que viera?

Me aferro al respaldo de la silla y me quedo mirando los libros.

—Nada —respondo en voz baja.

—Ya van tres mentiras —dice, en voz baja, pero tan dura como el acero.

Empieza a avanzar hacia mí, y retrocedo instintivamente. Sin embargo, en vez de intentar tocarme, se agacha y saca el baúl de debajo de la cama; después, intenta abrirlo. No cede.

El miedo me atraviesa el estómago como un cuchillo. Me pellizco el dobladillo de la camisa, pero no siento las puntas de los dedos.

—Tu madre aseguraba que era para guardar mantas —dice—. Decía que por la noche tenías frío. Sin embargo, siempre me he preguntado una cosa: si lo único que guarda son mantas, ¿por qué lo cierras con llave?

Extiende la mano con la palma hacia arriba y arquea las cejas, mirándome. Sé lo que quiere: la llave. Y tengo que dársela porque siempre sabe cuándo miento; lo sabe todo sobre mí. Saco la llave del bolsillo y la dejo caer en su mano. Ahora no siento las palmas y empiezo a respirar superficialmente, como me pasa cada vez que noto que mi padre va a estallar.

Cierro los ojos cuando abre el baúl.

—¿Qué es esto? —pregunta mientras manosea sin cuidado alguno mis objetos más preciados y los mueve por el baúl. Después los saca uno a uno y me los lanza—. ¿Para qué necesitas esto… o esto…?

Me encojo una y otra vez, y no tengo respuestas. No las necesito. Ninguna.

—¡Esto apesta a autocomplacencia! —grita, y empuja el baúl del borde de la cama, de modo que su contenido se desperdiga por el suelo—. ¡Envenena de egoísmo esta casa!

Tampoco siento la cara.

Sus manos se estrellan contra mi pecho. Me tambaleo hacia atrás y me golpeo contra la cómoda. Después levanta la mano hasta la altura de su cara para golpearme, y grito, con la garganta atenazada por el miedo:

—¡La Ceremonia de la Elección, papá!

Él se detiene, con la mano levantada, y me encojo, retrocedo de nuevo hasta la cómoda con los ojos demasiado nublados para ver nada. Normalmente intenta no hacerme moratones en la cara, sobre todo en días como mañana, en los que habrá tanta gente mirándome, observándome mientras escojo.

Baja la mano y, por un segundo, creo que su enfado se ha extinguido, que se ha aplacado su ira. Pero entonces dice:

—De acuerdo. Quédate aquí.

Me hundo contra la cómoda. No soy tan tonto como para pensar que se irá, lo meditará y volverá para disculparse. Nunca lo hace.

Regresará con un cinturón, y no nos resultará difícil ocultar las marcas que me grabe en la espalda debajo de una camisa y una obediente expresión abnegada.

Me vuelvo con un escalofrío, me agarro al borde de la cómoda y espero.

Por la noche duermo boca abajo; el dolor perfora cada uno de mis pensamientos y mis posesiones rotas están tiradas en el suelo, a mi alrededor. Después de pegarme hasta que tuve que meterme el puño en la boca para ahogar un grito, pisoteó cada objeto hasta romperlo o mellarlo dejándolo irreconocible. Luego lanzó el baúl contra la pared, de modo que la tapa se salió de las bisagras.

Entonces aparece la idea: «Si eliges Abnegación, jamás te librarás de él».

Oculto la cara en la almohada.

Pero no soy lo bastante fuerte para resistirme a la inercia abnegada, a este miedo que me empuja por el camino diseñado por mi padre.

A la mañana siguiente me doy una ducha fría, no para ahorrar, como enseñan los abnegados, sino porque me entumece la espalda. Me visto despacio con la ropa suelta y sosa de mi facción, y me coloco frente al espejo del pasillo para cortarme el pelo.

—Déjame a mí —dice mi padre desde el final del pasillo—. Al fin y al cabo es tu Día de la Elección.

Dejo el cortapelos en la repisa del panel corredero e intento enderezarme. Mi padre se pone detrás de mí, y aparto la mirada cuando la máquina empieza a vibrar. La hoja solo tiene una protección, solo hay una longitud de pelo aceptable para un hombre abnegado. Hago una mueca cuando me sujeta la cabeza, y espero que no lo vea, que no se dé cuenta de que cualquier roce suyo me aterra.

—Ya sabes lo que esperar —dice.

Me tapa la parte superior de la oreja con una mano mientras me pasa la máquina por el lateral de la cabeza. Hoy intenta protegerme la oreja de un corte, mientras que ayer me azotaba con un cinturón. La idea es como un veneno que me recorre entero. Casi resulta divertido, casi me dan ganas de reír.

—Te colocarás en tu sitio; cuando te llamen, darás un paso adelante para recoger tu cuchillo. Después te cortarás y dejarás caer la sangre en el cuenco correcto.

Nos miramos a los ojos a través del espejo, y él esboza algo parecido a una sonrisa. Me toca el hombro y me doy cuenta de que ya somos más o menos de la misma altura, del mismo tamaño, aunque me sigo sintiendo mucho más pequeño.

Entonces añade amablemente:

—El cuchillo solo te dolerá un momento. Después habrás elegido y todo acabará.

Me pregunto si recuerda lo que pasó ayer o si ya lo habrá guardado en uno de los compartimentos de su mente para separar su faceta de monstruo de su faceta de padre. Sin embargo, yo no cuento con esos compartimentos, así que veo todas sus identidades superpuestas: monstruo, padre, hombre, líder del consejo y viudo.

De repente me late tan deprisa el corazón y me arde tanto el rostro que apenas logro soportarlo.

—No te preocupes por mi resistencia al dolor —le digo—. Tengo mucha práctica.

Por un segundo, sus ojos son como dagas en el espejo y mi ira ardiente desaparece para dar paso al miedo, ese sentimiento tan familiar. Pero se limita a apagar la máquina, depositarla en la repisa y bajar la escalera, dejando que sea yo quien se encargue de barrer el pelo cortado, sacudírmelo de los hombros y el cuello, y guardar el cortapelos en el cajón del cuarto de baño.

Después vuelvo a mi dormitorio y me quedo mirando los objetos rotos del suelo. Los reúno con cuidado en una pila y los tiro uno a uno en la papelera que hay junto al escritorio.

Me pongo de pie haciendo una mueca. Me tiemblan mucho las piernas.

En este momento, al contemplar la cruda realidad de la vida que me espera, los restos destrozados de lo poco que poseía, pienso: «Tengo que salir de aquí».

Es un pensamiento potente. Noto su fuerza vibrando en mi interior como el tañido de una campana, así que lo pienso de nuevo: «Tengo que salir de aquí».

Camino hacia la cama y deslizo la mano bajo la almohada, donde la estatuilla de mi madre sigue a salvo, azul y reluciente bajo la luz de la mañana. La pongo sobre el escritorio, al lado de la pila de libros, y salgo del cuarto, cerrando la puerta a mi paso.

Al bajar estoy demasiado nervioso para comer, pero me meto un trozo de tostada en la boca para que mi padre no me haga preguntas. No hay de qué preocuparse: ahora finge que no existo, finge que no me encojo cada vez que tengo que agacharme para recoger algo.

«Tengo que salir de aquí». Ahora es un cántico, un mantra, lo único a lo que puedo aferrarme.

Mi padre termina de leer las noticias que los eruditos publican cada mañana, y yo acabo de lavar mis platos; después salimos de casa juntos, sin hablar. Recorremos la acera, y él saluda a nuestros vecinos con una sonrisa; todo está en perfecto orden para Marcus Eaton, salvo por su hijo. Salvo por mí; yo no estoy en orden, estoy en constante desorden.

Sin embargo, hoy me alegro de que sea así.

Subimos al autobús y nos ponemos de pie en el pasillo para dejar que los demás se sienten, la imagen perfecta de la deferencia abnegada. Veo a los demás subirse, chicos y chicas veraces hablando a voces; eruditos que lo examinan todo. Me quedo mirando a los demás abnegados que se levantan de sus asientos para cederlos. Hoy todos vamos al mismo lugar: al Centro, una columna negra a lo lejos, con dos dientes que apuñalan el cielo.

Cuando llegamos, mi padre me pone una mano en el hombro al dirigirnos a la entrada, y el contacto hace que una punzada de dolor me recorra todo el cuerpo.

«Tengo que salir de aquí».

Es una idea desesperada, y el dolor no hace más que avivarla con cada paso que doy al subir la escalera que lleva a la planta de la Ceremonia de la Elección. Me cuesta respirar, pero no es por el dolor de las piernas, sino porque mi débil corazón se fortalece con cada segundo que pasa. A mi lado, Marcus se limpia las gotas de sudor de la frente, y los demás abnegados aprietan los labios para no respirar demasiado fuerte, para que no parezca que se quejan.

Alzo la vista para observar la escalera que tengo delante, y esa idea, esa necesidad, esa oportunidad de escapar me arde dentro.

Llegamos a la planta correcta, y todos se detienen para recuperar el aliento antes de entrar. La habitación está en penumbra, las ventanas, tapadas; los asientos, dispuestos alrededor del círculo de cuencos con cristal, agua, piedras, brasas y tierra. Encuentro mi sitio en la cola, entre una chica abnegada y un chico cordial. Marcus se pone frente a mí.

—Ya sabes lo que tienes que hacer —dice, como si hablara consigo mismo—. Ya sabes cuál es la opción correcta. Sé que lo sabes.

Me quedo mirando un punto al sur de sus ojos.

—Te veré pronto —se despide.

Camina hacia el sector abnegado y se sienta en la primera fila con algunos de los otros líderes de la facción. Poco a poco, la gente llena la sala; los que están a punto de elegir se encuentran de pie en un cuadrado del borde, mientras los que observan se sientan en las sillas del centro. Las puertas se cierran y se hace el silencio cuando el representante del consejo de Osadía avanza hacia el podio. Se llama Max. Max se agarra al borde del podio y, desde donde estoy, veo que tiene los nudillos magullados.

¿Aprenden a luchar en Osadía? Seguro que sí.

—Bienvenidos a la Ceremonia de la Elección —dice Max, que tiene una voz potente que se propaga por toda la sala. No necesita el micrófono: sus palabras son lo bastante fuertes para introducirse en mi cráneo y envolverme el cerebro—. Hoy elegiréis vuestras facciones. Hasta ahora habéis seguido el camino de vuestros padres, las reglas de vuestros padres. Hoy encontraréis vuestro propio camino, crearéis vuestras propias reglas.

Casi puedo ver a mi padre apretando los labios con desdén ante un discurso osado tan típico. Conozco tan bien sus hábitos que casi hago lo mismo, aunque no comparta el sentimiento. No albergo ninguna opinión concreta sobre los osados.

—Hace mucho tiempo, nuestros antepasados se dieron cuenta de que cada uno de nosotros, cada individuo, era responsable del mal que existe en el mundo. Sin embargo, no se ponían de acuerdo sobre el mal del que se trataba —dice Max—. Algunos decían que era el engaño…

Pienso en las mentiras que he contado, año tras año, sobre los moratones y los cortes, las mentiras por omisión de las que soy culpable por guardar los secretos de Marcus.

—Algunos decían que era la ignorancia; otros, la agresividad…

Pienso en la paz de los huertos cordiales, en la libertad que encontraría allí, lejos de la violencia y la crueldad.

—Algunos decían que era el egoísmo.

«Es por tu propio bien», es lo que decía Marcus antes del primer golpe, como si pegarme fuera un acto de sacrificio por su parte. Como si le doliera hacerlo. Bueno, no era él el que cojeaba por la cocina esta mañana.

—Y el último grupo decía que era la cobardía.

De la sección osada surgen algunos abucheos, y el resto de los osados se ríe. Pienso en el miedo que se apoderó de mí anoche, tan fuerte que no podía sentir ni respirar. Pienso en los años que me han reducido a polvo bajo el yugo de mi padre.

—Así es como llegamos a nuestras facciones: Verdad, Erudición, Cordialidad, Abnegación y Osadía. —Max sonríe—. En ellas encontramos administradores, profesores, asesores, líderes y protectores. En ellas encontramos la sensación de formar parte de algo más grande, la satisfacción de pertenecer a una comunidad, el sentido de nuestras vidas. —Se aclara la garganta—. Bueno, suficiente, vamos al grano. Dad un paso adelante y coged vuestros cuchillos para hacer vuestra elección. El primero: Zellner, Gregory.

Parece adecuado que el dolor me acompañe desde mi antigua vida hasta la nueva cuando el cuchillo se me clave en la palma de la mano. Aun así, esta mañana seguía sin saber qué facción elegir como refugio. Gregory Zellner sostiene su mano sangrante encima de la tierra para escoger Cordialidad.

Cordialidad parece el lugar más evidente para refugiarse, con su vida pacífica, sus huertos de olor dulce, su comunidad sonriente. En Cordialidad encontraría la aceptación que he deseado toda la vida y, quizá, con el tiempo, aprendería a sentirme satisfecho y cómodo con la persona que soy.

Sin embargo, mientras observo a las personas de esa sección, con sus rojos y sus amarillos, solo veo gente completa y sana, capaz de animar a sus compañeros, capaz de apoyar a los demás. Son demasiado perfectos, demasiado amables para que alguien como yo caiga en sus brazos empujado por la rabia y el miedo.

La ceremonia avanza más deprisa de la cuenta.

—Rogers, Helena.

Ella elige Verdad.

Sé lo que ocurre en la iniciación veraz, lo oí entre susurros un día, en el colegio. Allí tendría que exponer todos mis secretos, desenterrarlos con las uñas. Tendría que desollarme vivo para unirme a Verdad. No, no puedo hacerlo.

—Lovelace, Frederick.

Frederick Lovelace, vestido de azul, se corta la palma de la mano y deja que su sangre gotee sobre el agua de Erudición, que se vuelve de un rosa más oscuro. Aprendo bastante deprisa, pero me conozco lo bastante bien como para comprender que soy demasiado volátil y emocional para un lugar como Erudición. Me asfixiaría, y lo que yo quiero es ser libre, no acabar ahogado en otra prisión.

Enseguida llaman a la chica abnegada que tengo al lado.

—Erasmus, Anne.

Anne (otra que nunca fue capaz de dirigirme más de dos palabras seguidas) avanza, tambaleante, y camina por el pasillo hacia el podio de Max. Acepta el cuchillo con manos temblorosas, se corta la palma y la sostiene encima del cuenco de Abnegación. A ella le resulta fácil, no tiene que huir de nada, sino volver a unirse a una comunidad amable que le dará la bienvenida. Y, además, hace años que nadie se traslada de Abnegación. Es la facción más leal en cuanto a estadísticas de la Ceremonia se refiere.

—Eaton, Tobias.

No estoy nervioso al caminar por el pasillo hacia los cuencos, aunque todavía no he decidido nada. Max me pasa el cuchillo, y cierro el puño en torno al mango. Está suave y frío, con la hoja limpia. Un cuchillo nuevo para cada uno; y una elección nueva.

Al acercarme al centro de la sala, al centro de los cuencos, paso junto a Tori, la mujer que se encargó de mi prueba de aptitud. «Tú eres el que debe vivir con tu elección», me dijo. Lleva el pelo peinado hacia atrás, y un tatuaje le asoma por la clavícula hacia el cuello. Me mira a los ojos con una intensidad peculiar, y yo le devuelvo la mirada sin inmutarme mientras me sitúo entre los cuencos.

¿Con qué elección soy capaz de vivir? No con Erudición ni Verdad. No con Abnegación, el lugar del que intento huir. Ni siquiera con Cordialidad, pues estoy demasiado destrozado para encajar allí.

Lo cierto es que quiero que mi elección sea como un puñal clavado en el corazón de mi padre, que lo atraviese y le provoque todo el dolor, la vergüenza y la decepción posibles.

Solo hay una elección que lo consiga.

Lo miro, él asiente con la cabeza, y me hago un corte profundo en la palma de la mano, tanto que se me saltan las lágrimas. Parpadeo para espantarlas y cierro la mano para que la sangre se acumule en el puño. Sus ojos son como los míos, de un azul tan oscuro que, con una luz como esta, parece negro, como pozos abiertos en su cráneo. Me palpita y pica la espalda, el cuello de la camisa me araña la piel en carne viva, la piel que me desgarró con el cinturón.

Abro la mano encima de las brasas. Las noto quemarme el estómago, llenarme hasta arriba de fuego y humo.

Soy libre.

No oigo los vítores de los osados, solo un pitido en los oídos.

Mi nueva facción es como una criatura de muchos brazos que se estiran hacia mí. Me muevo hacia ella sin atreverme a mirar atrás, a mi padre. Noto manos que me dan palmadas en la espalda y me alaban la elección, y me dirijo al final del grupo, con la sangre ensortijándose entre mis dedos.

Me coloco con los demás iniciados, junto a un erudito de pelo negro que me desestima de un solo vistazo. No debo de parecer gran cosa con mi ropa gris de Abnegación, alto y escuchimizado después del estirón del pasado año. El corte de la mano me sangra, la sangre se derrama en el suelo y me baja por la muñeca. He apretado demasiado el cuchillo y la herida de la mano es bastante profunda.

Cuando mi último compañero elige, me pellizco el dobladillo de la camisa suelta de abnegado y tiro de él. Arranco un trozo de tela de la parte delantera y me lo envuelvo en la mano para detener la hemorragia. Ya no necesito esta ropa.

Los osados que se sientan frente a nosotros se ponen en pie cuando la última persona elige y salen corriendo hacia las puertas, llevándome con ellos. Me vuelvo antes de llegar, incapaz de contenerme, y veo a mi padre todavía sentado en primera fila, con unos cuantos abnegados a su alrededor. Parece aturdido.

Esbozo una leve sonrisa. Lo he hecho, he sido yo el que le ha dejado con esa cara. No soy el perfecto hijo abnegado, condenado a ser devorado por el sistema para disolverme en la oscuridad. En vez de eso, me he convertido en el primer trasladado de Abnegación a Osadía en más de una década.

Me giro y corro para alcanzar a los demás: no quiero que me dejen atrás. Antes de salir de la sala, me desabrocho la camisa de manga larga rasgada y la dejo caer al suelo. La camiseta gris que llevo debajo sigue siendo demasiado ancha, pero es más oscura y pasa más desapercibida con la ropa negra de Osadía.

Salen en tromba escaleras abajo, abren las puertas de golpe entre risas y gritos. La espalda me arde, igual que los hombros, los pulmones y las piernas, y, de repente, dudo de mi elección, de esta gente a la que he reclamado. Son ruidosos y salvajes, ¿de verdad podré encontrar un hueco entre ellos? No lo sé.

Supongo que no tengo alternativa.

Me abro paso a través de la gente, en busca de mis compañeros iniciados, pero parecen haber desaparecido. Me sitúo en uno de los laterales del grupo con la esperanza de ver adónde vamos y vislumbro las vías del tren suspendidas sobre la calle, frente a nosotros, rodeadas por una jaula con barrotes de madera y metal. Los osados suben la escalera y se esparcen por el andén. Al pie de la escalera hay tanta gente que no encuentro el modo de subir, pero sé que si no subo deprisa la escalera perderé el tren, así que decido abrirme paso a empujones. Tengo que apretar los dientes con fuerza para no disculparme mientras avanzo dando codazos, y el impulso de los osados me empuja escaleras arriba.

—No corres mal —comenta Tori, que camina a mi lado por el andén—. Para ser un chico de Abnegación.

—Gracias.

—Sabes lo que va a pasar ahora, ¿no? —me pregunta, y se vuelve para señalar una luz lejana pegada al frontal del tren que se aproxima—. No se detendrá, apenas frenará un poco. Y si no logras subir, se acabó tu iniciación. Abandonado. Acabar fuera es tan sencillo como eso.

Asiento con la cabeza; no me sorprende que la prueba de iniciación ya haya comenzado, que comenzara en cuanto salimos de la Ceremonia de la Elección. Y tampoco me sorprende que los osados quieran que demuestre lo que llevo dentro. Me quedo mirando el tren, que está cada vez más cerca; ahora lo oigo silbar sobre las vías.

—Te irá bien aquí —comenta Tori, sonriente—, ¿a que sí?

—¿Por qué lo dices?

—Por nada, es que me parece que eres alguien dispuesto a luchar —responde, encogiéndose de hombros.

El tren avanza como un trueno, y los osados empiezan a amontonarse. Tori corre hasta llegar al borde, y yo la sigo y copio su postura y sus movimientos cuando se prepara para saltar. Se agarra a una manilla del borde de la puerta y se impulsa para entrar, así que hago lo mismo. Al principio me cuesta asirme, pero luego me impulso hacia arriba.

Sin embargo, no estoy preparado para el giro del tren, de modo que me tambaleo y me doy de bruces contra la pared de metal. Me sujeto la nariz.

—Gran aterrizaje —comenta uno de los osados del interior. Es más joven que Tori, tiene la piel oscura y es de sonrisa fácil.

—La elegancia es cosa de los presumidos eruditos —responde Tori—. Ha conseguido subir al tren, Amar, eso es lo que cuenta.

—Se supone que debería estar en el otro vagón, con los demás iniciados —dice Amar, que me mira, aunque no como lo hizo el trasladado erudito hace unos minutos.

Amar parece sentir más curiosidad que otra cosa, como si yo fuera una rareza que debe examinar con más atención para poder comprenderla.

—Si es amigo tuyo —continúa—, supongo que no pasa nada. ¿Cómo te llamas, estirado?

Tengo el nombre en la punta de la lengua en cuanto me lo pregunta, y estoy a punto de responder, como siempre hago, que soy Tobias Eaton. Debería salirme de forma natural. Sin embargo, en este momento no soporto decir mi nombre en voz alta, aquí no, no entre la gente que espero que se convierta en mis nuevos amigos, en mi nueva familia. No puedo, no pienso seguir siendo el hijo de Marcus Eaton.

—Puedes llamarme estirado, me da igual —respondo intentando imitar las cortantes bromas de los osados, a pesar de no haberlas oído más que en los pasillos y las aulas.

El viento entra de golpe en el tren al coger velocidad, y lo hace con estrépito; me ruge en los oídos.

Tori me mira con una expresión extraña y, por un segundo, temo que vaya a decirle mi nombre a Amar, ya que seguro que lo recuerda de mi prueba de aptitud. Sin embargo, se limita a asentir con la cabeza, y yo, aliviado, me vuelvo hacia la puerta abierta sin quitar la mano del asidero.

Nunca se me había ocurrido que pudiera renunciar a confesar mi nombre, ni que pudiera inventarme uno falso, construirme una nueva identidad. Aquí soy libre, libre para ser brusco con los demás, libre para no responderles y libre, incluso, para mentir.

Me quedo mirando la calle, entre las vigas de madera que soportan las vías del tren, tan solo una planta más abajo. Pero arriba, las viejas vías dan paso a las nuevas, y los andenes suben de altura y rodean los tejados de los edificios. La subida es gradual, así que no me habría dado cuenta de no estar mirando abajo mientras nos alejamos cada vez más del suelo y nos acercamos cada vez más al cielo.

El miedo hace que me tiemblen las piernas, así que me alejo de la puerta y me agacho junto a una pared, a la espera de llegar a nuestro destino.

Sigo en la misma posición (acurrucado junto a la pared, con la cabeza entre las manos) cuando Amar me da un golpe con el pie.

—Arriba, estirado —dice, aunque con amabilidad—. Ha llegado el momento de saltar.

—¿Saltar?

—Sí —responde, sonriendo—. Este tren no se para por nadie.

Me levanto. La tela que me había enrollado en la mano está empapada de sangre. Tori se pone a mi lado y me empuja hacia la salida.

—¡Dejad que el iniciado baje primero! —grita.

—¿Qué haces? —le pregunto con el ceño fruncido.

—¡Te hago un favor! —responde, y me empuja de nuevo hacia la abertura.

Los otros osados dan un paso atrás y sonríen como si fuera una fiesta. Arrastro los pies hacia el borde y me agarro al asidero con tanta fuerza que se me entumecen las puntas de los dedos. Veo el punto al que se supone que debo saltar: más adelante, las vías se abrazan al tejado de un edificio y después giran. El hueco parece más pequeño desde aquí, pero, a medida que se aproxima el tren, cada vez se hace más grande, y mi muerte inminente, cada vez más probable.

Me tiembla todo el cuerpo cuando saltan los osados de los vagones de delante. Ninguno se pasa el tejado, aunque eso no significa que yo no vaya a ser el primero. Me suelto del asidero y me quedo mirando el tejado mientras me impulso con todas mis fuerzas.

El impacto me vibra por todo el cuerpo, y caigo a gatas, de modo que la grava del tejado se me clava en la palma herida. Me quedo mirando los dedos. Es como si el tiempo hubiese avanzado de repente, como si el salto hubiese desaparecido de mi vista y de mi memoria.

—Maldita sea —dice alguien detrás de mí—. Esperaba poder raspar del asfalto una buena tortita de estirado.

Me quedo mirando el suelo y me siento sobre los talones. El tejado se mueve de un lado a otro bajo mis pies; no sabía que uno se pudiera marear de miedo.

A pesar de todo, sé que acabo de superar dos pruebas de iniciación: me he subido a un tren en marcha y he conseguido llegar al tejado. Ahora la pregunta es: ¿cómo se bajan los osados del tejado?

Un instante después, Amar se pone en el borde y responde a mi pregunta: van a hacernos saltar.

Cierro los ojos y finjo no estar aquí, arrodillado en esta grava, con esta gente demente llena de tatuajes. Vine aquí a escapar, pero no es una salida, sino otro tipo de tortura de la que ya no puedo huir. Así que mi única esperanza es sobrevivir a ella.

—¡Bienvenidos a Osadía! —grita Amar—. Donde te enfrentas a tus miedos e intentas no morir en el intento o te marchas como un cobarde. No me sorprende que este año hayamos batido por lo bajo el récord de trasladados de otras facciones.

Los osados que rodean a Amar dan puñetazos al aire mientras gritan de alegría, como si el hecho de que nadie quiera unirse a ellos fuese motivo de orgullo.

—La única forma de entrar en el complejo de Osadía desde este tejado es saltar de la cornisa —explica Amar, que abre los brazos para señalar el espacio vacío que lo rodea.

Levanta las puntas de los pies para apoyarse en los talones y agita los brazos, como si estuviera a punto de caer, pero después se estabiliza y sonríe. Tomo aire por la nariz y contengo el aliento.

—Como siempre, primero ofrezco la oportunidad a nuestros iniciados, ya sean nacidos en Osadía o no.

Se baja de la cornisa y hace un gesto hacia ella con las cejas enarcadas.

El grupo de jóvenes osados que hay junto al tejado intercambia miradas. A un lado están el chico erudito de antes, la chica cordial, dos chicos veraces y una chica veraz. Solo somos seis.

Uno de los osados da un paso adelante, un chico de piel oscura que pide con las manos a sus amigos que lo animen.

—¡Adelante, Zeke! —grita una de las chicas.

Zeke se sube a la cornisa de un salto, pero calcula mal y se inclina hacia delante, perdiendo el equilibrio. Chilla algo ininteligible y desaparece. La chica veraz que está más cerca ahoga un grito y se tapa la boca con una mano, pero los amigos osados de Zeke rompen a reír. Creo que este no era el momento heroico y dramático que él tenía en mente.

Amar, sonriente, hace otro gesto hacia el borde. Los nacidos en Osadía se ponen en fila detrás de él, igual que el chico erudito y la chica cordial. Sé que debo unirme a ellos, que tengo que saltar, da igual cómo me sienta. Me acerco a la cola, rígido, como si mis articulaciones fueran pernos oxidados. Amar consulta su reloj y los hace saltar a intervalos de treinta segundos.

La cola se reduce, se disuelve.

De repente ha desaparecido y solo quedo yo. Me subo a la cornisa y espero la señal de Amar. El sol se pone detrás de los edificios, a lo lejos, aunque su silueta irregular no me resulta familiar desde este lado. La luz dorada brilla cerca del horizonte, y el viento sube con fuerza por el lateral del edificio y tira de mi ropa.

—Adelante —dice Amar.

Cierro los ojos y me quedo paralizado; ni siquiera consigo saltar, solo logro echarme hacia delante y dejarme caer. Se me desploma el estómago y las extremidades se me agitan en el aire en busca de algo, lo que sea, a lo que aferrarse, pero no hay nada, solo la caída, el aire y la frenética búsqueda del suelo.

Entonces, caigo en una red.

La red me rodea, me envuelve en fuertes cuerdas. Unas manos me llaman desde el borde. Engancho los dedos en la red y me impulso hacia ellas. Aterrizo de pie en una plataforma, y un hombre de piel marrón oscuro y nudillos magullados me sonríe: Max.

—¡El estirado! —exclama, dándome una palmada en la espalda que me hace estremecer—. Me alegra ver que has llegado hasta aquí. Ve a unirte a tus compañeros iniciados. Seguro que Amar baja dentro de un segundo.

Detrás de él hay un túnel de paredes rocosas. El complejo osado está bajo tierra. Suponía que lo encontraría colgado de un edificio alto mediante cuerdas endebles: una de mis peores pesadillas hecha realidad.

Intento bajar los escalones y acercarme a los demás trasladados. Parece que vuelven a funcionarme las piernas. La chica cordial me sonríe.

—Me sorprende lo divertido que ha sido —comenta—. Soy Mia. ¿Estás bien?

—Parece que intenta no vomitar —dice uno de los chicos veraces.

—Deja que ocurra, tío —añade el otro veraz—. Nos encantaría presenciar el espectáculo.

—Cerrad la boca —les suelto, sin más.

Sorprendentemente, me hacen caso. Supongo que no es frecuente que un abnegado los mande callar.

Unos segundos después veo a Amar rodando hacia el borde de la red. Desciende los escalones con una expresión salvaje, despeinado y preparado para la siguiente acrobacia demencial. Pide a todos los iniciados que se acerquen, y nos reunimos en semicírculo junto a la abertura del túnel.

Amar junta las manos frente a él.

—Me llamo Amar y soy vuestro instructor durante la iniciación. Yo me crie aquí y superé con creces la iniciación hace tres años, lo que significa que me haré cargo de los recién llegados durante el tiempo que quiera. Qué suerte tenéis.

»Casi toda la formación física de los nacidos en Osadía se hace por separado de la de los que se trasladan, de modo que los osados no partan por la mitad a los de fuera a las primeras de cambio… —Los nacidos en Osadía, que están al otro lado del semicírculo, sonríen con suficiencia—. Pero este año vamos a probar algo distinto. Los líderes osados y yo queremos ver si conocer vuestros miedos antes del entrenamiento os prepara mejor para el resto de la iniciación, así que antes incluso de que vayáis al comedor para la cena, vamos a conocernos mejor a nosotros mismos. Seguidme.

—¿Y si no quiero conocerme mejor? —pregunta Zeke.

Con solo una mirada, Amar consigue que retroceda de vuelta al grupo de los nacidos en Osadía. Amar no se parece a nadie que yo conozca: es amable un segundo y severo al siguiente y, a veces, ambas cosas a la vez.

Nos guía por el túnel, se detiene frente a una puerta empotrada en la pared y la empuja con el hombro. Lo seguimos a una habitación fría y húmeda con una ventana gigante en la pared de atrás. Las luces fluorescentes parpadean sobre nosotros, y Amar se pone a toquetear una máquina que se parece mucho a la que utilizaron en mi prueba de aptitud. Oigo un goteo: el techo tiene una gotera que forma un charco en el suelo de una de las esquinas.

Otra habitación grande y vacía espera más allá de la ventana. Hay cámaras en cada esquina… ¿Es que hay cámaras por todo el complejo de Osadía?

—Esto es la sala del paisaje del miedo —explica Amar sin levantar la vista—. Un paisaje del miedo es una simulación en la que te enfrentas a tus peores miedos.

Sobre la mesa que hay al lado de la máquina han dispuesto una fila de jeringas. A la vacilante luz me resultan siniestras, como si fueran instrumentos de tortura: cuchillos, cuchillas y atizadores al rojo.

—¿Cómo es eso posible? —pregunta el erudito—. Tú no sabes cuáles son nuestros peores miedos.

—Eric, ¿no? —dice Amar—. Tienes razón, yo no sé cuáles son vuestros peores miedos, pero el suero que os voy a inyectar estimulará las partes de tu cerebro que procesan el miedo, y tú mismo serás el que haga aparecer los obstáculos de tu simulación, por así decirlo. Esta simulación se diferencia de la de la prueba de aptitud en que serás consciente de que lo que ves no es real. Mientras tanto, yo estaré en esta sala, controlando la simulación, y le ordenaré al programa integrado en el suero de la simulación que pase al siguiente obstáculo cuando vuestra frecuencia cardíaca alcance un nivel concreto… Es decir, cuando os calméis u os enfrentéis a vuestro miedo de un modo significativo. Cuando os quedéis sin miedos, el programa finalizará y os «despertaréis» de nuevo en esta sala conscientes de cuáles son vuestros temores.

Coge una de las jeringas y llama a Eric.

—Permite que satisfaga tu curiosidad erudita —le dice—. Tú primero.

—Pero…

—Yo soy tu instructor —lo interrumpe Amar tranquilamente—, así que te conviene hacerme caso.

Eric se queda quieto un momento; después se quita su chaqueta azul, la dobla por la mitad y la deja en el respaldo de una silla. Sus movimientos son lentos y pausados, sospecho que diseñados para irritar a Amar todo lo que pueda. Eric se le acerca, y Amar le clava la jeringa en la nuca casi con violencia. Después lo conduce a la habitación de al lado.

Una vez que Eric está de pie en el centro de la habitación que hay detrás del cristal, Amar se enchufa a la máquina de la simulación mediante electrodos y pulsa algo en la pantalla del ordenador que hay detrás para iniciar el programa.

Eric está inmóvil, con las manos a los costados. Se nos queda mirando a través de la ventana y, un instante después, aunque no se ha movido, parece que mira otra cosa, como si hubiera comenzado la simulación. Pero no grita, ni agita los brazos, ni llora como cabría esperar de alguien que se enfrenta a sus miedos. Su frecuencia cardíaca no deja de subir en el monitor de Amar, como un pájaro que alza el vuelo.

Tiene miedo. Tiene miedo, pero ni siquiera se mueve.

—¿Qué está pasando? —me pregunta Mia—. ¿Está funcionando el suero?

Asiento con la cabeza.

Veo que Eric respira hondo, hinchando la barriga, y suelta el aire por la nariz. Se le sacude el cuerpo, tiembla como si el suelo se estremeciera bajo sus pies, aunque sigue respirando despacio, tranquilo, mientras tensa y relaja los músculos cada pocos segundos, como si no dejara de tensarse por accidente y tuviera que corregir su error. Observo su frecuencia cardíaca en el monitor de Amar, veo que baja cada vez más hasta que Amar toca la pantalla y obliga al programa a seguir adelante.

Esto sucede una y otra vez con cada miedo. Cuento los miedos a medida que avanzan en silencio: diez, once, doce. Después, Amar toca la pantalla una última vez, y el cuerpo de Eric se relaja. Parpadea lentamente y sonríe hacia la ventana, muy satisfecho.

Me doy cuenta de que los nacidos en Osadía, que siempre corren a comentarlo todo, guardan silencio. Eso debe de querer decir que lo que imaginaba es cierto: hay que mantenerse alerta con Eric. Puede que incluso temerlo.

Me quedo mirando a los demás iniciados enfrentarse a sus miedos durante más de una hora; corren, saltan, apuntan con pistolas invisibles y, en algunos casos, se tumban boca abajo en el suelo y sollozan. A veces supongo lo que ven, pero, en la mayor parte de las ocasiones, los enemigos a los que mantienen a raya son secretos, solo los conocen ellos y Amar.

Me quedo cerca de la parte de atrás de la sala y me encojo cada vez que llama a alguien. De repente soy el único que queda en la habitación y Mia está terminando, arrancada de su paisaje del miedo cuando se acurruca en la pared de atrás con la cabeza entre las manos. Se levanta con cara de agotamiento y sale del cuarto arrastrando los pies sin esperar a que Amar le dé permiso. Amar echa un vistazo a la última jeringa de la mesa y después me mira.

—Solo quedamos tú y yo, estirado —dice—. Venga, terminemos de una vez.

Me pongo frente a él. Apenas noto cómo entra la aguja; nunca me han dado miedo las inyecciones, aunque a algunos de los otros iniciados se les saltaron las lágrimas. Entro en la habitación de al lado y me pongo de cara a la ventana, que parece un espejo desde esta parte. El instante antes de que haga efecto la simulación me veo como los demás deben de haberme visto: encorvado, enterrado en tela, alto y huesudo, y ensangrentado. Intento enderezarme y me sorprende lo que cambia la cosa, me sorprende la sombra de fuerza que veo en mí justo antes de que desaparezca la habitación.

Las imágenes llenan el espacio poco a poco: la silueta de los edificios de nuestra ciudad; el agujero en la acera, siete plantas por debajo de mí; la línea de la cornisa bajo mis pies. El viento sube con fuerza por el lateral del edificio, con más potencia que cuando estuve ahí en la vida real, y tira tanto de mi ropa que la noto azotarme desde todos los ángulos. Entonces, el edificio crece conmigo encima, se aleja cada vez más del suelo. El agujero se sella y lo cubre la dura acera.

Me aparto del borde, asustado, pero el viento no me permite retroceder. El corazón me late más deprisa al enfrentarme a la realidad de lo que debo hacer: tengo que saltar de nuevo, aunque esta vez no sé si sentiré dolor cuando me estrelle contra el suelo.

Una tortita de estirado.

Sacudo las manos, cierro los ojos con fuerza y grito entre dientes. Después dejo que me empuje el viento y caigo deprisa. Me estrello contra el suelo.

Un dolor intenso y cegador me recorre el cuerpo, aunque solo por un segundo.

Me levanto y me limpio el polvo de la mejilla, a la espera del siguiente obstáculo. No tengo ni idea de lo que será. No me he parado nunca a meditar sobre mis miedos, ni siquiera a meditar sobre lo que sería liberarme de ellos, conquistarlos. Se me ocurre que, sin miedo, podría ser fuerte, poderoso, imparable. La idea me seduce durante unos segundos, justo antes de que algo me golpee con fuerza en la espalda.

Entonces, algo me golpea en el costado izquierdo, y en el derecho, y estoy metido en una caja que tiene mi mismo tamaño. Al principio, la sorpresa me protege del pánico; después respiro el aire estanco y me quedo mirando la oscuridad vacía mientras se me comprimen las entrañas. Ya no puedo respirar. No puedo respirar.

Me muerdo el labio para no llorar: no quiero que Amar me vea llorar, no quiero que les cuente a los demás osados que soy un cobarde. Tengo que pensar; no puedo pensar porque esta caja me ahoga. La pared que tengo en la espalda es la misma de mis recuerdos, de cuando era pequeño y me encerraba en la oscuridad del pasillo de arriba para castigarme. Nunca sabía cuándo acabaría el castigo, cuántas horas pasaría allí encerrado con monstruos imaginarios reptándome por encima, con el sonido de los sollozos de mi madre filtrándose a través de las paredes.

Golpeo sin parar la pared que tengo delante con las palmas de las manos, la araño aunque las astillas se me clavan en la piel bajo las uñas. Saco los antebrazos y golpeo la caja con todo el peso de mi cuerpo, una y otra vez, cerrando los ojos para fingir que no estoy aquí, que no estoy aquí. «Dejadme salir, dejadme salir, dejadme salir…».

—¡Piénsalo bien, estirado! —oigo gritar a alguien, y me quedo quieto. Recuerdo que es una simulación.

«Piénsalo bien». ¿Qué necesito para salir de esta caja? Necesito una herramienta, algo más fuerte que yo. Noto un objeto junto a los pies y me agacho para recogerlo. Sin embargo, cuando me agacho, la parte de arriba de la caja se mueve conmigo y ya no puedo enderezarme. Me trago un grito y toco con la punta de los dedos el extremo puntiagudo de una palanqueta. La meto entre las tablas que forman la esquina izquierda de la caja y empujo con todas mis fuerzas.

Todas las tablas se abren a la vez y caen al suelo, a mi alrededor. Aliviado, respiro aire fresco.

Entonces aparece una mujer frente a mí. No la reconozco y va de blanco, no pertenece a ninguna facción. Me acerco a ella, y delante de mí aparece una mesa con una pistola y una bala encima. Frunzo el ceño.

¿Esto es un miedo?

—¿Quién eres? —le pregunto, y ella no responde.

Queda claro lo que se supone que debo hacer: cargar la pistola, disparar la bala. El terror empieza a apoderarse de mí, más potente que cualquier miedo. Se me reseca la boca, y cojo como puedo el arma y la bala. Nunca he sostenido una pistola, así que tardo unos segundos en averiguar cómo abrir la recámara. En esos segundos pienso en la luz que abandona sus ojos, en esta mujer a la que no conozco, a la que no conozco lo bastante como para que me importe.

Tengo miedo… Tengo miedo de lo que me pedirán hacer en Osadía, de lo que querré hacer.

Me da miedo la violencia que pueda ocultarse en mi interior, la violencia forjada por mi padre y por los años de silencio a los que me ha obligado mi facción.

Meto la bala en la recámara y sostengo el arma con ambas manos mientras noto cómo me palpita el corte de la palma. Miro a la mujer a la cara. Le tiembla el labio inferior y se le llenan los ojos de lágrimas.

—Lo siento —digo, y disparo.

Veo el agujero negro que abre la bala en su cuerpo, y la mujer cae al suelo y se evapora en una nube de polvo al entrar en contacto con él.

Sin embargo, el terror no desaparece. Sé lo que se avecina; lo noto crecer en mi interior. Marcus no ha aparecido todavía, y lo hará, estoy tan seguro de eso como de mi nombre. De nuestro nombre.

Me rodea un círculo de luz y, en el borde, veo unos zapatos grises gastados dando vueltas. Marcus Eaton entra en el círculo de luz, aunque no es el Marcus Eaton que conozco. Este tiene pozos oscuros por ojos y un agujero negro a modo de boca.

Otro Marcus Eaton se pone a su lado y, poco a poco, a lo largo de todo el círculo aparecen versiones cada vez más monstruosas de mi padre para rodearme, con bocas abiertas y sin dientes, con cabezas inclinadas en ángulos extraños. Cierro los puños. No es real, está claro que no es real.

El primer Marcus se desabrocha el cinturón y se lo saca de la cintura, trabilla a trabilla, y, al hacerlo, también lo hacen los demás Marcus. Mientras se lo quitan, los cinturones se convierten en cuerdas de metal con pinchos en los extremos. Arrastran los cinturones dibujando líneas en el suelo, y sus lenguas negras aceitosas se deslizan por los bordes de sus oscuras bocas. Echan hacia atrás las cuerdas todos a la vez, y yo grito a pleno pulmón y me protejo la cabeza con los brazos.

—Es por tu propio bien —dicen los Marcus combinando sus voces metálicas como si fueran un coro.

Duele, me desgarran, me cortan, me hacen jirones. Caigo de rodillas y aprieto los brazos contra los oídos como si pudieran protegerme, pero nada puede protegerme, nada. Grito una y otra vez, pero el dolor continúa, igual que su voz.

—¡No pienso permitir un comportamiento autocomplaciente en mi casa! ¡No he criado a un mentiroso!

No puedo escucharlo, no lo escucharé.

En mi mente aparece, sin querer, la imagen de la escultura que me dio mi madre. La veo donde la dejé, en mi escritorio, y el dolor empieza a remitir. Concentro todos mis pensamientos en ella y en los otros objetos desperdigados por mi dormitorio, rotos; en la tapa del baúl que arrancó de sus bisagras. Recuerdo las manos de mi madre con sus dedos esbeltos cerrando el baúl con llave y entregándomela.

Una a una, las voces desaparecen hasta que no queda ninguna.

Dejo caer los brazos al suelo, a la espera del siguiente obstáculo. Mis nudillos rozan el suelo de piedra, que está frío y rugoso de arenilla. Oigo pisadas y me preparo para lo que se avecina, pero entonces distingo la voz de Amar:

—¿Ya está? —pregunta—. ¿No hay nada más? Dios mío, estirado.

Se detiene a mi lado y me ofrece una mano. La acepto y dejo que me ponga en pie. No lo miro, no quiero ver su expresión. No quiero que sepa lo que sabe, no quiero convertirme en el lamentable iniciado con una infancia destrozada.

—Deberíamos buscarte otro nombre —dice, como si nada—. Algo más duro que Estirado. Como Navaja, Asesino o algo así.

Entonces lo miro y veo que esboza una leve sonrisa. Percibo algo de lástima en esa sonrisa, aunque no tanta como me temía.

—Yo tampoco querría decirle a la gente cómo me llamo —añade—. Venga, vamos a comer algo.

Amar me acompaña a la mesa de los iniciados cuando llegamos al comedor. Ya hay unos cuantos osados sentados a las mesas de alrededor, y todos miran al otro lado de la sala, donde los chefs tatuados y agujereados todavía están sirviendo la comida. El comedor es una caverna iluminada desde abajo mediante unas lámparas de luz blanca azulada que aportan un resplandor espeluznante a todo lo que nos rodea.

Me siento en una de las sillas vacías.

—Oye, estirado, pareces a punto de desmayarte —comenta Eric, y uno de los chicos veraces sonríe.

—Todos habéis salido con vida —responde Amar—. Enhorabuena, habéis sobrevivido al primer día de iniciación con distintos grados de éxito. —Mira a Eric—. Sin embargo, nadie lo ha hecho tan bien como Cuatro, aquí presente.

Me señala mientras habla. Yo frunzo el ceño: ¿Cuatro? ¿Está hablando de mis miedos?

—Eh, Tori —la llama Amar, volviendo la cabeza atrás—. ¿Alguna vez has oído de alguien que solo tenga cuatro miedos en su paisaje?

—Lo último que oí es que el récord estaba en siete u ocho. ¿Por qué? —pregunta ella.

—Tengo un trasladado con solo cuatro miedos.

Tori me señala, y Amar asiente.

—Tiene que ser un nuevo récord —comenta ella.

—Bien hecho —me dice Amar. Después se vuelve y se va a la mesa de Tori.

Los demás iniciados se me quedan mirando con los ojos muy abiertos y sin decir nada. Antes del paisaje del miedo, yo no era más que alguien a quien pisotear para conseguir su entrada en Osadía. Ahora soy como Eric: alguien ante quien estar alerta, puede que incluso alguien a quien temer.

Amar me ha dado algo más que un nombre nuevo: me ha dado poder.

—¿Cuál era tu nombre de verdad? ¿Empieza por e…? —me pregunta Eric, entrecerrando los ojos como si supiera algo y no estuviera seguro de que fuera el momento para hacerlo público.

Puede que los demás también recuerden mi nombre vagamente de la Ceremonia de la Elección, igual que yo recuerdo los suyos: como letras en un alfabeto, ocultos por una niebla nerviosa a la espera de nuestros turnos. Si ahora hago algo que se les grabe, algo fuerte, si me hago un osado tan memorable como sea posible, quizá me salve.

Vacilo un momento, pero después apoyo los codos en la mesa y arqueo una ceja, mirándolo.

—Me llamo Cuatro —respondo—. Si me vuelves a llamar estirado, tendremos un problema.

Él pone los ojos en blanco, pero sé que lo he dejado claro. Tengo un nombre nuevo, lo que significa que puedo ser una persona nueva. Alguien que no permite comentarios cortantes de sabiondillos eruditos. Alguien que puede responder.

Alguien que, por fin, está preparado para luchar.

Cuatro.