CAPÍTULO 6

Héctor lloraba. Se enjugó las lágrimas sin detenerse, no había dejado de correr desde que abandonara la casa.

Se había alejado demasiado y empezaba ya a anochecer. Pronto tendría que volver, pero necesitaba escapar durante un rato de aquella encerrona que le habían tendido desde el instituto.

No quería estar allí.

Ansiaba perder de vista a los demás. Disfrutó de esos minutos de soledad, aunque sabía que no tenía más remedio que regresar antes de que transcurriese el tiempo que les había concedido Vidal.

¡Cómo odiaba a ese profesor!

Sentía claustrofobia dentro del caserón, rodeado de todos esos compañeros que se reían de él a sus espaldas.

Percibía sus miradas de desprecio, las mismas sonrisas burlonas que le dedicaban en el instituto.

¿Cómo afrontaría una semana en la que no podría huir de ellos? ¿Cómo lo soportaría?

Deseaba irse desesperadamente, pero era consciente de que no tenía posibilidad de contactar con sus padres desde aquel remoto lugar... Aunque, ¿de qué habría servido? Eran ellos quienes habían prestado su consentimiento para que él participara en el experimento.

No se lo perdonaría nunca.

Héctor se detuvo. Frente a él, oculta entre una zona muy densa de árboles, acababa de descubrir una cabaña que contaba incluso con una antena parabólica. Vaya sorpresa.

¿Una cabaña en aquel lugar?

Se dispuso a aproximarse cuando una voz le detuvo:

—Hola, Héctor.

El chico se volvió, asustado.

Comprobó que alguien más estaba allí, muy cerca de él. Habían tenido la misma idea para aprovechar el descanso concedido por el profesor. Se observaron mutuamente.

—No esperaba encontrarte aquí.

Héctor bajó la cabeza.

—Yo… quería estar solo.

—Como siempre, ya veo. Qué casualidad que justo hayas terminado aquí, ¿verdad? Como yo.

—Sí…

—Y has descubierto la cabaña.

Héctor carraspeó.

—¿Es que tú ya sabías que… que había una en la finca?

—Sí, Héctor. Lo que no estaba previsto es que tú te enteraras de eso. No has debido alejarte tanto de la casa… Qué imprudente.

Héctor no entendió esas palabras.

—¿Por… por qué dices eso?

Aquella figura alzó las manos, que había mantenido a la espalda, para mostrar un machete cuya hoja devolvió a Héctor el reflejo de su propio semblante incrédulo.

—¿Ves? No tendrías que estar aquí…

Entonces Héctor comprendió. O, más bien, atisbó la amenaza. Captó lo que ocultaban esas pupilas que vigilaban cada uno de sus movimientos, la engañosa serenidad con la que aquella presencia había ido aproximándose sin abandonar su tono cordial.

Quiere hacerme daño.

Siempre le habían odiado, aquello lo confirmaba.

Héctor no perdió tiempo en gritar —¿quién podría oírle allí?— ni en buscar respuestas. Su única reacción fue darse la vuelta y echar a correr.

A su espalda escuchaba un avance mucho más sereno y calculador. Un movimiento que se mantenía demasiado cerca.

Supo que corría sin rumbo, que se adentraba en el bosque siguiendo una dirección desconocida que no lo aproximaba a la protección de la casa.

Tropezó. El miedo agarrotaba sus piernas volviéndolo torpe.

Esther, recién maquillada, se asomó al dormitorio de Jacobo. El repetidor permanecía tendido en la cama, sin hacer nada. Ni siquiera se había descalzado.

—Hola, ¿qué haces?

Se sentó junto a él. El rostro impecable de la chica confirmó lo que el repetidor había supuesto:

—Veo que has vuelto a pasar por chapa y pintura. ¿Para eso querías subir a tu habitación?

—Eso no ha tenido gracia, Jacobo.

—¿No te cansas? Estás buena sin necesidad de tanto pote… te lo he dicho muchas veces.

—Si me esfuerzo por estar guapa es para gustarte más. Y lo sabes.

—No empieces, Esther. No pienso volver a hablar de eso.

—Pero…

—Lo nuestro fue un simple rollo, ¿cómo quieres que te lo diga? ¡No quiero nada contigo!

—Me dijiste que te gustaba…

—Fue divertido y ya está. Olvídalo.

Esther se mostró ofendida:

—¿Eso fui para ti? ¿Una diversión? ¿Una más de la lista?

Jacobo se incorporó.

—¡No me vengas con historias! Tú también lo pasaste bien, Esther. No te obligué a que hicieras nada que no…

—En esa fiesta yo había bebido. Te aprovechaste.

—¿Que me aproveché? ¿Pero de qué vas? Si prácticamente te me echaste encima…

—¡Eso es mentira!

Jacobo esbozó una sonrisa hambrienta.

—Esther, estabas pidiendo lo que estabas pidiendo…

La chica fue a darle una bofetada, pero él le sostuvo el brazo por la muñeca antes de que su mano le alcanzara.

—Te veo un poco violenta —dijo él—. Céntrate, o no vas a ser capaz de seguir el experimento…

Le soltó el brazo. Ella se lo frotó, dolorida.

—¡Me has agarrado demasiado fuerte, animal!

—Eres tú la que ha intentado pegarme. Legítima defensa.

Ella le contempló con asco.

—Que te den, paso de ti.

—A ver si es verdad.

—No sé cómo he podido perder el tiempo contigo…

Jacobo ignoró esas palabras:

—¿Te vas a ir ya de mi habitación?

Ella obedeció, dando un portazo.

Ni siquiera el tropiezo frenó la huida de Héctor, que había continuado corriendo a toda velocidad. Ahora se acababa de detener, exhausto.

Necesitaba recuperar el aliento.

Giró sobre sí mismo, atendiendo a la vegetación que quedaba ante sus ojos. Recelaba de cada sonido, de cada movimiento. No lograba frenar el ritmo de sus pulsaciones y el sudor le resbalaba por la frente, empañándole la vista. ¿Dónde se escondía su atacante?

¿Dónde? Me está observando. Seguro.

Buscó entre las ramas aquellas pupilas que se habían fijado en él, esas pupilas que trasmitían una nítida ausencia de compasión y que había notado clavadas en su espalda durante toda la persecución.

Quiere matarme. Está muy cerca. Sigue estando muy cerca. No se irá hasta que lo haya conseguido.

Continuó escrutando las inmediaciones, como una presa acorralada.

¿A qué espera esa fiera para atacar?

Héctor vigilaba a su alrededor. Y, por fin, en uno de esos giros, vislumbró de reojo una figura que apareció bruscamente detrás de él. No pudo reaccionar antes de sentir cómo una mano tiraba de sus cabellos hacia atrás, levantándole la cara.

Su garganta quedó expuesta durante una fracción de segundo. Un fugaz destello le advirtió de la dentellada que una hoja de metal acababa de producirle. Héctor, aun antes que el dolor, sintió la tibieza de la sangre resbalando por su cuello, empapándole la ropa.

Me ha cortado el cuello, Dios

Se desplomó.

Sus ojos alcanzaron todavía a distinguir la silueta de su verdugo. Una silueta que, tras limpiar el arma con las hojas de un matorral, comenzaba a alejarse sin prisa en dirección a la casa…