—Nuestro fiambre ya tiene nombre —el detective Millán mostraba una cartera de cuero marrón—. Darío Querol. Treinta y seis años.
—¿Sabemos a qué se dedicaba? —Lázaro siempre había pensado que la profesión dice más de las personas que su edad o su indumentaria.
—Hemos encontrado varias tarjetas profesionales suyas —respondió el detective—. Por lo visto, debe de ser un publicista bastante bueno, me suena la empresa para la que trabaja: Premium.
—Un publicista… qué curioso. No se trata de un sector conflictivo.
—La gente a veces oculta una doble vida.
—Casi siempre, Millán —el inspector dirigió la mirada hacia la parte del piso que se veía desde la puerta del despacho—. Lo que está claro es que a este tipo le iba bien: muebles de los buenos, ropa cara… ¿habéis averiguado algo más durante el registro?
Su compañero negó con la cabeza.
—Todo normal: la casa está ordenada y limpia aparte de la escena del crimen. Hemos encontrado dinero y equipos informáticos de alta gama, así que hay que descartar el móvil del robo.
—En ningún momento me lo había planteado.
A Millán le sorprendió aquella certeza.
—¿Tan seguro estabas?
—Quienquiera que cometió el crimen sabía que su víctima estaría en casa, Millán. Lo más probable, ya que la puerta del piso no está forzada, es que incluso hubieran quedado en verse aquí.
—Es posible.
—Un joven empresario de éxito no es un perfil hogareño —respondió el detective—. Supongo que se pasaría todo el día en la agencia, inmerso en sus proyectos y con comidas y cenas de trabajo. No debía de pisar esta casa más que para dormir, de ahí que todo esté tan ordenado. ¿Crees que un ladrón que dispone de todo el día para entrar a robar en un piso escogería justo el único momento en que su propietario se encuentra dentro? No, Millán. La persona que acudió a esta casa, si es que no estaba ya en ella, vino expresamente a matar a Darío Querol. Llegó, cumplió su objetivo y se largó.
—Buena argumentación.
Esteban se quitó mérito con un gesto.
—La pregunta que ahora tenemos que hacernos es: ¿qué motivo puede llevar a alguien a acabar con un individuo como Querol?
—A lo mejor estaba metido en líos de drogas… —aventuró Millán.
—En tal caso, nuestra víctima parece ser de los que pagan. Y a esos no se los cargan.
—¿Y si su dinero procede del narcotráfico?
Esteban rechazó aquella hipótesis.
—Lo dudo. El estilo de los que se enriquecen con la droga es inconfundible y esta casa está diseñada con buen gusto, sin incurrir en el exceso. No, nuestra víctima no se movía en esos ambientes.
—¿Entonces? ¿Un crimen pasional? Eso justificaría su fácil acceso a la casa y la ausencia de robo…
—Si el móvil del crimen fuera de esa naturaleza —meditó Esteban—, su autor o autora no se habría limitado a un tajo tan limpio. Se habría ensañado, le hubiera asestado treinta, cuarenta puñaladas. Se habría dejado llevar por la rabia. Sin embargo, la persona que asesinó a Querol no perdió en ningún momento la calma. Ejecutó su cometido y se marchó.
Millán resopló.
—Qué frialdad…
—No le tembló el pulso al empuñar el cuchillo. Y por eso mismo no encontraremos huellas. Quien no se pone nervioso comete menos errores.
—¿Pero los comete?
El inspector Lázaro se alisó el traje.
—Los comete, sí. Porque se confía. Eso hemos de esperar, en algo habrá tenido que equivocarse…
Así lo deseaba. Intuía que se enfrentaban a un caso difícil.
—Los móviles no os servirán de nada aquí —afirmó el profesor Vidal, mirando a Cristian—. Ni en esta sala ni en cualquier otro lugar de la finca. Olvidaos de ellos. Se han instalado incluso inhibidores de frecuencia para garantizar el aislamiento. Es vital, para el éxito del experimento, que durante esta semana os veáis libres de los estímulos del exterior.
—¿Insinúa que durante toda la semana no podremos contactar con nadie de fuera? —Jacobo ya estaba asediando a una nueva compañera de clase y necesitaba continuar su proceso de acoso y derribo.
—Eso es. Vuestras familias han consentido, a través de las autorizaciones, a respetar las condiciones del experimento —Vidal se reacomodó en su sillón—. Si habéis traído portátiles, tablets o equipos parecidos, he de comunicaros que tampoco contaréis aquí con conexión libre a la red.
—¿No podremos navegar en toda la semana? —ahora era Esther la sorprendida—. ¿En serio?
Álvaro también se mostró contrariado y Hugo cayó en la cuenta de que no podría comunicarse con sus compañeros del equipo. Andrea se dedicaba a contemplar el paisaje desde uno de los ventanales con gesto ausente.
—¿Qué pasa, Esther? —Jacobo sonreía—. ¿Es que no has traído suficientes potingues para una semana completa y tienes que encargarlos? Claro, no te cabían en una maleta normal…
—Que te den, Jacobo —respondió ella—. A ti te da igual, como no sabes ni teclear…
—Chicos, chicos —intervino Vidal, conciliador—. Calma. Vais a pasar siete días juntos bajo el mismo techo, así que será mejor que os esforcéis por facilitar la convivencia o todo este montaje será un fracaso.
»Tenéis que entender lo importante que es lograr un aislamiento real. Solo aprovecharemos vuestro potencial para los estímulos que hemos preparado si vuestras mentes no se dispersan. Por ese motivo se os dijo que no trajerais consolas ni ninguna otra distracción. De hecho, me quedaré con vuestros móviles y dispositivos electrónicos hasta que termine la semana.
Se oyeron nuevas quejas. Héctor, bajo su habitual timidez, era el único que permanecía callado.
—¿Pero de qué va todo esto? —Diana intervenía con desgana—. ¿Va a registrar nuestros equipajes?
—Si es necesario, lo haré.
—¡Pues adelante! —el semblante de ella había adoptado su tradicional expresión de desafío—. Registre nuestras maletas. ¡Pero vamos a empezar ya, por Dios! Me estoy aburriendo. ¿Nos va a explicar de qué va todo esto?
El profesor se quedó observándola unos instantes antes de contestar:
—¿Habéis oído hablar de la publicidad subliminal?
Todos negaron con la cabeza excepto Álvaro, que a pesar de ello no hizo ningún comentario.
—A mí me suena —dijo Hugo.
Vidal asintió.
—Se trata de una técnica que consiste en adulterar imágenes para introducir en ellas mensajes ocultos que, aunque pasan desapercibidos para nuestros ojos, nuestro cerebro sí capta —aquella introducción logró intrigar un poco a los estudiantes, que se mantuvieron callados mientras el profesor reanudaba su explicación—: La publicidad convencional puede incitarnos a comprar algo, pero no obligarnos a hacerlo. La última palabra es nuestra. Dependerá de nosotros, por tanto, que su intento de persuasión se materialice en la compra o no.
El profesor interrumpió su intervención para dedicar una larga mirada a cada uno de los muchachos. Héctor escuchaba con los ojos clavados en el suelo, sin exteriorizar ninguna reacción.
—¿Pero qué ocurriría si algo pasara ante nuestros ojos sin que nos diéramos cuenta? —planteó—. ¿Cómo reaccionaríamos al no distinguir un mensaje que, sin embargo, sí ha llegado a nuestro subconsciente? ¿Podríamos defendernos de él?
»La respuesta es, obviamente, negativa. El hecho de no ser conscientes de un mensaje recibido nos vuelve vulnerables a él, porque no hemos tenido oportunidad de poner en guardia a nuestro cerebro. Lo asimilaremos sin criterio alguno. Seremos entonces carne de cañón, víctimas fáciles a las que manipular.
—Mola —susurró Andrea.
—Usted habla de mensajes que recibimos, pero de los que no nos damos cuenta —dijo Hugo—. ¿Eso es posible?
—Yo os hablo de contenidos que sí percibe nuestro cerebro, Hugo, aunque de un modo tan sutil que no nos percatamos de ello —afirmó el profesor—. Es posible, pero no legal.
—¿Cómo? —preguntó Cristian, apartándose el flequillo—. ¿Cómo se hace eso?
—La publicidad subliminal puede emplearse en cine, Internet y televisión. Juega con imágenes rápidas, basándose en una característica del ojo humano: su lentitud a la hora de registrar lo que queda en su radio de visión.
»Para que nuestros ojos perciban imágenes de forma consciente, estas deben llegarles a determinada velocidad. En el cine, por ejemplo, asistimos a un ritmo de proyección de veinticuatro fotogramas por segundo. Si esos fotogramas se sucedieran demasiado rápido, los veríamos, pero sin asimilarlos. Es decir, no nos habríamos dado cuenta de que los hemos visto. ¿Me seguís? —todos los oyentes del profesor hicieron un gesto afirmativo con la cabeza. Incluso Héctor—. Por tanto —prosiguió Vidal—, si pretendemos coger desprevenido al espectador, bastará con intercalar una imagen distinta en medio de las que componen la serie lógica de fotogramas de lo que está viendo, pero a mucha más velocidad; por ejemplo, a una tresmilésima de segundo. Esa imagen añadida será invisible para nuestros ojos, pero el cerebro sí la registrará. No notaremos nada extraño, pero el mensaje ya ha entrado en nosotros por la vía del subconsciente.
—O sea —tradujo Diana—, no nos damos cuenta pero el mensaje llega a nuestro cerebro.
—Exacto —convino el profesor—. Si nuestro mensaje subliminal cuenta con ingredientes potentes y el sujeto receptor ofrece una personalidad manipulable, tenemos el éxito garantizado.
—¿Y eso se ha hecho? —quiso saber Jacobo.
—Ha habido experimentos en esa dirección, sí. Por ejemplo, en un cine de Estados Unidos, durante la proyección de una película, intercalaron imágenes subliminales de Coca-Cola estimulando su consumo. A la salida de la película se comprobó que la compra de ese producto había aumentado en un alto porcentaje.
—¡Flipante! —exclamó Cristian—. La gente salió de la peli con la imagen de la Coca-Cola en la cabeza y pensó que les apetecía…
—Cuando en realidad no era cierto —concluyó por él Diana.
—Es genial —opinó Álvaro—. Y muy útil.
Hugo se preguntó en qué utilidad estaría pensando su compañero. Seguro que en ninguna normal.
—¡Cómo nos manejan! —Jacobo alucinaba—. Acojona un poco, la verdad. Porque si se puede estimular a eso, se podrá estimular a hacer cosas mucho peores…
Ahora Álvaro asintió con una sonrisa, como si enlazara aquella conclusión con sus propios pensamientos y le convenciera el resultado. Diana también había soltado una risilla maliciosa, pero no compartió su interpretación de las palabras del repetidor.
—Está prohibido emplear esas técnicas en la publicidad —se apresuró a advertir el profesor—. Y, además, la eficacia de los resultados también es discutible, porque depende en buena medida de la predisposición del sujeto receptor. Hay mucha leyenda al respecto.
—Profesor —se dirigió a él Hugo, intuyendo la respuesta a su pregunta—, ¿por qué nos cuenta todo esto?
Vidal se tomó su tiempo antes de responder.