«¿Quién está ahí?», gritaba Cristian visiblemente asustado, mirando a su alrededor. Después se lanzaba a correr mientras él tomaba otro camino para cortar su huida. Lo conseguía… se aproximaba a su compañero.
Un espejo le permitió ver entonces su propio rostro.
Hugo se vio a sí mismo en aquel reflejo, con el atizador alzado y unas facciones ávidas. Cristian huía de él.
El chico despertó de la pesadilla con el cuerpo empapado de sudor, al igual que en noches anteriores en las que también había sido víctima del mismo sueño. De hecho, esas imágenes le perseguían desde la tortuosa semana transcurrida en la finca del experimento. Ni siquiera el apoyo del psicólogo del instituto había logrado librarle de ellas.
Solo que esta vez era diferente porque recordaba su contenido. Hugo recordaba su contenido… y el desenlace. No supo si el abundante sudor se lo producía precisamente eso, pues implicaba algo mucho más aterrador que la pesadilla: quizá, en efecto, Diana no hubiera sido la única asesina en la casa.
Monstruoso.
Hugo se levantó con lentitud, reacio a creer que ya estaba despierto. Eran solo las doce de la noche, apenas llevaba una hora en la cama. Tras vestirse a oscuras se dirigió como un autómata, fuera ya de su cuarto, a la habitación de su hermano. Empujó la puerta entornada.
—Mario.
Su hermano levantó los ojos del ordenador. Sentado ante su escritorio, aún mantenía los dedos sobre el teclado.
—¿Qué pasa?
—Necesito que me lleves en coche.
—¿Ahora?
—Ahora.
El desconcierto de Mario se acentuó. Atento a la expresión de Hugo, a su gesto absorto al borde de las lágrimas, intuía que su hermano le estaba pidiendo algo importante. Algo que, quizá, necesitaba hacer para intentar superar el espanto que había vivido semanas atrás.
—¿Vamos lejos? —se limitó a confirmar, reparando en que Hugo vestía ya ropa de calle.
—Sí.
Mario reaccionó sin hacer nuevos comentarios. Desde el pasillo les llegaba el rumor de una conversación proveniente del dormitorio de sus padres, ajenos a la maniobra de sus hijos.
Pronto rodaban por la carretera, en medio de un compacto silencio. Las manos de Hugo temblaban en su regazo, y a pesar de mantener el rostro girado hacia la ventanilla tardó en darse cuenta de que en el exterior había empezado a llover. Indicaba el rumbo a seguir con voz ronca. En sus instrucciones se percibía la urgencia.
En unos minutos empezó a jarrear, pero Mario no levantó el pie del acelerador hasta que estuvo bien lejos de la ciudad; solo lo acabó haciendo, en realidad, cuando la cortina de agua tras el vehículo consiguió amortiguar definitivamente el resplandor de las últimas casas.
Oscuridad. De todo aquel largo viaje, lo único que Hugo recordaría más adelante sería el monótono movimiento de los limpiaparabrisas, que se le antojó como el vaivén de un péndulo que marcaba rítmicamente su acercamiento a la finca de los horrores. A su mente acudió el carillón de la biblioteca, que marcó horas de muerte y ahora parecía reírse de él.
A las seis de la mañana llegaron a la propiedad. Allí no llovía. Mario, exhausto y medio dormido, apagó el motor pero dejó las luces encendidas. Se frotó la cara con las manos. Se disponía a abrir su puerta cuando Hugo le detuvo.
—Quédate en el coche. Por favor.
Se contemplaron mutuamente.
—¿Estás seguro de lo que estás haciendo? —Mario titubeaba—. No deberíamos estar aquí. Y a ti no te conviene…
Hugo sostenía una linterna y las pesadas tenazas que había cogido de casa.
—Tengo que hacerlo, Mario. O no podré superarlo. Confía en mí.
Su hermano asintió.
—De acuerdo.
—No tardaré.
Hugo abandonó el coche y dirigió hacia delante el haz de su linterna. En cuanto distinguió la conocida valla, todos los allí asesinados, con sus rostros inertes, se revolvieron en su cabeza. Vomitó, fruto de la impresión. En cuanto se repuso, alcanzó el portón y maniobró con sus tenazas hasta romper la cadena que impedía el acceso. La apartó junto al precinto de la policía.
Entró con paso vacilante.
No tardó en atravesar el primer bosque. Siguió caminando por el camino de piedras. Cada metro que avanzaba penetraba en su carne como una cuchilla. Era la mordedura del miedo y de los remordimientos.
Se esforzó en reprimir las ganas de huir, de olvidarse de todo. Debía llegar hasta el final, resolver la incógnita.
Tengo que saberlo.
Al cabo de un rato, la imponente construcción se dejó ver entre las copas negras de los árboles. Se sintió observado por esa silueta fantasmal desde cuyos ventanales se reflejaba la noche. Ignoró aquella sensación y por fin llegó al lugar que buscaba, un rincón oculto —que creía no haber visitado durante los días de la pesadilla subliminal— que quedaba en las inmediaciones. Se le escaparon unas lágrimas al reconocer, con tal fidelidad, aquel escenario de su sueño.
Todo parecía demasiado exacto a sus ojos.
Yo ya he estado aquí.
Con un estremecimiento, dirigió su mirada hacia las ramas bajas de uno de los árboles próximos, y en aquel momento distinguió perfectamente lo que aún tenía la esperanza de no encontrar: el atizador de la chimenea.