CAPÍTULO 41

A Hugo le sorprendió que, ni siquiera en esas circunstancias, en medio de su reciente desconfianza, disminuyera su atracción hacia ella.

Diana sonreía, pero sus ojos eran fríos. Eso no podía maquillarlo.

—Yo… —Hugo vaciló. Ya de pie, se limitó a levantar el libro que acababa de encontrar en la maleta.

—No es mío —dijo Diana—. Me lo entregó mi madre para que se lo devuelva a mi tío, que es quien vendrá a recogerme el domingo.

Hugo valoró aquella respuesta. Se trataba de una justificación verosímil, pero no la creyó. Ya no.

Comprobaba que Diana tenía una mente ágil, su extraordinaria capacidad para improvisar acababa de ofrecerle una notable demostración.

¿Qué más cosas desconocía de ella?

El chico lanzó el libro sobre la cama.

—Diana, el primer día, cuando nos vimos…

—Te escucho.

—Sabías de qué iba esto. Antes de que Vidal nos lo explicara. Por eso no te sorprendió verme aquí, tú misma lo dijiste. Un deportista no suele leer.

La sonrisa de Diana iba perdiendo naturalidad.

—Te estás dejando llevar por todo lo que hemos vivido aquí, Hugo. Ahora ves conspiraciones donde no las hay.

Él no se dejó convencer:

—¿Y lo de Hyde? ¿Cómo es que conocías esa novela, Diana? ¿También vas a meter a tu tío en esto? ¿Te contaba historias de terror cuando eras pequeña? Creo que ahora me cuadraría un detalle así de tu pasado…

Lo que sentía por ella daba paso a la indignación. A la indignación… y al miedo. Empezaba a ser consciente de que estaba jugando con fuego, pero la decepción lo volvía imprudente.

Las facciones de ella se habían afilado hasta ofrecer una mueca feroz. Su mirada también había cambiado; ahora sus pupilas mostraban un abismo, la negrura de un alma torturada. Hugo supo que se estaba asomando a la auténtica Diana, y lo que vislumbró en aquellas profundidades le asustó.

Había pasado esos días en compañía del verdadero monstruo, sin darse cuenta. No reconocía a la persona que tenía delante.

—¿De qué va esto, Diana? —su voz perdía firmeza por momentos—. Lo único que nos vincula contigo a todos los participantes en el proyecto de Vidal es… —llegaba el instante de confirmar su teoría— la muerte de tu hermano. ¿Se trata de eso?

Diana acababa de sacar una pistola que había mantenido oculta bajo su ropa y ahora le apuntó con ella. Hugo reparó en que se trataba de la misma arma con la que Álvaro se había quitado la vida. Todavía se distinguían las manchas de sangre adheridas al cilindro del silenciador. Él retrocedió, comprendiendo la temeridad que había cometido al acorralar a la chica con sus acusaciones. Pero ya era tarde.

—Va de justicia —respondió por fin ella—. De que uno tiene que pagar por lo que hace. ¡Los siete sois responsables de la muerte de Pablo!

—Eso… eso es absurdo…

—Es la verdad. Merecéis el castigo que no tuvisteis.

—¡Estás completamente loca!

—Y tú piensas demasiado, Hugo. Así solo has conseguido adelantar lo inevitable.

—¿Pensabas… matarme? ¿Después de lo que…?

Hugo se resistía a creerlo, sus sentimientos se rebelaban. No podía ser verdad.

Por eso tenía que escuchárselo decir a ella.

—Has sido la gran revelación de estos días —comenzó Diana—. Pero esto tiene que terminar, eres una pieza más que ha cumplido su función.

Cómo dolían esas palabras. «Una pieza más».

—¿Y a qué esperabas para acabar conmigo?

Esta vez ella no quiso responder, lo que llevó a Hugo a plantearse un nuevo interrogante que hasta ese momento no se le había ocurrido:

—¿De dónde ha salido ese arma, Diana? Es imposible que Álvaro viniera con ella.

—La he traído yo. Sabía que me haría falta, antes o después.

Antes o después.

A raíz de su inquietante respuesta, las circunstancias de la muerte de Álvaro empezaban a desdibujarse. ¿Cómo había llegado la pistola a manos del chico?

—Diana… —a Hugo le temblaba la voz—. ¿Has tenido algo que ver en el suicidio de Álvaro?

—Ha sufrido la misma suerte que el profesor Vidal.

—¿El profesor Vidal?

Hugo solo aspiraba a intentar comprender lo sucedido esos días. Diana volvía a sonreír.

—Muerto en el puesto de supervisión —respondió—. Creerán que se suicidó al arrepentirse de la tragedia que ha provocado.

Hugo abrió mucho los ojos:

—¿Creerán? ¿Qué insinúas?

La voz de ella había recuperado una serenidad escalofriante:

—¿De verdad quieres saberlo?

Cada nuevo detalle ahondaba en la herida de Hugo, pero la necesidad de comprender se impuso al dolor.

—Sí. Quiero saberlo.

Ella se encogió de hombros.

—Maté al profesor durante la primera noche. Necesitaba el control para comenzar el juego… Después coloqué en el salón la carta que a la mañana siguiente yo misma iba a encontrar.

Hugo sufrió un mareo, tuvo que apoyarse en la pared. Tenía frente a él a una desconocida, a una demente que había asesinado a Vidal… y —quedaba claro— a Álvaro. Con ambos había seguido la misma estrategia: simular un suicidio.

Sintió asco de haber besado aquellos labios y una profunda tristeza por su compañero. Apenas acertaba a seguir hablando:

—¿Cuándo… cuándo te has encontrado con Álvaro?

Diana se aproximó un poco más, sin bajar el arma. Le guiñó un ojo.

—Mientras tú lo buscabas. Esperarte en el baño era demasiado aburrido…

Le había mentido, había fingido la lesión en el pie y ahora se permitía el lujo de bromear. Resultaba aterrador.

—Mataste también a Vidal —Hugo se iba hundiendo sin remedio—. Jacobo sí vino a advertirnos…

—Me hiciste un favor al acabar con él —Diana volvía a sonreír—. Yo no contaba con que nadie descubriese el puesto de supervisión, pero Jacobo llegó a ver el cadáver del profesor.

Hugo meneaba la cabeza, incapaz de procesar lo que Diana iba confesando con una satisfacción obscena.

—¿Pero es que Vidal no estaba al tanto de todo esto?

Diana soltó una carcajada.

—El pobre inútil pretendía realmente estimular a la lectura con su experimento. Yo decidí aprovecharme del proyecto para organizar el mío.

Hugo se llevó las manos a la cabeza.

—¿Cómo supiste lo que estaba preparando? Nadie informaba de nada en el instituto…

Diana se tomó su tiempo antes de responder.

—Digamos que nuestro profesor tenía la mano muy larga. ¿A que eso no lo imaginabas? Hace unos meses se pasó conmigo durante una tutoría y yo supe sacar partido a su… debilidad. Le amenacé con denunciarle y a partir de ese momento…

Hugo, impresionado ante la perversidad que se alojaba en aquel cuerpo joven, no acertó al principio a añadir nada.

—¿Pero cuánto tiempo llevas organizando esta trampa?

—En realidad he esperado años a que surgiera una oportunidad como esta.

—¿Entonces… entonces Vidal sabía o no sabía lo que planeabas?

—Solo era un viejo verde. Habría sacrificado su carrera antes que aceptar mis intenciones. Lo que le pedí fue que me lo explicara todo, que me enseñase las instalaciones y me dejara elegir a los candidatos para el experimento. Yo me incluí, claro.

—Y luego…

—Cambié sin su consentimiento las proyecciones que vimos durante el viaje y traje en mi maleta el resto de los materiales. A Vidal le dejé hacer la pantomima del comienzo hasta que se largó a la cabaña. Durante la primera noche —ella se recreaba al recordarlo— me acerqué al puesto de control y lo quité de en medio para cambiar sus contenidos por los míos. Créeme; nadie dudará de que se trata de un suicidio.

Hugo apenas respiraba. Diana era la encarnación del Mal.

—¿De dónde has sacado ese material que estimula a la violencia?

—Mi padre solía hacer encargos a un publicista de los buenos, ¿sabes? Ya había jugado en otras ocasiones con la publicidad subliminal; papá siempre hablaba de eso y de lo que podía conseguirse con ella en el terreno de los negocios.

—¿Fuiste a ver a ese tipo? ¿Te atreviste a hacerlo?

—Le hice una buena oferta; papá es generoso con su niña. Y el publicista aceptó sin hacer demasiadas preguntas.

—Hablará, Diana. Cuando todo esto salga a la luz, ese publicista irá a la policía y…

—No irá a ningún sitio —le cortó ella—. Antes de venir a la finca me encargué de eso.

Otra víctima.

—Dios…

—Un buen plan, ¿verdad? Con lo que yo no contaba era con que alguien descubriera la cabaña —ella continuaba con su narración; necesitaba su tiempo de gloria, un testigo de su triunfo—. Héctor fue el primero, me encontré con él durante el descanso que tuvimos antes de la primera proyección.

—Y decidiste… —Hugo no logró continuar.

—Lo iba a hacer de todos modos.

—¡Lo decapitaste!

—Eso se me ocurrió más tarde. Necesitaba un golpe de efecto, que además tuviera sello masculino para que Jacobo pareciera culpable ante los demás. Nadie imagina que algo así pueda hacerlo una chica.

—Pero entonces eres tú la que ha acabado con todos…

Ella lo negó.

—La terapia subliminal ha funcionado. Muy bien, por cierto. Me ha ahorrado trabajo; no sé quién ha matado a Cristian ni a Esther.

Diana había excluido a Andrea de esa incógnita, lo que suponía un reconocimiento de su implicación en aquella muerte. Otra más.

Después de escucharla, Hugo no quiso creer que hubiera habido otros asesinos; aquella última afirmación suya tenía que ser un farol.

—Mientes. Solo tú estás detrás de todos los crímenes.

—Puedes pensar lo que quieras, Hugo.

Se trataba de la única libertad que ella le iba a dispensar.

Hugo tuvo que sentarse en la cama, muy lentamente para no provocar ninguna reacción en Diana que anticipara el desenlace. Su compañera seguía apuntándole con el arma, cada vez más cerca.

Él protagonizaría la última ejecución. No albergaba ninguna esperanza. Si aún estaba vivo era porque debía asistir a la victoria de Diana. Pero su utilidad como espectador terminaría pronto.

Tenía que continuar ganando tiempo hasta que se le ocurriese algo…

—Pero… —comenzó—, por qué, Diana. ¿Te compensa haber arruinado tu vida por venganza? Esta locura no resucitará a tu hermano…

—No he arruinado mi vida, solo las vuestras.

—¿De verdad crees que tu plan va a salir bien?

Diana adoptó un aire vulnerable. Se puso a temblar e incluso sus ojos se llenaron de lágrimas. Transmitía una impresión tan delicada…

—¿Qué te parece mi interpretación de chica traumatizada? —Diana volvía a reír—. En mí verán a la única superviviente de una pesadilla cuyo autor se ha suicidado. Solo despertaré lástima, Hugo. Nadie sospechará de mí. Nadie.

Ni siquiera el miedo impidió en esta ocasión que Hugo estallase:

—¡Eres un monstruo, Diana! Y los monstruos no pueden disimular. ¡Te pillarán!

—Eso no va a ocurrir.

Hugo se había puesto en pie y sostenía su mirada de desafío.

—¡Estás enferma, no te va a salir bien!

—Te lo dije ayer —le cortó ella—, me encanta tu ingenuidad. Pero despierta: la única justicia aquí es la mía.

Diana pronunciaba aquella afirmación con el tono de una sentencia.

Una sentencia de muerte.

Hugo notaba el cañón del arma apuntándole a la cabeza, cada vez más cerca. Fue repasando el papel que todos habían jugado en aquel campamento donde el hermano de Diana había decidido acabar con su vida.

Para empezar, asumió su propia responsabilidad. Había llegado a ver alguna de las bromas que gastaron al chico y colaboró —a desgana— en uno de los rituales de iniciación que se hacían a los nuevos del campamento. Todos los del equipo de fútbol solían participar.

Jacobo fue monitor de Pablo: no logró demostrarse su participación en las novatadas, pero nadie dudaba de que también había intervenido.

Cristian compartía tienda de campaña con el hermano de Diana: se negó a testificar alegando que él no había visto nada. Hugo supuso que había mentido para evitar complicaciones.

—Esther y Andrea no le hicieron novatadas —explicó de pronto Diana, adivinando sus pensamientos—, pero fueron testigos de ellas. Se debieron de reír mucho.

—Eso no puedes saberlo.

—Sí, puedo. Mi hermano escribía un diario, ¿sabes? Las menciona a ellas… como las que os aplaudían a vosotros. También habla de Héctor, por cierto, a quien pidió ayuda. Fíjate si estaba desesperado. Pero Héctor pasó de él.

—Héctor tenía ya sus problemas, ¿qué querías que hiciera?

—Algo. Cualquier cosa. Todo menos dejar morir a mi hermano —Diana comenzó a llorar de rabia—. Vuestro silencio cómplice impidió que se hiciera justicia. Durante estos años no ha habido una sola noche que no me durmiera leyendo cada página del diario de Pablo. Nadie se merece lo que sufrió…

Hugo suspiró.

—Ninguno nos dimos cuenta de eso, ¡bastante culpables nos sentimos entonces! ¿Por qué no acudió a los profesores?

—Tenía miedo de que lo tomaran por un chivato y entonces se ensañaran más con él.

—¿Y Álvaro? ¿También vas a decirme que Álvaro participó en todo esto?

—Alguien tuvo que meterle en la cabeza lo del suicidio. Álvaro siempre estaba hablando de la muerte y de gilipolleces góticas parecidas. También aparece en el diario de Pablo.

—¿Y solo por eso ya lo haces responsable de la muerte de tu hermano?

—Cada uno cumplió su papel.

Hugo bajó la cabeza. Su compañera estaba completamente desquiciada.

—Qué desastre —dijo, bajando la voz—. Nadie imaginaba que Pablo lo estuviera pasando tan mal, Diana. Tienes que creerme. Te pido perdón, ojalá pudiera cambiar algo de lo que ocurrió…

—No puedes. Nadie puede. Vosotros lo asesinasteis. Y ahora tenéis que pagar, como Fran.

Hugo alzó el rostro.

—¿Fran? Pero si murió en un accidente de… —calló, comprendiendo de improviso la dimensión de aquel infierno en el que vivía Diana desde la muerte de su hermano—. ¡Dios! ¿También tuviste algo que ver con su muerte?

—Nadie escapa a la justicia.

—A tu justicia, Diana.

—¿Por qué vais a seguir viviendo cuando mi hermano no puede hacerlo?

—Y has pasado estos años planeando tu venganza… —Hugo tenía la boca seca. Aquello superaba todo lo imaginable.

—Esperaba una oportunidad —ella sostenía el arma con las dos manos—. Se me ha concedido. Mi hermano descansará en paz cuando acabe contigo. Todo habrá terminado.

—Venga, Diana —suplicó Hugo—, todavía puedes arreglarlo… Esta locura ha llegado demasiado lejos…

—Tú lo has dicho. Ya es tarde para cambiar de rumbo. Colócate frente a la ventana, quiero verte bien.

—Por favor, te lo ruego…

—¡Hazlo!

Hugo obedeció. Sentía cómo el pánico se adueñaba de su cuerpo y de su mente. El cañón de la pistola le enfocaba a la cara.

—Adiós, Hugo —Diana le envió un beso.

A continuación, su dedo índice acarició el gatillo. Iba a disparar. Hugo cerró los ojos, aguardaba la detonación que anunciaría su muerte. Se preguntó si sentiría dolor. Su memoria se llenó de imágenes de su familia, que no suavizaron el terror que sentía. Lamentó no poder siquiera despedirse de sus padres, de su hermano.

Qué duro era morir por un motivo tan absurdo…

De pronto, una voz masculina irrumpió en la escena:

—¡Diana, todo ha terminado!

Ella abrió mucho los ojos, pero no los desvió de su objetivo.

Hugo, que aún contenía el aliento, se atrevió a mirar de refilón. Un hombre trajeado de mediana edad acababa de aparecer por la puerta. Iba armado y apuntaba con su pistola a la chica. A su lado surgió otro tipo más joven que también portaba un arma.

—Soy el inspector Esteban Lázaro —se presentó el primero, en un tono mucho más sosegado—. Lo sabemos todo, incluido lo del asesinato de Darío Querol. No lo empeores, Diana. Baja el arma. Ya es hora de volver a casa.

Ella no respondió. Se limitó a mantener su postura, quieta como una estatua. Tampoco estaba dispuesta a obedecer. Esos segundos se hicieron eternos para Hugo, cuya vida pendía de un hilo, de algo tan volátil como el simple impulso de una demente. En vano buscó algún indicio de piedad en las pupilas de su compañera. Solo halló vacío en ellas.

Diana está tan muerta como su hermano.

—No puedes salir de esta… —el inspector insistió sin perder la calma mientras iba aproximándose, muy lentamente—. Querol dejó material que te compromete. ¿Cómo crees que hemos dado contigo? Pero aún puedes negociar con nosotros…

—Debo acabar lo que empecé… —murmuró ella—. Mi hermano lo merece. Ya es tarde.

Hugo intuyó que no debía intervenir. El riesgo era demasiado alto. Cualquier intromisión podía desencadenar la tragedia.

—No es tarde —el inspector dio un paso más, su compañero avanzaba por el otro lado con movimientos igual de pausados—. Mientras haya una vida que salvar, tienes algo que ofrecernos. No te condenes. Llegaremos a un acuerdo.

Diana mostró una primera vacilación, un leve titubeo.

—Pablo murió solo…

—Tu hermano no querría ver tu vida arruinada —Lázaro se había detenido a un metro de distancia—. Habría preferido que vivieras por él.

—Usted no puede saber lo que Pablo…

—Sé lo suficiente. Sé que eres la única hija que les queda a tus padres. Con eso me basta. ¿Vas a hacer más daño a tu familia? ¿Crees que eso le hubiera gustado a tu hermano?

Brotaron las lágrimas. Aunque su pulso seguía firme, la coraza de Diana empezaba a perder solidez. Para Hugo fue como si ella recuperara la forma humana.

La chica empezó a bajar el arma.

—Suelta la pistola, Diana. Terminemos con esto.

Pero ella se resistía a esa última rendición. Durante aquellos minutos no había apartado la vista de Hugo ni un instante. Y en sus ojos se leía todavía una rabia contenida que no había sido satisfecha.

El apetito de venganza aún palpitaba en aquella mente obsesiva.

—Suelta la pistola. Por favor.

Bonita voz, se dijo Hugo. Grave, envolvente. La voz de un negociador profesional.

¿Por qué me fijo en eso si estoy a punto de morir?

A punto de ser asesinado por la persona a la que he empezado a amar.

Un silencio absoluto sucedió a la segunda petición. Todos allí quietos, tensos, como si bajo sus pies se extendiera un campo de minas. Nadie se atrevía a llegar más lejos. Las consecuencias de un error serían fatales.

Y ese dedo femenino que seguía rozando el gatillo.

Hugo temblaba. Imaginó el proyectil que lo mataría, lo vio salir del arma para impactar contra su pecho. Incluso recreó el olor a pólvora, la detonación, el calor húmedo de la sangre, su corazón reventado. No soportaría mucho más aquella situación. Su equilibrio estaba a punto de desintegrarse. Había llegado al límite. Era el fin. Su mirada se cruzó con la del segundo policía. Imaginó sus caras cuando descubrieran la masacre que había tenido lugar en la casa. Y se repitió por enésima vez que no quería convertirse en el cadáver número ocho.

Por favor, tira la pistola. Diana, tira la pistola. Déjame vivir.

Más minutos de silencio, de pulso.

Y lo hizo. Ella soltó por fin su arma, que aterrizó en el suelo junto a sus pies.

—Bien, Diana. Lo estás haciendo bien. Ahora —ordenó el inspector— apártala de una patada. Hacia mí.

Diana obedeció. En cuanto lo hizo, Millán se abalanzó sobre ella de un salto. Se disponía a esposarla cuando la joven se revolvió con una fuerza sorprendente y, separándose del detective, se lanzó contra Hugo, esgrimiendo un pequeño puñal que acababa de sacar de un bolsillo.

La oscuridad se rebelaba en su interior.

El chico llegó a ver el fogonazo de locura en los ojos de su compañera y logró apartarse a tiempo. Diana, sin embargo, no tuvo margen para reaccionar y se precipitó contra la vieja ventana de madera, que no logró frenar su furiosa acometida. El marco se hizo astillas, el cristal estalló y Diana se precipitó al exterior desde una altura de ocho metros.

No se escuchó ni un grito.

Su cuerpo quedó tendido cerca de la puerta de entrada a la mansión, su semblante crispado por un último alarido que no era de dolor, sino de rabia.