CAPÍTULO 38

Las salpicaduras en la pared delataban el impacto de la bala contra su cabeza.

Ellos se habían detenido a cierta distancia, con solemnidad, y ahora bajaron la mirada hasta distinguir lo que buscaban.

Sí. Allí continuaba el cuerpo de Álvaro, tendido en el pasillo junto a la puerta de la biblioteca. Sus largas piernas extendidas y aquellas manos cuyos dedos abiertos procuraban, tal vez, asir esa vida que se le escapaba. Sus cabellos largos, pegajosos, cubrían una mirada opaca.

La expresión de quien ha visto la muerte demasiado cerca.

Hugo tenía la intención de mantenerse a distancia mientras Diana se conciliaba con aquella escena de soledad definitiva, pero fue incapaz de no enfrentarse por segunda vez al rostro inerte de Álvaro.

Ni muerto pierde su magnetismo, se dijo. Es como si me siguiera llamando, como si no hubiera dejado de insistirme: «Quédate conmigo. No te vayas».

Hugo quiso fijarse en los detalles, como habría hecho su compañero.

No puedes analizar tu propia muerte, Álvaro. Ni dibujarás el perfil de tu cadáver en una lámina

Hugo contempló el estallido de la sangre, que había manado desde el orificio en la sien hasta manchar el colgante oscuro sobre el cuello. Estudió la tez morena teñida de fluido, la boca abierta. Se preguntó si a Álvaro le habrían satisfecho los regueros rojizos que surcaban su piel hasta encharcar el suelo, el trazado que dibujaban en su cuerpo y sobre la ropa como una firma macabra.

—¿Te sientes más tranquila? —preguntó a Diana, deseoso de alejarse de allí.

—Es muy triste, pero por primera vez siento que puedo relajarme, que el peligro ya depende solo de nosotros —ella no apartaba los ojos del cuerpo de Álvaro—. Empezamos a controlar la situación. Vamos a conseguirlo, Hugo.

—Me gustaría pensar que todo ha terminado.

Él no lograba experimentar ningún entusiasmo a pesar del privilegio que suponía seguir con vida en aquel matadero. Tal vez fuera por el efecto de todo lo que habían sufrido, pero se sentía como si le hubieran extraído la vitalidad hasta dejarlo seco. No encontraba dentro de sí ni un resquicio de energía, de ilusión. Su apatía cuadraba mal con la euforia que debe de sentir el superviviente de una catástrofe, pero no conseguía evitarlo. Solo veía sombras a su alrededor, un horizonte yermo.

—Vamos —Diana le tiró del brazo, su cojera se había suavizado—. Hay que comer y dormir unas horas ahora que por fin podemos hacerlo con garantías. Tenemos que recuperar fuerzas. Sobre todo tú, tienes un aspecto horrible.

Dormir. Hugo no quería enfrentarse a las pesadillas que le aguardaban después de aquella jornada tan sangrienta. Seguro que se le aparecía en sueños Jacobo, exigiendo venganza.

—No creo que consiga dormir —dijo.

—Yo tampoco. Pero hay que intentarlo. Este día interminable tiene que acabar de una vez.

Hugo se había detenido. Antes de continuar, quería dejar las cosas claras:

—En cuanto amanezca quiero salir a buscar el puesto de control de Vidal.

El último enigma.

Diana se encogió de hombros.

—Me parece bien. Es lo que habíamos acordado. ¿Vamos?

Ella le tendió las manos y Hugo se dejó llevar nuevamente hacia la cocina.

—¿Y las proyecciones? —preguntó el chico con voz ausente.

—¿Has sentido algún impulso extraño durante estas últimas horas?

—Creo que no.

En realidad, todo lo que sentía le parecía extraño.

—Yo tampoco, así que dudo que pase nada si esperamos a mañana para retomar la terapia.

Hugo asintió. Nada cambiaba en una casa ocupada por cadáveres. Aquel mundo concebido en la mente enferma de Vidal iba perdiendo impulso, se cristalizaba con la sangre de las víctimas.

—No creo que nuestro estado empeore por retrasar un poco más el tratamiento —coincidió—. Si nuestros cuerpos no han reaccionado todavía…

—Ni tú ni yo estamos en condiciones de hacer nada salvo descansar —Diana acababa de abrir la puerta de la cocina, aunque ninguno de los dos se atrevió a dirigir sus ojos hacia la cámara frigorífica—. Adelante, Hugo.

A través de aquellos rincones familiares, él aún percibía las voces de sus compañeros muertos. Su memoria rescataba esos ecos, escenas vividas con todos ellos, tan próximas en el tiempo que parecía imposible que Andrea, Esther, Álvaro, Cristian, Jacobo, Héctor… ya no existieran. Deseó poder comunicarse con sus fantasmas para suavizar la soledad que le consumía. Ni siquiera la compañía de Diana lograba consolarle. Nunca aquel caserón se le había antojado tan inmenso, tan vacío.

Ella lo intuyó.

—Solo nosotros podemos darnos calor —le susurró, antes de comenzar a besarle—. Debemos vivir por los demás.

Alguien tiene que contar lo que ha sucedido aquí.