CAPÍTULO 36

Diana le insistió a través de la puerta del baño en que estaría bien, mientras Hugo escuchaba cómo ella deslizaba el pestillo. Esa había sido su última conversación. Hugo, al otro lado, desde el pasillo, se había sentido más tranquilo. La imaginó tal como habían acordado; sin moverse, sentada sobre la tapa del inodoro, aguardando su regreso con el arma entre las manos.

Diana le había dejado claro que lo primero no era traerle el medicamento y las vendas, sino localizar a Álvaro. A Hugo le admiró su entereza, teniendo en cuenta los dolores que debía de estar soportando. Tuvo que prometerle que seguiría sus instrucciones. Ella se despidió rogándole que tuviera mucho cuidado.

«Puede que Álvaro ya no sea Álvaro» le advirtió. «Recuerda que cada minuto que pasa nos va transformando».

Hugo no lo había olvidado. Incluso se analizaba a sí mismo a cada rato, temeroso de experimentar cualquier impulso de agresividad. Seguían distanciándose del último tratamiento de terapia recibido, y eso acarreaba un mayor peligro.

Ahora, tras un torturante peregrinaje por las entrañas de la casa, Hugo había concluido su primer recorrido por el ala adyacente a la zona habitada. Sin novedades. Para bien o para mal, no se había cruzado todavía con su compañero.

Se secó el sudor de la frente. Por fin había alcanzado el área que comunicaba con la planta de los dormitorios, su nuevo objetivo. Esquivó los salones, la cocina, un baño… Llegó enseguida a la escalera y minutos después, estaba ascendiendo los últimos peldaños para enfrentarse al corredor que le interesaba.

Caminó hasta situarse ante la puerta de la habitación de Álvaro. Tras comprobar que ningún sonido se escuchaba en el interior de aquel cuarto, levantó el hacha y entró de golpe.

No había nadie.

Recuperó la calma. Cerró la puerta a su espalda y, ya más tranquilo, se dedicó a inspeccionar cada rincón de la habitación en busca de cualquier elemento que pudiera conducirle a confirmar o descartar la acusación de Diana contra su compañero.

Contempló los elementos de aquel conjunto: la bolsa de viaje de Álvaro junto a la cama, un cinturón y ropa amontonada sobre la silla, unas zapatillas en el suelo. Nada llamativo. Su compañero incluso había procurado personalizar la habitación pegando en la pared, junto al cabecero de la cama, una ilustración firmada por Victoria Francés. A Hugo aquel nombre no le sonó de nada.

Sobre la pequeña mesa con la que contaban todos los dormitorios, Hugo descubrió varias láminas de dibujo ocultas bajo unos papeles. Con trazos expertos, Álvaro había recreado en ellas la silueta del caserón bajo la luna, un rostro femenino sonriente (aquí había empleado un estilo de aire manga) y… el cadáver de Esther sobre la cama.

Hugo se quedó observando este último dibujo. Era de un realismo sobrecogedor. La expresión inerte del semblante, la postura del cuerpo, el paisaje violentado de la habitación…

Por mucho que aquel crimen hubiera quedado grabado a fuego en las retinas de todos, era imposible que Álvaro hubiese reflejado con tal perfección la escena. Su única aportación creativa eran las heridas de la víctima, que el chico había multiplicado para justificar una presencia mayor —y más líquida— de sangre que no se correspondía con la realidad. Había convertido aquella muerte en algo mucho más reciente y gore, pero por lo demás… todo era idéntico, hasta el mínimo detalle.

—Tuvo que volver —murmuró Hugo—. Álvaro tuvo que volver a la habitación de Esther para dibujarla con tal fidelidad. Y solo pudo hacer algo así por la noche.

La imagen de su compañero en medio del silencio de la madrugada —si es que no había vuelto a emplear música de fondo—, enfrascado en su labor artística junto al cuerpo sin vida de Esther resultaba estremecedora. ¿Era Álvaro tan frío como para centrarse en su creación a pesar de saberse en medio de la escena de un crimen? ¿De verdad era capaz de tomar como modelo a una compañera muerta, terminar su tarea y después conciliar el sueño?

«Yo duermo poco. Me gusta la noche», les había dicho durante su encuentro en la biblioteca.

Claro, pensó Hugo. Uno duerme poco si durante la madrugada se dedica a otras cosas. Cosas como dibujar cadáveres.

A pesar de lo impactante de aquellas muestras de frialdad, Hugo se obligó a recordar que no constituían ninguna prueba que confirmara que Álvaro era un asesino. Se le ocurrió otra teoría, un nuevo móvil: ¿cabía la posibilidad de que su compañero «fabricara» las escenas que luego deseaba dibujar? Dicho de otro modo: ¿mataba para luego plasmar en el papel su crimen?

Tal vez, pero desde luego los dibujos por sí mismos no demostraban nada.

Hugo reanudó su registro, quería regresar cuanto antes a por Diana. En uno de los cajones de la mesilla encontró la cámara réflex de su compañero. La encendió y comprobó las últimas imágenes tomadas: estancias de la casa, la luna, paisajes nocturnos desde algún ventanal… y siete fotos del cadáver de Esther bajo diferentes enfoques, entre los que destacaban dos primeros planos de sus heridas.

Aquel hallazgo era previsible. Definitivamente, Álvaro había vuelto a visitar el cuarto de Esther. Un dato que lo único que confirmaba era su atracción hacia lo morboso. Si esas imágenes constituían la recreación de un asesino, necesitaría algún apoyo más sólido para verificarlo.

Hugo siguió pasando fotos. Se llevó una segunda sorpresa al verse a sí mismo como protagonista en una de ellas. ¿Cuándo se la había hecho su compañero? Con asombro, tuvo que reconocer que esa imagen robada era muy bonita: debía de haberse tomado durante alguno de los descansos entre proyecciones, y en ella aparecía su rostro con aire ausente, mirando hacia el exterior de la casa a través de una de las ventanas del salón principal. La luz cálida del atardecer caía sobre su semblante y aclaraba la tonalidad parduzca de sus ojos muy abiertos. Se le veía soñador, joven, guapo. Distante.

—Vaya —dijo Hugo, sorprendido—. Ahora resulta que sí fui capaz de huir de esta casa, al menos durante unos minutos.

Algo de lo que solo Álvaro se había percatado.

Hugo no continuó con su inspección. Acababa de captar un ruido procedente del pasillo.

El susto le cortó la respiración.

¿Había alguien ahí fuera?

Sujetando con fuerza su arma, se dispuso a salir.

—¿Qué le parece esa explanada? —el piloto señalaba un claro en medio del bosque.

Esteban Lázaro gruñó. Distinguía la silueta oscura de la casa a cierta distancia gracias al resplandor lunar. Dada la urgencia de la situación, habría preferido que los dejaran en un punto de mayor proximidad.

—¿Entonces no puede acercarnos más? —preguntó.

El piloto negó con la cabeza.

—Demasiados árboles.

—Pues adelante, no perdamos tiempo.

El inspector se volvió hacia Millán mientras revisaba su arma:

—¿Estás preparado?

—Hace rato.

—Bien. En cuanto aterricemos, a correr. ¿Has visto la casa?

El detective resopló.

—Es enorme.

Ese dato no era una buena noticia. En otras circunstancias habrían esperado a los refuerzos, pero no había margen. Tendrían que meterse en la boca del lobo sin conocer el escenario ni a sus protagonistas.

—No es el tamaño lo que me preocupa —dijo Lázaro—, sino la falta de luces encendidas. ¿Te has fijado?

Millán miró de nuevo hacia la mansión y confirmó lo que su superior había observado.

—Pues es verdad. No se ve una sola ventana con luz.

Eran las once de la noche.

—¿A estas horas todos duermen, en una casa ocupada por ocho adolescentes y un profesor? No me lo creo.

—Ni yo.

Lázaro interpretó aquel hecho de la única forma posible:

—La fiesta ha empezado sin nosotros, compañero.

Silencio y penumbra. Álvaro caminaba por el pasillo, sintiendo tras él la mirada de las grietas que mostraban las puertas entornadas. Hilos de oscuridad que derramaban su negrura por el corredor, desde los que tal vez unos ojos aguardaban con avidez su paso. Ese paisaje le producía escalofríos. Sin embargo, no tenía más remedio que arriesgarse a continuar su marcha hacia las escaleras.

Álvaro se detuvo. Empuñó con más fuerza el cuchillo mientras se giraba una última vez hacia la sala que acababa de abandonar.

—La biblioteca no puede protegerme —susurró para sí mismo, infundiéndose ánimos—. Su paz es un espejismo. Debo largarme de esta casa antes de que sea demasiado tarde.

Y para eso necesitaba alcanzar su habitación, recuperar sus cosas. Se disponía a volverse para reanudar el avance, pero ya no pudo hacerlo. Un tacto helado en la nuca le advirtió de que su último giro hacia la biblioteca había sido un error. La frialdad del metal en su cuello así se lo indicó.

—Ahora ya sabes lo que se siente al ser encañonado —murmuró una voz que reconoció—. Una emoción más de las que coleccionas. Te la regalo.

Sobre el asombro de Álvaro se impuso la rabia.

—¿Como última voluntad?

Escuchó una carcajada.

—Muy ocurrente.

A Álvaro le había impresionado aquella aparición, la agilidad con que la silueta había surgido en su único momento de descuido. En tan solo un segundo, su suerte había cambiado. Le habían pillado fuera de juego a pesar de todas sus precauciones. Y era muy consciente de que eso, en aquel escenario, equivalía a la muerte.

La vida real rara vez concedía segundas oportunidades, esa partida no podría volver a comenzar. No con él.

La he jodido.

—Vaya sorpresa —reconoció, por fin—. No esperaba esto. Ni lo esperaba de ti.

Álvaro intuyó a su espalda una sonrisa. Vio de refilón una mano enguantada, el brillo de la pistola que rozaba su cuello.

—Lo imagino. Tira el cuchillo.

Álvaro apretaba los dientes. Obedeció al cabo de unos instantes, no tenía alternativa por mucho que le doliese desprenderse de su única defensa. Al menos logró ganar tiempo con su aparente resignación.

—Veo que se la colaste a Vidal… —Álvaro no había contado con que alguien tuviera un arma de fuego dentro de la casa—. ¿Viniste al experimento con tanto equipaje?

Silencio.

—¡Deja de hacer preguntas y camina! Ya suponía que tú no te pondrías a llorar cuando llegara este momento.

Era un tono de ejecución.

Álvaro tenía miedo, pero se resistía a exteriorizarlo. No estaba dispuesto a perder la dignidad, ni a facilitar el disfrute de su verdugo.

—¿Ha habido más víctimas antes que yo? —preguntó, pues era lo que cabía deducir—. ¿A cuántos has matado?

Le hablaba con desprecio.

—No serás el último.

Así que esto es lo que se siente al mirar a la muerte cara a cara, se dijo Álvaro. Estoy sentenciado.

Era tan poco lo que podía hacer… Que duro resultaba aceptarlo siendo tan joven.

Ansiaba llegar al amanecer del domingo. Quería seguir viviendo.

Notó cómo la presión en su cuello se hacía mayor. Su verdugo le instaba a avanzar empujando el arma. Sin embargo, él se negó a dar un solo paso.

—¿Quieres obedecer? —insistió la voz—. ¡Muévete!

Álvaro negó con la cabeza.

—Vas a matarme.

Su afirmación no obtuvo réplica. La situación era tan evidente, el desenlace tan previsible, que ninguno de los dos estaba dispuesto a mentir. De nada habría servido.

—¿Prefieres morir aquí?

Álvaro sabía que se enfrentaba a una mente calculadora. Si interesaba que fueran a otra zona de la casa era por algún motivo. Esa fue la razón por la que no cedió, aun a riesgo de acortar sus últimos minutos de vida. Se negó a ser una presa dócil.

Ahora o nunca, pensó el chico. No queda tiempo.

Álvaro intentó un giro súbito, una maniobra que le permitiera apartarse de la mano que empuñaba la pistola. Se oyó una detonación seca, un estallido que ahogó el silenciador del arma.

La memoria de Álvaro aún llegó a recrear una melodía fúnebre antes de que la negrura colapsara sus recuerdos.