CAPÍTULO 35

Aquel escenario le resultaba demasiado familiar. Álvaro sorteaba en su avance pasillos alfombrados, puertas, escaleras, ventanales que ofrecían un horizonte de tenebrosos paisajes, de bosques cuya silueta se agitaba por culpa del viento que aullaba en el exterior. Qué conjunto tan perfecto, pensó él, solo falta la tormenta: el resplandor de los relámpagos que ilumine fugazmente el rostro de mi asesino.

Tengo que llegar a mi habitación.

Seguía sin cruzarse con los demás. Aquel edificio, que multiplicaba sus recovecos como por hechizo, parecía ir devorando a sus huéspedes minuto a minuto. ¿Qué habría sido de Hugo?

Álvaro medía cada zancada. Había elegido una ruta larga pero más segura, con la que evitaría atravesar la zona próxima a la sala de proyección. Sus movimientos, con el cuchillo en la mano, no hacían sino completar esa escenografía tan similar a aquella que había recorrido miles de veces a través de la pantalla del ordenador. Ahora comprendía lo engañosamente fácil que resultaba explorar un territorio hostil desde la seguridad de tu habitación.

Todo era real en esta ocasión. No habría protección. Ni nuevas vidas a las que recurrir.

Sí, Álvaro se sentía como un participante que despertaba en medio de un videojuego brutal. Encarnaba un personaje en un entorno apocalíptico: cadáveres, un mundo vacío lejos de la civilización, la lucha desesperada de unos elegidos. Solo contaba con una única vida, el arma que sujetaba y una energía que iba menguando sin posibilidad de recuperación.

El objetivo del juego estaba claro: ir superando pantallas hasta alcanzar la que ofrecería el panorama apacible del domingo.

Su memoria escogió una banda sonora que acompañara sus pasos: los acordes tenues de Atra Aeterna, o tal vez alguna melodía inquietante de Norman Corbeil.

Acarició su talismán, ese colgante que llevaba al cuello y que había sido testigo de tantos buenos momentos. La aventura continuaba… con él como uno de los protagonistas.

El inspector se desabrochó el cinturón de seguridad y se inclinó hacia delante desde su asiento para dirigirse al piloto.

—¿Estamos cerca? —preguntó, incapaz de soportar por más tiempo su nerviosismo.

—Sí, señor. Tardaremos poco.

El hecho de volar de noche impedía que fueran más rápido, lo que convertía el trayecto en una tortura. La oscuridad del exterior no ayudaba a distraerles. Lázaro confió en que, una vez en su destino, no fuera difícil encontrar una zona llana donde aterrizar. En caso contrario, estaba dispuesto a saltar desde el aire si hacía falta. No perdería ni un solo minuto más de los que ya estaban empleando en aquel viaje.

—¿Llamo al profesor Vidal? —propuso Millán desde su asiento—. Hace rato que no lo intentamos.

Todo era mejor que la incertidumbre, así que el inspector asintió a pesar de no haber decidido aún cómo actuar si por fin lograban contactar con el docente.

—Cualquier información que obtengamos nos será útil —dijo—. Adelante.

Varios coches patrulla de la policía también se dirigían hacia la finca del experimento, aunque a sus compañeros les costaría bastante más tiempo alcanzar el destino.

Por Dios, rogó Lázaro. Que lleguemos a tiempo.

Habían iniciado la búsqueda después de visitar la cocina —era importante recuperar fuerzas aunque no tuviesen apetito—, pero después de un buen rato vagando por los corredores de la zona menos conocida de la casa seguían sin dar con el paradero de Álvaro. Resultaba extenuante desplazarse con la tensión del miedo, que agarrotaba todos sus movimientos. La llegada a cada nueva estancia, a cada tramo de pasillo, generaba en ellos una crispación difícil de atenuar. Cualquier sombra parecía amenazadora, había tantos rincones donde esconderse… Y se suponía que Álvaro conocía la casa mejor que ellos.

Jugamos en su terreno… y en su momento: la noche.

A pesar de todo, Hugo sentía una especie de culpabilidad por estar buscando de aquel modo a su compañero. No se había vuelto a saber nada de Álvaro desde que se separaran, no era justo que ya lo considerasen un peligro. Sin embargo, la inseguridad les llevaba a desconfiar de él.

—Me imaginaba que habría preferido ocultarse por este sector —reconoció Diana entre susurros, ajena a sus dudas—, lejos de nosotros. A lo mejor me he equivocado.

—En cuanto haya luz suficiente, saldremos de la casa para buscar el puesto de control —Hugo se asomó a un salón con el hacha preparada—, hayamos o no encontrado a Álvaro. Tenemos que averiguar qué está ocurriendo.

No pensaba en dormir, a pesar del cansancio. ¿Cómo hacerlo en aquella situación? A raíz de las últimas vivencias, no se atrevió a imaginar las pesadillas que su mente le tenía reservadas para cuando se dejara vencer por el sueño.

—Me parece bien —Diana estudió otra zona de la nueva sala—. Reconozco que yo también necesito saber si lo que te dijo Jacobo es cierto.

—No llegó a decirme dónde se encuentra ese sitio, solo habló de una cabaña que está en el bosque. Tenemos que encontrarla.

—Te acompañaré, claro. Aunque eso puede cabrear a Vidal…

—No lo cabreará si es verdad que está muerto. Y si no… será el menor de nuestros problemas, ¿no te parece?

Diana asintió.

—Tienes razón. Nada importa ya.

Tras la primera inspección, se apresuraron a atravesar la estancia rumbo al sector de la casa que comunicaba con la planta de los dormitorios. Fue entonces cuando Diana tropezó y cayó al suelo, ahogando un gemido.

—¡Diana! —llamó Hugo, sin alzar la voz—. ¿Estás bien?

Había retrocedido hasta la figura tendida de ella.

—Me he torcido el tobillo —Diana, todavía en el suelo, se llevó las manos a la zona lesionada. Por el modo en que arrugaba el rostro, el dolor debía de ser intenso—. Mierda, creo que me he hecho un esguince. Ayúdame a levantarme, por favor.

Hugo se inclinó para que ella se apoyara en él. Sin embargo, a pesar de sus intentos, Diana fue incapaz de pisar con el pie afectado. Impotente, se dejó caer en un sillón al que la condujo su compañero.

Avanzar por la casa sin encender las luces conllevaba riesgos como aquel, que ahora dejaba a la chica aún más vulnerable. Y ella se dio cuenta.

—¿Y ahora qué hacemos? —Hugo no estaba dispuesto a irse sin Diana—. ¡Apenas puedes moverte!

Ella fue tajante:

—Tienes que continuar la búsqueda sin mí.

Hugo se negó, a pesar de que le seguía costando imaginar a Álvaro como un asesino:

—Ni hablar. No te dejaré aquí en ese estado.

—Con tu ayuda podré encerrarme en el baño más cercano hasta que vuelvas —propuso ella—, estaré a salvo. Hugo —añadió—, hay que encontrar a Álvaro antes de que todo empeore.

—Pero…

—Además —ella sudaba de dolor, ahora apretaba los dientes para evitar nuevos gemidos—, si no te separas de mí, tampoco llegarás al botiquín. Yo puedo curarme, pero necesito vendas y algún antiinflamatorio.

Hugo maldijo por lo bajo ante aquel giro de las circunstancias que lo complicaba todo mucho más. A su preocupación por Diana se unía el panorama de tener que enfrentarse solo, en plena noche, a aquel caserón que olía a muerte. La situación empezaba a parecerse peligrosamente a sus recurrentes pesadillas.

Álvaro llegó a la biblioteca sin pretenderlo. Al acceder al sector habitado de la casa reconoció aquella puerta, que se interponía con su magnetismo en su ruta hacia la planta de los dormitorios. No tenía previsto concederse una pausa, pero de pronto necesitó abandonar por unos instantes la frialdad de esa atmósfera viciada que se respiraba en la casa.

Necesitaba escapar de la sensación de peligro inminente.

Prestó atención antes de empujar la puerta por si captaba algún ruido sospechoso. Nada. Alzó el cuchillo y, lanzando una última mirada al pasillo que dejaba a su espalda, entró en la sala y volvió a cerrar tras él. En cuanto encendió una de aquellas lámparas de tulipa verde, un aura de calidez se derramó por la habitación. Álvaro se dejó inundar por ella antes de acomodarse en uno de los sillones. A continuación, depositó su arma sobre el escritorio y cerró los ojos.

Paz. Quietud.

Se limitó a escuchar su propia respiración, que por primera vez empezó a sosegarse. Solo pedía eso; un descanso.

De nuevo aquella estancia repleta de libros, de paredes forradas de madera, se le antojaba una tierra de nadie al margen de lo que sucedía en la noche exterior. Solo aquel rincón podía brindarle una tregua, serenar su ánimo. El clima maligno del edificio no había profanado aún aquel recinto.

Álvaro abrió los ojos. En un extremo de la mesa descansaban las copas que habían utilizado Hugo, Diana y él para brindar la madrugada anterior. Despedían todavía un leve aroma a alcohol.

Cogió una de ellas y la alzó en el aire en un nuevo brindis imaginario.

—¡Por la supervivencia! —susurró.

Su voz sonó débil, carente de convicción. Frente a él, la hoja de cristal de una vitrina le devolvió una imagen demasiado melancólica de su rostro.

—No te lo crees, ¿verdad? —habló a su reflejo, con una sonrisa—. No crees que vayas a llegar con vida hasta el domingo…

Ahora que intuía cómo se iba aproximando el desenlace de aquella pesadilla, se preguntó si habría matado a alguien durante esos días. La posibilidad de que hubiese habido asesinatos calculados no impedía que también se hubiera cometido alguno fruto de arrebatos inconscientes. Y él sufría lagunas de memoria, sobre todo durante esas noches en las que ni dormir había resultado una tarea pacífica.

Extrajo de un bolsillo los auriculares, los conectó a su móvil y se los colocó mientras seleccionaba una canción de las que guardaba en el teléfono. Un último privilegio, se dijo.

Le dio al play. A los pocos segundos comenzaba la melodía de Summoning Of The Muse.

—Uno tiene derecho a elegir su propia banda sonora como despedida… —susurró a su reflejo—. Dead Can Dance siempre es buena compañía.

El domingo quedaba tan lejos…