CAPÍTULO 34

Álvaro caminaba a pasos lentos. Sus zapatillas aterrizaban con cautela sobre el suelo de madera de aquel corredor, sin provocar ruido salvo algún crujido. Procuró incluso suavizar el sonido de su respiración para no delatarse. Territorio enemigo. Avanzaba con la mirada atenta a cada uno de los rincones que iban quedando ante su vista, lugares que podían servir de escondite a una persona. A un agresor.

Notaba el sudor en la mano que sostenía el cuchillo, en su frente, en la ropa húmeda. Los latidos le retumbaban en el pecho y en la sien. Aquello sí era miedo, en estado puro. Terror. Y cada sombra que atisbaba en las proximidades, la promesa de un ataque que tardaba en producirse.

La calma a su alrededor parecía a punto de hacerse añicos.

Escuchó, muy débiles, las campanadas del carillón de la biblioteca. Los minutos continuaban transcurriendo. Álvaro los imaginaba precipitándose uno a uno en una cuenta atrás, su golpeteo regular como el impacto seco de la cuchilla de una guillotina que sube y baja, sube y baja.

El péndulo de la muerte.

Víctimas o asesinos. ¿Quién podía intuir a esas alturas qué papel desempeñaba cada uno?

—Cuál me toca a mí esta vez en la ruleta rusa… —murmuró.

La incertidumbre era la peor de las torturas.

Se obligó a sonreír. Miedo. ¿No era eso lo que soñaba con experimentar desde pequeño? ¿Lo que rastreaba a hurtadillas cuando se dedicaba a escudriñar la oscuridad cada noche desde la ventana de su habitación? El Destino le concedía su deseo. Tal vez el último: terror y soledad en medio de un escenario sombrío. Ahora comprendía que el único modo de contemplar el miedo cara a cara era asomarse a la inmensidad de la muerte. Y eso tenía un precio.

El peaje de los sueños.

Álvaro seguía adentrándose en esa zona de la casa sin toparse con Hugo, Diana o Jacobo. Sabía —pues había visto el cadáver de Andrea— que aparte de ellos no había más supervivientes moviéndose por aquel edificio. Ya no quedaba vivo nadie más.

Solo ellos, más allá del mundo. Y Vidal.

¿Cuál de nuestros cuerpos será el próximo cadáver en el nuevo escenario que alguien prepara?

Nadie pronunciaba palabra en el interior del helicóptero. Se palpaba el clima de contrarreloj. El piloto, consciente de ello, volaba a la máxima velocidad, siguiendo una ruta directa.

La incógnita sobre lo que iban a encontrarse en la finca obsesionaba a Lázaro. Como ignoraban el papel que el profesor Vidal había jugado en todo aquel entramado, no habían permitido que el director del instituto se pusiera en contacto con él para advertirle de la llegada de los policías. De todos modos, ellos mismos tampoco habían logrado comunicarse con el docente, así que había sido una cautela innecesaria.

Por eso mismo seguían sin tener ni la más ligera idea sobre lo que había sucedido durante los días que los chicos llevaban participando en el experimento.

Se limitaban a desear que no fuera demasiado tarde.

—¡Tienen hasta el domingo! —observó Millán en voz alta, para hacerse oír por encima de la vibración de las hélices—. ¡Seguro que llegamos a tiempo!

Esteban Lázaro quiso creerlo así, aunque no las tenía todas consigo. El problema de un material como el que había fabricado Querol era lo imprevisible de los efectos que podía provocar.

Por otra parte, que la materia prima para estimular a la violencia fueran unos adolescentes multiplicaba la eficacia del experimento; a esa edad, todo estímulo encontraría el caldo de cultivo perfecto para desarrollarse.

Cuarenta y ocho horas eran un plazo más que suficiente para generar una tragedia. La ausencia de respuesta del doctor Vidal tampoco ayudaba a alimentar esperanzas.

—¿Qué le hubieras dicho a ese profesor si hubiese contestado a las llamadas? —le preguntó el detective.

—Buena pregunta —respondió Lázaro, mientras consultaba su reloj con el gesto contrariado de un niño impaciente.

La cabeza cortada de Héctor les miraba con sus ojos muertos. El hedor iba en aumento dentro del baño, e hileras de diminutos insectos correteaban sobre aquel semblante acartonado, simulando líneas de expresión.

—No está —susurró Hugo, asomado al interior desde el pasillo—. Álvaro no está.

Evitó mirar los restos del compañero asesinado mientras se cubría la nariz con un pañuelo.

—¿Esperabas encontrarlo ahí? Bueno —Diana cambió de opinión—. No era imposible, a fin de cuentas dicen que el asesino siempre vuelve al lugar del crimen.

Ella aguardaba en el corredor, con su arma preparada, atenta a cualquier movimiento que se escuchara en las proximidades. Alguien tenía que vigilar la retaguardia y aquel caserón, un laberinto que empezaba a odiar, ofrecía demasiados emplazamientos desde los que lanzar un ataque.

—Supongo que aún tenía esperanzas… —Hugo se empeñaba en buscar algún mensaje que Álvaro hubiera dejado, una señal que le permitiera defender su presunción de inocencia. Pero su compañero no había preparado nada antes de abandonar su posición; una conducta muy sospechosa.

¿Adónde ha ido?

—¿Esperanzas de qué? —Diana sonrió sin alegría—. Todo se ha ido a la mierda, Hugo. Esto es la guerra. Es él contra nosotros. Y a estas alturas es evidente que Vidal no piensa intervenir hasta que nos hayamos matado entre nosotros.

—Vidal no intervendrá porque está muerto —recordó Hugo—. Yo sigo creyendo que Jacobo decía la verdad.

—No pienso discutir contigo —ella se impacientó—. Mira, en cuanto resolvamos el problema de Álvaro, saldremos de la casa y buscaremos esa cabaña de la que te habló Jacobo antes de morir. Así saldremos de dudas pero ahora, por favor, hemos de movernos. Álvaro tiene que encontrarse cerca, no creo que esté dispuesto a abandonar la casa en plena noche.

Hugo asintió. Se preguntó, inquieto, qué significaba para su compañera «resolver el problema de Álvaro».

—¿Y qué haremos si lo encontramos? —planteó—. ¿Te has parado a pensarlo?

—Lo primero es comprobar en qué estado se encuentra —ella hizo una pausa—. Tampoco tengo todas las respuestas, ¿vale?

—Pues lo parece.

—Solo intento que esta situación no nos supere, ¡necesitamos estar ocupados o nos volveremos locos! Vayamos poco a poco. Si Álvaro ha matado a Andrea, es posible que haya saciado por el momento su arrebato de agresividad y se muestre pacífico. Hablaremos con él.

—Tú sigues pensando que lo hizo.

—¡Pues claro! Así todo cuadra.

Hugo procuró interpretar el alcance de la maniobra que proponía su compañera: una cacería.

—Tú no quieres hablar con él, Diana —concluyó—. Lo has sentenciado ya. Tú pretendes tenerlo controlado hasta el domingo. Encerrarlo.

Ella le estudió con ojos atentos mientras Hugo apoyaba la espalda en la pared del pasillo. Ambos se sentían exhaustos después de horas de tensión acumulada, pero había que continuar.

—De verdad que no entiendo por qué lo proteges tanto —dijo Diana—. ¿No se supone que soy yo quien te importa?

—Lo eres. Pero mi conciencia también tiene algo que decir en todo esto. Bastante mal he dormido las últimas noches. No quiero cometer errores.

—Está bien —aceptó ella—, hablemos claro. A estas alturas, con lo que sabemos, hay que impedir que Álvaro tenga libertad de movimientos. Eso es lo que pienso y espero que lo entiendas.

—Él podría decir lo mismo de nosotros.

—No —rechazó Diana—. Porque él se sabe culpable… y por ese motivo sabe que nosotros somos inocentes. Tiene las manos manchadas con la sangre de Andrea.

—Eso no puedes demostrarlo. Ni su implicación en las otras muertes.

Diana probó con otro argumento:

—¿Y entonces dónde está Álvaro ahora, en plena noche? ¿Por qué no ha respetado lo que acordamos si tanto interés tenía en esperarnos cuando estabas tú delante?

—Yo…

—¡Ha huido, Hugo! Ha escapado después de matar a Andrea. Y solo escapa quien tiene algo que ocultar. Asúmelo, nadie en su sano juicio andaría solo en estas circunstancias.

—Él sí.

La acusación de Diana sonaba tan fuerte… Hugo descubrió la posibilidad de una causa más noble que la fuga en la comprometida ausencia de Álvaro; su compañero, de haber acabado con Andrea en un ataque de locura, estaría asustado, asediado por los remordimientos. Por eso se había escondido. Incluso cabía la posibilidad de que se hubiera alejado para protegerles, incapaz de garantizar su propia calma si se cruzaba con ellos.

O, sencillamente, se había ocultado en algún rincón de la casa porque ya no confiaba en nadie. Porque, en definitiva, tenía tanto miedo como ellos mismos y su capacidad de disfrutar de «emociones fuertes» se había agotado.

Álvaro era humano, después de todo. Y quería vivir.

Hugo suspiró. Qué lejos quedaba el domingo… el día de la salvación. Incluso si Vidal se había suicidado, en cuanto no regresaran al instituto a la hora prevista saltarían las alarmas. Acudirían a buscarles. Todo habría terminado.

Tenían que resistir.

—Nosotros seguimos siendo una amenaza —dijo Hugo, interrumpiendo sus cavilaciones—. Esto va a peor, ni siquiera deberíamos… buscar juntos a Álvaro.

Instinto de supervivencia.

Le dolía la posibilidad de separarse de Diana, pero debía ser realista. Ya habían desobedecido el programa de Vidal, hacía horas que no recibían el tratamiento subliminal. ¿Qué oscuros impulsos se estarían gestando en el interior de cada uno?

Ella, sin embargo, rechazó sus palabras:

—Me niego a verte así, Hugo. Cumpliremos con el programa de Vidal, compensaremos lo que nos hemos saltado. Te lo prometo. Yo sigo confiando en ti y hasta ahora no nos ha ido mal, ¿verdad? Somos los únicos supervivientes junto a Álvaro.

—Es cierto.

Hugo no podía negar que su mutua compañía les había ayudado. Al menos… hasta ese momento.