CAPÍTULO 31

Millán acababa de encender el portátil que llevaba en el coche para ver el contenido del pendrive que habían encontrado en el hueco secreto de Querol.

—¿Ya? —el inspector no lograba reprimir su impaciencia.

—¡Tranquilo, jefe, deje trabajar a la máquina!

El ordenador reconoció por fin la unidad y, a los pocos segundos, apareció el icono en el escritorio. Millán pulsó el cursor del ratón sobre él y al momento accedieron al contenido de la memoria.

—Fotografías en formato jpg, archivos de vídeo en formato AVI y también hay dos de audio —dijo Millán.

—Comienza a abrir todo, por favor.

Los archivos contenían documentales —sobre temas históricos, deportivos, literarios— de unos cincuenta minutos de duración cada uno, aparentemente normales.

—Seguro que esos vídeos ocultan material subliminal —adivinó Lázaro—. Querol se guardó unas muestras de lo que había hecho para su cliente. Continúa con lo demás.

Los archivos de sonido arrojaron una información mucho más suculenta: nada menos que tres conversaciones telefónicas en las que se distinguía perfectamente cómo se acordaba el encargo secreto que iba a realizar el publicista y detalles alusivos a la recogida del material, la forma de pago… Casualmente, la fecha del último plazo de cobro coincidía con la de la muerte de Querol.

—Fue a pagarle y lo mató —dedujo Millán—. Todo un clásico.

Las fotografías, finalmente, mostraban a una persona cuya fisonomía encajaba con la voz que había encargado los contenidos subliminales a Querol.

—Este es el seguro de vida del publicista —concluyó Lázaro—: Nos ha dejado pruebas incriminatorias y la imagen de quien le contrató.

A Millán le sorprendían aquellas fotos.

—Jamás habría imaginado que detrás de una persona con este aspecto se escondiera un perfil tan sanguinario.

—Estoy de acuerdo. Pero ya sabes; la realidad siempre acaba superando a la ficción.

—De todos modos, la casa no estaba revuelta —recordó el detective—. ¿Después de acabar con Querol no buscó este material comprometedor?

—Apuesto a que ignoraba que existía —opinó Lázaro—. Te lo dije cuando comenzó esta investigación: por muy frío que sea un criminal, siempre comete fallos.

—Subestimó a Querol.

—El problema es que nuestro ambicioso publicista no tuvo ocasión de advertir a su cliente del as que se guardaba en la manga, con lo que su seguro de vida no le sirvió de nada.

—¿Y ahora qué hacemos, inspector? Porque Querol no ha tenido la consideración de facilitarnos la identidad de su cliente…

—Arranca —ordenó Lázaro—, hay que localizar al director del instituto. Él reconocerá este rostro. Estamos ya muy cerca, solo espero que lleguemos a tiempo.

—De momento no ha salido nada en las noticias, así que con un poco de suerte no se ha llegado a emplear el material adulterado.

—Ojalá, Millán. Ojalá.

Hugo se movía por el corredor procurando que las pisadas no delataran su avance. Sostenía con fuerza el hacha, asustado ante la posibilidad de un encuentro con su compañero fugitivo.

Jacobo era más fuerte, y si encima estaba rabioso… No se vio con demasiadas posibilidades en un cuerpo a cuerpo.

Comprobó el siguiente tramo, atento a cualquier señal de alarma. La casa nunca le había parecido tan siniestra. Jacobo acechaba cerca, lo presentía.

Llegó junto a un ventanal entornado y, en el preciso instante en que se disponía a pasar por delante, sintió cómo una sombra se inclinaba sobre él: el asesino de Cristian, que aún no le había detectado, se asomaba para entrar en la casa.

Sí, era Jacobo.

Fuerte, ágil, con un cuchillo de grandes dimensiones en la mano.

Estaba sucio y su semblante mostraba una expresión ansiosa.

Todo sucedió muy rápido, Hugo no tuvo tiempo de pensar: para cuando quiso darse cuenta, tenía a su lado la figura del compañero, que al notar su presencia se había girado hacia él levantando el arma.

Los dos se identificaron mutuamente como atacantes; Hugo no pensó ni supo leer otra cosa en el rostro sorprendido de Jacobo. Simplemente sintió que se le echaba encima y, como acto reflejo ante la amenaza, se limitó a empujar su brazo armado con la energía del miedo. Jacobo no esperaba aquel primer movimiento ni su fuerza. Para cuando Hugo tomó conciencia de lo que estaba ocurriendo, ya había hundido el hacha en el vientre de su compañero, que cayó de rodillas perdiendo el cuchillo.

Hugo se quedó mirándolo, sin dar crédito a lo que acababa de ocurrir. ¿Por qué no había reaccionado Jacobo de un modo más agresivo? Le dio miedo concluir que lo que pretendía el desterrado no era hacerle daño, solo defenderse. Soltó el hacha.

Tal vez el repetidor no se movía por la casa para saciar sus impulsos, como él suponía.

La sospecha de la equivocación invadió la mente de Hugo, que contempló sus manos vacías con remordimiento. Jacobo agonizaba en el suelo.

Él lo había matado. Por fin, Hugo había sucumbido al experimento. Al creer que su vida estaba en juego, había matado a un compañero.

Sus manos estaban manchadas de sangre.

Había sucedido.

—Lo… lo siento —se limitó a balbucear—. Lo siento mucho.

Pero su compañero no le escuchaba, obsesionado con su mensaje:

—Vidal… —se iba quedando sin aliento—. Vidal… está muerto…

El muchacho interrumpió sus palabras para escupir sangre. Hugo, de pie junto a él, no quiso aceptar lo que había entendido. Aquel aviso le había arrancado de su estado de shock. Se inclinó para escuchar mejor.

—Se ha suicidado… —insistía Jacobo, con un hilo de voz—. Descubrí el puesto de control… en medio del bosque…

Hugo se apartó. ¡Eso era imposible! ¿Cómo iba a estar muerto el profesor? Tenía que vigilarles, dirigir el proyecto. Achacó aquella absurda advertencia a un delirio de su compañero.

A Jacobo apenas le quedaban fuerzas:

—Yo he visto su cadáver… la cabaña…

Los ojos de Jacobo se cerraron y su cabeza cayó hasta quedar apoyada en el suelo.

Estaba muerto.

Hugo permaneció allí, petrificado, como velando el cuerpo de su antiguo compañero. No entendía nada.

¿Jacobo había acudido a la casa para contarles eso?

Los muertos no mienten.

—Resuelto el misterio —comentó el director después de facilitar su respuesta, inclinado ante la pantalla del portátil—. Ya tienen la identidad que buscaban.

Los policías habían aparecido en la puerta de su casa sin previo aviso minutos antes. El docente intuía que el asunto era grave, así que no había tenido inconveniente en colaborar.

Lázaro no se anduvo con rodeos:

—¿La persona de la imagen ha acudido al instituto estos días?

El director puso cara de circunstancias.

—Me temo que se encuentra fuera de la ciudad.

El inspector palideció.

—¿Fuera de la ciudad?

—Los han llevado a una finca muy aislada —comenzó a explicar el director—, en plena naturaleza. Varios alumnos del centro fueron seleccionados para participar en una experiencia pionera en el mundo educativo que pretende estimular a la lectura a través de contenidos multimedia, ¿saben? Estamos muy esperanzados con los resultados de este proyecto, que dirige uno de nuestros más prestigiosos profesores, el doctor Vidal.

Lázaro no parecía impresionado.

—¿Cuántos estudiantes han sido llevados allí?

—Ocho, en total.

—Y entre ellos está… —el inspector señaló la foto que habían mostrado al director desde el portátil.

—Sí.

Esteban Lázaro y Millán se miraron. Todo iba encajando.

—¿Cuándo ha empezado ese… experimento? —quiso saber el inspector.

—Salieron hacia la finca anteayer. Regresarán este próximo domingo.

—Llevan poco más de cuarenta y ocho horas allí —calculó Millán—. Puede que no sea demasiado tarde.

El director captó el tono acuciante del detective.

—¿Hay algún problema?

—No estoy autorizado a facilitarle esa información —contestó el inspector.

Lázaro volvió a cruzar la mirada con su ayudante antes de dirigirse de nuevo al director:

—Profesor Salgado, ¿está muy lejos ese lugar?

—Sí. Se consideró beneficioso para la experiencia que ellos desconectaran por completo de su día a día, en un entorno saludable. Incluso se prohibió a los padres contactar con ellos para no perturbar las dinámicas previstas.

—Un entorno saludable… —Millán meneaba la cabeza hacia los lados, incrédulo ante lo que estaban descubriendo.

Lázaro hizo una última pregunta al profesor:

—¿Tiene la dirección exacta?

—Por supuesto, ahora mismo se la facilito.

—También necesitaré el móvil del docente responsable de esa terapia y una lista con los nombres e información de todos los estudiantes que participan.

El inspector se giró hacia Millán:

—Llama a comisaría y pide un helicóptero. Hay que salir para allá sin perder un minuto.