Lázaro permanecía bajo el vano de la puerta de entrada a la casa, muy atento a la perspectiva que el apartamento ofrecía desde allí.
—¿Ves algo, jefe? —Millán salió en ese momento del despacho donde Querol había sido asesinado, con las manos vacías—. Yo sigo sin observar nada extraño. Y es la tercera vez que registro esta habitación.
—Algo se nos está escapando… —susurró el inspector, sin dejar de hacer barridos visuales desde su posición—. Tiene que estar aquí. ¿Dónde esconderías tú un material del que depende tu vida?
Millán se encogió de hombros.
—No sé qué decirte. Este hombre no tiene caja fuerte. Y hemos inspeccionado cajones, armarios, ordenadores, cada papel, incluso hemos estudiado las llaves que se han encontrado en los sucesivos registros por si alguna corresponde a un apartado de correos o caja bancaria. Nada. A lo mejor lo guarda en la agencia…
—No. Tú no guardarías algo vital en tu lugar de trabajo. Tiene que estar aquí… pero no lo vemos.
—Pues no sé…
—Vamos a revisar las paredes y el techo. Miremos detrás de los cuadros, bajo los muebles, incluso dentro del horno.
—De acuerdo.
Comenzaron a recorrer la casa. De vez en cuando, Lázaro golpeaba con los nudillos algunos tramos de tabique, buscando cavidades invisibles. Nada.
En determinado momento, Lázaro se quedó contemplando el reflejo de luz que el cristal de una ventana derramaba sobre el parqué de espiga.
Millán captó aquella mirada.
—Madera de la buena —observó—. Esto es un suelo y no esa tarima flotante que venden. Vale una pasta por metro cuadrado.
Lázaro dio varios pasos en dirección al salón y, de repente, se agachó hasta casi rozar el suelo con la nariz. El detective se aproximó, intrigado.
—¿Qué haces?
—¿Ves esa grieta? —el inspector señalaba un pequeña zona del parqué donde una de las láminas de madera con forma de espiga parecía no encajar tan bien como las demás. La irregularidad era casi imperceptible.
—No creo que sea nada, ni siquiera un parqué como este queda perfecto.
—Bueno —dijo Lázaro—, no tenemos nada mejor.
El inspector clavó allí las yemas de los dedos, intentando mover esa tabla, y, después, probó con las uñas. La lámina se desplazó levísimamente.
—¡Rápido! —instó a su ayudante—. ¡Consígueme algo para hacer palanca!
Millán se metió en el despacho del apartamento y salió enseguida con un abrecartas, que tendió a su superior.
—Vamos allá… —Lázaro empezó a maniobrar hasta que el filo encajó en el hueco. Entonces empujó el mango de su herramienta hacia un lado y, con un chasquido, la espiga de madera se levantó.
El inspector la apartó. Ante los ojos de los dos policías quedó un hueco muy delgado pero de cierta profundidad. No estaba vacío.
Al inspector se le iluminó el rostro:
—¡Ya lo tenemos!
Hacía quince minutos que Hugo se había separado de Álvaro para iniciar la búsqueda de las chicas por una zona desconocida de la casa. Antes de alejarse del sector controlado, habían convenido que su compañero se quedaría junto al baño por si ellas regresaban antes de que él volviera.
Ten mucho cuidado, había insistido Álvaro, con su semblante grave, mientras él se perdía por los primeros corredores sintiendo cómo la mirada de su compañero se clavaba en su espalda. Ya ha muerto suficiente gente.
¿Suficiente gente? Para Hugo una única víctima ya habría supuesto un precio excesivo.
Y ahora estaba allí, inspeccionando espacios extraños con un hacha en las manos. Él mismo encarnaba el prototipo de asesino. En aquella casa, los papeles que jugaban resultaban confusos; podían invertirse en cualquier momento. ¿Y si se encontraba con Diana y justo entonces él sentía un ataque de violencia? ¿Y si lo sufría ella?
Hugo atravesó un vestíbulo muy amplio, en cuyo centro nacía una escalinata de mármol con balaustrada que terminaba en el piso superior. En otras circunstancias, aquel conjunto le habría impresionado, pero ahora lo contemplaba con indiferencia.
—Pero dónde me he metido…
Comenzó a registrar aquel recibidor de techos altos. Dedujo que se trataba de la entrada posterior de la casa, una zona que no habían visitado hasta ese momento. Vidal, en su ruta guiada de la primera tarde, se había limitado a llevarlos por el sector de la casa que emplearían durante el experimento. Hugo descubría ahora que el edificio era mucho más grande de lo que parecía desde fuera.
Frente a la escalera se levantaba el enorme portón que comunicaba con el exterior.
Hugo se detuvo frente a él, indeciso. Le dieron ganas de escapar para siempre de aquel caserón de pesadilla. Salir y alejarse sin volver la vista atrás. Olvidarse de Andrea, de Jacobo, de Álvaro. Incluso de Diana.
Y empezar una nueva vida.
Hugo despertó de su ensoñación, era demasiado peligroso distraerse. Nada había cambiado en su realidad: seguía siendo prisionero del profesor Vidal y Jacobo continuaba libre, quizá muy cerca de donde él se encontraba ahora.
Con Héctor, la lista sumaba ya tres muertos. ¿Dónde habría dejado el asesino el resto de su cuerpo?
¿Dónde pretendía que lo encontraran?
Quizá les reservaba alguna otra sorpresa.
Aquel juego, en cualquier caso, no había terminado con la muerte del chico. Simplemente, había un jugador menos en la partida.
Hugo sostenía el hacha, lo único que le transmitía algo de seguridad. No se decidía a dar el siguiente paso. No tenía ni remota idea de lo que debía hacer. Estaba solo, en mitad de la casa, con el recuerdo de la cabeza arrancada de un antiguo compañero.
¿Quién, en su sano juicio, habría sabido cómo reaccionar?
Los acontecimientos iban precipitándose y en su caída sepultaban la estrategia que ellos habían planificado. Álvaro estaba en lo cierto; el experimento imponía una nueva velocidad para la que no estaban preparados.
Diana les había pedido que se quedaran para averiguar qué había asustado a Andrea. Bien, ¿y después? ¿Era Álvaro quien acertaba al quedarse esperando?
¿Dónde estaban ellas? Si hubieran regresado a tiempo, él no habría tenido que salir a buscarlas y ahora no se encontraría perdido en aquella laberíntica casa donde cada paso suponía una apuesta a vida o muerte.
¿Qué estarían haciendo sus compañeras en ese momento?
¿Y Álvaro? ¿Se mantendría en el lugar acordado?
El caos se había impuesto y eso los convertía en presas muy accesibles. Jacobo podía desplazarse a su antojo por la mansión sin que ellos controlaran sus movimientos.
A Hugo le asaltó la convicción de que Diana y Andrea habían tenido algún problema. El hecho de que no hubieran aparecido todavía…
Tal vez se habían encontrado con el repetidor.
Hugo borró de su mente aquel presagio, se negaba a contemplar la posibilidad de que Diana hubiese protagonizado un episodio tan peligroso.
No; ella era fuerte, inteligente. Y sabía comportarse con frialdad.
Jacobo, en cambio, era un tipo muy básico y previsible.
A lo mejor Héctor tuvo la mala suerte de cruzarse con él en el bosque o en la casa, como le había ocurrido a Cristian la noche anterior. Pero ahora, con armas, disponían de mayor margen de maniobra para enfrentarse a ese animal. Las chicas no eran un plato tan fácil.
No, se dijo Hugo, si ellas no han vuelto es porque han encontrado un lugar seguro mientras Andrea se recupera del susto.
A fin de cuentas, tampoco podían imaginar que él se perdería al salir a buscarlas.
Un crujido interrumpió sus reflexiones.
La tregua había terminado.
Andrea había logrado atravesar varios corredores sin ser alcanzada por esa sombra que la perseguía en silencio. Sus fuerzas, no obstante, iban abandonándola, así que sabía que no tardaría en verse obligada a detenerse.
No resistiría mucho más.
Sus esperanzas de encontrar a Hugo, Álvaro y Diana se iban diluyendo y con ellas sus posibilidades de supervivencia.
Sola era una víctima fácil.
Cada vez que se volvía, notaba la presencia de su agresor más cerca. Percibía su ansia de matar, su apetito.
Observaba con atención cada nuevo espacio de la casa que se abría ante sus ojos, pero seguía sin reconocer las estancias a las que llegaba en su fuga. Minutos más tarde, al pretender subir por una escalera hacia el primer piso, tropezó con los peldaños y se golpeó la cabeza contra la barandilla. Aquello acabó con su huida. El relieve puntiagudo contra el que había impactado su frente le abrió una brecha en la sien, que comenzó a sangrar.
Andrea ya no tuvo fuerzas para levantarse; aguardó así, tendida sobre los escalones, intentando taparse la herida de la cabeza.
No tardó en aparecer la figura que la había estado acosando.
Lo único que Andrea pudo hacer al reconocer su identidad fue abrir mucho los ojos y suplicar compasión.
Después comenzó a chillar.
De nada sirvió. La horca cayó sobre ella con furia, repetidas veces. Muy pronto Andrea dejó de sentir el dolor de las mordeduras de la cuchilla en su carne. Allí quedó su cadáver, con los ojos abiertos, empapado en su propia sangre que resbalaba por los peldaños.