Andrea tardó en dejar de correr. Para cuando su ánimo se lo permitió, estaba completamente perdida en las profundidades de la mansión. Todo le daba vueltas. Procuró frenar su respiración mientras se limpiaba el sudor de la cara con el dorso de la mano armada.
Un silencio absoluto la rodeaba. Desde los ventanales se derramaba la luz mortecina del anochecer. Todo eran sombras.
Habría vuelto a gritar, pero algo le decía, ahora que recuperaba la calma, que hacerlo resultaba muy peligroso. No convenía anunciar su llegada.
Estaba sola. En una zona abandonada de la casa.
Jacobo podía estar acechando en cualquier lugar.
Andrea no conseguía quitarse de la mente la grotesca imagen de la cabeza ensangrentada de Héctor. ¿Quién era capaz de disfrutar con aquella atrocidad? ¿Qué pretendía el asesino con una exhibición así?
Ya no cabía ninguna duda: el monstruo era Jacobo, su último crimen lo había delatado.
Aunque, bien pensado… ¿Cuándo había sido decapitado Héctor?
Álvaro todavía encajaba mejor con una carnicería semejante. Tal vez hubiera esperado hasta entonces para preparar el espectáculo y de ese modo alejar las sospechas de sí mismo.
Todo era posible.
Andrea, vacilante, estudió el panorama que se abría ante ella. Se encontraba en una sala muy amplia. Los ventanales que daban a esa estancia estaban cubiertos por unas celosías que la hacían sentirse observada. ¿Habría alguien tras esos enrejados, espiándola? Ella alzó el cuchillo, cuya hoja temblaba demasiado para resultar convincente.
Ahora se arrepentía de haberse separado de sus compañeros. Allí, sin ellos, se sentía todavía más vulnerable.
Localizó el interruptor más próximo, pero no se atrevió a pulsarlo por miedo a señalar su posición. La luz que se filtraba a través de los ventanales permitía una penumbra suficiente.
Bien, se dijo. Es momento de concretar la ruta a seguir. Tengo que salir de aquí cuanto antes.
Entonces, escuchó el ruido.
Andrea, muy quieta, no tuvo que pensar para saber con certeza que lo captado era un sonido humano: en alguna zona próxima, el entarimado del suelo había crujido. No se trataba del típico ruido de las casas viejas, que parecen cobrar vida conforme pasan los años. No. Lo que había oído lo había producido algo pesado que se movía; alguien se encontraba cerca.
Volvió a captar otro ruido.
Había sido tan claro que ella tuvo la impresión de que no se trataba de un descuido de su perseguidor; quien merodeaba por allí quería que Andrea supiera que no estaba sola. Advertía a la víctima de su inminente caza.
Una macabra versión del juego del gato y el ratón.
De repente, aquel caserón adquiría un aspecto aún más lóbrego. Andrea se dio cuenta de que allí se respiraba maldad. El ambiente opresivo que flotaba en esas dependencias era tan maligno que ella misma lo percibía en medio de su lucha por ofrecer resistencia, por no ceder a un miedo que la habría incapacitado para defenderse.
Su vida estaba en juego.
Atenta a cada rincón, escudriñando en la oscuridad, llegó hasta la puerta de la sala y salió de ella con el cuchillo en alto.
Allí fuera, en medio del silencio que dominaba los corredores interiores, se encontró con una galería abierta que se extendía a modo de atrio, rodeada de arcos y columnas. Delimitaba un jardín cuadrado en cuyo centro distinguió un estanque de piedra.
La noche y el murmullo del agua.
Andrea estudió el recinto que tenía ante ella, tratando de orientarse. Cuando ya se disponía a abandonar aquella posición, demasiado visible, volvió los ojos hacia un rincón apartado sobre el que su mirada había pasado con excesiva rapidez. Y en aquel punto, envuelto en tinieblas, acertó a vislumbrar una silueta de negrura más densa que poco a poco, al tiempo que Andrea entrecerraba los ojos, fue tomando forma.
Su impresión se confirmó. En aquel recoveco de la pared había alguien.
Alguien que la esperaba.
Andrea gritó. Esta vez sí echó a correr, dando tumbos.
A su espalda, la figura emergió de la oscuridad. Una horca relució en sus manos. Su cuchilla curva se orientó hacia la silueta fugitiva, metros más adelante, como si la señalara.
Hugo se alejaba por el pasillo cuando Álvaro, que permanecía quieto como un centinela junto a la puerta del baño, gritó su nombre. Su compañero se detuvo al escuchar la llamada.
—¿Qué pasa? —preguntó mientras se giraba—. Tengo que encontrar a Diana…
Durante unos segundos, Álvaro se limitó a contemplar la figura tensa de su compañero.
—¿Sabes? Yo… yo no llegué a hacer los tests.
—¿Cómo?
El chico volvió sobre sus pasos hasta quedar a pocos metros de su compañero.
—No hice las pruebas.
Hugo meneaba la cabeza, perplejo ante aquella repentina confesión.
—No entiendo. ¿Qué quieres decir?
Álvaro suspiró. Lentamente, venció la última distancia que les separaba. A lo largo de aquel breve recorrido no dejó de sostener la mirada inquisitiva de su compañero. Quedaron frente a frente.
—Esos días estuve enfermo, no fui a clase.
Hugo tardaba en reaccionar. Ambos se habían olvidado de las armas que sujetaban, ni siquiera las veían.
—Pero eso no es posible… —acertó por fin a decir—. ¡Fuiste seleccionado para este experimento!
Álvaro soltó una carcajada que brotó de él con un regusto amargo.
—Eso es lo que me preocupa. No sé qué criterio se ha seguido para elegirnos, pero desde luego no han sido esas pruebas que hicisteis. El profesor miente. Tiene que haber otro motivo —tomó aire—. Yo ya estaba en la lista antes de que se revisaran los resultados de los tests. No hay otra explicación que justifique mi presencia aquí.
—¿Otro motivo que nos vincula a todos? —Hugo se llevaba las manos a la cabeza—. Dios… ¿y por qué no dijiste nada cuando llegamos?
Álvaro se encogió de hombros.
—Curiosidad. ¡Me gustó demasiado lo que vi, no quería problemas! Entonces yo tampoco sospechaba lo que nos tenía reservado Vidal.
—Pero…
—Además, la información es poder. Saber algo que ignoran los demás te coloca en una posición de ventaja.
—¿Y de qué te ha servido? No estás mejor que el resto.
—Al menos sigo vivo.
—¡De momento! Nada impide que seas la siguiente víctima.
—Eso es cierto.
—Joder, debiste advertirnos…
De pronto, a Hugo ya no le hacía tanta gracia el misterio que rodeaba siempre a su compañero. Había jugado sucio.
Álvaro bajó la cabeza.
—Después de la primera muerte, no me atreví a decir nada. Todo eran acusaciones, y con la imagen que tengo…
—¡La que te has ganado a pulso!
—En serio, estaba dispuesto a decíroslo —Álvaro parecía verdaderamente arrepentido—, pero entonces… Jacobo me insinuó la posibilidad de que hubiera un topo entre nosotros y eso me obligó a callar.
Hugo apenas lograba asimilar cada nueva aportación de su compañero.
—¿Un… un topo?
Álvaro asintió.
—Jacobo me dijo ayer, durante uno de los ratos de lectura, que creía que a lo mejor el profesor Vidal contaba con un espía dentro de la casa.
Hugo se había quedado con la boca abierta.
—¿Y tú te lo crees?
—No, el profesor jamás desperdiciaría una de las plazas disponibles si puede espiarnos de otro modo. Pero si os enterabais de que yo no había hecho los tests, seguro que me caía a mí ese marrón. Todo el mundo está demasiado nervioso…
Hugo no daba crédito a lo que escuchaba.
—¿Y por qué me lo estás contando ahora? ¿Por qué a mí?
Álvaro alzó la cara. Los rostros de ambos estaban muy próximos. Hugo vio de refilón cómo su compañero levantaba la mano libre y sintió el deseo de apartarse cuando notó aquellos dedos rozar su propia mejilla. Álvaro acababa de acariciarle, un gesto que le pilló desprevenido. ¿De verdad lo había hecho? ¿Qué pretendía? Siempre jugando a la ambigüedad…
—Me apetece confiar en ti —murmuró Álvaro—, eso es todo.
A Hugo no le sirvió aquel argumento ni su gesto tan íntimo. Seguían juntos, enfrentados a una distancia insignificante, inmóviles en medio de ese pasillo en penumbra donde el silencio —y sus alientos— iban condensándose.
Diana y Andrea continuaban, mientras tanto, en paradero desconocido.
Álvaro, ajeno a la impaciencia de Hugo, a su desconcierto, dedicaba su atención a los labios entreabiertos de su compañero. Incluso se humedeció los suyos y por un instante pareció que se disponía a besarle. No se molestaba en disimular un interés que resultaba obsceno bajo aquellas circunstancias. Sus miradas —la suya extrañamente nostálgica, la del futbolista severa— volvieron a encontrarse.
Álvaro no llegó más lejos.
—Sería una pena que te pasara algo, Hugo. Te estoy avisando.
Se separaron lentamente.
—¿Es una amenaza?
—Eres el único en esta casa cuya compañía me dolería perder. No quiero que te ocurra nada.
Hugo rechazó aquella preocupación:
—Ocultas demasiados secretos, Álvaro. No puedo fiarme de ti.
—Pues deberías hacerlo.
—A lo mejor me has mentido en todo —Hugo no sabía ya qué creer—. Quizá sí hiciste las pruebas y me cuentas todo esto para… para… no tengo ni idea de para qué.
—Esa acusación es absurda.
—Todo es absurdo en esta casa. Pero ya hay tres cadáveres. ¿Puedes demostrar que no hiciste las pruebas?
—No hay forma de comprobarlo desde aquí. Si llamaras al instituto, te confirmarían mi ausencia durante esos días.
—Pero no puedo.
—No, no puedes. Te estoy diciendo la verdad, ¿por qué iba a mentirte?
—Dímelo tú.
—Lo único que quiero es protegerte. Ha llegado la noche, el momento más peligroso…
—La mejor protección será contárselo a Diana y Andrea. Ellas tienen que saber esto. Lo merecen.
—¿Para asustarlas aún más? —Álvaro se resistía—. Ya habrá tiempo para las explicaciones.
—Imagina que te creo —dijo Hugo—, que acepto por un instante que lo que nos ha traído hasta aquí no es el experimento. Que todo es una enorme tapadera. Tal vez si intentamos encontrar lo que tenemos en común…
Álvaro sonrió con fragilidad.
—Hubiera sido una buena estrategia si estuviésemos todos vivos. Ahora es demasiado tarde, algunos se han llevado a la tumba su secreto.