CAPÍTULO 28

Atardecía. Tras él, el bosque empezaba a convertirse en una marea oscura cuyo oleaje de ramas se mecía al ritmo de las ráfagas de viento. Jacobo permanecía quieto frente a una de las entradas laterales de la casa. La urgencia por reunirse con los demás se veía frenada ahora por su miedo ante lo que pudiera provocar el encuentro.

Era vital que hablara con ellos, pero… ¿estaba en condiciones de comportarse como una persona normal cuando se viera ante sus compañeros?

Lo dudó. ¿Y si no lograba controlarse? Una creciente ansia había empezado nuevamente a envenenar sus pensamientos, contaminaba su cerebro. Su mano volvía a empuñar el cuchillo con una fuerza exagerada, que no respondía a ningún motivo racional. Sí, se dio miedo a sí mismo.

Jacobo se veía dominado por la necesidad de descargar toda aquella energía que se acumulaba en su cuerpo a cada minuto, amenazando con reventar sus entrañas.

Su corazón latía a toda máquina.

Intentó canalizar la violencia hacia imágenes pacíficas, sin conseguirlo. Ahora que era libre de los frenos que incluía el programa del profesor estaba sufriendo uno de aquellos ataques que generaba la terapia subliminal.

En el peor momento.

Tenía que conseguir soportarlo, reprimir esos impulsos de brutalidad que nacían en lo más profundo de su mente, o su entrada en la casa solo provocaría más caos, más dolor.

Tal vez, más muertes.

Y lo que tenía que decir a sus compañeros era demasiado importante.

Hubiera querido gritar, aullar al viento la tortura que lo consumía.

Pasó los dedos por el filo de su cuchillo, los estrechó hasta sentir la mordedura de la hoja. Notó la tibieza de una sangre que era suya resbalar por el antebrazo. Disfrutó del dolor que lo apartaba de otros apetitos.

Poco a poco, el ataque fue remitiendo.

Esteban Lázaro procuró interpretar el semblante del informático, que acababa de entrar en su despacho. Sin embargo, el rostro del técnico era tan neutro que no logró adivinar si Jaime era portador de buenas o malas noticias. Apenas contuvo la impaciencia:

—Por lo que más quieras —comenzó, sin entretenerse en saludos—, dime ya si tenemos algo. ¡Suéltalo!

—Hemos podido recuperar parte del contenido del disco duro —anunció el informático—. Lo demás se ha perdido.

Lázaro se había puesto de pie.

—¿Y? ¿Habéis encontrado algo sospechoso, algún indicio que pueda vincularse con la muerte de Querol?

—Aparte de material inofensivo —comenzó Jaime—, hemos localizado un archivo encriptado que contiene vídeos.

El inspector se quedó frío.

—¿Vídeos? ¿Pero qué clase de vídeos?

—Son como… documentales.

—Venga, Jaime —Lázaro empezaba a desanimarse—. ¿Y unos documentales no son material inofensivo?

—Estos, no —ahora el informático sonreía—. A mí me extrañaba que el publicista hubiera guardado contenidos tan vulgares con un nivel de seguridad tan alto. Porque nos ha costado mucho dar con las claves…

Lázaro resopló.

—¿Quieres dejarte de rodeos? ¡Cada minuto cuenta!

—Vale, vale. El caso es que hemos empezado a analizar los vídeos con programas informáticos muy avanzados. Vas a alucinar, Esteban: ¡las imágenes contienen material audiovisual adulterado subliminalmente para estimular a una violencia salvaje!

—Pero qué me estás diciendo…

El inspector ya conocía la publicidad subliminal, pero nunca se le había ocurrido asociarla con una finalidad de esa naturaleza.

—Lo que oyes —respondía el informático—. Es fascinante, nunca había visto nada igual. Un trabajo de primera, ese tal Querol era muy bueno en lo suyo. Muy bueno.

La mente de Lázaro funcionaba a pleno rendimiento.

—Son contenidos prohibidos —murmuró.

Un encargo ilegal. La hipótesis de que el asesino del publicista era un cliente se confirmaba. ¡Por fin!

—¿Y para qué querría alguien un material así? —se preguntó en voz alta—. ¿Cuál es su alcance, qué utilidad tiene?

—Viendo la calidad de ese trabajo —opinó el informático—, aplicándolo a según qué personas es una bomba.

Lázaro no terminaba de verlo claro.

—¿Una bomba? ¿A qué te refieres?

—Solo hemos recuperado una porción del disco duro de Querol. Apuesto a que había fabricado más piezas de vídeo. Imagínate que obligas a alguien a asimilar horas y horas de ese material… ¡si es impresionable, puede acabar haciendo cualquier barbaridad!

El inspector tragó saliva.

—Si el cliente compró ese material, es porque pensaba utilizarlo.

Jaime asintió.

—Le habrá costado una fortuna, desde luego. Pero lo vale.

Lázaro veía por fin justificada la urgencia en aquel caso. El cliente pensaba utilizar ese material, sí. Y pronto.

—Este tipo de crimen condena a la víctima a morir en soledad —observó Álvaro ante la cabeza cortada de Héctor—, lo que vuelve todo mucho más dramático. Es triste que nadie escuche tu último mensaje al mundo… Pero, claro, si van a matarte no puede haber testigos.

—La compañía del asesino no cuenta, claro.

—No cuenta.

—Bueno, ¿qué opinas? —Hugo se había quedado junto a la puerta del baño mirando a su compañero, que en ese momento se inclinaba para estudiar cada detalle de los restos que habían ahuyentado a Andrea. Al menos desde allí el impacto del hedor se atenuaba.

—¿Me estás pidiendo mi valoración como… experto en la materia?

Hugo asintió.

—No estamos para perder tiempo, así que me fiaré de tus impresiones. Tampoco hay nadie más a quien recurrir hasta que vuelvan Diana y Andrea.

—Gracias, de todos modos. ¿No te quieres acercar?

—No, Álvaro. No tengo ningún interés.

—¿Es por mí? —el chico se giró hacia Hugo y observó el aspecto de su compañero con gesto de aprobación—. Tu pinta con el hacha es mucho más siniestra que la mía… me recuerda a la peli El resplandor.

—No, no es por ti. Es por la cabeza de Héctor. Como comprenderás, no me apetece verla más de cerca.

—Claro, tendría que haber caído en eso. Perdona.

Álvaro, todavía agachado, recuperó su posición para tocar con el dedo una de aquellas mejillas heladas. Le impresionó el vacío que teñía la mirada de su compañero decapitado. No se decidió a cerrar sus párpados.

—Los difuntos nos contemplan —susurró, acercando su rostro con solemnidad—. Y en sus retinas apagadas nos asomamos al abismo que se abre más allá de la muerte…

—Bonita cita.

—Es mía.

Hugo admiró aquella capacidad de abstraerse que exhibía Álvaro en medio de la angustiosa situación que estaban viviendo. Conserva su mundo, se dijo. Álvaro es el único que tiene un refugio al que escapar de esta pesadilla. Y eso le hace fuerte.

Aunque ese mundo paralelo no le salvará la vida si alguien lo elige como siguiente víctima.

—¿Qué piensas? —insistió, atento al pasillo por si volvían las chicas—. ¿Alguna pista?

—Lo más evidente es que no hay salpicaduras de sangre —comenzó Álvaro—. No sé cuánto hace que esta cabeza ha sido cortada, pero desde luego Héctor lleva muerto bastantes horas.

—¿Héctor ha sido asesinado hace bastantes horas? —Hugo no esperaba semejante afirmación.

—Tal vez incluso durante el primer día. Se nota que estos restos han empezado a pudrirse.

—Pero entonces…

Álvaro le observó con curiosidad.

—¿Por qué te sorprende tanto lo que estoy diciendo?

Hugo suspiró.

—Siempre había pensado que Héctor era el asesino de Esther. Todo encajaba: era el único que no había recibido el freno de la proyección inicial, se movía sin control …

—Su culpabilidad nos dejaba libres de sospecha a los demás —adivinó Álvaro—. Eso es lo que tú necesitas, ¿no? Lo que te tranquiliza.

—¡Los demás cumplimos con el programa el primer día! ¿Por qué iba nadie salvo Héctor a reaccionar, entonces, durante esa noche? Es absurdo…

—No todos somos igual de sensibles a la terapia —dijo Álvaro—. Ya lo sabes. Uno de nosotros se manchó de sangre demasiado pronto. El atenuante de la terapia no fue suficiente durante la primera noche para contener a la fiera que alguien lleva en su interior.

—¿Pero cómo…? —a Hugo le costaba aceptar aquella teoría—. ¿Y cuándo? Estuvimos todos juntos hasta que nos fuimos a dormir; Héctor ya se había largado de la casa. Ni siquiera el profesor fue capaz de encontrarlo.

—A lo mejor Héctor fue asesinado durante el primer descanso —aventuró Álvaro—. O decidió regresar de madrugada a la casa y se encontró con quien no debía… Eso lo situaría como la víctima inicial, algo que cuadra con un asesinato donde no ha habido premeditación. Morir aquí tiene bastante de accidental, el asesino no tiene más motivo que saciar su agresividad. Es cuestión… —… de mala suerte —concluyó Hugo por él—. De cruzarse en el camino del loco.

—Eso es.

—Pero Vidal en su carta habla de una única muerte durante la primera noche…

—El profesor no contempló en su plan ninguna fuga. El comportamiento de Héctor lo distorsiona todo.

Hugo reflexionó unos instantes.

—Así que uno de nosotros pudo matar a Héctor durante la primera noche…

—O incluso antes, recuerda que no todos nos mantuvimos juntos durante el primer descanso.

A Hugo no terminaba de convencerle aquella teoría.

—¿Y ese alguien sintió el impulso de asesinar a Esther después de haber satisfecho sus ansias con Héctor? Lo dudo mucho.

A Álvaro no le costó improvisar una nueva versión de los hechos:

—¿Y quién te dice que ambas muertes son obra de un mismo culpable? Quizá durante la primera noche fueron dos los que no consiguieron resistirse a sus impulsos homicidas.

—Esto cada vez pinta peor… —Hugo se pasó una mano por la cara—. ¡Vaya carnicería! ¿De verdad somos tan vulnerables a esos estímulos?

—No tengo una respuesta para eso. Aunque los hechos hablan por sí solos…

—Desde luego.

—Dos muertes en tan pocas horas… cuando aún no sabíamos de qué iba el juego —Álvaro pensaba en voz alta—. Dormíamos sin protección. Realmente, la primera noche participamos sin sospecharlo en una auténtica ruleta rusa.

—Nos podría haber tocado a cualquiera.

Imaginaron al segundo asesino escogiendo una de las puertas del pasillo de los dormitorios, seleccionando a una víctima, su mano crispada a punto de detenerse sobre el pomo de sus propias habitaciones. Esther había sido la elegida, pero la tragedia había rondado muy cerca de todos ellos. Su aliento flotaba en el ambiente.

—La muerte sigue paseándose en esta casa —Álvaro echaba una última ojeada a la cabeza cortada de Héctor—. Nos va dando caza.

Hugo se negó a dejarse impresionar aún más:

—No dramatices. Así ha sido desde que nos trajeron a la finca y sin embargo continuamos vivos. Nada ha cambiado.

—En eso te equivocas —Álvaro se apartó de los restos del compañero muerto para llegar hasta la puerta donde aguardaba Hugo—. Algo sí es ahora distinto: el ritmo del experimento.

—¿A qué te refieres?

—Esto se acaba —Álvaro adoptaba una expresión ausente—. ¿No notas cómo todo se está precipitando? Pensábamos que la dinámica del experimento se mantendría constante hasta el domingo, confiamos en una rutina que podía salvarnos. Pero ha sido un error. Dudo que el profesor Vidal cuente con apurar el plazo de la terapia. Tal vez no esté en sus planes esperar tanto.

Una sensación de frialdad caló en el cuerpo de Hugo. Las palabras de Álvaro implicaban una sentencia de muerte. Se obligó a descartar aquella hipótesis:

—Si así fuera, Vidal no se habría tomado tantas molestias en preparar los materiales y el programa. Lo único que ha ocurrido es esta broma macabra del asesino de Héctor.

—¿Broma macabra?

Hugo asintió.

—Vidal no ha contado con que su experimento despierte también el humor —señaló hacia el interior del baño—. Y en este crimen lo hay. ¿A quién se le ocurriría colocar ahí la cabeza de su víctima? Humor enfermizo, pero humor.

—Estoy de acuerdo. Humor… pero también estrategia.

Estrategia. De nuevo los indicios parecían excluir la alternativa de un arrebato inconsciente. Lo más pavoroso era, precisamente, admitir la presencia entre ellos de un asesino calculador.

—¿Tú crees? —Hugo se resistía a contemplar ese panorama.

Álvaro había fijado su mirada en él.

—Ha ocurrido mucho más que una broma macabra, Hugo. Acéptalo. La cuenta atrás va acelerándose. Estamos en caída libre, ha cambiado la velocidad de los acontecimientos. La fuga de Jacobo, la muerte de Cristian y ahora esta trampa… Todo a partir de la última noche.

—¿Trampa?

—Quienquiera que colocó la cabeza de Héctor ahí ha logrado que nos separemos. Nos ha debilitado. No puede ser una casualidad justo cuando nos disponíamos a aislar esta zona de la casa.

Un certero movimiento de ajedrez que cambiaba el rumbo de la partida. Los dos se observaron mutuamente, cada uno con su arma en la mano. De forma inconsciente habían aumentado la distancia entre ellos. La cordialidad se desvanecía.

—Solo ha podido ser uno de nosotros cuatro o Jacobo —susurró Hugo.

—¿Se te ha ocurrido que quizá el profesor Vidal se haya animado a participar? —Álvaro procuraba de nuevo contemplar todas las opciones—. A estas alturas me lo creo todo, no hemos sabido nada de él desde que se fue.

—¿Ya vuelves con eso? A Vidal le interesa la conclusión del experimento… Él disfruta como observador, no intervendrá hasta el último momento.

—Espero que estés en lo cierto…

Se quedaron callados.

—Será mejor que vayamos a por las chicas —propuso Hugo—, cuanto antes nos reunamos menos posibilidades habrá de que ocurran nuevas… desgracias.

Álvaro titubeó.

—¿Y si ellas vuelven mientras las buscamos? Pueden estar en cualquier sector del edificio.

—Si tal como dices esto es una trampa, quedándonos aquí solo seguimos el juego a su autor.

—Salvo que esa mente enferma haya contado con que saldríamos a buscarlas. Diana y Andrea saben dónde las esperamos, este es el punto de encuentro acordado. Yo no me muevo de aquí.

Hugo vaciló. Sus sentimientos por Diana le impedían esperarla por más tiempo sin hacer nada. ¿Y si necesitaba su ayuda en ese preciso instante?

—¿Tienes miedo, Álvaro? —preguntó con una súbita indignación—. ¿Es eso?

El otro muchacho no se dejó llevar por los nervios:

—Es sentido común. Aunque tú estás en tu derecho de hacer lo que te dé la gana. Ve a buscarlas si quieres. Auf Wiedersehen!.

Hugo se arrepintió de su reacción. No tenía derecho a pagar su frustración con Álvaro.

—Perdona. Estoy tan asustado…

—Olvídalo. Con eso juega Vidal.

Hugo comenzó a moverse por el pasillo. La impaciencia lo consumía.

—¿Y cómo resistes sin actuar? A mí me matan las esperas…

Álvaro se encogió de hombros.

—Típica impaciencia de los deportistas… Pero aquí ganará quien logre dosificar sus fuerzas hasta el final. La clave está en la resistencia.

—Eso es verdad.

—El miedo puede disfrutarse, Hugo. A mí me gustan las emociones fuertes y el miedo solo es una más.

—Yo no soy como tú, no encuentro ningún placer en sufrir. No puedo ver las cosas así. Me voy —decidió por fin—. Necesito actuar, puede que Diana y Andrea estén en peligro.

—Habríamos oído sus gritos. Además, es más probable que nos necesiten cuando vuelvan aquí…

—¿Y si algo les impide regresar? ¡Estoy harto de esta espera sin noticias!

—Diana es importante para ti, ¿verdad?

—Sí, mucho.

Álvaro acarició el colgante que llevaba al cuello.

—Perderse solo por la casa en estas circunstancias es un suicidio, Hugo. Piénsalo bien una última vez.

—¿Quién me dice que quedarme aquí, a solas contigo, no lo es?

Álvaro sonrió.

—En eso tienes razón. Cada hora que pasa todos parecemos más sospechosos. Incluido tú.

—¿Yo?

—Decapitar a Héctor exige fuerza. Y tú eres el deportista del grupo…

Lázaro empezaba a atar cabos, a entender sus intuiciones en torno a ese caso.

Por eso había experimentado desde el principio aquella impaciencia en avanzar. Querol no era más que un intermediario, su asesino aún no había provocado la verdadera tragedia. En el fondo, el inspector lo había sabido desde el principio.

La muerte de Querol constituye la antesala de algo peor.

—Querol no tenía escrúpulos —el informático seguía hablando—. ¿No le preocupaba lo que el cliente hiciera con esos vídeos? ¿Cómo podía dormir tranquilo después de entregar una mercancía tan peligrosa?

—Querol era un profesional —dijo Lázaro—. No hacía preguntas, simplemente. Solo se ocupaba de lo suyo; una vez que el producto terminado se entregaba y él ya había cobrado, no era asunto suyo lo que hiciera el cliente.

—La discreción es la mejor tarjeta de visita si uno quiere aumentar su cartera de clientes…

—Exacto. ¿Habéis descubierto algún dato que nos permita llegar a la persona que compró ese material?

—Nada —Jaime suspiraba—. Lo único que puedo decirte es que el archivo se modificó por última vez hace tres semanas.

—Tres semanas… —a Lázaro se le empezó a acelerar el pulso—. Eso es mucho tiempo si el cliente tenía prisa para experimentar con el producto.

Pero cómo llegar hasta ese comprador…

Las llamadas efectuadas desde la cabina próxima al instituto recuperaban ahora todo su protagonismo.

¿Es un profesor el cliente secreto de Querol?

De ser así, ¿sobre quién piensa aplicar los vídeos adulterados? ¿Sobre los… alumnos?

El alumnado. Sin duda se trataba de un perfil muy propenso a la manipulación.

Un colectivo que multiplicará los efectos del contenido subliminal.

Lázaro no se atrevió a imaginar las consecuencias de aplicar aquel material sobre los estudiantes.

—¡Avisa a Millán, nos vamos al piso de Querol! —se levantó de golpe—. ¡Allí tiene que estar la información que nos falta!

—¡De acuerdo, jefe!

El inspector recogió sus cosas a toda velocidad. El publicista era un tipo inteligente, se daría cuenta de que estaba apostando demasiado alto cuando aceptó aquel encargo.

—Tuvo que fabricarse un seguro de vida —susurró mientras comprobaba el estado de su arma reglamentaria—. Algo que garantizase su seguridad después de que el cliente se llevara el material.

Saber demasiado suele resultar incómodo para aquellos que dependen de lo que sabes. El compromiso de tu silencio a veces no es suficiente.

Tiene que estar en su casa, se dijo. Su seguro de vida tiene que estar allí.