Andrea y Álvaro acababan de entrar en la sala.
—Perdonad, chicos —se disculpó ella, con un semblante aún más pálido que el de los demás—. Pensaba que lo iba a resistir mejor…
Ninguno de ellos se encontraba bien. De hecho, la mañana había terminado y nadie pensaba en la comida.
—Lo importante es que los cuatro nos hemos ayudado —dijo Diana—, que estamos juntos en esto. Es lo único que nos salvará. Eso, y la fidelidad al programa de Vidal. Hasta el momento no nos hemos saltado ni una sola proyección. Tampoco los contenidos en la tablet, ni los libros…
Sin embargo, la lealtad al grupo no garantizaba nada; cualquiera de ellos podía sufrir un arrebato violento, estaban hartos de recordarlo. Una certidumbre que delató el modo cauto en que se observaban mutuamente.
En realidad, no constituían un grupo; se limitaban a compartir sufrimientos.
—Menos mal que no nos hemos cruzado con Jacobo mientras llevábamos los cuerpos —Andrea suspiró mientras se servía un vaso de agua—. Teníais razón, a estas alturas debe de estar bien lejos.
—Bien lejos… pero dentro de la finca —precisó Hugo—. Como Héctor. Ninguno de los dos habrá conseguido llegar al exterior.
—Por eso Jacobo regresará, antes o después —Diana recuperaba el pronóstico de su compañero—. Volverá a por nosotros, sobre todo teniendo en cuenta que no está cumpliendo con los contenidos previstos por el profesor. Quizá tenga menos aguante que Héctor. Cuanto más tiempo pase ahí fuera, más fuertes se irán haciendo sus impulsos violentos.
—Al no seguir con las proyecciones, tampoco recibirá los nuevos estímulos que refuerzan la agresividad —Hugo volvía a esforzarse por buscar el lado positivo a todo, incluso aunque eso supusiera contradecirse—. Estoy pensando que a lo mejor su degeneración no es tan fuerte…
Álvaro rechazó aquel argumento:
—¿Las muertes de Esther y Cristian no te parecen prueba suficiente? Bastó una única jornada para desatar los peores instintos en alguno de nosotros.
—Sí, pero… —Hugo se resistía a sentenciar a su compañero de una forma tan cruda—. Jacobo ya ha satisfecho esos instintos, ¿no?
Las palabras de Álvaro resonaron en su cabeza: Algunos animales, una vez prueban la carne humana, ya no quieren otra cosa.
—Cuidado —Diana se negó a dejar margen para la ingenuidad—: Jacobo no se ha liberado del contenido tóxico que ya ha recibido. Volverá a sufrir ataques.
—Pero, entonces… —Andrea no cesaba de dirigir miradas hacia la ventana abierta, como si de un momento a otro fuera a aparecer Jacobo con su atizador.
—Entonces… olvídate del compañero al que conociste. Ahí fuera hay una bestia —Álvaro se recreaba en su propio dramatismo—. Una bestia que volverá a dejarse arrastrar por el apetito de la sangre.
Casi sintieron el eco de aquella profecía perdiéndose por los corredores de la casa.
—Tenemos que cumplir con la siguiente proyección —Hugo consultaba su reloj— y después aislar esta zona de la casa. No perdamos más tiempo.
El inspector Lázaro se rindió. Resultaba imposible controlar los movimientos de ochocientos alumnos: el sistema de ausencias era demasiado complejo para alguien que no estuviera familiarizado con la dinámica escolar: había faltas a clase con justificante de los padres, otras sin justificante, algunas con llamada de teléfono al centro, con conversación mantenida con el tutor, incluso ausencias sobrevenidas durante la mañana.
—Y eso sin contar con las ausencias que se nos escapan —reconoció el profesor que le acompañaba—. Nos han llegado a colar justificantes falsos. Y luego están las autorizaciones que se conceden a los alumnos para que falten a algunas clases mientras colaboran en campañas, en actividades del instituto… Algunos piden permiso para ir al baño en mitad de la clase y se quedan haciendo tiempo fuera.
Lázaro suspiró. Aquello le superaba.
—¿Los docentes son rigurosos, al menos, con el control de ausencias durante sus clases?
—La dirección del centro así lo exige, aunque luego cada profesor es distinto.
—Yo pretendía —se sinceró el inspector— averiguar si hubo algún alumno que pudiera saltarse las clases para efectuar varias llamadas desde la cabina que tienen ustedes junto a la parada del autobús.
—Pues mucho ánimo —le deseó el profesor, desentendiéndose—. Va a ser una tarea complicada.
—Ya veo.
Lázaro se levantó, dispuesto a irse. Allí estaba perdiendo el tiempo. Necesitaba más información para avanzar en esa dirección. Se había precipitado con su maniobra, ahora se daba cuenta. La impaciencia siempre es mala consejera.
En ese momento, sonó un timbre por todo el instituto y un murmullo creciente fue llegando hasta ellos desde el pasillo.
—El final de las clases —anunció el profesor, consultando su reloj.
Más allá de la puerta del despacho donde se encontraban, una marea de jóvenes invadió el corredor. El inspector se quedó mirando aquella masa de chicos cargados con sus mochilas, carpetas y libros. Hablaban todos a un tiempo, reían, gritaban, corrían. Discutían, se insultaban. Dos parejas cruzaron de la mano.
Lázaro decidió que su presencia en aquel instituto no era útil. No todavía. Qué impotencia saber que entre esas paredes se movía alguien vinculado con la muerte de Querol y no poder distinguirlo.
Pero aquel fracaso era inevitable; sus ojos aún no sabían lo que estaban buscando.
—Volveré —dijo al profesor, ya de pie, recogiendo sus cosas—. Muchas gracias por su cooperación, debo irme.
—Como quiera, inspector. Estamos a su disposición.
Unos minutos más tarde, Lázaro llegaba hasta su coche. Se giró una última vez para contemplar la silueta del edificio.
—Qué me ocultas… —susurró—. Qué secreto escondes.
La sensación de urgencia que le invadía cada vez que pensaba en el caso Querol volvió a intensificarse.
Tuvo miedo de no estar siendo lo suficientemente sagaz en aquel caso. Y de lo que se encontrarían más adelante como consecuencia de ello.