Las horas iban transcurriendo y con el avance del día el panorama no mejoró para Jacobo. Él, que conocía bien la frustración, acababa de sentir algo mucho peor al fracasar en su intento de atravesar el acceso enrejado del muro de la finca.
Apenas quedaban en él resquicios de humanidad que recobrar.
La libertad se encontraba allá fuera, a tan solo unos pasos. La percibía como un soplo de aire fresco que agitaba su cabello frente al viciado ambiente que flotaba en la mansión. La libertad estaba allí, allí mismo. Pero, al igual que le ocurriera a Hugo, había sido incapaz de vencer el espacio que le separaba de ella por culpa de los efectos que provocaba en su cuerpo cada nuevo acercamiento.
Imposible.
La intensa carga subliminal que había soportado su mente lo convertía en prisionero de aquella propiedad. Sin solución. No tuvo más remedio que dar la vuelta y perderse en dirección al este, hacia el extremo de la finca que quedaba más lejos de la zona edificada. Si no podía huir de aquel lugar, al menos se ocultaría bien.
No creyó que sus compañeros se atrevieran a buscarle. Al menos hasta que terminara aquella pesadilla… y con ella —tal vez— las vidas de todos.
Caminaba arrastrando los pies, convertido en una ruina humana. Un charco le devolvió una imagen de sí mismo demacrada y sudorosa, todavía con restos de sangre en las manos y la ropa hecha un despojo. Irreconocible. Unas horas a la intemperie, huyendo al amanecer, y ya tenía ese aspecto… de asesino.
De asesino.
En qué pocas horas puede degenerar una persona hasta convertirse en una sombra de sí misma, se dijo. En qué pocas horas uno puede perderlo todo. Y sin saber siquiera por qué.
Continuó caminando hacia las profundidades del bosque. Debía encontrar un refugio para guardar sus pertenencias y cobijarse por la noche. Confió en que en su exploración no tuviera la mala suerte de encontrarse con Héctor. Aunque todo era posible…
El recuerdo de su compañero le hizo llevarse una mano a la empuñadura del cuchillo. Allí fuera no había lugar para la compasión; matar o morir.
Siguió atravesando el bosque.
No se planteaba regresar a la casa, pues su fuga constituía el más sólido de los indicios de culpabilidad. Había firmado su propia sentencia al tomar aquella iniciativa.
Ya era tarde para arrepentirse. Nadie estaría dispuesto a creerle… cuando, además, ni siquiera él mismo sabía con certeza lo que había hecho.
Un avión cruzó el firmamento en ese momento. Él contempló su estela, absorto. Disfrutó de ese recuerdo de la civilización, de aquella imagen que flotaba sin ataduras, al margen del mundo.
Reprimió su rabia, su impotencia. El odio que sentía hacia Vidal le consumía. No le habría importado morir a cambio de poder estrangularlo con sus manos. Lentamente. Hasta conseguir que pidiera perdón por el dolor que había causado.
Lo hubiera sacrificado todo —qué poco le quedaba ya— con tal de sentir cómo la vida de aquel loco se diluía entre sus dedos, por verlo implorando piedad inútilmente.
En su memoria pronto surgieron también los rostros de sus compañeros, a los que imaginó como cómplices del artífice de su desgracia. Imaginó sus gestos acusadores, los recreó conspirando en su contra…
Se contuvo. Tenía que resistir esos impulsos, ignorarlos.
No debía hacer daño a nadie. A nadie más, al menos. Salvo en caso de legítima defensa.
Sin darse cuenta, había incrustado en un tronco el cuchillo que llevaba. Y sus ojos febriles buscaban entre la vegetación, con avidez, la silueta de la casa.
Sus pasos empezaron a conducirle hacia ella.
—Estás muy blanco.
Diana se había aproximado a Hugo, que permanecía apoyado en una pared de la cocina. Frente a ellos, la puerta de la cámara frigorífica todavía estaba abierta. Desde su posición se distinguían los bultos envueltos en sábanas ensangrentadas que acababan de trasladar hasta allí.
—Tú tampoco tienes buen aspecto —respondió él, con un hilo de voz—. Creí que sería más fácil…
Diana asintió.
—Taparlos no ha servido de nada —ella se acababa de colocar junto a su compañero—. Aunque no les hayamos visto la cara, sabíamos demasiado bien lo que arrastrábamos. Ha sido una experiencia terrible…
Una más, pensó Hugo. De las que te marcan para toda la vida.
La idea de que les estaban arrebatando la juventud volvió a ganar consistencia en su cabeza.
Con cada nuevo horror iban perdiendo su identidad. ¿Lograrían recuperarse algún día de aquellas vivencias?
—Me siento como un enterrador —el chico se frotó los ojos, agotado—. Parece mentira que hace apenas unas horas fueran nuestros compañeros. Esther y Cristian, que ya no existen. Qué fuerte. ¿Crees que habremos destruido pruebas?
—Lo que creo es que eso, en nuestras circunstancias, no tiene importancia. ¿De qué sirve que la policía lo tenga mejor para investigar si para cuando lleguen… —señaló la cámara frigorífica— estamos todos ahí dentro?
Los dos se quedaron mirando aquellos fardos inmóviles; se esforzaban en recordar que lo que contenían habían sido personas.
Personas que albergaban sueños, que pertenecían a una familia.
Ahora solo eran… restos.
La muerte de alguien joven nunca tiene sentido.
—Es cierto —susurró Hugo—. Qué pocas cosas importan ahora.
Diana abrió la ventana de la cocina.
—Necesitamos aire fresco —dijo—. Me estoy mareando.
Se asomaron, agradeciendo el contraste con el frío. Como ruido de fondo, se escuchaban las arcadas de Andrea. El traslado del segundo cuerpo había sido excesivo para ella y había tenido que precipitarse nuevamente hacia el baño para vomitar. Álvaro acababa de acudir allí para acompañarla.
—Para ser hippy —dijo Hugo— Andrea está resultando muy delicada, ¿no?
—Lo suyo es una pose.
Se mantuvieron en silencio, sin apartar sus ojos del paisaje.
—Curioso —Hugo hacía sus propios cálculos—. Apenas llevamos cuarenta y ocho horas aquí y siento como si hiciera una eternidad que abandonamos nuestras vidas, el mundo exterior.
Como si hiciera una eternidad que habían sido unos simples estudiantes de diecisiete años con toda la vida por delante. Con futuro, con sueños.
Diana hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Aquí el tiempo funciona de otra manera. Todo gira en torno al programa de proyecciones, vivimos en una constante contrarreloj. Psicológicamente, Vidal ha conseguido alejarnos del mundo mucho más que la distancia física que nos separa de él. El aislamiento es completo.
—Bravo —Hugo se giró y dio un manotazo sobre la mesa—. Nos ha privado de todo…
—Para él somos números, Hugo. Sujeto Uno, sujeto Dos… Por eso no le afecta quién pueda morir. Somos carne de laboratorio, un daño colateral que está dispuesto a asumir en favor de su experimento.
Andrea se refrescaba la cara frente al espejo del lavabo.
—¿Te encuentras mejor? —Álvaro no había cruzado la puerta del baño por exigencia de su compañera.
—¿Tenías que ser tú precisamente quien viniera a comprobarlo? —Andrea empezó a secarse el rostro con la toalla—. Ya son ganas de tocarme las narices…
—Hemos quedado en permanecer juntos los cuatro.
—Sí, pero no en confiar entre nosotros. Además, ya hemos incumplido ese pacto. Aquí solo estamos tú y yo.
Álvaro se apartó el flequillo de la frente.
—Estar sola, en esta casa, es mucho más peligroso que tenerme cerca —dijo.
—Pues eso dependerá de lo que pase por tu cabeza —repuso Andrea—. ¿Has tenido alguna vez pensamientos normales?
—¿Y tú? ¿Has tenido alguna vez pensamientos, de cualquier tipo?
—Muy gracioso.
—Andrea, entiéndelo. Precisamente porque mis gustos son conscientes, no soy peligroso. Lo peligroso son los impulsos inconscientes. Todo ese material subliminal no despertará en mí nada que no estuviera ya vivo en mi interior. Tengo muy controlada mi afición a lo sangriento.
—¡Vaya discurso! ¿Y se supone que eso debe tranquilizarme?
—Si eres inteligente, lo hará.
Jacobo había logrado por fin resistirse a la atracción que parecía emanar de la casa y fue capaz de elegir otro rumbo que lo apartara de ella. Aunque tampoco se alejó tanto como hubiera sido deseable, al menos no había regresado. Así no haría daño a nadie… ni se lo harían a él.
Procuró ubicarse. La mansión quedaba hacia el oeste, a bastante distancia. Ni siquiera se adivinaba desde su posición, pero él notaba su magnetismo alcanzándole a través de los árboles.
Llamándole.
Reanudó su caminar con intención de distraer la mente. Lo peor que podía hacer era detenerse y ponerse a pensar. Aumentó el ritmo de sus zancadas, siempre atento al paisaje que le iba ofreciendo la vista; tenía muy presente la posibilidad de que Héctor se estuviera moviendo por la misma zona.
Tampoco allí estaba fuera de peligro.
Distinguió, en el extremo de la arboleda que le rodeaba, una especie de cobertizo bastante grande que se confundía con las sombras del bosque. Aceleró el paso, con curiosidad. Se preguntó si acababa de descubrir el escondite de Héctor.
Se detuvo a pocos metros, parapetado tras el tronco de un árbol. Debía estudiar el panorama antes de delatarse.
Se trataba de una cabaña. En realidad era una construcción menos rudimentaria de lo esperable: amplia y bien equipada, contaba con varias ventanas y una antena parabólica en el techo.
No se oía ningún ruido.
—Joder —Jacobo se quedó sin respiración ante el calibre de su hallazgo—, esto tiene que ser el puesto de control de Vidal. Seguro.
Agarró con fuerza su cuchillo y, agachándose, comenzó a aproximarse. El destino le ofrecía la oportunidad con la que soñaba y no estaba dispuesto a desperdiciarla.
Venganza.
Tras una corta carrera, llegó hasta uno de los tabiques de la cabaña. Poniendo mucho cuidado en cada pisada, rodeó la construcción hasta alcanzar la primera ventana.
Llegaba la maniobra crítica: asomarse.
Jacobo intentó tranquilizarse mientras prestaba atención a todo sonido que pudiera proceder del interior. Cualquier error le costaría caro; el profesor había demostrado ser una persona peligrosa.
Escuchó.
Silencio absoluto.
No se percibía ni el más leve movimiento allí dentro.
Con el transcurso de los minutos, Jacobo empezó a plantearse que la cabaña estuviera vacía. A lo mejor Vidal había salido. A fin de cuentas, era humano; sin ayuda, el profesor no podía asumir una vigilancia de veinticuatro horas.
Jacobo contó hasta diez, levantó el cuchillo y, muy lentamente, se asomó desde el exterior a la ventana. Ante sus ojos quedó una pequeña sala llena de monitores. A la derecha distinguió una diminuta cocina y, al fondo, una puerta abierta que daba a un pequeño espacio donde se veía el cabecero de una cama.
Fue al orientar la mirada hacia la izquierda cuando se encontró con la escena.
Cuando descubrió aquello.
Jacobo había palidecido, incrédulo.
Imposible.
No podía ser cierto lo que veía. Por el bien de todos.
—Tengo que volver a la casa —susurró para sí mismo, cuando recuperó el aplomo—. Ya.