Esteban Lázaro se encontraba solo en un despacho del instituto, revisando la documentación que le había facilitado el director. Aquellos papeles contenían cuadros con los horarios de todo el personal del centro, que él revisaba minuciosamente por orden alfabético.
Su objetivo era comprobar qué profesores disponían de horas libres en los momentos en los que se habían desarrollado las conversaciones telefónicas con el publicista asesinado. A pesar de que ya había analizado el reparto de las clases de casi toda la plantilla, le sorprendió no descubrir ni un solo docente que, con arreglo a su horario, estuviera en condiciones de haber efectuado las cuatro llamadas que recibió Querol procedentes de la cabina. Ni siquiera los jefes de departamento, con una carga menor de asignaturas a impartir, disponían de los cuatro huecos que el inspector necesitaba. ¿Entonces?
El propio director del centro disfrutaba de mayor libertad de movimientos, pero una ojeada a su agenda durante la breve entrevista que Lázaro había mantenido con él le había hecho descartarlo como candidato a autor de las llamadas.
—¿Tal vez no fue un profesor quien llamó a la víctima? —se planteó, poco convencido.
Alguna de las conversaciones había sido bastante larga, así que difícilmente nadie de secretaría o de mantenimiento habría dispuesto del suficiente margen de tiempo.
—¿Algún alumno?
Hasta aquel instante, esa posibilidad le había parecido improbable ya que Querol no tenía hijos ni familia.
Aun así decidió estudiar también los movimientos del colectivo de alumnos, ya que en todos los centros era frecuente que algunos estudiantes lograran saltarse clases. En tal circunstancia, un alumno sí habría tenido margen para llegar hasta la cabina y llamar al publicista. Aquella hipótesis era factible. Y eso que no se le ocurría ninguna razón por la que alguien tan joven tuviera interés en contactar con Querol en cuatro ocasiones durante las últimas semanas.
Lázaro se levantó. Pediría información sobre el sistema del instituto para controlar las ausencias de los estudiantes, aunque él seguía convencido de que quien había efectuado las llamadas tenía que ser un profesor.
—¿Qué creéis que debemos hacer con Jacobo? —Diana se dirigía a ellos mientras esperaban a que Andrea regresara del baño—. Está claro que se habrá escondido bien, después de lo que ha hecho.
—De todos modos, hay que encontrarle —respondió Hugo—. Antes de que cometa otra locura.
—Estáis hablando de buscar a alguien que se ha convertido en un asesino… —observó Álvaro—. Andrea no estará dispuesta a correr ese riesgo. Ni de coña.
—¿Y tú? —Hugo se había girado hacia Diana.
—Yo simplemente pienso que nuestra prioridad es seguir con el tratamiento para que ninguno de nosotros caiga tan bajo como él… si es que no lo hemos hecho ya.
Los tres pensaron en la misteriosa muerte de Esther, que seguía sin esclarecerse.
—Hay que impedir que alguien ajeno al efecto tranquilizante de las proyecciones se mueva libremente —Hugo no olvidaba que el repetidor tampoco podía salir de la finca—. Jacobo empeorará, y quedan todavía cinco días para que todo esto acabe. Si no recibe el tratamiento, terminará atacándonos. No resistirá.
Diana asintió.
—Quién me iba a decir que esta finca tan enorme se quedaría pequeña —comentó—. Pero es que ninguna distancia es suficiente cuando un asesino anda suelto…
—Es cierto —Álvaro volvía a entretenerse con su colgante, un diminuto cilindro oscuro enganchado a un cordón—. Pero eso mismo hace que las sensaciones que se generan entre estas paredes sean más potentes.
Diana enarcó las cejas.
—¿Sensaciones? —preguntó—. ¿A qué te refieres ahora? ¿Con qué reflexión friki nos vas a sorprender esta vez?
—Me refiero al miedo —Álvaro se humedeció los labios—. Yo no quiero morir, pero al menos la locura de Vidal nos arrastra a emociones intensas. Disfrutemos del miedo —hizo una pausa—. Qué curioso, nunca me he sentido más vivo que ahora que me la juego a cada paso. ¡Jamás experimentaremos nada tan auténtico!
—Jamás experimentaremos nada más… si acabamos muertos —Diana no lo veía tan claro—. El miedo que sufrimos es un miedo inútil. Nos lastra.
—Yo necesito libertad para sentirme vivo —a Hugo tampoco le había convencido aquella visión—. No me sirve tu planteamiento, Álvaro. Esto es una cacería. Tu enfoque es demasiado… romántico.
—Tal vez —reconoció él.
—Tiene que resultar muy fácil estimularte por vía subliminal —le dijo Diana—. Eres tan… soñador. Me caes bien, pero Andrea tiene razón: quizá seas el más peligroso de todos nosotros.
Álvaro sonreía.
—¿Fácil estimularme? A mí no se me puede estimular más, Diana. Esa es la diferencia. Yo ya era así. Soy el que menos ha cambiado de toda la casa. Eso me hace inofensivo.
—Lo dudo —ella suspiró—. Lo dudo mucho.
—¿Y Héctor? —Hugo retomaba la conversación inicial—. Sigue en paradero desconocido.
—La situación de Jacobo —le advirtió Diana— no es ahora tan distinta a la suya…
—Héctor no es un asesino.
—Eso no lo sabemos con seguridad. Pudo regresar a la casa para matar a Esther y luego volver a ocultarse.
Él se quedó mirándola.
—¿Adónde quieres llegar?
—Antes insistías en buscar a Jacobo por un motivo que también es aplicable a Héctor —respondió por ella Álvaro—. Ambos serán incapaces de reprimir sus impulsos violentos porque no tienen acceso a la terapia.
—Las circunstancias no eran las mismas cuando se marchó Héctor… —intentó argumentar Hugo—. Han cambiado.
—Yo creo que, en el fondo, no —Diana se mostraba inflexible—. Los dos han recibido estímulos subliminales, aunque en dosis diferentes. Y los dos, tal como dice Álvaro, se encuentran ahora sin posibilidad de recibir tratamiento. La libertad de cualquiera de ellos es igual de peligrosa para nosotros.
—¿Entonces?
—No tiene sentido buscar a uno sí y a otro no —concluyó ella—. Si decidimos abandonar la protección de la casa, tiene que ser para localizarlos a los dos. ¿De qué sirve asumir riesgos si vamos a terminar dejando una amenaza moviéndose libremente por ahí?
Hugo claudicó:
—Vosotros ganáis. Si decidimos buscar a Jacobo, buscaremos también a Héctor.
—Es lo más inteligente —Álvaro acariciaba su colgante como si fuera un talismán.
—Me pregunto qué se siente al matar por primera vez —Hugo miró ahora hacia el bosque que comenzaba en las inmediaciones, a través de la ventana del salón—. Si eres consciente en el momento de hacerlo, no creo que te recuperes nunca de una experiencia así.
Álvaro adoptó una mueca morbosa:
—Algunos animales, una vez prueban la carne humana, ya no quieren otra cosa.
Hugo se giró hacia él.
—¿Qué quieres decir?
—La situación de Jacobo me ha recordado esa anécdota, que escuché en un documental. Jacobo ya ha matado. No tiene nada que perder, está sentenciado.
—¿Y?
—Y por eso su mente, imagino, no pondrá muchas objeciones en seguir matando. Anulado el primer escrúpulo, vía libre para sus impulsos, que irán a más. Llegados a este punto de degeneración, ¿qué diferencia hay entre matar a una persona, a dos o a tres?
—Estoy de acuerdo —dijo Diana—. Eso lo hace más peligroso.
Hugo no pestañeaba.
—¿De verdad creéis eso?
—Viendo cómo han transformado los estímulos subliminales a Jacobo en el poco tiempo que llevamos, sí —respondió Álvaro—. Ese tío va a convertirse en una fiera, un animal que no reconocerá a nadie. Una… máquina de matar.
Hugo meditó unos instantes, impresionado ante aquella perspectiva que —era evidente— seguía emocionando a su compañero.
—Será mejor que reaccionemos —avisó Diana ante el giro de la conversación—. Lo primero es comprobar que Jacobo no se encuentra en este ala de la casa —mostró un juego de llaves que había recuperado del vestíbulo principal—. Nos aislaremos y así, en caso de que pretenda regresar para sorprendernos, no podrá llegar a nosotros.
—¿Lo desterramos, entonces?
Hugo traducía su propio interrogante a palabras mucho más crudas: ¿lo abandonamos a su suerte? Una decisión que también arrastraría definitivamente a Héctor, de acuerdo con lo que acababan de acordar.
A él le costaba compartir la responsabilidad de una decisión tan severa; Jacobo, a pesar de todo lo sucedido, era un compañero sometido al experimento, una víctima más que necesitaba ayuda.
Él no ha elegido matar.
—Nos estás preguntando si renunciamos a buscarlo cuando dispongamos de una zona segura… —interpretó Diana.
—A mí me parece una postura razonable; Jacobo escogió su destino al fugarse —Álvaro se encogió de hombros—. Como hizo Héctor. Seguir su rastro conlleva demasiado riesgo, y todo lo que precisamos se encuentra en este sector: la cocina, las provisiones, los dormitorios, la sala de proyecciones, el botiquín con las medicinas… Limitemos nuestros movimientos a esta zona. Aquí aguantaremos.
—De todos modos —añadió Diana—, dudo que Jacobo esté cerca, seguro que ha abandonado el edificio. No es tonto.
Hugo se preguntó si el repetidor acabaría cruzándose con Héctor en algún sector de la finca. Daba escalofríos imaginar el desenlace de aquel hipotético encontronazo.
—Durante el día se moverá por el exterior —coincidió con Diana—. Pero ¿qué pasará cuando llegue la noche y se intensifiquen sus arrebatos homicidas? Volverá a buscarnos, no resistirá. Jacobo es de naturaleza más impulsiva que Héctor.
—Por eso conviene inspeccionar cuanto antes esta parte de la casa e incomunicarla —apoyó ella—. Nuestra seguridad es fundamental si pretendemos continuar con la terapia.
—¿Y después? —Álvaro se había vuelto hacia Diana—. No hemos contestado a la pregunta de Hugo: ¿desterramos a Jacobo hasta que transcurran los cinco días que quedan?
—No lo sé —ella se mostraba reacia a posicionarse—, ya lo pensaremos cuando hayamos solucionado el tema de nuestra protección.
—Me parece bien. Pero hay otra urgencia.
Esa observación pilló fuera de juego a Diana.
—¿Otra?
Álvaro señaló el piso de arriba:
—Tenemos dos cadáveres en la casa. El cuerpo de Esther no tardará en empezar a pudrirse… No pueden quedarse donde están.
Hugo puso los ojos en blanco.
—No estarás insinuando…
—Hay que trasladar los cuerpos a la cámara frigorífica.
Andrea llegaba en ese momento y alcanzó a escuchar los últimos retazos de la conversación.
—¡Pero son escenas de crímenes! —lo decía con una cara de asco que no logró disimular—. Si tocamos algo, estropearemos pistas. Habría que esperar a que la policía…
—Álvaro tiene razón —la interrumpió Diana—. ¿Te ves capaz de resistir aquí dentro cinco días más, Andrea, mientras dos cuerpos se van descomponiendo a tu lado? Yo no.
—Es absurdo incomunicar este sector del edificio con dos cadáveres dentro —a Hugo le repugnaba la idea casi tanto como la alternativa de moverlos—. Para protegernos de Jacobo tenemos que resolver primero lo de los cuerpos, es cierto. Hay que trasladarlos a la cámara. Solo entonces podremos crear un área de seguridad.
—Tiempo tenemos —coincidió Diana—. Tal como has dicho, no creo que Jacobo se plantee visitarnos antes de que llegue la noche. Y Héctor tampoco lo ha hecho hasta el momento… que sepamos.
Por suerte, en aquel caserón todo era de unas dimensiones desproporcionadas, así que tampoco tendrían problemas de espacio a la hora de depositar los muertos en la cámara hasta que la pesadilla terminara.
—Primero cumplamos con las proyecciones previstas en el programa de Vidal —propuso Hugo—. Después trasladaremos los cuerpos.
No olvidaban que su estrategia defensiva se basaba en respetar el programa del profesor.
—No seré capaz de ayudaros sin un poco de hierba… —a Andrea empezaban a superarla los acontecimientos hasta extremos inimaginables.
—Esa es una forma de huir que no te servirá de nada —la previno Hugo—. Aquí está la realidad. Y te necesitamos ágil, Andrea. Tienes que rendir al cien por cien.
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.
—Pues no puedo. Lo siento. Estoy desorientada, me he perdido en un mundo que no identifico. ¡No soy tan fuerte como vosotros! ¿Qué ha sido de mi vida? ¿En qué nos hemos convertido?
«No soy tan fuerte como vosotros». Demasiado tarde se dio cuenta Andrea de que sus palabras constituían una suerte de confesión: de los cuatro, se acababa de reconocer como la más vulnerable a los estímulos subliminales. La más peligrosa, en definitiva. Álvaro le cedía su lugar como favorito en ese peculiar podio del crimen. Andrea leyó en los ojos de sus compañeros aquella interpretación a la que ninguno, sin embargo, se atrevió a aludir.
—Nos hemos convertido en supervivientes —Hugo respondió en ese instante al último de sus interrogantes.
—Y tu vida, como la de todos —añadió Álvaro, extendiendo un brazo en dirección a un ventanal—, se encuentra más allá del muro. Esto es el infierno.