CAPÍTULO 23

Esteban Lázaro apenas había dormido tres horas, pero ya estaba al volante de su vehículo, sorteando el tráfico congestionado de la ciudad en dirección al instituto.

Había pedido a Millán que hablase mientras tanto con el informático de la policía, tal vez tuviera algo nuevo que contarles. Debían estar pendientes de todos los frentes abiertos, acelerar en la medida de lo posible las indagaciones; y es que el inspector no se quitaba de la cabeza esa acuciante sensación de que la muerte de Querol ocultaba algo oscuro que no había concluido con su asesinato.

Lo último que necesitaba era tener bajo su conciencia nuevas víctimas, había que solucionar aquel caso sin pérdida de tiempo.

Los de la científica, por otro lado, tampoco habían aportado gran cosa después de analizar minuciosamente la escena del crimen. Al menos, nada que no supieran ya.

Minutos más tarde, Lázaro aparcaba el coche en el estacionamiento del centro escolar y se dirigía a la puerta principal.

—Buenos días —saludó al conserje, mostrando su credencial de la policía—. ¿Puedo hablar con el director?

Le hicieron pasar a un recibidor y, a los pocos minutos, fue conducido hasta el despacho del profesor Salgado, responsable del instituto.

El inspector deseó que, con aquella maniobra, estuvieran cerrando el cerco sobre el autor de la muerte de Querol… antes de que aquel misterioso asesino cometiera otra barbaridad.

Sus rostros crispados lo decían todo sin necesidad de que nadie pronunciara palabra. ¿Qué podía decirse?

Los hechos hablaban por sí solos; la sangre era ya un testimonio suficiente.

—Jacobo ha matado a Cristian —repasó Hugo en voz alta— y ha huido. Parece claro. Ya habéis visto los restos encima de su cama.

La puerta rota de uno de los baños indicaba que Cristian se había resistido, había intentado escapar.

—Falta el atizador de la chimenea del salón —añadió Diana.

—¿El atizador? —Andrea no esperaba un dato tan extraño.

—Ayer por la noche lo dejé colgado junto a la chimenea —confirmó Diana—. Ahora ya no está. Se ve —adoptó un tono irónico— que Jacobo se lo ha llevado por si vuelve a hacerle falta…

—Qué espanto —la hippy bajó la mirada—. Esto no puede estar pasando…

—Un atizador —a Álvaro, para variar, se le veía menos intranquilo—. Qué instrumento para matar tan… sugerente. Provoca salpicaduras muy generosas. Al menos Jacobo ha sido creativo.

Andrea le miró con asco:

—¿Te estás tomando a broma la muerte de Cristian?

—No, me limito a constatar un hecho.

—Es la ventaja de no sentirse sospechoso, ¿verdad? —le dijo Diana—. Puedes compartir tus pensamientos sin censurarte. Eso está bien aunque, si me permites un consejo, deberías cuidar más tu imagen.

Álvaro se encogió de hombros.

—¿Qué importancia tiene la imagen aquí?

—Puede llegar a tenerla —completó Hugo—. Si hay más víctimas, es posible que la autoría de esas nuevas muertes no esté tan clara como esta. Y entonces…

—Entonces yo pasaré a ser el sospechoso número uno —concluyó Álvaro con cierto aburrimiento—. Muchas gracias por el aviso.

—Para mí ya lo eres —Andrea continuaba dedicándole un desprecio evidente—. ¡Sigues disfrutando! Estás aquí más a gusto que un psicópata en un parque temático sobre la muerte. ¡Es… insultante!

Álvaro se dedicaba a recrear en su mente aquella imagen.

—¿Un parque temático sobre la muerte? —repitió—. Me tienes que dar a probar de tu hierba, Andrea. Es imposible que una metáfora así se te haya ocurrido a ti sola.

—¡Vete a la mierda, monstruo!

—Ya estamos en ella. Y tus gritos no nos ayudan.

—Tiene razón, Andrea —Diana les obligó a recuperar la calma—. Hemos de mantenernos unidos.

—Además, debo añadir que tengo sentimientos —aclaró Álvaro sin sarcasmo—. Puedo llegar a ser incluso cariñoso… si la persona lo merece.

Sonreía. Quedó claro que a Andrea la excluía de esa categoría.

A Hugo no le extrañó aquella dualidad extrema de su compañero. En Álvaro confluían la sensibilidad y el sadismo de un modo asombrosamente compatible. Se trataba de un conjunto que resultaba, por alguna razón, armonioso. Otra cuestión era qué despertaba en aquel muchacho cada una de esas dos facetas, un enigma que Hugo se propuso averiguar… si ambos vivían para contarlo.

—Cristian era, simplemente, un tipo inofensivo —proseguía Álvaro—. Primario como un chimpancé. Me da pena que haya muerto, en serio, pero me esfuerzo en verlo todo desde una perspectiva más amplia…

—En la que su muerte equivale a nuestra supervivencia durante un día más —terminó por él Diana.

Álvaro había dejado de sonreír.

—Si he de elegir —reconoció—, prefiero que sea él el muerto y no yo. ¡Exactamente lo mismo que siente cualquiera de vosotros! Basta de poses. En el fondo, lo que sentís es alivio aunque yo sea el único que se atreve a manifestarlo.

El resto callaba. ¿Quién, siendo honesto, podía defenderse de aquella recriminación? El instinto de supervivencia conducía al egoísmo.

—Todos somos igual de prescindibles para los demás —dijo Hugo—. Lo único que cuenta para cada uno es llegar con vida al domingo.

—Cristian ha sido una víctima para el sacrificio —Álvaro jugaba con un colgante oscuro que llevaba al cuello—, el Elegido para aplacar los instintos de alguien demasiado sensible a la terapia subliminal.

—Si al menos su asesinato nos ofreciera garantías hasta la próxima noche… —reflexionó Diana—. Hasta ahora las dos muertes se han producido de madrugada, pero eso no quiere decir que durante el día cualquiera de nosotros no pueda sufrir un arrebato homicida.

—Cualquiera de nosotros —dijo Álvaro—. Tú lo has dicho.

Los cuatro, reunidos en el salón, se dejaron envolver por el silencio.

—Con Cristian van dos —recordó Andrea—. ¡Os lo dije, lo mío fue una trampa! Jacobo colocó en mi habitación la escultura para desviar la atención… Cristian no quiso creerme y ya veis…

—Que Jacobo presuntamente haya matado a Cristian esta noche —matizó Hugo— no implica que también acabara con la vida de Esther. Cualquiera pudo hacerlo, todos estamos sometidos a los mismos estímulos subliminales.

—Pero no todos somos igual de sensibles a ellos, ¿verdad? —Andrea esbozó una sonrisa retorcida—. ¿Quién lo es más? ¡Se admiten apuestas!

—¿Quién es más sensible a los estímulos? —repitió Álvaro desde su rincón—. No me extrañaría que la marihuana intensificara los efectos de la terapia, Andrea. Así que yo que tú sería prudente con esas apuestas…

La aludida se giró hacia él:

—Y me lo dice el sádico.

—Y me contesta la yonqui que encontró el cadáver.

Andrea no estaba dispuesta a iniciar un nuevo combate:

—¿Pero es que, después de lo que ha pasado, pretendéis seguir vigilándome?

—Continúas siendo la principal sospechosa de la muerte de Esther —Diana la señaló—. No podemos fiarnos. Lo siento. Además, no deja de ser muy conveniente que justo haya muerto la persona que te pilló ocultando la escultura con la que se mató a Esther.

—¿Y por qué voy a fiarme yo de vosotros? —estalló Andrea, poniéndose en pie—. ¡No os quiero cerca! ¿Me oís? ¿Quién me dice que alguno de vosotros tres no asesinó a Esther? Y aunque no sea así, podéis sufrir un arrebato violento mientras me controláis…

Hugo tuvo que reconocer que su compañera tenía razón. La situación se había vuelto insostenible: cualquier tarea de vigilancia sobre Andrea implicaba al mismo tiempo una amenaza para ella.

La proximidad conllevaba riesgos.

—Es una situación alucinante —comentó Álvaro—. Hagamos lo que hagamos, corremos algún peligro. ¡Qué lástima que no tengamos conexión! Porque esto merece una crónica en la red. Lo que nos va ocurriendo hora tras hora…

—No olvides que todo esto es real —advirtió Diana al muchacho—. Aquí los problemas no se solucionan borrando unas palabras en el muro de tu perfil.

—Bueno —se defendió Álvaro—. Pero igualmente alguien nos espía desde su refugio, a través de los dispositivos. Alguien sigue muy de cerca nuestros pasos. No es tan distinto a lo que ocurre en las redes sociales. ¡Vidal nos stalkea!

—E incluso marca nuestros movimientos —añadió Hugo—. Una pena que no podamos bloquear su cuenta.

—Me pregunto si habrá cámaras ocultas por algún lado… —dijo Álvaro—. No me extrañaría.

—Por favor, no os dejéis liar —se quejó Andrea—. ¡Cuánto rollo tienes, Álvaro! Seguro que si fuera posible le habrías dado al «me gusta» al ver la escena del crimen de Esther, ¿verdad? ¡Tú ya estabas enfermo antes de venir aquí!

—Estás otra vez gritando, Andrea —le avisó Diana—. No hace falta decir las cosas así.

—Es que yo no quiero estar cerca de Álvaro —Andrea se resistía a ceder—. Ese es el problema.

—Nos necesitamos los cuatro —Hugo supo que una división dentro del grupo era una pésima idea que encantaría al profesor—. ¿Os dais cuenta? Ahora más que nunca. Si empezamos a separarnos y a incumplir el tratamiento, no sobreviviremos. Tenemos que mantenernos unidos, aunque —se apresuró a aclarar— sin bajar la guardia.

El mal menor.

—Tienes razón —aceptó Álvaro—. Dividirnos nos debilita frente a Vidal. Olvidemos nuestras diferencias… al menos hasta el domingo. Yo estoy dispuesto a intentarlo.

Diana miró a su compañera.

—Andrea, te toca. Es el momento de que decidas si estás con nosotros: si contamos contigo o vas a seguir poniendo objeciones. Cada minuto cuenta y no podemos permitirnos titubeos. Ya no.

La aludida emitió un gruñido. Se dio cuenta de que se había quedado sola en su queja.

—Está bien —se resignó—. No me queda más remedio. Supongo que lo que cuenta es resistir, a cualquier precio.

—¿A cualquier precio? —Diana se puso en guardia—. Yo tampoco pretendía…

Andrea corrigió sus palabras:

—Me refería… me refería a que, aunque sea con cuidado, aunque no nos fiemos entre nosotros, estoy dispuesta a mantenerme junto a vosotros.

—Mejor así —aprobó Diana—. Dejemos las cosas claras, esto puede ir a peor.

—Esto irá a peor —corrigió Álvaro—. El profesor Vidal se encargará de ello. ¡Está demostrando ser un villano muy profesional!

Aquella terminología de cómic hizo gracia a Hugo.

—Una pena que no haya ningún superhéroe que vaya a acudir en nuestra ayuda —comentó—. Habría estado bien.

Volvieron a quedarse en silencio; intentaban asimilar el vuelco que habían dado los acontecimientos. Necesitaban recuperar fuerzas para proseguir con el programa después de lo sucedido. Sin embargo, el lastre que suponían los dos cadáveres se interponía. El recuerdo de las muertes de Esther y Cristian consumía sus esperanzas.

—Creo que sé por qué el profesor ha bautizado este experimento como Proyecto Hyde —dijo entonces Diana, con expresión distante—. Ahora lo entiendo.

—¿A qué te refieres? —Hugo pensó que cualquier dato servía para entender mejor aquel proyecto, para buscar algún fleco suelto que facilitara una fuga.

Vidal tiene que haber cometido algún error.

—El nombre del experimento hace referencia a una obra titulada El misterioso caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, estoy convencida —explicó ella—. Trata de un médico inglés que se transforma en otro hombre al consumir una sustancia: un ser malo, peligroso. Solo un antídoto le permite recuperar su primera identidad, la bondadosa. En el fondo —añadió—, lo que hacía la sustancia era despertar en él el lado oscuro de su personalidad… Eso, quizá, es lo más inquietante: el monstruo estaba dentro de él… y acabó devorando a su otro yo.

—Conozco la obra —dijo Álvaro, admirado ante aquel hallazgo—. ¡Y lo que dices cuadra perfectamente con lo que estamos viviendo! Esto se pone cada vez más interesante…

—¡Dios mío! —Andrea meneaba la cabeza—. ¿Entonces Vidal se ha inspirado en ese libro? ¡Se ha vuelto completamente loco!

El paralelismo con la situación en la que se encontraban era evidente.

—¿Así que esa historia termina mal? —quiso saber Hugo, con ánimo de analizar cada detalle, por insignificante que fuera.

—Muy mal —se limitó Diana a responder.

—¿Cómo que muy mal? —Andrea necesitaba un desenlace esperanzador—. No me digas eso, por favor…

—Se le termina el antídoto —Diana sonreía—. Eso es lo que ocurre. Vaya contratiempo, ¿no? Se queda para siempre convertido en la fiera. Es lo que tiene jugar con fuego…

—Me pregunto si al doctor Jekyll le merecería la pena —pensó Álvaro en voz alta.

—¿El qué? —Hugo no había entendido el comentario—. ¿Experimentar para convertirse en un monstruo?

—No —respondió su compañero—: Me refiero a pagar ese precio por el privilegio de conocer su lado oscuro, por liberar a la bestia que todos llevamos dentro. ¿Te parece poco? ¿A ti no te tentaría?

—No todos llevamos una bestia en nuestro interior —Diana rechazaba esa visión tan deprimente del ser humano—. Aunque a ti te resulte menos atractiva una naturaleza civilizada, Álvaro.

—Estoy de acuerdo —Andrea terminó de liar un cigarrillo—. La mayoría somos buena gente.

Presas, tradujo Álvaro mentalmente. Presas en un mundo de depredadores.

—De todos modos, la comparación con la historia de ese médico no sirve —dijo Hugo—. Nosotros no hemos elegido estar aquí. Esa es la diferencia. Nosotros no decidimos jugar.

—Vidal lo hizo por nosotros —Diana hizo un gesto afirmativo—. Solo espero que haya calculado mejor la cantidad de antídoto necesario.

Hugo no añadió nada. Pensaba en el hecho de que el profesor hubiera escogido el nombre de Hyde, no el de Jekyll, para bautizar el proyecto.

Ha elegido el que alude al ser maligno.

La oscuridad acechaba en cada rincón de la casa.

—Juguemos —concluyó Álvaro, con los ojos brillantes—. Ya que estamos, juguemos. No tenemos más remedio. Y ganemos la partida.