Sí. Alguien acababa de cerrar el portón de la parte inferior de la escalera, por lo que la incomunicación con el piso de arriba era completa. ¿Héctor u otro de sus compañeros?
Cristian se preguntó si esa persona que se movía por las dependencias de la casa a aquellas horas pretendía con su maniobra aislarle de los demás.
¿Me estoy volviendo paranoico?
Porque también cabía la posibilidad de que el misterioso paseante nocturno no supiese que él había salido de su habitación; quizá se tratara de alguien que, simplemente, no conseguía dormir y había preferido dar una vuelta. Habría cerrado los portones, en tal caso, por si su movimiento molestaba a los durmientes.
Rezó por que así fuera; lo hubiese dado todo por una justificación inofensiva. Aunque no pensaba fiarse; era demasiado peligroso.
¿Y si gritaba avisando a los demás? Pero eso delataría su posición, cuando además ni siquiera estaba seguro aún de que corriera algún riesgo.
Cristian se apartó de la puerta del baño, bloqueada con el pestillo, para buscar alguna escapatoria que no implicara cruzar el vestíbulo de las escaleras. En la pared opuesta, un ventanuco se abría a una especie de pequeño claustro que rodeaba un patio interior de la casa.
No había más opciones.
Cristian comprobó que si vaciaba los pulmones de aire podría pasar a través de aquel hueco. Ya tenía medio cuerpo fuera cuando unas pisadas se detuvieron al otro lado de la puerta del cuarto de baño. Alcanzó a percibirlas con un escalofrío. Alguien parecía seguirle los pasos.
O eso, o alguno de sus compañeros recorría esa misma ruta por culpa de la puerta atascada del baño de arriba.
Cristian insistía en buscar —con escasa convicción— una explicación racional a lo que estaba sucediendo.
A continuación el pomo empezó a ser forzado, cada vez con más violencia. El pestillo no cedió.
Unos golpes fuertes contra la puerta sucedieron a esos primeros intentos. Para entonces, Cristian ya se había descolgado por el ventanuco hasta aterrizar en el patio. El chico inició una silenciosa carrera hacia uno de los accesos que comunicaban las estancias interiores con el claustro. Cristian fingió que no escuchaba cómo su perseguidor astillaba la puerta de madera del baño, unos sonidos que le helaron la sangre.
Ya no cabe duda. Viene a por mí.
Gritó. Pero se encontraba al otro extremo de aquel caserón de macizas paredes y los portones de la escalera que conducía al piso superior permanecían cerrados. Su llamada de socorro no obtuvo respuesta.
Alcanzó la entrada a una dependencia que resultó ser un salón que no recordaba haber visitado. Mal asunto; acababa de adentrarse en un ala del edificio distinta de aquella en la que residían para el experimento.
Se estaba alejando de sus compañeros, pero ya no disponía de tiempo para retroceder; nuevo ruidos llegaban hasta él, demasiado próximos.
Le estaban dando caza.
Cristian cruzó la sala y se encontró en un recibidor al que daban varias puertas. Angustiado, abrió la primera de ellas y se ocultó en esa habitación, un pequeño despacho. Agarró un flexo de metal con una mano; no se le ocurrió una herramienta mejor para defenderse.
Esperó. En cualquier momento, la puerta se abriría, dejando a la vista al monstruo que le buscaba.
¿Quién le estaría persiguiendo? ¿Andrea, dispuesta a acabar con quien la había delatado? ¿Hugo? ¿Álvaro, que buscaba disfrutar de una nueva escena del crimen? ¿Jacobo, enloquecido por el alcohol? Tal vez Héctor, cuya frágil personalidad habría sufrido con mayor intensidad el impacto de las proyecciones. O Diana, furiosa ante el recuerdo de la muerte de su hermano.
Todo era posible.
El sonido de unos pasos que accedían a la sala con la que comunicaba aquel despacho interrumpió sus reflexiones. Su perseguidor estaba muy cerca, en el vestíbulo.
Cristian contuvo la respiración. Apretaba el flexo con tal fuerza que tenía los nudillos blancos.
¿Y ahora qué?
Las pisadas se detuvieron a pocos metros, como indecisas. Unos interminables segundos después, comenzaron a alejarse para acabar perdiéndose en una de las habitaciones contiguas.
Volvió el silencio.
Cristian supo que no podía quedarse ahí. Debía salir antes de que quien se movía en las proximidades terminara de registrar la otra habitación, pero el miedo agarrotaba sus miembros de tal modo que cualquier iniciativa rápida se le antojaba fuera de su alcance. Tuvo que hacer un esfuerzo inmenso para comenzar a abrir muy lentamente la puerta del despacho sin provocar ruido.
Asomó la cabeza con cautela y ante sus ojos apareció el recibidor vacío. Estudió primero el lado del que creía haber escuchado los últimos pasos y, antes de volver la mirada hacia el otro, vio de refilón —demasiado tarde— una figura que le advirtió del poco tiempo que su perseguidor había empleado en inspeccionar los otros cuartos.
Cristian se había precipitado y pagaría su error.
La silueta blandía algo alargado que el chico solo logró distinguir cuando se estrelló contra su cabeza, hundiéndose con saña y salpicando de sangre puertas y paredes: el atizador de la chimenea del salón. Cristian soltó el flexo y se desplomó. Su mirada quedó fija en un punto perdido de aquella estancia mientras los golpes continuaban cayendo sobre él.
Pronto la quietud volvió a adueñarse de aquella parte de la casa, solo interrumpida por la entrecortada respiración de alguien que procuraba reponerse del esfuerzo.
El carillón advirtió desde la biblioteca, con sus campanadas, que el tiempo del Proyecto Hyde continuaba transcurriendo. Aunque quedasen menos participantes.