CAPÍTULO 20

Jacobo acababa de despertarse. Notaba el cuerpo húmedo de sudor y al abrir los ojos se encontró envuelto en un remolino de sábanas empapadas que anunciaba las turbulencias del sueño. Una de las almohadas incluso había caído al suelo.

Daba la impresión de que allí, sobre la cama, se había librado una batalla.

Le gustó la comparación; y es que, en aquella casa, cada uno era su propio contrincante.

Cada uno, en efecto, debía enfrentarse a sus inclinaciones íntimas, no solo a las de los demás. Durante el sueño el cuerpo parecía rebelarse, como si se aprovechara de la inconsciencia del cerebro para escapar a su control.

Durante el sueño despertaban, paradójicamente, los impulsos oscuros. Y con ellos brotaban las pesadillas.

Jacobo se incorporó para contemplar de nuevo el panorama revuelto de su lecho. Supo que no se trataba de la resaca generada por todo lo que había bebido antes de acostarse.

Allí, en aquel caserón, se dormía distinto. Se dormía mal. El suyo era un sueño recurrente, contaminado de imágenes que luego no conseguía recordar pero de las que le quedaba una especie de regusto amenazador.

No era capaz de concretar su contenido aunque sí la naturaleza que compartían aquellas imágenes: sangrienta, frenética, absorbente.

Esos eran los adjetivos que le venían a la cabeza.

¿Les sucedería a los demás lo mismo?

Jacobo ya se había levantado el día anterior con la sensación de no haber descansado lo suficiente. Su cerebro no desconectaba por la noche, casi percibía sus neuronas burbujeando a pleno rendimiento en medio de la madrugada.

Empezó a sentir miedo de sí mismo.

Cristian se revolvió inquieto en la cama. Llevaba mucho rato resistiendo las ganas de ir al baño, pero ya no podía más. Maldijo por lo bajo la situación, no le apetecía renunciar a la protección que le brindaba el dormitorio.

Finalmente, se levantó. De nada servía aguantar, quedaban varias horas por delante antes del desayuno.

Había que decidirse.

Se calzó, apartó la silla que había utilizado para bloquear la puerta y segundos después se asomaba al corredor desierto. Vaya panorama.

Allí fuera reinaba la oscuridad, pues la noche que se intuía tras los ventanales de uno de los extremos del corredor había conseguido ocultar la luna con unas pesadas nubes. Cristian no podía ver cómo se amontonaban, presagiando una tormenta que aún tardaría en desatarse. Ni siquiera alcanzaba a distinguir el interruptor de la luz, aunque sabía que por fuerza debía de encontrarse dos puertas más a la derecha. Se encaminó hacia ese punto.

Procuró tranquilizarse; a fin de cuentas, después de la muerte de Esther el grupo había comprobado que las amenazas de Vidal iban en serio, así que nadie habría osado incumplir los contenidos previstos para la jornada que ya habían superado.

De ser así, en principio no hay nada que temer, se dijo. Todos estarán durmiendo. Debía relajarse, para cuando quisiera darse cuenta ya estaría de nuevo en su habitación.

Cristian tanteó la pared hasta localizar el relieve del interruptor. Se apresuró a pulsarlo. Consiguió que el ambiente adquiriese un aspecto menos lúgubre con la luz de las lámparas, aunque igual de solitario y frío. Más allá de los cristales, al fondo del pasillo, el viento aullaba con gemidos que ascendían y se desvanecían.

Un paisaje muy poco alentador.

Cristian emitió un suspiro y comenzó a caminar.

No tardó en llegar hasta la puerta del baño de aquella planta. Giró el pomo, sintiendo cómo se acentuaban aún más sus ganas de aliviarse.

Pero la puerta no se abrió.

Cristian soltó un taco. Volvió a intentarlo, sin éxito. La hoja de madera estaba atascada.

—Joder con las casas viejas…

El otro baño se encontraba en el piso inferior, muy cerca de la cocina. No tenía más remedio que acudir a él si no quería terminar haciéndoselo encima.

Cristian dirigió una mirada vigilante al corredor, donde todo continuaba en calma.

¿Tenía que bajar?

Un retortijón en la tripa acabó con su titubeo. Llevándose una mano al vientre se lanzó hacia la puerta que comunicaba con las escaleras, envueltas en una densa penumbra pues el resplandor de las lámparas apenas llegaba hasta allí. Encontró un nuevo interruptor metros más adelante, que accionó antes de comenzar a descender los peldaños, y no tardó en enfrentarse al pasillo inferior, que ofrecía una estampa tan desoladora como la del piso de arriba: tan solo negrura y el eco de sus pisadas.

Ante él se abrían ahora multitud de puertas cuyo interior, todavía oscuro, albergaba salones y estancias vacías. Cristian se esforzó en pulsar cuantos interruptores quedaban a su alcance hasta alcanzar el baño de aquella planta.

Quería regresar a su dormitorio. Le aterraba imaginarse vagando solo por aquel caserón mientras los demás dormían.

El peligro podía acechar en cualquier rincón…

Se repitió para serenarse que todos excepto Héctor habían respetado el programa del profesor Vidal. Agarró el picaporte y, empujándolo hacia abajo, echó todo su peso hacia delante. Sintió con alivio cómo el resorte cedía y la hoja se hundía hacia el interior. Ante él quedó un cuarto de baño listo para ser utilizado.

Bien.

Cristian apenas había terminado cuando escuchó un sonido que identificó al instante: alguien acababa de cerrar el portón de la escalera que conducía al pasillo de los dormitorios, en la planta superior.

Sí, no había duda; aquella resonancia cavernosa tenía que haberla provocado el cierre de uno de los accesos que comunicaban los tramos de escaleras con cada piso.

El pánico ascendió por sus entrañas como una náusea. Lo que encogía su corazón no era que ese ruido que había percibido constituyese una señal inequívoca de que alguien más se encontraba fuera de su habitación —lo cual no tenía que ser necesariamente peligroso; tampoco se había instaurado en la casa un toque de queda—, sino el hecho de que no se le ocurría ninguna razón que impulsara a alguien a abandonar de madrugada la protección de su cuarto para cerrar la comunicación de una escalera; lo único que se conseguía así era… —entonces cayó en la cuenta— aislar la zona de dormitorios.

Él se había quedado fuera… o lo habían dejado fuera.

Cristian contuvo el aliento mientras se mantenía a la escucha sin mover un músculo.

Entonces captó cómo se cerraba el acceso inferior. Supo así que no estaba solo en la planta baja. Ya no.

Alguien había descendido hasta allí. Alguien que le estaba buscando.

Esteban Lázaro estudiaba en su portátil el contenido de un correo electrónico que había llegado a su bandeja de entrada horas antes. Nada mejor para conciliar el sueño, se dijo con sarcasmo, que esta apasionante lista de llamadas que ha remitido la compañía telefónica a la policía.

—Veamos… —el inspector revisaba cada línea y anotaba determinados números—. Estos extractos corresponden a las llamadas recibidas por el fijo y el móvil de Querol durante las tres últimas semanas antes de su muerte. ¿Algo destacable?

Tal como le adelantaba un compañero de la comisaría en el correo, entre aquellos datos figuraban números de móviles de particulares (cuya titularidad se estaba comprobando), otros de empresas, algunos de telemarketing, el fijo de la agencia… y, ahí estaban, cuatro llamadas que se habían confirmado como procedentes de una cabina pública de teléfono, cuya dirección se facilitaba también en el mensaje.

—Qué exótico…

Lázaro se preguntó quién podía emplear hoy día un recurso tan anacrónico como una cabina en plena calle. Tal vez un anciano, un niño o algún inmigrante recién llegado al país que no dispusiera todavía de terminal. En cualquier caso, perfiles que no solían relacionarse con un exitoso publicista de mediana edad.

¿Quién puede haber llamado cuatro veces a Querol desde esa cabina durante las últimas semanas?

El inspector comprobó la duración de esas llamadas: quince minutos, treinta y dos, veinte, veinticuatro.

—Son verdaderas conversaciones —dedujo—. Y Querol vive solo, así que forzosamente era él el destinatario de las llamadas.

¿Con quién hablabas, Darío?

Lázaro tecleó en Google Maps la dirección de la cabina y pulsó la tecla de enter.

—Pero si está en las afueras…

Se trataba de una zona de la periferia de la ciudad, ocupada tan solo por campos y un área de tamaño medio con un edificio en el centro que resultó ser un instituto bastante conocido. La cabina se encontraba junto a la única parada de autobús visible en las inmediaciones.

Lázaro arqueó las cejas, perplejo.

—Solo alguien del centro pudo salir a efectuar esas llamadas desde la cabina —concluyó—. ¿Algún profesor?

El inspector descartó en principio a los alumnos, pues Querol no tenía hijos. Quedaba, por tanto, el personal docente y el de administración y servicios.

Lázaro se fijó en las horas a las que se habían producido las llamadas: las cuatro se habían iniciado pocos minutos después de diversas horas en punto.

—Cambios de clase —siguió conjeturando—. Un estudiante no podría haber llevado a cabo las llamadas, porque se habría perdido la asignatura siguiente. Pero un profesor con horas libres…

Las personas que trabajaban en labores de secretaría, conserjería… etc., tampoco disponían de tal libertad de movimientos. Como mucho habrían salido a llamar durante su descanso para el almuerzo.

—¿Entonces debo concluir que un profesor llamó cuatro veces a Querol durante las últimas semanas antes de su asesinato?

Siempre y cuando, matizó Lázaro para sí, el autor de las llamadas no fuese alguien que se desplazaba para ese propósito hasta allí…

¿Un profesor empleando una cabina telefónica?

En pleno siglo XXI, resultaba extraño que un docente no tuviera móvil. Por tanto… ese misterioso profesor se negaba intencionadamente a utilizar su propio teléfono —y el del centro escolar— para comunicarse con Querol.

Se trataba de un comportamiento muy sospechoso.

El problema para identificar al autor de esas llamadas radicaba en que el instituto era bastante grande, con alrededor de ochocientos alumnos, lo que implicaba una plantilla de profesores que rondaría las sesenta personas.

Lázaro decidió que a la mañana siguiente se acercaría hasta el instituto para solicitar los horarios de todo el personal docente.

—Al menos podré descartar a todos aquellos profesores que tengan clase durante las horas a las que se produjeron las llamadas.

Lázaro, satisfecho ahora que por fin disponía de una nueva línea de investigación, apagó el ordenador. Se obligó a intentar dormir al menos unas horas, consciente de que necesitaba estar al cien por cien si pretendía resolver aquel caso que ya empezaba a ofrecer un horizonte prometedor.