CAPÍTULO 19

Cuando Lázaro salió de la comisaría, era ya noche cerrada. Abstraído, estuvo a punto de ser atropellado al cruzar un paso de cebra con el semáforo en rojo. El susto, bocinazo incluido, le hizo despertar de su ensimismamiento.

Como inspector, tenía la mala costumbre de obsesionarse con los casos difíciles. Y el asesinato del publicista pertenecía a esa categoría.

—¿Quién gana con la muerte de Querol? —se iba diciendo a media voz, una vez recuperó el paso—. No tiene un seguro de vida con beneficiarios a los que podríamos investigar, ni herederos cercanos interesados en su patrimonio. ¿Entonces?

La otra incógnita lo atormentaba todavía más: ¿dónde guardaría un tipo como él documentación de importancia?

Seguía pensando en la hipótesis de un cliente como autor del crimen.

«No te estreses», le había dicho Millán aquella tarde. «A Querol no lo vas a resucitar por mucha prisa que quieras darte. Lo cogeremos, Esteban. El capullo que lo mató no se nos va a escapar, ha tenido que cometer algún error».

No te estreses.

Al mismo inspector le sorprendía la urgencia con la que pretendía resolver aquel caso, una premura que no estaba justificada: apenas acababan de descubrir el cadáver. ¿Por qué experimentaba entonces tal impaciencia?

¿Por qué sentía que debía darse tanta prisa en detener al asesino?

Cayó en la cuenta de que, de ser cierta su intuición sobre el auténtico móvil del crimen, un interrogante vital permanecía flotando en el aire:

¿En qué consiste ese clandestino encargo que el asesino ha hecho a Querol, y que ha forzado al cliente a acabar con su vida para garantizar su silencio?

A partir de aquella incógnita, Lázaro pudo reconocer la verdadera corazonada que le impulsaba a acelerar sus investigaciones: su sexto sentido de policía le advertía de que, tal vez, hubiera más vidas en juego.

De que la sangre no había terminado de derramarse en aquel caso.

Tras la última proyección del día, todos se habían marchado a sus habitaciones, excepto Hugo y Diana. Ambos permanecían en el salón, a media luz, sentados a cierta distancia uno de otro. La escena hubiera resultado incluso romántica en otras circunstancias, algo que el chico apreció.

Desde donde se encontraban, escucharon sonidos curiosos procedentes de la planta superior.

—Están atrancando las puertas de sus habitaciones —adivinó ella, sin asomo de humor—. Hace solo unas horas eso me habría hecho gracia. Ahora lo entiendo.

Los dormitorios no disponían de cerradura con llave. En determinados detalles, se notaba que aquel caserón nunca había funcionado como hotel.

—Todo es peligroso. Ni siquiera deberíamos estar aquí —dijo Hugo—. Me refiero tú y yo, a solas. Volvemos a ser imprudentes.

—Los dos estábamos presentes en la última proyección. Eso habrá frenado los impulsos violentos que hemos absorbido durante la jornada, ¿no?

—Y nos habrá metido unos nuevos, Diana. No hay forma de estar tranquilos, de estar seguros. No hay garantías. Tú misma me recomendaste que no me fiara de ti.

—Lo sé. Dar consejos es fácil.

—No eres tan fría como pretendes hacernos creer.

Se quedaron en silencio.

—¿Prefieres que nos vayamos a las habitaciones? —las pupilas de Diana se detuvieron en las de Hugo, dispuestas a interpretar la respuesta del muchacho.

—Ahora no conseguiría dormir —dijo él—. Prefiero quedarme contigo.

Ella asintió.

—¿Tienes miedo?

—No sé ni lo que debo sentir —confesó Hugo—. Pero los nervios me están matando.

—Yo sí estoy asustada.

—Todos estamos muy tensos, Diana.

—Aunque cada uno canaliza la ansiedad a su manera.

—¿Algunos a través de la violencia? —Hugo seguía pensando en Andrea, a quien todos vigilaban ahora estrechamente—. ¿A quién debemos creer?

¿Quién será el próximo en rendirse a la agresividad?

—Yo estoy como tú, Hugo. Solo aspiro a resistir hasta el final, me conformo con salir de aquí. No pretendo resolver enigmas, eso ya lo hará la policía.

Hugo bajó la cabeza.

—No sé si lo vamos a conseguir, Diana. Esto me está superando… ¡y solo llevamos un día y una noche!

A Hugo le sorprendía la facilidad con la que había dejado de pensar en el fútbol, en el deporte.

—Hace un rato me has dicho que hay que mantener la esperanza —el tono de ella adquirió firmeza—, no dejes que el pesimismo te domine. Porque tenías razón. ¿No dices que te gusta ver el lado positivo de las cosas? Hay que creer que se puede escapar de esta trampa.

—A lo mejor no es tan sencillo.

—Nunca lo es —ella hizo una pausa—. ¿Lo harás por mí?

—Claro. Creía en lo que te dije. Supongo que solo estoy teniendo un momento de bajón…

Diana le acarició la mejilla. La intimidad de aquel contacto sorprendió al chico.

—Me gusta tu idealismo, Hugo. No lo pierdas. Necesito ver que alguien entre estas paredes confía en que todo va a salir bien.

Hugo estaba dispuesto a fingirlo por ella si llegaba el instante en que su mente fuera incapaz de alimentar esa esperanza. De pronto fue consciente de que se estaba enamorando. Qué absurdo en aquellas circunstancias.

—Nos conocemos poco —dijo—. Pero quiero que sepas que puedes contar conmigo.

—Ya lo estoy haciendo, Hugo. Me ayuda confiar en ti. Porque a mí —sonrió— me atormenta la misma duda que no te has atrevido a formular.

Aquella afirmación pilló por sorpresa al muchacho.

—¿Tan segura estás de saber lo que pienso?

—Eres mucho más expresivo de lo que imaginas. Puedo leer en tu mirada.

Hugo habría preferido que Diana le leyera los labios… con los suyos. De pronto necesitaba un beso de ella.

—Prueba, entonces —carraspeó, intentando apartar de su mente la imagen de aquel deseo—. Dime cuál es ese interrogante que me asusta.

—¿Y si Vidal lo ha planificado todo para que no haya posibilidad de un buen final? —soltó ella—. Nos ha demostrado que es capaz de todo…

Hugo tuvo que admitir que Diana era sumamente perspicaz.

—Has acertado. Puede que todo no sea más que un juego macabro.

—Que nuestra suerte esté escrita.

—Sí.

—¿Y en qué ayuda plantearse eso? —Diana rechazó esa suposición—. Pensamientos así te debilitan, no son constructivos. Tenemos que creer que se puede salir de esta. O perderemos.

—Lo estoy intentando.

—¿Te apetece? —ella le tendió una petaca envuelta en una funda de cuero negro—. Es ron.

Él negó con la cabeza.

—¿Alcohol? ¿De dónde has sacado eso?

—Jacobo ocultaba en su equipaje varias botellas.

—No sabía que tenías tanta confianza con él…

Su tono había sonado más rígido de la cuenta. Hugo se avergonzó al sentir cierto resentimiento hacia su compañero por el simple hecho de haber sido útil para ella. Era una reacción infantil.

—No la tengo —aclaró Diana—. Paso de él, pero imaginé que Jacobo no habría venido «seco» al experimento. Y me bastó acercarme a él en plan insinuante para que me pasara algo de su… mercancía.

Había adoptado un gracioso acento de mafiosa.

—Ya imagino.

—Tranquilo, no he pagado la bebida con mi cuerpo ni nada de eso —Diana se echó a reír—. Y encima esto sabe a garrafón.

—No creo que el alcohol sea bueno para el experimento…

—Necesito sentir que desobedezco en algo a Vidal, ¿sabes? Fingir que me rebelo de algún modo.

—Entiendo. Un amago de libertad…

—Algo así.

—¿Crees que Andrea mató a Esther? —Hugo sacaba de nuevo a colación aquel interrogante.

—Lo único que puedo afirmar es que es la principal sospechosa de haberlo hecho.

—¿Y quién no lo es? Cristian, por ejemplo, encaja en el perfil.

—¿Cristian?

—Vidal nos explicó que los contenidos subliminales juegan también con imágenes sexuales.

—Sí, lo recuerdo.

—En Cristian ese tipo de recursos tienen que tener mucha fuerza.

—Supongo que sí, es un saco de hormonas con patas…

Hugo resopló.

—Eso es lo agotador, Diana. Si te paras a pensarlo, no puedes fiarte de nadie.

—Y aquí estamos tú y yo —ella sonreía—, jugando con fuego.

—No tiene gracia.

—Puede. Pero no pienso darle a Vidal el placer de verme sufrir.

Volvieron a quedarse callados. Y así transcurrieron varios minutos, que ellos dedicaron a recuperar en sus memorias la imagen de sus familias, de sus amigos. La madrugada traía consigo una soledad mucho más intensa, que despertaba en ellos la conciencia de su aislamiento, de su debilidad. Casi dolía la distancia que los separaba de sus vidas.

Entonces llegaron hasta ellos, muy tenues, los primeros acordes de una melodía que Diana reconoció al instante:

—Es Clint Mansell —dijo sin el menor titubeo, asombrada ante la irrupción de aquella música en medio del silencio de la noche—. Together We Will Live Forever, ¿la conoces? Me encanta Mansell.

Hugo negó con la cabeza, intrigado.

Se trataba de una canción solemne, que iba desgranando sus notas con una cadencia lánguida. La melodía de una última noche.

—Una perfecta banda sonora para acompañar nuestra situación, ¿verdad? —añadió ella—. Quien quiera que la esté escuchando, no habría podido elegir mejor. ¡Bravo por esa rebeldía!

—¿Together We Will Live Forever? —repitió Hugo—. Incluso el título es oportuno.

—Sí, toda una ironía. Mansell tiene otra canción que también habría encajado: Requiem For A Dream.

Hugo asintió.

—Me pregunto cuántos sueños va a enterrar esta pesadilla que estamos viviendo…

—Luchemos por los nuestros, Hugo. Los muertos no sueñan.

—Pienso hacerlo.

Se miraron a los ojos hasta que empezó a resultar incómodo.

—Así que alguien —retomó ella, apartando los suyos— ha decidido abandonar su habitación para escuchar música… Interesante. ¿Cómo lo interpretas?

—De momento, lo que me parece es que todo el mundo ha logrado burlar el registro del profesor Vidal.

Hugo recordó la cámara de fotos de Álvaro, el móvil y el alcohol de Jacobo… Y ahora alguien no se molestaba en ocultar que contaba con un reproductor de sonido.

—¿Tú no? —le preguntó Diana, reconociéndose implícitamente entre los infractores—. ¿No te guardaste nada para ti?

Hugo sonrió.

—Bueno, me he quedado con mi iPod. Pensé que la música no hace daño a nadie…

—Qué difícil se hace pensar en algo que no haga daño aquí dentro —ella suspiró—. El clima de esta casa lo pervierte todo. Esa música que suena, a pesar de su tono triste, creo que nos da esperanzas.

—Porque pertenece al mundo que dejamos atrás al acudir a esta trampa —convino Hugo—. Escucharla nos recuerda que todo sigue allí aún, esperándonos. La realidad existe más allá.

—Más allá del muro.

Se quedaron en silencio.

—Ojalá esa música rompiera el hechizo que nos mantiene encerrados aquí.

—Magia negra —dijo Diana.

Su rostro mostró una expresión traviesa:

—¿Quién crees que es? ¿Quién tiene tan buen gusto como para atreverse a vagar por esta tétrica casa en plena madrugada escuchando a Mansell? ¡Se admiten apuestas!

Hugo sonrió.

—No hay equivocación posible. Solo hay un candidato que reúna esos requisitos: Álvaro.

Diana se levantó.

—¡Estoy de acuerdo! ¿Vamos? Habrá que comprobar si hemos acertado.

Hugo vaciló:

—¿Seguro? Deberíamos evitar las situaciones de riesgo…

—Situaciones como esta, ¿no? —ella le guiñó un ojo—. Hasta ahora no te he visto tan prudente.

Pero es que ha llegado ya la madrugada, habría respondido Hugo si hubiera sido capaz de reunir el valor suficiente, si no hubiese temido no estar a la altura de lo que ella esperaba de él.

Esther fue atacada de noche, el tiempo de los crímenes.

Para completar la escenografía, el carillón de la biblioteca dejó oír sus campanadas.

Hugo también se había puesto en pie. Diana proponía adentrarse en el paisaje dormido del edificio, recorrer las entrañas de aquella criatura muerta que pretendía devorarlos en una lenta digestión de varios días.

—¿Y si estamos equivocados y se trata de Héctor? —planteó Hugo—. Podría ser muy peligroso…

—Casi tanto como dejarlo libre por la casa mientras nos vamos a dormir.

A la vista de tal argumento, a Hugo no le quedó más remedio que obedecer. Tampoco quería separarse de ella, en realidad. Salieron de la sala y la música, casi inaudible aún, les fue guiando por uno de los pasillos hasta la biblioteca. Él hubiera pagado lo que fuera por cogerla de la mano en aquel avance cauteloso en medio de la penumbra. Caminaban como profanadores de alguna ruina arqueológica, midiendo sus pasos hacia un enigma que podía amenazar sus vidas.

Empujaron la puerta entornada de aquella estancia que no habían vuelto a visitar desde que el profesor Vidal se la mostrara en la ruta guiada.

En su interior descubrieron a Álvaro, tal como habían previsto. Este, sentado en un sillón junto al reloj de pared, dio un respingo al verlos.

—¿Os ha molestado la música? —señaló unos pequeños bafles que había conectado a su móvil—. Puedo bajarla más.

—No, no —contestó Diana—. De hecho tienes muy buen gusto. Pero teníamos curiosidad. No esperábamos que nadie se atreviera a estar por aquí solo, a estas horas. Y menos aún escuchando a Clint Mansell. Muy… oportuno.

Álvaro sonrió.

—Yo tampoco habría imaginado que os iba a ver juntos. Os la estáis jugando…

—A veces merece la pena correr ciertos riesgos —dijo Hugo, mientras dirigía una fugaz mirada a Diana—. Nos íbamos ya a la cama cuando hemos oído tu música.

—Tú también estás siendo un imprudente, Álvaro —las pupilas de Diana recorrían los anaqueles repletos de libros de aquella sala—. ¿A quién se le ocurre quedarse aquí solo? ¿No puedes dormir?

Hugo le habría preguntado si no sentía miedo.

—Yo duermo poco —dijo Álvaro—. Me gusta la noche. Y las habitaciones son como celdas, demasiado silenciosas y vacías. Además, Esther murió en su dormitorio, ¿no? Quedarse en la cama —sentenció— no nos salvará si alguien enloquecido por la terapia decide fijarse en nosotros.

—Tú sí que sabes animar —Hugo ya estaba bastante asustado, no necesitaba más estímulos—. De todos modos, ayer nadie desconfiaba. Esther no bloqueó su puerta, pero esta noche todos vamos a hacerlo. Hoy los cuartos sí son un lugar protegido. La biblioteca, no.

—El único lugar seguro es el exterior de la finca —repuso Álvaro—. No te engañes. Como dijo un poeta: no se puede escapar de la Muerte cuando su sombra viene a buscarte…

Hugo captó en su expresión cierta melancolía.

—¿Por qué has elegido este sitio? —Diana estudió a Álvaro con detenimiento y el chico supo leer en su semblante la intención de la pregunta—. No estabas leyendo.

—No, no he venido para leer. Si lo que te preocupa es que no cumpla el perfil que nos ha traído a todos a esta casa, puedes estar tranquila. Me gusta el ambiente acogedor de las bibliotecas, eso es todo, así que mi presencia aquí no me hace más sospechoso que los demás.

—Entiendo.

—¿Cómo lo lleváis vosotros?

Hugo y Diana se miraron.

—Como podemos —Hugo pasó los dedos por los lomos polvorientos de los volúmenes que sobresalían de una estantería—. Libros. Me han advertido a menudo de las malas consecuencias de no leer, pero nunca imaginé hasta qué punto tenían razón. Si lo llego a imaginar…

Diana y Álvaro se echaron a reír.

—No leer puede ser letal —el chico soltó una nueva carcajada—. ¡Lo de Vidal sí es animación a la lectura!

Hugo contempló la absurda escena que protagonizaban en ese momento. Tres adolescentes riendo en mitad de la noche, rompiendo el silencio con la música de fondo de Clint Mansell, bajo el resplandor de las lámparas de tulipa verde. Y aquel escenario rebosante de libros completaba el conjunto, una ironía más. La estancia que ocupaban se alzaba como una isla en medio de las tinieblas. Minutos de paz, de extraña complicidad surgida del miedo. Instantes de compañía frente a la desolación que iba derramándose a su alrededor. La muerte acechaba. Cualquiera de ellos podía transformarse en el monstruo de esa nueva madrugada, pero algo les decía que, al menos durante aquel lapso de tiempo en esa segunda noche, allí, juntos, estaban a salvo. Tregua en un oasis. El miedo se había quedado en el pasillo. Luego regresarían a sus habitaciones, se rompería el encantamiento, volverían a territorio hostil. La confianza habría muerto. Volverían a observarse como desconocidos, a mantener las distancias. Pero hasta entonces…

—¿Sabes, Diana? Yo también perdí a un hermano —reconoció de pronto Álvaro—. Y también ahogado. En una piscina.

—Vaya… —ella, descolocada, no supo qué responder—. Lo… Lo siento.

Hugo, a su lado, se había quedado con la boca abierta. ¿A qué venía aquella confidencia?

—Yo era muy pequeño —continuó el otro chico, ajeno al asombro de sus compañeros— y se trató de un accidente, así que no pretendo decir que sé lo que has debido de sufrir tú. Lo que sí conozco es la huella que deja una ausencia definitiva en la familia. Ya nada vuelve a ser igual.

Diana tragó saliva. Era evidente lo mucho que le seguía costando hablar de aquello.

—Te… te agradezco tus palabras, Álvaro.

—No sé si es la noche o el peligro lo que le impulsa a uno a las confesiones —dijo él—. Pero hacía tiempo que necesitaba decírtelo.

Cualquiera diría que aún se siente culpable por el suicidio de Pablo, pensó Hugo, recordando sus propios remordimientos cuando trascendieron los detalles de la muerte del niño.

—¿Y cómo es que sabes tanto de medicina? —preguntó para lograr un giro que relajara a Diana—. Todo eso del rigor mortis, el estado de la sangre… lo que afirmaste sobre el tiempo que lleva muerta Esther, ¿es cierto?

Álvaro asintió.

—Me interesa la medicina —dijo—. Es lo que me gustaría estudiar cuando llegue a la universidad. Y la sangre… bueno, digamos que es un ingrediente frecuente en las historias que me gustan.

Hugo hubiera querido poder interpretar aquella última afirmación. Las palabras de su compañero suscitaban, como era habitual, más preguntas que respuestas.

—Siempre tan misterioso —intervino Diana—. Incluso cuando cuentas algo, da la impresión de que es mucho más lo que te callas.

Álvaro esbozó una sonrisa perversa.

—Yo podría decir lo mismo de ti, Diana. Todos arrastramos algún secreto.

—¿Y a mí me excluís? —Hugo se quejaba, medio en broma—. ¿No soy lo suficientemente misterioso para vosotros? Vale, me dedico al deporte. Pero aun así…

Por primera vez, Hugo se planteó si lo que ellos poseían frente a él, lo que los hacía diferentes, era un pasado difícil. Sus vivencias extremas, el dolor. Quizá eso justificaba una complicidad entre ellos que nada tenía que ver con la atracción física o la amistad.

Diana se le aproximó para darle un beso en la mejilla.

—Así te compenso —dijo ella—. ¡Y ahora brindemos!

Diana acababa de mostrar su petaca, cada vez más vacía. A Álvaro le brillaron los ojos.

—¡Buena idea! —el chico abrió un mueble de minibar integrado bajo las estanterías, de donde extrajo varias copas de cristal—. ¡Bebamos!

Diana rellenó las tres copas y cada uno alzó la suya. Todos de pie, se contemplaron con solemnidad.

—¡Por la supervivencia! —gritó Hugo.

—¡Por la noche! —añadió Álvaro.

El tintineo del cristal al entrechocar marcó un instante que no olvidarían. La cuenta atrás se reanudaba.

Poco después, subieron a la planta superior para encerrarse en sus respectivas habitaciones.

El silencio y la oscuridad se fueron imponiendo en el caserón como una marea que inundaba el edificio.