CAPÍTULO 18

—Seguimos sin saber a qué corresponde la factura extra de Querol —comunicó Millán—. Ni siquiera hay constancia de que la cobrara.

—No me sorprende —dijo el inspector Lázaro—. Si el publicista estaba metido en algo ilegal, no habrá dejado pruebas tan evidentes. ¿Y las declaraciones de los empleados?

—Tanto el socio como los tres trabajadores de la agencia cuentan con coartada en el momento del crimen. En cuanto a los vecinos, no vieron ni oyeron nada especial durante aquellas horas.

—¿La coartada del socio te parece sólida? Porque él sí tiene móvil para acabar con la vida de Querol.

—Bueno, su mujer confirma que se encontraba con él esa noche, tal como te dijo Ballester.

—Fíate de los acuerdos conyugales…

De todos modos, Lázaro tampoco se planteaba seriamente que el socio estuviera implicado en el asesinato. Pero es que no tenían otra dirección en la que avanzar. La situación del caso se mantenía así de decepcionante y seguían sin noticias del informático, el único en condiciones de arrojar algo de luz si lograba reparar el ordenador de la víctima.

Tenía que haber algo más, algo que se les estaba escapando. ¿Pero de qué se trataba? En la mente del inspector cobraba fuerza la hipótesis de que el asesino fuese uno de los «clientes particulares» del publicista.

—¿En qué piensas, Esteban?

—En la perfecta vida del señor Querol —contestó; sus dedos bailaban sobre la mesa—. Tampoco estaba metido en drogas.

—Es cierto. No hemos encontrado en su domicilio ningún indicio.

Lázaro asintió.

—El forense ha confirmado que gozaba de buena salud —completó— y no han encontrado en su cuerpo ninguna sustancia sospechosa.

—¿Entonces? ¿Por qué mataron al publicista?¿Una ex resentida?

—Recuerda la absoluta calma que transmite la escena del crimen. Se trata de algo mucho más premeditado.

El detective suspiró.

—Ni sexo ni dinero. Pues ya no sé qué más aportar.

Lázaro se frotó las sienes.

—Ya has hecho bastante, Millán. Vete a casa, te necesito fresco por la mañana.

—De acuerdo, jefe.

Millán abandonó el despacho dejando al inspector sumido en la incertidumbre. La clave de todo giraba en torno al móvil del crimen, que se resistía a aflorar. ¿Por qué mataron a Querol? La corazonada de Lázaro iba haciéndose más fuerte: el secreto del publicista se ocultaba en su ordenador y las manos que le habían cortado el cuello tenían que pertenecer a un cliente.

Un cliente que, cumplido su encargo a Querol, no quiso dejar rastros y le hizo callar para siempre.

—Es extraño —murmuró el inspector—. Si el publicista se hubiera metido en algo tan peligroso, se habría preocupado de contar con algún material que le sirviera de seguro de vida.

Cuando te codeas con gente sin escrúpulos, es recomendable guardarse las espaldas.

¿Pero de qué se trataba? Y, sobre todo: en caso de que Querol dispusiera de documentos comprometedores como garantía, ¿dónde los habría escondido?

Andrea se derrumbó.

—No me creéis… —susurró entre sollozos—. No me creéis…

Jacobo atacó:

—¿Creerte?¿Creer que has llegado a tu dormitorio para continuar leyendo y te has encontrado encima de la cama con eso? —señaló la escultura de bronce con los restos de sangre—. ¿Por quién nos tomas?

—Es la verdad, os lo juro…

—Sí, claro —insistió el otro—. Y también es casualidad que fueras precisamente tú quien encontró el cadáver… Desde luego, tienes mala suerte, ¿eh?

La ironía de Jacobo no ayudó a serenar los ánimos.

—Menos suerte ha tenido Esther —intervino Hugo, intentando reconducir la conversación—. Los demás aquí seguimos, al menos.

—Tú tampoco pareces demasiado triste por su muerte —Andrea, girada hacia Jacobo, seguía defendiéndose, con un hilo de voz—. A lo mejor te interesaba que dejara de molestarte… Qué pesadas son las ex, ¿verdad?

El repetidor acusó aquella insinuación, que lo colocaba en el punto de mira como sospechoso.

A Álvaro le habría gustado comunicar a los demás el comentario que precisamente sobre eso le había hecho Jacobo un rato antes, pero le dio miedo que el otro le devolviese el golpe sacando a colación su teoría sobre el topo de Vidal.

—Si fuera verdad que no estás involucrada en la muerte de Esther, nos habrías avisado entonces —dijo de pronto Cristian—, cuando viste la escultura. Pero has preferido callarte. Nos hemos enterado porque te he pillado escondiéndola, Andrea. Es el comportamiento de un culpable. Más vale que confieses, será todo más fácil. ¡No podemos perder tiempo!

Era cierto; en unos minutos debían someterse a la siguiente proyección.

—He tenido miedo —intentaba ella justificarse—, pensé que no me creeríais. ¡Como estáis haciendo ahora! Me he puesto nerviosa y… ¡joder, si me has pillado es porque me espiabas, Cristian! ¡Eso sí es sospechoso! ¿Por qué no estabas leyendo?

El aludido abrió mucho los ojos.

—¿Ahora te atreves a señalarme a mí? —se giró hacia los demás, con gesto de perplejidad—. ¡No puedo creerlo, esta tía es capaz de todo con tal de salvar el culo! Pero no te va a servir, Andrea —clavó en ella sus ojos claros, cargados de un sorprendente odio que solo Hugo advirtió—. Esta vez no. Si me he acercado a tu habitación es porque escuché el ruido que armaste cuando se te cayó la escultura. ¡Estás con la mierda hasta el cuello y lo sabes!

Andrea quiso lanzarse contra él, pero Jacobo se interpuso con toda su corpulencia y la contuvo.

En silencio, todos se dieron cuenta de lo condenatoria que resultaba aquella reacción en la chica. La agresividad constituía la firma del asesino, su sello.

¿Acaso Andrea se estaba retratando con esa actuación? Por otra parte, ¿cómo hubieran respondido los demás ante una acusación de asesinato?

Todo seguía siendo demasiado confuso.

—El consumo de marihuana te vuelve muy sensible a lo subliminal —Diana empleaba un tono mucho más correcto, que no consiguió apaciguar a su compañera—. Quizá fueras la más vulnerable a la primera proyección la pasada noche. Eso habrá provocado…

—¡Que no! —Andrea volvió a perder el control, empezó a tirarse del pelo al borde de un ataque de histeria—. ¡Que yo no maté a Esther! ¡No salí de mi habitación en toda la noche! ¡Tenéis que creerme!

Pero ella solo veía ante sí los semblantes hostiles de un jurado que ya la había sentenciado. Hugo y Álvaro se miraron, buscando un mutuo apoyo a su indecisión. Ninguno de los dos se atrevía a manifestar una postura clara.

—Es posible que no lo recuerdes —prosiguió Diana, sin abandonar su actitud conciliadora—. Aún no sabemos si quien se somete a los impulsos subliminales lo hace con plena consciencia. No estamos diciendo que quisieras hacerlo, pero…

—¿Y tú? —Andrea la señalaba—. ¿Acaso tú no eres presa fácil de la terapia?

Las facciones de Diana se afilaron.

—¿Qué quieres decir?

—Vamos, no me miréis así —Andrea se iba girando hacia todos—. Sé lo que me digo, y vosotros también. Desde que murió su hermano, Diana no ha sido la misma. Seguro que ha acumulado mucha rabia en su interior, nunca ha terminado de aceptar lo que ocurrió. ¡Es perfecta para este experimento! La más peligrosa…

—Te estás pasando, Andrea —Hugo la interrumpió, intentando sin éxito que abandonara ese tema tan espinoso.

—¿Y vosotros no? —repuso ella—. ¿Vosotros no os estáis pasando conmigo? ¡Me limito a defender mi inocencia!

—Pues tu forma de hacerlo es patética —Diana escupía las palabras—. Utilizar a mi hermano muerto para hacernos dudar es tan rastrero… Dice mucho de ti. Sin duda eres capaz de aprovechar que alguien está durmiendo, indefenso, para matarlo.

Hugo, a pesar de su inevitable inclinación a apoyar todo lo que afirmara Diana, tuvo que reconocer que ella no había sido justa. Se había dejado llevar por el enfado, lo que le obligó a él a compensar la acusación:

—Si Andrea hubiera asesinado a Esther —se dirigió a sus compañeros—, ¿tan torpe iba a mostrarse después como para llevarse el objeto utilizado y manchar su cama? ¿Y por qué esperar tanto a ocultar la escultura? No tiene lógica…

—¿Y por qué no? —Jacobo se negaba a conceder a su compañera la presunción de inocencia—. La terapia no te convierte en un asesino profesional, simplemente desboca tus instintos de agresividad, ¿no? Pues eso encaja con una chapuza de crimen…

—Tal vez no haya sido una chapuza.

Álvaro no habría calificado así el asesinato de Esther y de aquel modo lo había manifestado. A su juicio se trataba de una obra maestra en ese arte prohibido de la muerte, como demostraba el modo en que el sangriento final de Esther arrastraba a todos a un caos de acusaciones y miedos que los volvía vulnerables. Alguien en aquella estancia estaba desempeñando un doble papel a la perfección.

Alguien de aquí, en el fondo, no tiene miedo.

Álvaro se preguntó si, al menos, ese alguien sufriría remordimientos.

Hugo, desde su posición, se había dado cuenta de que todos querían que Andrea fuera la autora del asesinato. Lo necesitaban. Necesitaban un chivo expiatorio que los salvara de la tortura que implicaba vivir cada minuto pensando que quizá tenían las manos manchadas de sangre. Culpar a Andrea libraba a los demás de ese tormento. Pero tal circunstancia amenazaba la objetividad de sus conclusiones y una equivocación en aquel improvisado juicio acarreaba consecuencias gravísimas; por ejemplo, que el verdadero culpable, con fuertes tendencias violentas que podían estallar en cualquier momento, quedara libre de toda sospecha.

Un culpable que, de prosperar la acusación contra Andrea, se moverá con libertad por la casa para aproximarse a los demás.

—¿Cómo puedes hacerme esto, Jacobo? —se quejó Andrea—. Con todo lo que hemos compartido…

Los demás no supieron cómo interpretar aquel inesperado comentario.

—Estás exagerando —repuso él—, lo nuestro fue un simple rollo…

—No dijiste eso cuando te dejé —Andrea entraba de lleno en la guerra sucia—. Aún no lo has superado, ¿verdad? No estás acostumbrado a que te rechacen y ahora quieres vengarte…

—¿Pero de qué estás hablando? —el rostro de Jacobo enrojecía por momentos—. ¡No cambies de tema, intentas distraernos!

—Te liaste también con Andrea… —Cristian contemplaba a su compañero, que no lo había negado—. ¡Qué fuerte! ¡Y cortó ella!

Diana interrumpió aquel rumbo de la conversación con un nuevo interrogante:

—¿Entonces no estás convencido de la culpabilidad de Andrea, Hugo?

Su voz impuso el silencio en medio de aquel desorden. Ahora ella —en realidad, todos— lo miraba con sus ojos atentos, aguardando una respuesta que se hacía esperar.

—Lo… lo que digo —se explicó Hugo, cohibido ante la súbita expectación que se había generado en torno a él— es que no lo veo tan claro. Acusar a alguien de un asesinato es algo muy serio. No debemos precipitarnos. Ya sé que todo apunta a que lo hizo ella, pero aun así…

—Yo estoy contigo —dijo Álvaro—. Esto se parece cada vez más a un linchamiento popular.

—¿Esa es vuestra opinión? —preguntó de nuevo Diana.

Su voz envolvía a Hugo; sentirse bajo su atención le ponía nervioso.

Andrea se adelantó a su respuesta:

—¡Alguien me ha tendido una trampa, eso es lo que pasa! ¡Quien mató a Esther ha acudido en algún momento a mi habitación mientras leíamos y ha dejado la escultura sobre mi cama para incriminarme!

Los demás se quedaron callados ante esa inquietante hipótesis. ¿Era posible? ¿Cabían las estrategias en aquella pesadilla concebida por el profesor Vidal?

El hecho de que alguien hubiera preparado una trampa, de ser cierto, implicaba un comportamiento mucho más calculador de lo que el experimento parecía permitir en los participantes. Hasta ese momento, los episodios violentos se planteaban como resultado de arrebatos incontrolables, estallidos que el sujeto no era capaz de reprimir.

Pero si uno podía actuar de un modo tan premeditado sabiendo que había matado a una persona… todo el panorama cambiaba. A peor.

Jacobo volvió a plantearse la existencia de un topo a raíz de aquel nuevo horizonte. Aún no se había atrevido a plantearlo abiertamente (incluso una teoría así podía volverse en su contra), pero servía muy bien para justificar un montaje como el que denunciaba Andrea.

—Esa acusación no tiene fundamento —Cristian se resistía a aceptar lo que acarreaba la alternativa formulada por su compañera—. Deja de buscar argumentos retorcidos, Andrea. Reconoce que tú mataste a Esther.

Casi daba la impresión de que se lo estaba suplicando.

Pero ya nadie secundó su postura. La vacilación iba contaminando las mentes de todos… junto con el miedo, que ganaba consistencia en cada uno de ellos.

Veían que las escasas certidumbres sobre las que se sustentaba su esperanza en medio de aquel experimento se iban debilitando con el transcurso de las horas. La maquinaria que Vidal había puesto en marcha estaba muy bien engrasada e iba dando sus frutos; los acorralaba.

—¿Hugo?

Diana seguía esperando la conclusión del chico.

—No sé si Andrea mató a Esther —contestó él al fin—. No puedo saberlo. Quizá lo que el asesino pretende sea desviar la atención. Si recuerda lo que hizo es natural que no quiera ser descubierto. Dentro de unos días, cuando nos liberen, habrá que responder por lo que haya ocurrido en esta casa. Lo que está sucediendo es… real.

La imagen del cadáver de Esther se impuso en la mente de todos. El único simulacro era, tal vez, el de su supervivencia.

—Estoy de acuerdo —manifestó Diana—. Si se trata de una trampa, es probable que el asesino no la haya preparado para seguir dando rienda suelta a sus instintos homicidas, sino para camuflar su… tropiezo. Se supone que nadie quiere perder el control por culpa de los estímulos subliminales…

O eso querían creer.

Lo que quedaba patente era que ya no albergaban la suficiente convicción como para sentenciar a Andrea.