Hugo y Diana habían acudido a la sala de proyección. Allí habían dedicado unos minutos a contemplar el botón rojo de emergencia. Símbolo del fraude, del engaño al que se les sometía, lo habían pulsado repetidas veces, sin que —por supuesto— se generara efecto alguno. Ahora permanecían sentados.
—Mi hermano Pablo no se parecía a mí —dijo Diana, con expresión ausente—. Era más sensible. Siempre le afectó todo mucho. No tendría que haber ido a ese campamento… —ella se humedeció los labios, absorta en sus recuerdos—. Tenía tan solo once años cuando…
—No podíais imaginar lo que ocurriría, Diana. Ni tus padres ni tú.
Hugo hizo amago de acercarse; ella alzó el rostro, estudiándole con reservas.
—¿Puedo? —Hugo señaló el sillón que había al lado del que ocupaba su compañera.
—No deberías. No hay que fiarse de nadie. ¿Y si cualquiera de los dos sufre justo ahora un arrebato violento?
Pero la reticencia era débil; Hugo captó su vacilación. En el fondo, a pesar de su apariencia dura, ella también se sentía sola allí. Recordar la muerte de su hermano empeoraba las cosas.
—Yo estoy dispuesto a arriesgarme. Me voy a acercar, ¿vale? —avisó—. De momento, ambos estamos cumpliendo el programa de Vidal. No creo que haya peligro.
Se sentó junto a Diana y le pasó un brazo por los hombros. No se atrevió a llegar más lejos, aunque lo deseaba con una intensidad que seguía sorprendiéndole.
—Conste que me sigues pareciendo un tío vulgar —Diana procuró sonreír, aunque con tan poca convicción que el intento provocó en sus facciones una mueca triste—. No te emociones.
—Y tú me sigues pareciendo una borde —secundó él la broma, antes de retomar la conversación seria—. Tienes que quitarte de la cabeza lo de tu hermano, Diana. No se trata de olvidar a Pablo, pero han pasado tres años; es hora ya de cerrar ese capítulo.
—El problema de los… suicidios —a ella le costaba pronunciar esa palabra— es la culpabilidad que generan. Mis padres todavía no se lo han perdonado; no son los mismos y nunca volverán a serlo. Yo sé lo que piensan: se acusan mutuamente de la muerte de Pablo.
—Eso es terrible. E inútil.
Diana se encogió de hombros.
—Ellos aún discuten sobre quién obligó a Pablo a ir al campamento. Recuerdo que fue papá quien le convenció para que fuera. Decía que así se «curtiría». Pablo no quería ir, era un chico muy delicado y eso a mi padre no le gustaba. Al final obedeció, claro. Pero fue incapaz de resistirlo…
La imagen del cuerpo del chaval, que encontraron flotando un par de días más tarde, ganó consistencia en sus memorias. Porque Hugo también había sido testigo de aquella tragedia que había marcado a muchos alumnos del instituto.
—Yo estaba allí, ya lo sabes —él recordaba las búsquedas que se organizaron, la llegada de la familia, la infructuosa batida de la policía por el bosque—. Y lo que sucedió fue una cuestión de mala suerte. No hay que darle más vueltas.
El semblante de Diana se endureció. Le apartó el brazo.
—Mala suerte… y novatadas, Hugo. Se cebaron con mi hermano. ¿O es que has olvidado las bromas que sufrió?
Hugo negó con la cabeza. ¿Cómo olvidar aquello? Para colmo, Jacobo, un año mayor que ellos, era uno de los monitores de Pablo cuando ocurrió la desgracia. Su participación en los hechos no consiguió demostrarse, pero Fran Pardo, otro de los responsables, fue expulsado del instituto.
—Perdona —dijo—, lo que quería decir es que tus padres no podían prever lo que iba a ocurrir. Estoy de acuerdo en que algunos compañeros… se pasaron con él. Eso no lo discuto.
—¿Y, entonces, por qué nadie hizo nada hasta que fue demasiado tarde? Los castigos y las expulsiones no devolvieron la vida a mi hermano.
Diana manifestaba una acusación que Hugo había tardado en superar; varios estudiantes, incluido él, habían presenciado alguna de las bromas que sufrió Pablo. Cristian incluso había compartido tienda con él. Y no habían intervenido; un hecho de su pasado que continuaba avergonzando a Hugo en lo más íntimo.
—Yo… ya te pedí disculpas en su momento, Diana. Todos habíamos pasado en años anteriores por esa especie de ritual que organizaban los mayores durante el campamento, y jamás se había quejado nadie. No calculamos lo mucho que le afectaban a tu hermano esas pruebas. Cuántas veces me he arrepentido de no haberme dado cuenta de lo que estaba a punto de suceder…
—De poco sirve eso, Hugo. Los remordimientos no resucitarán a Pablo.
—Lo sé. Pero tienes que entender que en aquella época cada uno iba a lo suyo. Bastante teníamos con lo nuestro, aunque no sirva de justificación. Y, al menos, se castigó a los principales responsables.
—¿Eso debe consolarme?
—Debe ayudarte a pasar página. Éramos unos críos, Diana. Y ninguno de los que estábamos cerca llegó a darse cuenta del sufrimiento de Pablo. Fuimos testigos de bromas sueltas, sin más.
—Ya.
—Fran ya pagó, ¿recuerdas? —Hugo aludía al principal acosador de Pablo, un chico muy conflictivo que el año anterior había fallecido en un accidente de moto—. Al final el tiempo acaba poniendo a cada uno en su sitio.
—El único sitio de mi hermano es la tumba.
—Cuidado, Diana. La terapia subliminal se aprovechará de tu resentimiento.
Ella frunció los labios.
—¿Qué quieres decir?
—Apuesto a que preferirías que fuera Jacobo el que estuviera muerto y no Esther.
Ella se quedó en silencio.
—Esta pesadilla en la que nos ha metido el profesor Vidal saca a la superficie asuntos con los que no contaba —reconoció—. Hacía mucho que no pensaba en todo esto, perdona. No era mi intención remover el pasado.
—No tengo nada que perdonarte. Y tienes razón; el tratamiento subliminal despierta nuestros peores recuerdos. Yo mismo me encuentro tenso.
Todo ayudaba a generar impulsos agresivos.
—Pues conmigo también lo está consiguiendo, ¡qué ganas de romper algo! —Diana soltó una breve carcajada, que interrumpió al ver el gesto serio de Hugo—. No ha tenido gracia, ¿verdad?
—No quiero tener que desconfiar de ti.
Una sutil tristeza empañó los ojos de la chica.
—Hazlo, Hugo. Desconfía de mí porque yo lo haré contigo. Si estamos aquí es por algo. Perder la perspectiva resulta demasiado peligroso. Todos tenemos una doble cara.
Aquellas palabras le recordaron a Hugo El retrato de Dorian Grey, una obra de Oscar Wilde que trataba, precisamente, de un joven que ocultaba en un cuadro su lado más oscuro.
—A lo mejor prefiero correr riesgos —él no se dejó convencer, en el fondo llevaba mucho tiempo soñando con la oportunidad de intimar con Diana y no iba a desperdiciar la ocasión—. A veces merece la pena. Y me gusta lo que veo.
—¿Arriesgarte? ¿Por mí? Creo que vas un poco rápido.
—La situación no es para tomárselo con calma. Quién sabe lo que puede suceder mañana.
—Apenas me conoces. Y estamos siendo manipulados, podemos perder el control. Hay un cadáver en el piso de arriba.
—Pero no todo está siendo malo —Hugo le acarició el pelo, necesitaba una visión esperanzadora de aquella experiencia que se había colado en sus vidas, arrancándolos de la realidad—. Este experimento ha permitido que nos conozcamos mejor.
Diana le apartó el brazo.
—Honestamente, no creo que eso valga el precio de una vida.
A Hugo le molestó el comentario:
—Las cosas pueden decirse con suavidad, ¿sabes? Solo intento ver un lado positivo en todo esto.
Ella se disculpó:
—Lamento no ser tan romántica como tú. Es lo que hay, ¿no querías conocerme? Pues aprovecha. Aquí tienes una primera dosis de mí.
Él no se dejó engañar; Diana empleaba de nuevo la coraza que solía exhibir en el instituto. Supuso que la habían hecho sufrir en el pasado, que alguna mala vivencia sentimental la había llevado a mostrarse siempre tan arisca. O a lo mejor la muerte de su hermano la había vuelto así. Hugo, consciente de ello, estaba dispuesto a ir poco a poco.
—Sé que hay mucho más dentro de ti.
—Tú mismo.
El tono de Diana había perdido frialdad, a pesar de sus palabras. Se quedaron en silencio.
—Quién me iba a decir a mí que estaría hablando contigo de un tema tan íntimo como el de la muerte de Pablo —confesó ella—. Es absurdo.
—Me alegro de que lo hayas hecho, aunque sea doloroso para ti. Eso siempre ayuda.
Diana le miró a los ojos:
—¿Aún te sigo pareciendo una chica pija?
Hugo se echó a reír.
—Tus padres son ricos, ¿no?
—Eso no puedo evitarlo. ¿Tengo que pedir perdón por ello?
En ese instante, una voz ajena interrumpió la conversación:
—¡Vaya sorpresa! —era Jacobo quien acababa de entrar en la estancia—. ¿Así que habéis decidido leer juntos? Primero Álvaro me echa de su sala y ahora descubro esto. Qué bonito…
—¿Y a ti qué te importa lo que hayamos decidido? —Hugo se esforzó delante de Diana por aparentar una firmeza que no sentía, aunque dio por sentado que para impresionar a la chica hacía falta bastante más.
Jacobo le observaba con curiosidad; no esperaba esa reacción en un compañero que nunca levantaba la voz en el instituto.
—¡Vaya con el futbolista! ¿Te gusta Diana? —preguntó, captando la complicidad entre ellos—. Te has puesto muy gallito…
Hugo enrojeció.
—¿Qué quieres? Estamos ocupados.
—Creí que se había acordado que solo nos reuniríamos para las proyecciones —respondió—. ¿Algún otro incumplimiento que yo deba saber?
—Hemos cumplido con las lecturas, si te refieres a eso —intervino Diana—. No somos idiotas. ¿Y tú? Muy pronto has acabado, con el patético nivel de comprensión lectora que debes de tener…
Jacobo se disponía a responder cuando una llamada a gritos procedente del piso de arriba le interrumpió. Hugo y Diana se pusieron en pie de un salto.
—¡Es Cristian! —reconoció Hugo—. ¿Qué pasa?
Escucharon sus nombres.
—Quiere que subamos al piso de los dormitorios —Jacobo se había girado hacia la puerta—. Joder, no quiero más sorpresas en esta casa…