Andrea permanecía en cuclillas a los pies de la cama, atendiendo a algo que Cristian —que continuaba con su espionaje a través de la rendija— no lograba distinguir desde su posición. El cuerpo de ella se interponía.
Pero ¿qué estaba haciendo Andrea?
La actitud de la chica no parecía peligrosa, así que el muchacho, al cabo de unos segundos, decidió pillarla desprevenida empujando de golpe la puerta.
La iniciativa de Cristian provocó en Andrea un sobresalto. Ella se incorporó de un respingo y su compañero comprobó al enfrentarse a su semblante que estaba lívida.
—¡Cristian! —gritó Andrea—. ¿Qué haces aquí? ¿A qué viene esto? ¡No te acerques!
La chica tenía tal expresión de terror que Cristian se apresuró a calmarla:
—Tranquila —mostró sus manos abiertas—. No quiero hacerte daño…
—¿Entonces qué haces aquí? Deberías estar leyendo… ¡Has venido a atacarme!
Andrea hizo amago de retroceder hasta el cabecero de la cama.
—¡He venido porque he escuchado un ruido raro, eso es todo! —Cristian dio un paso hacia ella—. No tengas miedo.
—Bueno, pues ya has visto que no sucede nada, ¡no te acerques más!
Cristian obedeció.
—¿Qué estabas haciendo?
—No es asunto tuyo. ¿Quieres largarte ya?
Él se fijó con cierta sorpresa en que no estaba fumada. O eso, o se hallaba metida en algo tan grave que su aparición le había quitado de golpe todos los síntomas.
—Lo que ocurre en la casa es asunto de todos —Cristian se adelantó otro paso—. Te lo vuelvo a preguntar: ¿qué estabas haciendo?
—Leer en la cama —Andrea señaló su tablet, junto a la almohada—. Tú también tendrías que estar leyendo, Cristian. Queda poco para la siguiente proyección.
El chico reparó en que ella continuaba sin moverse de su lugar. De hecho, él aún no había conseguido ver la parte del suelo sobre la que había estado agachada minutos antes.
Y entonces comprendió que el gesto de miedo de Andrea no lo provocaba tanto su desconfianza hacia él como la posibilidad de que su compañero descubriese algo.
Debía de haberla sorprendido en unas circunstancias comprometedoras que él, no obstante, seguía sin percibir. ¿Qué se le estaba escapando?
Estudió la habitación.
—¿Qué hacías en el suelo, Andrea? —insistió, suspicaz—. ¿Qué ha sido ese ruido que he escuchado antes?
—No sé de qué me hablas. Si vuelves a acercarte, gritaré. Todos pensarán que tú mataste a Esther.
Cristian hizo caso omiso de la amenaza y terminó de llegar hasta ella, que finalmente se apartó sin chillar. El muchacho aprovechó para estudiar la zona de suelo que Andrea acababa de dejar a la vista.
El deterioro allí era evidente; la madera del parqué se veía hundida, astillada.
—¿Y eso? —Cristian señalaba el impacto—. ¿Se te ha caído algo? Tenía que pesar mucho…
—Ya estaba así cuando yo ocupé la habitación —se justificó Andrea—. Estas casas viejas…
Pero aquel destrozo no parecía antiguo.
La mirada del chico se posó ahora en una mancha del edredón. Después volvió a enfocar a su compañera, que se mantenía muy erguida y pálida frente a él.
—¿Qué está pasando, Andrea?
—Que un loco nos ha encerrado aquí. ¿No te has enterado?
—Ya sabes a qué me refiero. Algo me ocultas.
—No oculto nada. Por eso deberías irte a continuar tus lecturas. O a mirar porno, que es lo que te va.
—Te veo muy nerviosa.
—¿Y quién no lo estaría en nuestra situación?
Cristian echó una nueva ojeada a la habitación.
—Estás mintiendo, Andrea.
—No es cierto.
Cristian aproximó su rostro al de ella:
—¿Por qué no has gritado cuando he llegado hasta ti? Hubieran venido todos…
—Me has dado lástima —ella se mostró súbitamente ofensiva—. Habría sido fácil convencerles de que yo iba a ser tu segunda víctima. Pero he tenido compasión, solo eres un pringado, ni siquiera creo que acabaras con Esther. No vales ni para eso.
Cristian sonrió.
—¿Sabes lo que pienso yo?
—¡No me interesa! Lárgate ya.
Él no detuvo sus palabras:
—Creo que intentas evitar, precisamente, que vengan los demás. No los llamarás.
—¿Quieres hacer la prueba? —el tono era desafiante—. Mi paciencia tiene un límite… tú serás el único culpable de lo que ocurra…
Cristian se agachó, imitando la postura que adoptaba Andrea cuando él se había asomado a su dormitorio. Giró la cabeza hasta vislumbrar el hueco bajo la cama. Y allí descubrió un bulto mediano que arrastró hasta sacarlo a la luz. Pesaba mucho.
Se trataba de una escultura cilíndrica de bronce, de unos cuarenta centímetros de altura. Imitaba un tronco sin ramas. Sus relieves irregulares, salpicados de restos oscuros, emitían destellos al reflejar la luz de la habitación.
—Vaya —comentó Cristian—, qué cosas encuentra uno bajo la cama…
Andrea callaba. Se apoyó en la mesilla que había junto al cabecero, sin aliento.
La escultura estaba manchada de una sustancia que el chico identificó al instante.
—Es sangre, ¿verdad?
—Su… supongo.
—¿La misma que ha manchado el edredón?
Se quedaron en silencio unos instantes, mirándose sin pestañear.
—Andrea —concluyó Cristian—, ¿te das cuenta de que acabo de descubrirte ocultando el arma que se utilizó para matar a Esther?
Álvaro alzó los ojos de su tablet al notar la presencia que irrumpía en aquella sala donde él llevaba un buen rato dedicado a la dosis de lectura planificada. Era Jacobo, que se había detenido de golpe al verle tendido en el sofá.
—Vaya, hemos tenido la misma idea —se quejó el repetidor—. Quería terminar los materiales aquí. Y ahora…
—Ahora tendrás que irte —Álvaro no se incorporó—, esta habitación está ocupada. Búscate otro lugar.
—¡Tranquilo, no pensaba quedarme contigo! ¿De qué vas? Me pareces el más peligroso de todos.
Álvaro puso cara de hastío.
—¿Otra vez con eso? Me aburres.
—¡Cambia de rollo! Eres listo, has conseguido distraer a los demás con tus argumentos, pero a mí no me la das. Acabaste con Esther, ¿verdad? Venga —adoptó un tono cómplice—, no va a salir de aquí y, entre nosotros, yo casi me alegro de que lo hicieras.
Jacobo sonreía y Álvaro odió esa crudeza, aquel humor rudimentario que exhibía su compañero para intentar pillarle en una estrategia tan patética como él mismo. Su presencia contaminaba la exquisita atmósfera de miedo que se respiraba en el edificio. Jacobo no era digno de participar en una vivencia límite como aquella. Álvaro se asustó pensando que el repetidor tendría que haber sido la primera víctima. Semejante reflexión, demasiado apetecible, demostraba que todos eran vulnerables a la terapia. Incluso él.
Venga. No va a salir de aquí.
Tampoco había sido una frase afortunada. En la mente de ambos, por un instante, se dibujó el mismo interrogante: ¿quién lograría salir de allí?
Tal vez ninguno de nosotros dos, se dijo Álvaro. Algo que Jacobo, dada su limitada inteligencia, no parecía capaz de intuir.
Mañana podemos estar muertos. Los dos, alguno más, todos.
Qué definitivo se ofrecía el panorama.
Álvaro imaginó por primera vez sus figuras inertes en algún rincón de la casa, quizá dentro de pocas horas o, todavía peor, a punto de alcanzar la inmunidad que otorgaría el domingo a los supervivientes. Tenía que ser terrible ser vencido cuando la salvación quedaba tan cerca. Pero hasta el último momento cualquiera podía perder el control, cometer un error. Matar o ser ejecutado.
Habría nuevas víctimas del experimento. Álvaro estaba convencido; el juego de Vidal no encajaba con un planteamiento que permitiera una salida tan sencilla como la obediencia al programa. Vidal querría llegar más lejos, atrincherado en su misterioso puesto de control cual deidad insaciable. Su apetito de poder exigiría más sacrificios.
Más sangre.
Sí, podían morir allí. Le asombró su serenidad al plantearse aquella alternativa, al visualizar en la mente su cuerpo apuñalado, el brillo de su propia sangre resbalando por una piel que se enfriaba para siempre. Y sus pupilas vidriosas. Cayó en la cuenta de que importaba el cuándo de la muerte, pero también el cómo. Llegado el caso, ¿sentiría dolor? ¿Sufriría mucho? ¿Una muerte rápida o una muerte lenta? ¿Y a manos de quién? Álvaro volvió a recrear en su cabeza su silueta asesinada. La fantasía elegía nuevamente un cuchillo como arma del crimen. Si debía morir allí, le hubiera gustado diseñar sus heridas, los regueros de sangre, la postura final de su cadáver. La última puesta en escena, un privilegio que a toda víctima debía concederse a cambio del precio de un final prematuro.
Álvaro siguió repasando en su mente la imagen de su cuerpo sin vida, como si la certeza de que tarde o temprano uno tenía que morir le insuflara una extraña entereza. Pero no. Él quería vivir; había tantas experiencias que aún no había disfrutado…
Quería resistir.
—Tuviste que ser tú —insistió Jacobo cuando vio que su compañero volvía a prestarle atención—. Le tendiste una trampa a Andrea; siempre ha sido una infeliz y tú tienes pinta de manipulador…
Qué vulgar resulta este imbécil de pie frente a mí, se dijo Álvaro, con su gesticulación agresiva y su falta de estilo. Él nunca había entendido cómo Jacobo podía atraer a las chicas.
—No me conoces —contestó—. No tienes ni idea de cómo soy.
—Lo has dejado muy claro en esta casa.
—¿Qué he dejado claro?
—¡Venga, reconócelo! —Jacobo se aproximó y Álvaro percibió cómo su cuerpo se crispaba—. A ti te pone todo lo que está ocurriendo…
—Eres demasiado simple para entender mis emociones, Jacobo. No es tan sencillo.
—¿Seguro que no lees?
Se miraron unos instantes.
—¿Qué insinúas? ¡Dilo de una vez!
—No pegas aquí, Álvaro. Te pega más… estar al otro lado.
—¿Al otro lado?
—Junto al profesor Vidal. Esto te gusta demasiado, ¡no lo niegues! ¿Te llegó a contar algo de lo que estaba preparando? A lo mejor tú eres el único que ha sido invitado a esta fiesta… y nosotros somos el banquete.
A Álvaro le dejó helado aquella perspectiva.
—Estás más loco de lo que creía, Jacobo. Yo he llegado aquí como los demás.
El repetidor se dispuso a aproximarse más, pero Álvaro lo detuvo con un gesto.
—Quédate ahí. Tú no eres menos peligroso que yo.
El otro obedeció con una sonrisa.
—Pues a mí no me parece tan raro que Vidal haya introducido a un topo para vigilar de cerca el experimento…
Álvaro tuvo que admitir que su compañero era menos tonto de lo que había supuesto. A nadie más del grupo se le había ocurrido aquella inquietante posibilidad.
—De aquí al domingo —murmuró como respuesta—, esta casa se habrá convertido en un mausoleo. Aquí no hay topos, Jacobo. Solo víctimas esperando su turno para la ejecución.