Esteban Lázaro estrechó la mano al recién llegado y, después, le invitó a sentarse al otro lado del escritorio mientras él tomaba asiento en su silla.
Estudió con disimulo la fisonomía de aquel tipo: vestía en plan clásico, de unos cuarenta y cinco años y físico corriente. Se estaba quedando calvo, lo que contrastaba con sus cejas pobladas.
—Gracias por acudir a la comisaría, señor Ballester —comenzó el inspector—. Su testimonio como socio de Darío Querol es importante para la investigación.
—Ningún problema. Como comprenderá, todo lo que yo pueda aportar para ayudar a resolver la muerte de mi socio… Ha sido una noticia terrible…
—¿Hacía mucho que trabajaban juntos?
—Unos diez años. Nos iba bien.
—Muy bien, por lo que estamos viendo en la documentación.
Ballester sonrió con modestia.
—Nos ha costado mucho esfuerzo llegar hasta aquí.
—Entiendo.
Lázaro comenzó a tomar notas en una libreta.
—¿Y ahora qué pasará con la empresa?
—Es una sociedad anónima. Cada uno era titular del cincuenta por ciento de las acciones, así que las suyas pasarán a sus herederos. Imagino que, como no estarán interesados en seguir con la actividad, me ofrecerán comprarlas.
—Con lo que se quedará con el cien por cien —Lázaro dejó de escribir y levantó la mirada.
Ballester se quedó con la boca abierta.
—¿Está usted comprobando si existe un móvil que me impulsara a asesinar a mi socio?
—Me limito a seguir con el procedimiento. Hay muchas posibilidades de que el autor del crimen pertenezca al entorno de la víctima. Pero aún es pronto para hablar de sospechosos, tranquilo. ¿Dónde se encontraba en el momento de la muerte del señor Querol?
Ya había facilitado a Ballester el dato calculado por el forense.
—En casa, con mi mujer.
—¿Puede ella corroborarlo?
—¡Pues claro! ¿Esto es un interrogatorio?
—No, simplemente le estoy tomando declaración como haremos con todas las personas próximas al fallecido. Acabaremos pronto, se lo prometo.
Ballester se calmó.
—Perdone mi actitud, pero es que todo este asunto me ha puesto muy nervioso…
—Es lógico, no se preocupe. Y dígame: ¿usted y su socio compartían todos los encargos de los clientes que llegaban a la empresa?
—Los que llegaban a la empresa, sí. Pero me consta que, de vez en cuando, Darío recibía peticiones de particulares que atendía solamente él.
El inspector se rascó el mentón. Ahora comprendía el contenido de la carpeta con la etiqueta de «facturas particulares» que guardaba el publicista en su domicilio.
—¿Pero eso no es un poco desleal? —preguntó.
Ballester negó con la cabeza.
—Se trataba de trabajos que no entran en el ámbito de nuestra empresa, así que no supone perjuicio alguno para la compañía.
—Explíquese, por favor.
—Darío tenía una formación muy amplia, algunos de los trabajos que le llegaban no tenían nada que ver con nuestra especialidad como publicistas, nunca los habríamos atendido. Desde el principio acordamos que en esos casos podría facturar él como autónomo.
—¿Algún ejemplo de encargos que escaparan a la competencia de su empresa?
—Cortometrajes de ficción —respondió Ballester—. Lo nuestro va más en la línea de vídeos corporativos, campañas de marketing, documentales… pero a Darío le encantaban los rodajes, ¿sabe? Incluso los de bajo presupuesto.
—Ya veo. ¿Y usted dispone de alguna información sobre esos encargos que desarrollaba el señor Querol al margen de la empresa?
—Me temo que no. Darío era muy reservado.
—Ya.
—Ni siquiera recibía a esos clientes en las instalaciones de la agencia. Decía que no le parecía ético.
—¿Y dónde se reunía con ellos, entonces?
Ballester se encogió de hombros.
—Ni idea. Supongo que en su casa, ¿no?
Lázaro volvió a tomar notas.
—Por último, señor Ballester: ¿cómo describiría a su socio? Le ruego que sea absolutamente sincero; nada de lo que diga aquí saldrá de este despacho. Necesito hacerme una idea lo más fiel posible de la personalidad de la víctima, y eso depende de lo que usted me diga.
—No sé… muy trabajador, serio, y, como ya le he comentado, muy reservado para sus cosas. Y ambicioso, eso también. Muy ambicioso.
—¿Ambicioso?
—Quería ganar mucho dinero. Nunca rechazó un encargo.
—¿Lo definiría como un tipo sin escrúpulos, en ese sentido?
—¿Qué quiere saber exactamente, inspector?
—Debo cubrir todas las posibilidades: ¿cree que el señor Querol habría estado dispuesto a aceptar cualquier encargo, incluso al margen de la legalidad?
Ballester resopló.
—Yo no conozco trabajos que él haya…
—No le estoy preguntando eso. Lo que quiero saber es si lo veía capaz de actuar así.
—Supongo… supongo que sí. Aunque insisto en que nunca le vi hacer nada raro…
Lázaro empezó una nueva página de su libreta.
—¿Calificaría a su socio de solitario?
El rostro de Ballester se relajó.
—Sin duda. Apenas conozco a amigos suyos, después de diez años. Y pareja estable no ha tenido, que yo sepa.
—Por último: ¿sabe usted si tenía enemigos? ¿Alguien que quisiera hacerle daño?
—Lo dudo mucho, era un tipo demasiado centrado en sus asuntos para generar conflictos.
—Tal vez uno de los encargos saliera mal, y algún cliente descontento…
—No hemos tenido ningún fracaso en las campañas que haya podido generar enfado en nuestros clientes, inspector. Y si así fuera —añadió—, ¿no le parece que la reacción habría sido exagerada? Nuestros clientes son gente razonable, no suelen resolver sus problemas cortando cuellos.
—Al menos los clientes comunes de la empresa…
—Claro. De los trabajos particulares de Darío no puedo responder, aunque imagino que tampoco…
—Muchas gracias por su cooperación, señor Ballester. Puede marcharse.
El empresario se levantó para dirigirse a la puerta del despacho. Antes de llegar a ella, se volvió hacia Lázaro:
—Inspector.
—Dígame.
—Llegado el caso, pagaré por las acciones de Darío un precio más que razonable. Lo único que gano es el control de la empresa, que me va a salir caro. Nada más.
—Control… —Lázaro valoró el alcance de aquella palabra—. El poder es otro de los grandes motores del crimen, señor Ballester. A cualquier escala.