Un clima fúnebre se respiraba en la sala de proyección. Cada uno ocupaba ya su asiento, con el mismo gesto desolado con el que aguardaría su ejecución. Incluso Álvaro se mostraba serio.
La sentencia se había dictado. Estaban allí como condenados, títeres de un demente que disponía de siete interminables jornadas para manejarlos a su antojo.
¿Lograrían resistir sin sufrir más bajas? ¿Bastaría con obedecer o el diabólico profesor les reservaba alguna otra sorpresa?
Pensaban en sus familias, en sus amigos. No podían comunicarse con ellos. Un abismo los separaba de sus seres queridos, de la sociedad. De la realidad a la que pertenecían. Jacobo, que conservaba un móvil que había escapado al registro del primer día, había procurado en vano contactar con el exterior. La casa estaba blindada contra cualquier modalidad de conexión con el mundo.
Nada funcionaba allí salvo lo dispuesto por Vidal.
La suya era una isla de horror. Y ellos, simples peones. Piezas prescindibles que el profesor no dudaría en sacrificar a favor de su proyecto si alguien osaba rebelarse.
Recordaron las palabras de Vidal cuando entraban en la finca: «¡Abandonamos la civilización!».
Nadie había tenido la lucidez suficiente como para vislumbrar el carácter premonitorio de aquel aviso. En realidad, se trataba de una advertencia.
Una advertencia que habían desoído.
Y ahora estaban allí; mudos, asustados. Dispuestos a someterse a la siguiente proyección, con sus materiales y dispositivos electrónicos. Cada uno en el puesto asignado.
Dóciles.
—Tiene que haber alguna forma de escapar —dijo Jacobo, con rabia—. ¡A lo mejor Héctor la ha descubierto y se ha largado! ¡No podemos quedarnos aquí esperando a que ocurra otra desgracia! ¿Quién será el siguiente en caer, si obedecemos? No. Entre todos encontraremos la manera…
—Dedicar tiempo a planear la fuga es peligroso —recordó Diana—; cuidado con las propuestas que haces. Si no cumplimos con el programa nos convertimos en presas fáciles de los impulsos subliminales ya recibidos.
—Lo que nos pone en peligro a todos —terminó Cristian, por una vez sin ganas de intentar alusiones sexuales.
Hugo suspiró:
—No sé qué es más arriesgado, lo que hacemos o lo que dejamos de hacer.
—Lo que dejamos de hacer —Álvaro no había dudado—. Ahí está el peligro. La única oportunidad que tenemos es obedecer… y cruzar los dedos. Hay que aguantar siete días. Ciento cuarenta y ocho horas de resistencia.
—¿Estás seguro? —Andrea solo deseaba caer en un sueño profundo que la mantuviera al margen durante toda la semana. Era otra forma de huir.
—En el fondo, Vidal no cuenta con que obedezcamos —Hugo se sumó al bloque partidario de la sumisión al programa—. Por eso creo que hemos de intentarlo. Obedezcamos hasta el domingo.
Varias miradas se cruzaron en aquel salón, cada una inmersa en diferentes cálculos.
Había demasiado en juego.
—De esta reunión tiene que salir el compromiso de que todos, sin excepción, acataremos el programa de Vidal —concluyó Diana—. Un pacto de obediencia es la estrategia que evitará riesgos.
—Yo me apunto —afirmó Álvaro.
Hugo también apoyó la iniciativa. Poco a poco, los demás fueron asintiendo… excepto Jacobo, que aún se mostraba reticente.
—¿Y si me niego? —preguntó—. A lo mejor no soy tan cobarde como vosotros.
Diana se levantó de su sillón para situarse frente a él.
—Así que, como siempre, quieres ir a tu rollo.
Jacobo se encogió de hombros.
—No me va someterme a profesores locos.
—No te va pensar, Jacobo. Ese es tu problema. Por eso no te das cuenta de que al desobedecer a Vidal lo que haces es, precisamente, seguirle el juego.
Se contemplaron unos segundos.
—¿Ahora vas de líder, Diana?
—Todos estamos de acuerdo en esto —intervino Hugo desde su asiento—. No sigas por ahí, nadie ha impuesto nada. No se trata de valentía o cobardía, sino de cálculo. Lo más inteligente es aceptar las reglas del juego.
Jacobo sonrió.
—¿Nadie impone nada? Entonces cada uno es libre de hacer lo que quiera. Yo prefiero ir a mi aire.
—No nos lo podemos permitir —Diana exhibió un repentino cansancio—. Tu rebeldía nos hace vulnerables, Jacobo. Te necesitamos. Solo la garantía de que todos mantenemos a raya los impulsos violentos nos protegerá. Y para eso hay que cumplir con el programa. Sin excepciones.
—Muy emotivo tu argumento. Casi me convence.
—¿De verdad crees que sin nosotros tienes alguna posibilidad? —planteó Álvaro—. Eres lo que pareces: un completo imbécil.
Jacobo apretó los puños, a punto de lanzarse contra él.
—Vaya, el psicópata del grupo se cree muy listo…
—¡Discutir entre nosotros no nos ayuda! —Hugo también se había puesto de pie—. Un enfrentamiento es lo último que necesitamos. Por favor.
Tenía razón y los demás se dieron cuenta. Dedicaron unos minutos a recuperar la tranquilidad. Diana volvió a sentarse en su sillón y desde allí se dirigió al repetidor una última vez:
—Si optas por no seguir el programa, tendrás que apartarte de nosotros. Así que piénsalo bien.
—¿Cómo? —aquel aviso sí alarmó a Jacobo—. ¿Qué insinúas?
—Que no te admitiremos entre nosotros. Si quieres jugar con tu vida, adelante. Pero no jugarás con las nuestras.
—Si no asimilas los materiales que frenan los impulsos agresivos, tu agresividad irá en aumento —apoyó Hugo—. Por eso tendrás que mantenerte en otra zona de la casa.
—Dejarás de ser… fiable —concluyó Diana.
Jacobo había abierto mucho los ojos.
—¡No tenéis derecho a exigirme eso!
—De ti depende —Álvaro se encogió de hombros—. Aquí estamos para cumplir con el experimento. Si no vas a hacerlo, ¿qué sentido tiene que continúes con nosotros? Nos pones en peligro.
Jacobo los fue mirando uno a uno, pero no encontró ni un solo gesto de apoyo en los semblantes que lo observaban. Había demasiado miedo en todos ellos.
—¿Ni siquiera tú, Andrea? —tanteó—. ¿Vas a permitir que me quede solo como un perro?
—Quiero sobrevivir —contestó ella—. Prefiero que seas tú quien no lo consiga. Sin rencores, ¿eh?
—Eso es sinceridad —Álvaro aplaudió—. Bravo.
—¡Está bien! —Jacobo dio un puñetazo sobre la mesa—. Vosotros ganáis. Ya contáis con un esclavo más de Vidal, ¡cumpliré el puto programa! Seguro que ese loco os agradece vuestra colaboración. ¿Contentos?
—No —respondió Diana—. Pero al menos para ti es una buena noticia.
—¿Y Héctor? —Álvaro no dejaba de pensar en su ausencia—. Seguimos sin tener noticias suyas.
—Héctor es historia —dijo Hugo—. Ha decidido apartarse del proyecto, ¿no? A estas alturas se habrá convertido en una amenaza para todos, ni siquiera podemos asegurar que no esté implicado en la muerte de Esther.
—¿Y si aparece? —insistió Álvaro—. Porque sabemos que no andará muy lejos…
—Esa cuestión nos la plantearemos cuando ocurra —Diana se dirigió hacia el equipo de imagen—. Bastantes problemas tenemos ya como para ocuparnos de un asunto que todavía no lo es.
—Estamos solos —susurró entonces Andrea, con voz ronca—. Muy solos.
E indefensos, habría añadido Cristian. Procuraba distraerse imaginándola desnuda.
—Te equivocas —Diana había interrumpido su movimiento; estaba a punto de introducir el disco oportuno en el reproductor de blu-ray—. La situación es mucho peor, Andrea. No estamos solos; estamos… con nosotros mismos.
En eso consistía la auténtica perspectiva: en aquel infierno particular, ellos eran, para sí mismos, el adversario, el peligro. Sus propias conciencias podían convertirlos en asesinos o víctimas.
Sin transición.
Hugo callaba. No supo decidir cuál de aquellas dos alternativas era peor.
¿Cómo podrían vivir con las manos manchadas de sangre, con la sospecha de haber participado en un crimen? Ninguno de ellos regresaría a casa —si es que lo lograban— siendo el mismo que llegó a la finca.
—Que Vidal llame a esta aberración «terapia subliminal» me parece el colmo del sarcasmo —observó, con resentimiento—. Una terapia cura, mientras que este tratamiento… nos vuelve enfermos. Nos contamina.
Saca lo peor de nosotros, nos convierte en animales.
El montaje del profesor era de una perversidad inconcebible, y ellos, los prisioneros de su delirio.
—El experimento nos pone a prueba —matizó Álvaro—. Enfoquémoslo así. Seguimos siendo nosotros mismos, a pesar de todo. Vidal no puede controlar por completo nuestra voluntad.
Sí, seguían siendo ellos mismos. Hugo se preguntó qué implicaba eso en el caso de su peculiar compañero.
—Continuamos siendo nosotros —aceptó también Diana—. Todavía.
La casa se había vuelto tan fría… Allí estaban, sí. Preparados para proseguir con un programa que iba a conducirlos a través de una espiral de violencia de desenlace incierto.
La ausencia de Esther se dejaba sentir en la sala de proyección. Su silla vacía les recordaba de algún modo la oscura presencia de Vidal, era como si el profesor se hubiera acomodado junto a ellos, invisible y sonriente.
Vigilando.
Aquel loco reclamaba su espacio. Anhelaba ser testigo de su creación. Se percibía su aura carroñera en cada rincón de la casa, aguardando nuevas presas que sucumbieran al experimento.
—¿Pero qué gana él? —Cristian se removía en su asiento—. ¿Por qué hace esto? ¿Por qué a nosotros?
—En siete días —pronosticó Jacobo— esto terminará y lo sabremos. Nos tendrá que liberar si no la hemos palmado antes, habremos superado la prueba. Ese hijo de puta tendrá que afrontar las consecuencias de lo que ha hecho. Vendrán a buscarnos y entonces… a no ser…
Se interrumpió. No alcanzó a manifestar la última idea, pero su contenido llegó a las mentes de todos: A no ser que tenga previsto suicidarse cuando termine el plazo. Algo relativamente habitual en los dementes que se enfrentaban al mundo cometiendo una masacre, buscando en ella su inmortalidad.
¿Vidal encajaba en ese perfil o tendría otros planes para cuando acabara la semana? ¿Cómo aspiraba a salir impune de aquella locura que ya había costado una vida? El daño era irreparable y alguien tendría que pagar por él.
Jacobo se arrepentía de haber sacado un tema tan sensible. No pudo evitar una fugaz mirada a Diana, que había bajado la suya. La chica permanecía de pie, junto a la pantalla de LED, apretando los labios. De pronto parecía tan delicada…
Hugo se percató de que era la primera vez desde que la conocía que atisbaba en ella un rasgo de debilidad. Curiosamente, aquella pincelada de humanidad la hizo más atractiva a sus ojos. Se sorprendió al comprobar lo mucho que pensaba en ella desde la llegada a la finca.
—Continúa —dijo Diana a Jacobo, por fin—. No pasa nada. Ya lo he superado.
Todos callaban. En el instituto, la tragedia sufrida por la familia de Diana era un tema muy conocido pero del que nadie hablaba, mucho menos en su presencia.
—Perdona —se disculpó el repetidor—, no pretendía…
—Da igual. Han pasado tres años, no puedo pasarme la vida enganchada a mi pasado. Mi hermano no volverá, por mucho que yo piense en él. Murió, ya está —alzó los ojos—. Se tiró al lago, todos lo sabéis. Estabais allí. Y a lo mejor sí, Vidal ha planificado su final en esta historia. No creo que esté tan desquiciado como para no darse cuenta de que se ha metido en un callejón sin salida.
—Por lo pronto, es evidente que la muerte de Esther no le ha sorprendido —comentó Hugo—. Se anticipó a ella cuando escribió la carta. Ha sido su forma de decirnos que va en serio… y que lo tiene todo muy bien pensado.
—Es un loco muy listo —concluyó Andrea—. No hemos tenido suerte.
—Nosotros tampoco se lo pondremos fácil —Diana no estaba dispuesta a resignarse—. Queda mucha guerra por delante.
—Él nos subestima —Álvaro se apartó el flequillo que le tapaba los ojos—. Eso nos da una oportunidad.
A continuación, Diana introdujo el disco en el reproductor y se acomodó en su asiento con el mando a distancia en una mano.
—¿Preparados para la siguiente proyección? —anunció—. Ha llegado el momento…
Jacobo exteriorizó una última muestra de rebeldía:
—¿Obedecer no es rendirse? ¿Seguro que no tenemos otra opción?
—¡Lo que tenemos es un pacto! —le recordó Cristian—. No empieces otra vez.
Diana se había girado también hacia el repetidor; una profunda tristeza teñía su semblante.
—No lo hagas por el profesor, Jacobo —susurró—. Hazlo por nosotros. Obedece. Por nuestra seguridad.
Hugo, desde su asiento, se preguntó qué pretendía en realidad Vidal con aquel experimento. Quizá que se mataran todos…
Diana no esperó más. Presionó la tecla de play. Todos aguardaban junto a ella, muy quietos en sus asientos. Pronto la enorme pantalla que tenían delante empezó a ofrecerles una serie de hermosos paisajes en altísima calidad, acompañados por una banda sonora de música clásica que no tardó en derivar hacia melodías más reconocibles. Poco a poco, cada uno fue sumergiéndose en aquella sucesión de imágenes que observaban con desconfianza. En vano procuraron detectar fotogramas ocultos, parpadeos fugaces, aquel veneno que reptaba como una larva hacia sus cerebros.