Se habían hartado de pulsar el timbre rojo de emergencia sin obtener resultados, como era previsible. Ahora, ya fuera de la casa, Hugo avanzaba con paso firme por la senda que conducía a la salida de la finca, seguido de los demás participantes en el proyecto. Pronto la silueta del edificio se perdió de vista tras la vegetación. Nadie se detenía… ni se separaba del resto. En el fondo, albergaban el convencimiento de que, en presencia de todo el grupo, ninguno de ellos daría rienda suelta a sus instintos violentos en caso de sufrir un arrebato. Porque, debían tenerlo en cuenta, no habían visionado aún la proyección que, en teoría, anularía los estímulos de agresividad inoculados la noche anterior.
Juntos, necesitaban creerlo, se hallaban más protegidos.
Pero solo era una suposición. No se encontraban en condiciones de predecir el comportamiento de sus mentes. Por eso, entre disimulos, al mismo tiempo que permanecían próximos, se dirigían miradas vigilantes. En silencio. Vidal también los había contaminado, a través de sus explicaciones, con la semilla de la desconfianza.
Nadie podía estar seguro de nada ni de nadie. Ya no.
Todos somos asesinos potenciales. Incluso Héctor.
La única certeza en medio de aquella pesadilla la constituía la muerte de Esther.
No hay otro modo de salir de este juego demencial antes de los siete días, pensaba Jacobo, que la muerte. De aquí solo se puede escapar con los pies por delante. ¿Para sobrevivir solo queda someterse?
Hugo, desde su posición, mantenía el ritmo de las zancadas. La desesperación impulsaba a sus compañeros detrás de él; necesitaban comprobar hasta qué punto las palabras del profesor Vidal eran exactas o un simple farol.
Por un lado, lo hubieran dado todo por confirmar que nada los ataba a aquella finca, que la huida era factible. Por otro, un pesimismo sumiso se iba adueñando de todos ellos; a sus ojos Vidal parecía mucho más poderoso de lo que nunca habrían imaginado. Tenía las vidas de aquel grupo en sus manos.
Seguro que estaba disfrutando desde su cubil; el puesto de control.
—El poder —opinó Diana, en medio del avance mudo de los demás—. A ese bastardo lo que le pone es el poder. Tenernos a todos bajo sus órdenes. Sentirse Dios.
—Aquí Vidal sí es Dios —convino Álvaro, metros más atrás—. Él ha creado este mundo y nosotros somos sus criaturas.
Siguieron avanzando. También aprovechaban para estudiar el bosque, con la esperanza de detectar algún rastro de Héctor. ¿Les estaría espiando desde su escondite?
¿Dónde habría pasado la noche? ¿Cómo se estaría alimentando?
No daba la impresión de ser alguien capacitado para desenvolverse en plena naturaleza.
En el fondo, no obstante, su ausencia insuflaba en ellos cierto optimismo: a lo mejor el chico sí había logrado huir de la finca, lo que justificaría su desaparición.
Hugo se detuvo un poco más adelante; acababa de reconocer el último tramo del camino. Tan solo unos metros lo separaban del recodo que, más allá de las ramas bajas de los árboles, dejaría a la vista el portón de hierro forjado que conducía a la libertad.
La prueba de fuego.
Hugo seguía quieto, sin moverse, con los ojos clavados en la curva.
No se atrevía a avanzar más… porque le aterraba la idea de confirmar la advertencia de Vidal. La incertidumbre siempre permitía, al menos, albergar alguna esperanza. Pero ¿y si no lograba reunir las fuerzas necesarias para cruzar el acceso de la finca, una vez estuviera frente a ella?
¿Qué haría entonces? ¿Cómo reaccionaría?
Se negó a pensar. Se arriesgaba a ser incapaz de llegar más lejos. Reanudó sus pasos.
—Ahora veremos si todo esto no es más que una pesadilla… —susurró, sin girarse hacia sus compañeros—. Tiene que serlo…
Sus pies recorrieron los escasos metros que lo separaban del punto desde el que se enfrentaría a la imagen del muro.
Se asomó.
En cuanto distinguió el perfil herrumbroso de la verja, su determinación perdió solidez. El estómago le dio un vuelco y supo, sin necesidad de avanzar más, que no conseguiría atravesar los umbrales de aquella prisión.
Lo supo. No lo lograría.
Pero se resistió a aceptarlo.
Dio un paso hacia el portón, que parecía crecer ante sus pupilas hasta adquirir una dimensión imposible. Se mareaba. Su pulso comenzó a acelerarse. Un sudor frío empapó todo su cuerpo. Incluso su respiración se volvió torpe, insuficiente.
¿Todos aquellos síntomas se habían originado en su mente? Inconcebible…
Hugo se dio cuenta de que no podía luchar contra sí mismo. Cayó de rodillas, exhausto. Vencido.
El profesor Vidal no alardeaba de un falso poder; los tenía en sus manos.
Eran cautivos de su locura.
Hugo permanecía inmóvil. Sus ojos no se apartaban de aquella verja que, a pesar de su cercanía física, nunca había quedado tan lejos. O quizá era el mundo lo que se apartaba de ellos.
El muchacho se echó a llorar. No le importó hacerlo delante de sus compañeros. A su espalda, los demás procuraban en vano asimilar el fracaso de su intento soportando sus propios síntomas.
El interrogante sobre el paradero de Héctor cobraba fuerza a raíz de aquella constatación. Tenía que encontrarse dentro de los límites de la finca.
El publicista se encontraba de vacaciones el día de su muerte y no debía regresar al trabajo hasta una semana después. Por eso su ausencia no llamó la atención en la empresa durante los días posteriores al crimen.
Lázaro maldijo aquella circunstancia que les había hecho perder días valiosos. Cuatro días eran mucho tiempo, más que suficiente para que el asesino dispusiera de margen para borrar bien su rastro.
Al borde de la paranoia, el inspector se preguntó si se trataba de una coincidencia o, por el contrario, el autor del crimen había escogido aquella fecha precisamente por ese motivo. La frialdad que presuponían al asesino encajaba bien con un comportamiento tan calculador.
Y el hecho de que supiera que su víctima se encontraba de vacaciones, en ese caso, también cuadraba con la teoría de que pertenecía al entorno de Querol.
Lázaro pasó a consultar la base de datos de la policía desde su portátil, conectado por wifi a la red de la comisaría. Mientras Jaime Castro, en otra planta del edificio, luchaba por «reanimar» el ordenador del publicista muerto, él debía insistir en el hallazgo de nuevas líneas de investigación.
Tengo que encontrar algo.
Sabía que depender exclusivamente de lo que contuviera el equipo informático de Querol no era una estrategia recomendable. Sobre todo cuando ni siquiera había garantías de que lograran extraer alguna información de aquel dispositivo chamuscado y enterrado bajo la capa de fluido humano que se habría filtrado por cada una de sus rendijas.
Ahora, por lo pronto, investigaba al sujeto. Aparte de su profesión y edad, ¿quién era Darío Querol? Acababa de comprobar que carecía de antecedentes penales; en su historial no constaba ni una miserable multa.
No estaba fichado, lo cual era —para qué iba a engañarse— una lástima. Sus preferencias delictivas hubieran arrojado algo de luz. Pero nada. Su imagen de «ciudadano perfecto» se mantenía intacta.
—Si esto sigue así, me la acabaré creyendo.
Las cuentas bancarias en las que Querol figuraba como titular tampoco mostraban ningún movimiento significativo de dinero durante las últimas semanas. Aunque, claro, los pagos en dinero negro nunca se ingresaban en el banco.
Lázaro se levantó para llegar hasta la mesa alargada donde habían colocado buena parte de la documentación requisada. Entre otros materiales, había una carpeta con la etiqueta «facturas particulares».
El inspector la cogió. En su interior descubrió varios recibos por trabajos realizados hasta poco antes de la fecha de la muerte del publicista.
—Aquí tenemos su cartera de clientes más recientes… —dedujo en voz alta.
Sus ojos se pasearon por esos papeles. Había importes elevados, sin duda ese tipo era un profesional caro. Pero nada más. Los conceptos de los recibos —salvo el de la factura extra, que estaba vacío— tampoco revelaban indicios sospechosos.
Lázaro regresó a su mesa y descolgó el teléfono.
—Millán, soy yo. ¿Alguna novedad?
—El publicista tenía licencia de armas, inspector.
—Interesante. ¿Algún arma a su nombre?
—Era propietario de una Beretta 8000 Cougar que no ha aparecido.
—Bueno, ya tenemos un souvenir que se llevó nuestro asesino. ¿Algo más?
—Estamos revisando los soportes de información que Querol guardaba en su casa. Hay copias de sus trabajos, pero todo dentro de la legalidad.
—De acuerdo, tenme al tanto.
Lázaro colgó.
Evidentemente, no van a encontrar nada, se dijo. Si Querol estaba metido en negocios poco limpios, no iba a conservar el material a la vista de todos. La cuestión que ya se había planteado gracias al descuadre de las facturas volvía a aflorar: ¿dónde guardaría un tipo de su perfil la información confidencial?
¿Dónde?