CAPÍTULO 10

Jaime Castro, el informático de la policía, se asomó al despacho del inspector:

—Me temo que no tengo buenas noticias.

Lázaro alzó la vista de los papeles que abarrotaban su mesa.

—¿En serio? —se estiró contra el respaldo de su silla, que rechinó al ceder—. ¿Sobre el caso Querol? Tenía muchas esperanzas puestas en ti… y esta mañana, créeme, necesito alguna novedad positiva.

El informático terminó de entrar.

—La víctima estaba trabajando con el ordenador cuando sufrió la agresión —comenzó—, eso está confirmado. El cortocircuito que generó la sangre sobre el equipo no deja lugar a dudas.

—Eso ya lo sé, Jaime. La cuestión es: ¿puedes arreglar el ordenador? Necesitamos saber en qué estaba metido Querol cuando murió. No hay que descartar que su asesino fuera un cliente suyo, y por el momento no tenemos nada. Ni una pista.

Su compañero resopló.

—Me llevará días intentarlo. Y sin garantías. El disco duro está muy dañado, a lo mejor no queda información que recuperar…

—Pero no lo sabes con certeza.

—Al cien por cien, no. La cosa pinta mal, por eso te lo digo…

Lázaro descartó con un ademán aquel pesimismo.

—Si hay una remota posibilidad, debemos intentarlo. Solo te pido que hagas todo lo posible… y pronto.

Jaime asintió.

—Te tendré al corriente.

—Gracias. Y si precisas motivación… —Lázaro hizo una pausa dramática—, recuerda que un asesino frío y calculador anda suelto. ¿Te basta?

El informático meneó la cabeza.

—Al final vas a conseguir que no duerma…

Todos, excepto Diana, se habían sentado en los sillones del salón, alrededor de una mesa rectangular de madera oscura. Ella, muy erguida frente a los demás, blandía un sobre abierto con gesto misterioso. Su palidez la traicionaba; tampoco Diana se había repuesto del trágico descubrimiento con el que habían amanecido, aunque ahora se viera obligada a tomar la iniciativa.

Alguien tenía que hacerlo.

Andrea seguía gimiendo en su asiento. Al menos había dejado de llorar.

Nadie hablaba, no se atrevían a hacerlo. Una atmósfera de incredulidad se había adueñado de la casa, los asfixiaba. Sentían como si estuvieran inmersos en una pesadilla de la que no lograban despertar.

Parecía imposible asimilar que Esther estuviera muerta. ¡Tan solo hacía unas horas habían cenado con ella!

¿Muerta? ¿De verdad está muerta? Tenía tan solo diecisiete años

Los chicos cruzaban las miradas, superados por unas circunstancias que jamás habrían imaginado. Todos salvo Álvaro —que mantenía su expresión emocionada— querían alejarse de allí, más que nunca. Y no regresar jamás.

Hugo recordó su intuición al llegar a la finca. El ambiente de aquella casa ya presagiaba que algo malo podía ocurrir… y así había sido.

—Necesito fumar… —Andrea, algo más repuesta, buscaba dentro de su bolso con pulso vacilante. Nadie se lo impidió porque nada tenía importancia ya, excepto lo único que no podía solucionarse: la muerte de Esther.

Diana alzó el sobre.

—Estaba encima de la mesa —explicó, con voz poco sólida—. Es un mensaje de Vidal dirigido a nosotros, con el aviso de «Urgente. Leer antes del desayuno de la primera jornada».

—¿Y qué importa? —a Hugo le resultó absurdo que en una situación así su compañera pretendiera continuar con el experimento—. ¡Eso puede esperar! Tenemos un cadáver en el piso de arriba, ¡hay que llamar a la policía!

—Primero, avisemos al profesor —Cristian se levantó, el pelo le cubría casi toda la cara hasta que se lo apartó—. Esto es una emergencia, ¿no? Voy a la sala de proyecciones, le daré al botón rojo y a esperar. Vidal sabrá qué hacer…

La respuesta de Diana interrumpió su movimiento:

—No te molestes, Cristian. No servirá de nada.

Cinco rostros inquisitivos se giraron hacia la estudiante.

—¿A qué te refieres? —Jacobo, harto de tanta incógnita, estiró un brazo y le arrancó el sobre de las manos—. ¿De qué va esto?

El repetidor extrajo de su interior una hoja de papel escrita a ordenador y sus ojos empezaron, en silencio, a recorrer aquellas líneas. Su semblante fue cambiando de color conforme avanzaba en su lectura.

Los demás aguardaban, expectantes.

—Dios… —susurró Jacobo—. ¿Pero qué locura es esta? No es posible…

Soltó el papel, que aterrizó suavemente en el suelo. El chico se había llevado las manos a la cabeza.

—Esto no está ocurriendo… —murmuraba—. No es posible…

Dio un puñetazo encima de la mesa. Cristian se encogió en su silla mientras Hugo se preguntaba qué podía impresionar tanto a alguien como Jacobo. ¿Qué estaba ocurriendo? Y ni siquiera disponían de sus móviles…

Diana, con gesto hermético, acababa de recuperar la carta. Inició en voz alta la lectura de un mensaje que ella ya había estudiado un rato antes, un mensaje que desvelaba lo que se escondía detrás de aquel experimento al que habían sido invitados.

Y, entonces, cuando de su boca empezaron a brotar las palabras, todos comprendieron que la auténtica pesadilla no había hecho más que empezar.