CAPÍTULO 9

Un súbito alarido quebró la calma de la mañana: estalló en medio del silencio y su eco se perdió por los corredores de la casa. Todos despertaron de golpe.

Un segundo grito se dejó escuchar segundos después, al fondo de la planta.

Hugo acababa de asomarse desde su dormitorio y se encontró en el pasillo con los rostros de los demás, medio dormidos aún, pero igual de intrigados. Todos permanecían girados en dirección al origen del último chillido.

—¿Qué pasa? —Cristian se frotaba una pierna—. ¿Quién grita de esa manera? ¡Queda media hora para que nos levantemos!

—Un despertar muy estimulante —comentó Álvaro—. A lo mejor forma parte del experimento…

—No estamos todos —Diana repasaba sus figuras asomadas—. Faltan Esther y Andrea.

Un nuevo grito les hizo reaccionar y todos echaron a correr hacia la última de las habitaciones de aquel piso.

No estaban preparados para lo que encontraron en su interior.

Andrea, allí dentro, había retrocedido hasta chocar contra la pared. Se llevaba las manos a la cara, como si quisiera protegerse o para ocultar su mueca de espanto. No apartaba los ojos de la cama de aquel dormitorio. Los demás la imitaron para descubrir lo que había provocado ese ataque de pánico en la chica:

El cuerpo de Esther yacía tendido en un lecho salpicado de sangre… con la cabeza abierta.

Estaba muerta.

Alguien, durante la noche, había entrado en su habitación y le había golpeado brutalmente la cabeza con un objeto pesado. La agresión había sido mortal, no hacía falta ser médico para percatarse de ello.

—La… la han matado… —Cristian apenas se giró para vomitar, lo que no contribuyó a mejorar el ánimo del resto. Se limpió con la manga del pijama mientras el olor a vómito impregnaba la atmósfera de la habitación.

—Un asesinato… —murmuró Álvaro, impresionado.

A escasos metros de donde dormimos.

Diana abrazaba a Andrea, que permanecía en estado de shock. La ayudó a salir del dormitorio: allí no conseguiría tranquilizarla.

Jacobo miró a Hugo:

—¿Seguro… seguro que está muerta? —murmuró.

—¿Tú qué crees?

Los dos se aproximaron a la cama. Hugo, muy pálido, logró reunir la entereza suficiente para comprobar el pulso de su compañera. Nada.

Soltó aquel brazo inerte, ya algo rígido. Le repugnó su tacto blando, helado. Nunca había tocado a un muerto, ni siquiera había visto ninguno hasta ese momento. Intuyó que aquella imagen le perseguiría durante años.

—Está muerta, Jacobo —confirmó—. ¡Muerta!

El repetidor se encogió de hombros, de repente daba la impresión de que aquello no iba con él.

—Vaya putada, ¿no?

Hugo se negó a aceptar la actitud de su compañero:

—¿Qué comentario es ese? ¡La han matado!

—He visto cosas peores.

Hugo lo dudó. ¿Acaso Jacobo se estaba haciendo el fuerte? ¿Simulaba frialdad para, en realidad, ocultar que tenía tanto miedo como los demás? O a lo mejor lo único que le importaba —a fin de cuentas arrastraba el peor prestigio de la casa, ya había pasado por un reformatorio— era que no lo vincularan con esa muerte.

Porque alguien tenía que haber hecho aquello.

Hugo sintió un escalofrío, por primera vez consciente de la verdadera dimensión de la tragedia.

Alguien tiene que haber hecho esto.

No fue el único en llegar a esa conclusión:

—Pero tú discutiste con ella —Cristian, todavía mareado, señalaba a Jacobo—. Ayer. Os escuché. Ella quería volver contigo, ¿no?

—¿Y eso a qué viene? —el repetidor retrocedió hacia la puerta del dormitorio—. ¿Qué insinúas?

Cristian, a pesar de su reducido tamaño frente a él, mantuvo su acusación:

—Pues que eres un animal, todo el mundo lo sabe. No es la primera vez que alguna chica se queja de tus cabreos. Sobre todo cuando estás borracho…

—¡Yo no le he hecho nada a Esther! —Jacobo no ocultó su nerviosismo—. ¡Ayer por la noche me fui a mi habitación y no he salido hasta ahora! Habrá sido Héctor, o a lo mejor ha entrado alguien más en la casa y ella lo sorprendió cuando robaba…

—¿Un ladrón? ¿En su dormitorio? —Cristian se mostró escéptico hasta que una idea vinculada con el sexo iluminó su semblante—: Bueno, a lo mejor el intruso intentó violarla y …

—Héctor no sería capaz de hacer algo así —Hugo descartó la primera teoría de Jacobo—. Alguien tan tímido no sería capaz de reunir el valor necesario.

—Me da igual quién haya sido —el repetidor miró a sus compañeros—. ¿Y si … y si el asesino todavía se encuentra en la casa?

La repentina aparición de Diana, que acababa de entrar en la habitación, interrumpió aquella conversación cuyo rumbo iba derivando hacia conclusiones de lo más siniestras.

—He llevado a Andrea al salón —comunicó, muy seria—. Allí también nos hemos encontrado con una… sorpresa. Tenéis que bajar. Ya.

Hugo contuvo el aliento. Procuró leer en el semblante conmocionado de Diana, sin conseguirlo. ¿Otra sorpresa?

—¿No podemos quedarnos un poco más?

Todos se volvieron hacia la voz que había pronunciado aquella extraña petición. Se trataba de una voz sosegada, que traslucía una emoción muy distinta al miedo: reflejaba… interés, como el que hubiera manifestado un científico ante un hallazgo prometedor.

Era Álvaro. Se mostraba muy tranquilo. Ajeno a la discusión que acababa de desarrollarse, se había apartado de los demás hasta llegar al otro extremo del lecho donde descansaba el cuerpo de Esther. Ahora se dedicaba a contemplar esa zona de la habitación con un respeto inquietante.

—¿Sois conscientes de que estamos ante una auténtica escena del crimen? —planteó, sin desviar la mirada de las salpicaduras que cubrían la ropa de cama—. El paisaje de una tragedia tiene también su belleza: el último gesto del cadáver, su expresión, la firma del asesino…

Y el estallido de la sangre.

Sus ojos paseaban por todo aquel conjunto procurando retener cada detalle mientras los demás le contemplaban sin pestañear, perplejos ante su exhibición de indiferencia. Esa muerte no le afectaba; casi parecía que se estuviera recreando en ella.

—Álvaro —dijo Diana—, tenemos que bajar.

Hugo reparó en que su compañero tenía algunos dedos manchados de sangre; los había hundido minutos antes en el charco que había calado el edredón, tal vez para sentir la frialdad espesa de aquel fluido. Hugo interpretó unos trazos oscuros sobre el cuello de Esther que antes no estaban: Álvaro incluso había jugado a deslizar la sangre sobre la piel de la víctima. Se preguntó qué veía él en aquel horror, qué detalles distinguía que al resto se le escapaban.

Sí, definitivamente durante esos días iba a descubrir al verdadero Álvaro. Y el comienzo no le había decepcionado en absoluto.

—Supongo que para ella la gran tragedia ha sido morir despeinada. —Álvaro señalaba el cadáver— y con los labios sin pintar. Ironías del Destino, nada le hubiera molestado más a Esther que no poder impedir que guardemos una última imagen de ella tan… descuidada.

Salvo Cristian, que soltó una breve carcajada, ninguno de sus compañeros apreció aquella concesión al humor negro.

—Estás loco —dijo por fin Jacobo— o eres el mayor friki que ha parido madre. ¿De qué estás hablando? ¡Han matado a Esther, esto no es una puta película!

—Lo sé —dijo Álvaro—. Pero no deja de ser una pena que la muerte te quite también la dignidad. Fijaos en la postura tan ridícula del cuerpo. Los asesinos deberían obedecer un código ético que les obligara a respetar a sus víctimas, tener hacia ellas cierta… consideración.

—Ya tenemos un sospechoso mejor que Jacobo —Cristian clavaba sus pupilas en él—. Si tan bonito te parece este espectáculo, a lo mejor es porque tú lo has provocado.

Todos se quedaron callados, aunque ni siquiera entonces Álvaro se mostró preocupado. Su atención no se distanciaba del cadáver.

—Será mejor que bajemos —Hugo rompió aquel extraño hechizo que parecía haber contaminado la habitación—. Andrea nos espera, ¿no?

—Y algo más —les recordó Diana con impaciencia—. La situación es peor de lo que imagináis. Vamos.

Hugo se preguntó a qué se refería ella. El experimento había empezado de la peor manera… justo cuando el profesor Vidal ya no estaba en la casa. Había que avisarle sin perder un minuto.