—¿Qué quieres, Cristian?
Andrea fumaba de pie junto a la ventana abierta de su habitación. Su compañero había llamado a la puerta y ahora asomaba la cabeza.
—Venía a ver si necesitabas algo.
Cristian vestía bóxers y camiseta, una indumentaria que acentuaba su figura esquelética. Se apartó el flequillo de un soplido.
—Tú a lo que has venido es a intentar verme en pijama.
—Hombre, tampoco me importaría —el chico esbozó una sonrisa traviesa; ella aún llevaba la ropa que había empleado durante el día—. En algún momento te lo tendrás que poner…
—No hace ni media hora que se ha ido el profesor y ya empiezas a dar el coñazo…
—Es compañerismo —se justificó él—. Vengo para comprobar qué tal estás, si has cenado bien, qué te ha parecido la última proyección…
Le acababa de guiñar un ojo. Andrea se disponía a responder cuando aparecieron por el pasillo Diana y Hugo, que se dirigían a sus respectivos dormitorios después de haber estado limpiando la cocina conforme al reparto de tareas que había acordado el grupo. Se detuvieron ante la puerta abierta del cuarto de Andrea.
—¿Qué se cuece aquí? —preguntó Hugo—. ¿Aún estáis de charla?
—Cristian ya se iba —anunció Andrea mientras tiraba la colilla al exterior y cerraba la ventana—. Me estaba acosando un poco antes de ir a la cama porque si no, no puede dormirse. Típico de los violadores en potencia.
—¡No te pases! —Cristian exageró una expresión dolida—. Solo he venido para desearte buenas noches. Desagradecida…
Diana sonrió.
—¿Y yo soy la siguiente a la que visitarás?
Al chico se le iluminó el rostro.
—¿Te apetece?
—Cristian —Hugo le palmeó la espalda—, ¿sabes lo que es una ironía? Prueba con Esther, anda…
—Paso, no quiero mancharme de pote al darle el beso de buenas noches.
Diana se apoyó en el vano de la puerta.
—Seguimos sin noticias de Héctor, ¿verdad? —preguntó—. Esto empieza a ser demasiado raro incluso para él.
—Nada es demasiado raro para ese tío —Cristian se apartó el flequillo—. Igual se ha convertido en hombre lobo… Hoy hay luna llena.
Todos contemplaron la noche a través de la ventana.
—Los bosques de noche dan miedo —comentó Andrea—. No me imagino a Héctor durmiendo al aire libre. Ni de coña. Es demasiado… frágil.
—A lo mejor ha encontrado algún refugio —se planteó Hugo—. Esta finca es enorme. O ha podido meterse en una cueva.
—¿En una cueva? ¿Héctor? Por favor… —Cristian descartó la idea—. Se mearía del susto antes que todo eso.
—¿Entonces dónde se ha metido? —Diana volvía a formular el interrogante.
—La verdad es que tampoco me importa mucho —Cristian se rascaba el trasero—. Si se ha largado, es su problema. Lo que me sorprende es que nos hayamos dado cuenta de que no está.
—No seas cruel…
—Pero si es verdad, Hugo —se defendió su compañero—. ¡No parece un ser vivo!
—Se supone que el profesor Vidal iba a echar una ojeada por los alrededores de la casa antes de irse, ¿no? —Diana se encogió de hombros—. A ver si hay suerte y lo trae de vuelta. Eso nos ahorrará líos.
—Antes he visto el resplandor de una linterna entre los árboles —Andrea se acomodó sobre la cama tras doblar sus almohadas—. Era Vidal, seguro.
—Ya habría regresado si hubiera localizado a Héctor —Hugo no se sentía muy optimista, recuperaba sus primeras sensaciones de inquietud—. Si mañana a mediodía continúa sin aparecer, ¿qué hacemos?
—Avisar al profesor. Paso de comerme este marrón.
Cristian no estuvo de acuerdo con la propuesta de Andrea:
—Vidal ha dejado claro que el botón rojo es solo para emergencias.
—¿No te parece una emergencia que un compañero tuyo esté desaparecido durante veinticuatro horas? —Hugo comenzaba a molestarse—. No te entiendo.
—Oye —se justificó el pelirrojo—, que nadie le ha obligado a largarse de la casa, ¿vale? Y ahora, por su culpa, todos jodidos. Al final van a cancelar el experimento y tendremos que volver a clase.
—No creo que lo hagan —Andrea bostezó—. Se han dejado en esto mucha pasta.
—A mí empieza a molarme —Cristian lo decía muy convencido—. Una semana sin padres ni profesores…
—Aunque sin libertad —añadió la hippy.
Hugo observaba en silencio a Diana y ella captó su mirada.
—¿Tú también ves alguna ventaja en esta locura? —le preguntó la chica, con un tono entre sarcástico y cómplice.
Él sonrió.
—Alguna, sí.
El simple hecho de que estuvieran hablando en ese instante constituía una prueba de ello. Por alguna misteriosa razón, en medio de aquel entorno tan artificial, ellos se sentían próximos. Algo que jamás había sucedido en el instituto.
—¿Y estos de qué van ahora? —escucharon rezongar a Cristian—. Me voy a la cama… ¿de verdad vais a dejar que duerma solo?
El inspector Lázaro apagó la luz de su mesilla, volvió a tenderse sobre la cama y cerró los ojos.
Había sido un día largo. Largo e infructuoso.
Empezó a moverse, cambió de posición varias veces. Aunque su intención era dormirse, su mente funcionaba todavía a pleno rendimiento. No lograba abandonarse al sueño.
Daba vueltas a un último detalle en el que había reparado poco antes de dejar la comisaría: si se sumaba el número de las facturas que Querol tenía registradas en 2014 salía un total superior en uno al número de trabajos cuyas copias conservaba en su archivo. Dicho de otro modo: en 2014 había una factura de un trabajo del que no había registro.
Aquel descuadre solo podía significar una cosa: Querol había ocultado la copia de un encargo realizado.
Lázaro abrió los ojos.
¿Qué motivo lleva a un publicista a hacer eso?
El inspector se durmió mientras reflexionaba sobre dónde habría escondido el publicista aquel material.
Álvaro ocupaba el cuarto contiguo al de Hugo. Este, a punto de entrar en su dormitorio, reparó en el hilo de luz que se filtraba a pocos pasos por el corredor: su compañero tenía la puerta entreabierta. Decidió asomarse un momento.
—Hola —saludó, después de golpearla con los nudillos—. ¿Qué haces?
Álvaro, de pie, vestía pantalón de pijama y camiseta. Contemplaba la noche a través de la ventana de la habitación. Se volvió al escuchar la voz de Hugo.
—Vaya luna —dijo—. Es impresionante.
—Sí, la hemos visto desde la habitación de Andrea —Hugo calló un instante—. Noche de lobos, ¿eh?
Buscaba una conexión que rompiera el hielo con su compañero y había supuesto que aquel comentario podría ayudar.
Álvaro se le había quedado mirando. Valoraba esa última observación, que, efectivamente, le había sorprendido. Estaban manteniendo la primera conversación a solas desde que se conocían, y ambos se habían dado cuenta.
—El resplandor le da al bosque un toque fantasmal —dijo Álvaro—. Dan ganas de salir.
A continuación llegó hasta su maleta, arrinconada junto a la cama, de la que extrajo una cámara de fotos réflex. Recuperó su posición frente a la ventana con la cámara en la mano. Sobre el edredón Hugo vio varias láminas de dibujo con bocetos muy buenos de la silueta de la casa.
—¿El profesor Vidal te ha dejado quedarte con eso? —señalaba la cámara de fotos.
—Y con más cosas. La verdad es que no le he preguntado.
Álvaro manipuló la cámara hasta conseguir los parámetros adecuados, desactivó el flash, probó con varios enfoques y empezó a hacer fotos del exterior desde diferentes puntos. Después de cada disparo, comprobaba el resultado en la pantalla, elegía una nueva perspectiva y reanudaba su tarea con la máxima concentración.
—Sé de alguien que va a sentir mucha envidia cuando vea estas imágenes… —murmuró al cabo de unos minutos, con una sonrisa enigmática—. Es un paisaje perfecto.
¿A quién se refería? Hugo permanecía quieto, de pie junto a la puerta. Daba la impresión de que Álvaro había olvidado su presencia.
—Después de lo que ha explicado Vidal, me extraña encontrarte aquí —reconoció.
Álvaro interrumpió su sesión de fotos y se giró hacia él.
—¿Por qué? No sabes nada de mí.
Eso era cierto.
—Imaginaba que tú sí leías.
—¿Porque no juego al fútbol? Qué original.
Hugo apreció en Álvaro un cierto desprecio hacia su deporte.
—Tienes pinta de leer. Eso es todo.
—Me extraña que no pienses que un lector tiene que ser gordo y con gafas.
Hugo optó por defenderse con una evasiva:
—La verdad es que tienes un buen físico para el deporte.
—Hago deporte.
—Lo que no haces es leer, entonces.
—No es que no lea, es que hasta ahora no he encontrado los títulos adecuados.
—Eso suena a excusa.
—Pues no lo es.
—De acuerdo.
Hugo no tenía intención de discutir. Su maniobra de aproximación corría el riesgo de provocar un distanciamiento entre ellos.
—Bueno —terminó, con prudencia—, será mejor que me vaya a dormir. Tú tampoco tardarás, ¿no? Mañana va a ser un día duro…
—Yo duermo poco. Me inspira la madrugada.
—Qué suerte, yo necesito bastantes horas de sueño. Buenas noches.
—Gute Nacht.
Álvaro estudiaba alemán y solía incluir en las conversaciones palabras en ese idioma. Hugo ya estaba saliendo de la habitación cuando su compañero le lanzó una última pregunta:
—¿Se sabe algo de Héctor?
—No, sigue sin aparecer.
Álvaro había asentido con la naturalidad que impone una respuesta previsible. Después reanudó la sesión de fotos mientras su compañero cerraba la puerta y llegaba hasta su cuarto. No habían hablado tanto en años.
Horas después, Hugo comenzaría a sufrir las pesadillas que iban a contaminar sus noches: sangre, pasillos y el ingrediente implacable de la persecución.