17

Cabalgó de noche por territorio Crow y cuatro días después estaba subido en su bayo sobre una colina, mirando primero al túmulo. Luego vio a la mujer sentada entre las tumbas. Dios del cielo, ¿se iba a pasar toda la vida sobre los huesos de sus muertos? ¿Era así una madre típica? Antes de que la tragedia de la mujer le hubiese sacudido el cuerpo, nunca había pensado en las diferencias entre varón y hembra. Mientras observaba a aquella solitaria mujer y pensaba en ella, recordó un sueño con Lotus que había tenido muchas veces. Ella estaba desnuda sobre los muslos y el vientre de Sam, como si fuese un gran colchón de carne, con el recogido de su pelo negro envolviéndole el cuello y una broncínea mano estirada para juguetear con su barba. La barba caía sobre un lado de la cara de ella como una manta de crin de caballo. A ella le gustaba pasar los dedos por sus bigotes y tirarle suavemente del vello del pecho, posiblemente, creía él, porque los pieles rojas eran muy lampiños. Luego se movía, a través del pelo, hasta su boca, y le besaba.

Ahora, mirando a la mujer, sintió una oleada de ternura; en el recuerdo la emoción fluyó en un calor relampagueante en dirección sur por todo el camino que habían tomado, a la cabaña y al patético puñado de huesos que era todo lo que había quedado de la vibrante persona que había amado. Tenía ansia de mujer, pero no por la mujer de pelo blanco sentada junto a las tumbas. Si acaso se trataba de una imagen maternal, o una imagen de mujer con niños, como la hembra del urogallo con sus adorables pequeños o la del ánade real recorriendo un lago con sus patas palmeadas y siete u ocho bolitas suaves de plumas detrás de ella. Aquel, mirando a la mujer, era un momento sentimental para Sam Minard, suave como el plumón de ganso, cálido como un géiser, dulce como la mirada de un berrendo, blanco y tierno como el lirio de montaña. No lo habían conmovido tan profundamente unos sentimientos tan tiernos en su voluntad y sus sentidos desde la última vez que había tocado los huesos enterrados, cuando su alma abrazó lo único que quedaba de alguien que en sus sueños y en sus planes había sido esposa, compañera y guerrera de disparo firme a su lado.

Sam cabalgó entonces hacia las colinas. ¿Había aprendido aquella mujer a curar la carne, a pescar en el río, a secar frutas silvestres? ¿O se quedaba sentada allí el día entero excepto para llevar agua a sus diminutos jardines elíseos? Sospechando que sabía poco sobre la hembra humana y sus costumbres, trató de invocar una imagen clara de su madre y de otras madres que había conocido para ver cuál era su modelo de vida. Su madre había trabajado mucho para sus hijos y el trabajo era básicamente todo lo que tenía. Aquella mujer tenía tiempo y aquello era básicamente todo lo que tenía. Tendría años y años, envejecería allí y moriría y, como su esposa, sus huesos serían devorados por lobos y cuervos.

Regresó con dos buenos ejemplares de ciervo, destripados pero que conservaban la piel, y se dirigió a la cabaña. La mujer le había visto aparecer y ahora estaba mirándolo según se acercaba. Bill sabía su nombre y ahora todos los tramperos lo sabían, y Sam dijo alegremente: «¿Cómo está, señora Bowden? ¿Cómo ha estado todo este tiempo?»

Desmontando, desató los ciervos y, cogiendo a cada uno por una pata trasera y otra delantera, los colocó de espaldas, con los vientres abiertos hacia arriba. Buscando a su alrededor piedras para prepararlos, vio que el cráneo del noroeste no era el que él había colocado en la estaca. Se acercó a echarle un vistazo. Algún trampero había matado y decapitado a un indio y había llevado el cráneo hasta allí. «Parece que están cuidándola», dijo cuando regresó a la cabaña.

Como ella se había puesto en pie, se dirigió hacia ella. Se quedó mirándola y ella a él; tras unos instantes la mirada de Sam pasó sobre su rostro y vio que estaba delgado hasta el extremo; y miró el resto del cuerpo, fijándose en los detalles de la ropa. En los pies llevaba los restos de un par de zapatos; el vestido harapiento le pareció el mismo que había llevado el primer día que la vio. Llevaba el pelo suelto y enmarañado; parecía no haberse lavado la cara y las manos en años.

Se dirigió a sus alforjas, diciendo: «Los Crows no tienen los pies tan grandes como los míos. Quizá algunos de estos le valgan». Se los ofreció, pero ella no los cogió. Volvió a mirarla a los ojos. Nunca había visto ojos así. No sabía que en los ojos de un ser humano podía haber unas luces tan brillantes y frías. Algo parecido al horror recorrió sus nervios mientras miraba a Kate a los ojos y veía que no tenía recuerdo de nada que no se limitase a ese río y sus colinas.

Se dirigió a la puerta de la cabaña y se asomó. El primer frío del otoño la había vuelto lúgubre. Se giró para mirar las plantas. Tenía un buen jardín de salvia y flores silvestres, pero las flores ahora se marchitaban con las heladas nocturnas. Mirándola de nuevo, dijo que ojalá quisiera ir con él a la región de los géiseres, donde podría estar caliente en cualquier estación. Él y Bill y algunos otros desenterrarían a sus seres queridos y los llevarían allí para enterrarlos junto a las cálidas aguas de un estanque; y allí podría tener un jardín mucho más bonito casi durante todo el año. Pero, tras unos pocos minutos, supo que sus palabras no penetraban en el pequeño y desolado mundo en el que vivía. Notó que, a su extraña manera que él nunca entendería, era un mundo maravilloso donde una madre vivía con sus hijos, los ángeles y Dios. Tomó el delgado y cansado rostro con sus grandes manos y besó suavemente su frente y su pelo.

«Le he traído algunas cosas», dijo, hablando alegremente, dudando de que pudiese entender una palabra. De sus mulos de carga sacó azúcar, harina, café, sal, pasas; un rollo de piel de ciervo dentro del cual había pimienta, agujas, hilo y cerillas; una bobina de tela de algodón donde había metidos lápices y un cuaderno de notas; y una manta de bisonte. Aquí tiene lápiz y papel, dijo, enseñándoselo. Creyó que podría gustarle escribir cartas a su casa. Cada vez que un trampero pasara por allí, ella podría darle las cartas y él le daría el correo que llegase para ella. A Sam se le había ocurrido que podía recuperar su sentido de la realidad si escribiese y recibiese cartas; pero sabía, Santo Dios, sabía que estaba muy por debajo de aquello, o quizá por encima.

Cortó la carne, curó la mayor parte, asó un solomillo para él y otro para ella y a la mañana siguiente volvió a subir por el río. No había llegado lejos cuando se detuvo a pensar. ¿Por qué una mujer, incluso una loca, se pasaba el día entero subiendo una colina para regar una planta como la salvia? Llegando a la conclusión de que ahí debía de haber un misterio, decidió volver y espiarla. ¿En qué pasaba el día entero, con qué soñaba toda la noche? No había tocado el montón de leña que había dejado junto a la pared sur; por todos los alrededores de la cabaña no había señal de que hubiese hecho fuego nunca. No había llevado barro del río para revocar la cabaña; debía de haber estado cerca de morir congelada el invierno anterior cuando las temperaturas habían bajado a treinta o cuarenta bajo cero y vientos más fríos que el hielo habían azotado las paredes. Cuanto más pensaba en ello más increíble le parecía que siguiese viva. Al bajar hacia el río buscó en las orillas, pero no encontró un lugar donde hubiese excavado en busca de raíces ni un arbusto de bayas del que pudiese haber cogido frutos.

Ocultando a sus animales en un arbusto, subió por la colina y giró hacia el norte. Ocultándose tras un enebro y otro, llegó a sesenta metros de ella y se sentó para ponerse cómodo, observarla y esperar. Mirando a través de las ramas de un cedro tenía una buena vista de ella y del jardín. Estaba sentada. Le pareció que estaba entre las tumbas, y parecía estar hablando, aunque no podía estar seguro de ello. El sol se ponía, pronto llegaría el anochecer y luego la noche, con luna llena dos horas antes de la medianoche. ¡Qué sencillo resultaría para un Pies Negros del oeste, un Big Belly del este o un Crow del sur deslizarse hasta allí, arrancarle la cabellera y quitarle todo lo que tenía! Sabía que los pieles rojas debían de estar tentados hasta el frenesí. Sabía que sólo el miedo a la venganza de los tramperos les detenía la mano. Se había convertido en ley de aquel territorio que si los pieles rojas de cualquier tribu se comportaban de modo despectivo o brutal con cualquier trampero o cualquier persona a la que los tramperos protegiesen, llegaría la noticia hasta las San Juan, las Big Blue y a las Montañas Azules de Oregón y más allá; y se organizaría un encuentro y la venganza. Esta sería tan temible que los supervivientes palidecerían de miedo y huirían a las montañas más remotas. A Sam le pareció improbable que ningún joven fuese lo bastante necio como para arrancarle la cabellera a aquella mujer indefensa.

Dado que el viento soplaba en su dirección desde las Montañas Bear Paw, llenó y encendió su pipa y aspiró el aroma del tabaco de Kentucky. No había mucho que ver; estaba sentada, y pasó una hora, dos, y allí seguía, como si esperase algo o a alguien. Cuando oscureció más, apenas podía verla. En la brisa que soplaba hacia él podía olerla a ella y la cabaña con su gran pila de mantas sucias; podía oler el olor del hueso blanqueado de los cráneos y todos los huesos de ciervo que los tramperos habían desperdigado por los alrededores. Apartando la pipa, trazó un amplio desvío y se acercó desde el norte. Tal como estaba sentada, miraba al sur-suroeste. Tomándose su tiempo, se deslizó hasta que llegó a la cabaña por su lado norte; entonces miró por la esquina noroeste. Allí estaba sentada, entre los huesos de sus hijos. Sam recordó el momento en que había enterrado a sus seres queridos; volvió a ver la escena y supo que la tumba de la hija estaba a la derecha, al alcance de su mano; la tumba de los hijos estaba a la izquierda. El acertijo era por qué pasaba tanto tiempo allí. Durante una hora Sam la observó y ella no se movió ni medio centímetro hacia un lado u otro. Creyó que estaba esperando algo, pero delante de ella no había nada que él pudiese ver, excepto una docena de salvias que ella había llevado desde la orilla del río, más allá un enebro y los oscurecidos árboles del río.

A eso de las diez la luna apareció de entre las sombras de las montañas; parecía un pedazo redondo de cartón con pálidas manchas de pintura. Pero proyectaba mucha luz. Enseguida vio que había un cambio en la mujer; se movió un poco y pareció sentarse un poco más estirada; tomó algo de su regazo y entonces, para su absoluta sorpresa, comenzó a hablar. Como alguien que ahora se encontrase en un lugar extraño y sobrecogedor, miró a su alrededor, luego al cielo nocturno y escuchó. Ella le daba la espalda, pero por cómo movía los brazos supo que tenía algo en las manos que estaba mirando. Su voz era sorprendentemente fuerte y clara. Oyó las palabras: «El desierto y el lugar desolado se alegrarán por ellos». Inclinándose hacia delante, oyó: «El Señor se refería a ti, y a ti, John, y a ti, Robert… El desierto y el lugar desolado que nos rodean aquí se alegran por nosotros. Todo esto se alegra por nosotros, queridos; lo hacéis más agradable a la vista del Señor. John, querido, Robert, querido, y mi querida hija, ¿me oís…?»

Sam la oía. Estaba paralizado por el asombro. La luna había alcanzado en el cielo la altura de cuatro hombres altos y Lou, John y Robert asentían suavemente, como flores, en los capullos de las salvias grises y sonreían mientras un resplandor celestial los cubría como un halo de seda.

Sam avanzó desde la esquina, miró y escuchó. Para su admiración se dio cuenta de que aquella mujer tenía cierta educación; le pareció que tenía la entonación de una maestra de escuela. Pero no podía ver nada a lo que hablarle. Avanzó silenciosamente hasta que estuvo justo detrás de ella y su fascinación crecía según miraba y escuchaba.

—Estamos en el desierto y el lugar desolado —dijo la voz de la mujer, con voz clara y fuerte—. No tenemos mucho pero siempre hemos sido pobres; hasta donde podemos recordar toda nuestra familia ha sido pobre; pero nuestro Señor les dijo a sus discípulos: «Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que tenéis hambre, porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis…»

—¡Dios Todopoderoso! —dijo Sam para sí.

A la derecha la imagen de su hija, tan delicada que parecía venir de luz tenue y de la más suave seda, se movía con la brisa y asentía ligeramente y se inclinaba, como las flores, y sonreía y escuchaba a su madre; y a la izquierda los dos hijos, como dos almas despojadas de todo lo material, sonreían y asentían. Sam miró fijamente hasta que le dolieron los ojos, pero sólo podía ver la salvia y las flores marchitas. Tras una hora se volvió hacia el lado norte de la cabaña y allí se pellizcó para estar seguro de que no estaba soñando; vio las colinas distantes como bultos de oscuridad; miró hacia la línea de árboles del río, todo para ver si seguían siendo familiares, pues se sentía intranquilo y extraño. Todo tenía el aspecto que siempre había tenido, excepto aquella mujer. Ahora volvió a su posición detrás de ella y miró por encima de su cabeza para ver qué tenía en el regazo. Ella nunca notó que aquel hombre alto estaba en pie casi tocándola y miraba su pelo cano y la Biblia que tenía en las manos. Su mirada recorría la tierra y las plantas que había delante de ella, pero excepto las plantas, la mujer, los cedros y los árboles del río Sam no veía rastro de ser vivo alguno.

A sus seres queridos les decía ahora:

—Repetid conmigo las palabras «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».

Les dijo que la mayoría de los hombres parecían no querer la paz, pero las madres sí la querían por el bien de sus hijos. Sam aguzó el oído, pero sólo podía oír su voz, el ruido del agua y los gritos de las aves nocturnas. Vio que en varias partes del libro ella había puesto tiras de papel; pasaba páginas, cincuenta o cien a la vez, y pasaba de una tira de papel a otra; y entonces se detuvo para leer: «Porque con alegría saldréis y con paz regresaréis; los montes y los collados levantarán canción delante de vosotros». Algo más tarde les estaba diciendo que el Señor les dijo a los cielos que cantasen y a la tierra que se llenase de alegría y que los montes explotasen en canto. Estaba diciendo: «Hasta que él venga estaremos desolados en el desierto».

Sam se alejó cincuenta metros hacia la oscuridad de modo que el humo del tabaco no la alcanzase, se llenó la pipa y fumó. Había habido una extraña música en sus palabras, extrañas caricias tranquilizadoras, como la mano de una madre salvaje; no quería que aquella ternura se le escapase. ¿Las montañas y las colinas comenzarían a cantar? Para él la tierra siempre había cantado. Allí en aquellas montañas había fugas, arias, sonatas, miles y millones de ellas entrecruzando sus armonías unas con otras; y estaba la otra cara, según los versos de Thomas Hood:

Hay un silencio donde no habita el sonido,

hay un silencio donde el sonido no puede existir.

Aquella clase de silencio estaba en el patético joven que colgaba de la rama del árbol.

De repente a Sam le llegó un impulso de sacar su armónica y, lejos de la mujer, invisible y desconocido, tocar una suave música. De modo que fue hacia su equipaje y volvió; y tumbado sobre su vientre tras un montículo de tierra, con la brisa nocturna soplando desde donde estaba hacia ella, sopló algunas notas mientras se preguntaba qué debía tocar. Su instrumento no era lo bastante generoso para la música de órgano de Bach. Lo que llenaba su alma eran las canciones de amor que había cantado y tocado para Lotus. ¿Has visto crecer un lirio blanco? La tocó. Interpretó un tierno minueto de Mozart, y las suaves notas flotaron en la brisa hacia los oídos de la querida madre. Casi al mismo tiempo ella empezó a cantar. El sonido de su voz de mezzo-soprano era tan electrizante que por un instante Sam olvidó su música; sólo podía escuchar maravillado y subir la mirada hacia el cielo nocturno, sabiendo que el Creador había tomado parte en aquello. La mujer no se movió ni se giró para mirar a su alrededor. Sam creía que estaba cantando himnos religiosos; comenzó a improvisar, mezclando fragmentos de serenatas, frases de Corelli, las canciones del zorzal, la alondra y la reinita en agradable asonancia con la suya. Tras un rato entendió que lo que tocase no importaba en absoluto mientras estuviese en armonía con la disposición de la mujer, la luna y la noche. Dándole la espalda, ella cantaba a sus hijos y Sam tocaba suavemente para las estrellas, para su madre y para Lotus. Mantuvo las notas en tono suave, pues no quería alarmarla; todo el adorable momento se habría venido abajo si por la mente de la mujer hubiese pasado siquiera la más mínima sospecha. Tocó la suficiente música de La trompa melodiosa, arias de pájaros, el tema tan a menudo repetido en el concierto de violín de Beethoven y otros fragmentos musicales como para que ella siguiese cantando. Durante dos horas o más cantó en un hermoso timbre de soprano con un campanilleo maravillosamente claro que de vez en cuando brotaba de su garganta; y la luna alcanzó su cénit y mil estrellas aparecieron.

Cuando al fin Sam se deslizó entre la noche se preguntaba si haber tocado había sido un acto de amabilidad: si al día siguiente por la noche, la noche posterior y durante semanas o meses no había música, ¿qué pensaría ella? Bueno, condenación, regresaría tan a menudo como pudiese para tocar lo que ella sin duda debía de considerar música celestial. La oiría y les cantaría a sus hijos: una felicidad más profunda para las madres que aquella no existía en ninguna parte.